Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Sylvia Plath. Ariel

 

 

Sylvia Plath (USA, 1932 - Reino Unido, 1963)

 

Poemas de

Ariel

de Sylvia Plath

 

ALBADA

 

El amor te dio cuerda como a un reloj de oro

regordete. La comadrona te palmeó la planta de los pies,

y tu grito seco ocupó su lugar entre los elementos.

Nuestras voces son tu eco, amplifican tu llegada. Estatua nueva

en este museo expuesto a los cuatro vientos: tu desnudez ensombrece

nuestra seguridad. Inexpresivos como una pared, nos arracimamos

a tu alrededor. La nube que destila un espejo

para reflejar el instante en el que la mano del viento lo borra

lentamente

es tan madre tuya como yo.

Durante toda la noche, tu aliento de polilla

titila entre las rosas mates. Me despierto a escuchar:

un mar lejano ondula en mi oído.

Un grito, y me levanto de la cama dando tumbos, pesada como una

vaca

y floral con mi camisón Victoriano. Tu boca abierta es tan nítida

como la de un gato. El marco de la ventana

clarea y se traga sus insípidas estrellas. Y ahora pruebas

a entonar tu buen puñado de notas,

unas vocales claras que se elevan como globos.

 

19 de febrero de 1961

LOS EMISARIOS

 

¿La palabra de un caracol en el haz de una hoja?

No es mía. No la aceptes.

¿Ácido acético en una lata precintada?

No lo aceptes. No es auténtico.

¿Un anillo de oro con el sol engarzado en él?

Mentiras. Mentiras y pesar.

Escarcha en una hoja, el caldero

inmaculado, hablando y vaticinando

sólo para él en la cima de cada uno

de los nueve Alpes negros,

turbulencia en los espejos,

el mar pulverizando el suyo de color gris.

Amor, amor: mi única estación.

 

4 de noviembre de 1962

 

EL OJEADOR DE CONEJOS

 

Aquél era en un lugar de poder:

el viento me amordazaba con mi propio cabello,

arrancándome la voz, y el mar

me cegaba con sus luces, mientras las vidas de los muertos

se desplegaban en él, expandiéndose como el aceite.

Allí degusté la malignidad del tojo,

sus negras espinas,

la extremaunción de sus yaros amarillos,

eficientes, tremendamente hermosos,

y extravagantes como la tortura.

Tan sólo había un sitio adónde ir.

Cociendo a fuego lento, perfumados,

los senderos se iban estrechando hasta la hondonada.

Y los cepos parecían casi como anularse

a sí mismos: ceros que, sin haber capturado nada,

yacían arracimados, como contracciones de parto.

La ausencia de chillidos

formaba un hueco en aquel día caluroso, un vacío.

La luz vidriosa era un muro transparente,

los matorrales guardaban silencio.

Yo me sentía presa de un afán calmo, de un propósito.

Sentía unas manos asiendo una taza de té, apagadas, insensibles,

cercando la porcelana blanca.

¡Ellas le estaban aguardando, esas pequeñas muertes!

¡Y cómo! Excitándole como muñecas seductoras.

También nosotros teníamos una relación:

cables tensados entre nosotros, estacas demasiado profundas

Como para poder arrancarlas, y una mente como un anillo

corredizo, cerrado sobre algo veloz,

cuya constricción también me mataba a mí.

 

21 de mayo de 1962

TALIDOMIDA

 

Oh media luna—

medio cerebro, claror —

negro enmascarado de blanco,

tus oscuros

miembros amputados se arrastran

y espantan, como arañas peligrosas.

Qué guante,

qué clase de cuero

me ha protegido

de esa sombra—

los brotes indelebles,

protuberancias en los omóplatos, los

rostros que

pujan por nacer, arrastrando

el amnios sanguíneo

y cercenado de las ausencias.

Durante toda la noche construyo

un espacio para esta cosa que me viene dada,

este amor

con dos ojos húmedos y un grito.

¡Blanco escupitajo

de indiferencia!

Los frutos oscuros rotan y caen.

El espejo se raja de lado a lado,

la imagen

se esfuma y aborta como mercurio derramado.

 

8 de noviembre de 1962

 

EL PRETENDIENTE

 

Ante todo, ¿eres nuestro tipo?

¿Llevas un ojo de vidrio,

dentadura postiza o una muleta,

un corrector dental o un garfio,

pechos de silicona o un sexo de goma,

alguna sutura que demuestre que te falta algo?

¿No? ¿No? Entonces,

¿Cómo podemos darte nada?

Venga, no llores.

Abre la mano.

¿Vacía? Sí, vacía. Pues aquí tienes otra

para llenarla, y deseando

servirte una taza de té, disipar tus migrañas

y hacer cuanto le digas.

¿Quieres casarte con ella? Tiene garantía,

te cerrará los ojos cuando llegue el fin

y se deshará en llanto.

Con la sal renovamos nuestro stock.

Pero veo que vas completamente desnudo.

Qué te parece este traje:

negro y almidonado, aunque no te sienta mal.

¿Quieres casarte con él?

Es impermeable, irrompible, a prueba

de fuego y de bombas que atraviesen el techo.

Créeme, te enterrarán con él puesto.

Y ahora la cabeza que, perdóname, está vacía.

Pero también tengo un remedio para eso.

Ven aquí, bombón, sal del armario.

Bueno, dime: ¿qué te parece esto?

Desnuda como un papel en blanco

pero dentro de veinticinco años será de plata,

y dentro de cincuenta, de oro.

Una muñeca viviente, la mires por donde la mires.

Puede coser, puede cocinar,

puede hablar, hablar, hablar.

Funciona de maravilla, te lo aseguro, sin el menor defecto.

ahí tienes un agujero, a modo de cataplasma.

Ahí tienes una mirada, a modo de imagen.

Decídete, chaval, éste es tu último recurso.

¿Quieres casarte, quieres casarte con esto?

 

11 de octubre de 1962

 

MUJER ESTÉRIL

 

Vacía, resueno hasta cuando doy el más ligero paso,

museo sin estatuas, grandioso con sus pilares, pórticos, rotondas.

En mi patio, una fuente brota y se abisma en sí misma,

con corazón de monja y ciega ante el mundo. Lirios de mármol

exhalan su palidez como un aroma.

Me imagino a mí misma frente a un público numeroso,

madre de una blanca Niké y de varios Apolos sin párpados.

Pero, en vez de eso, los muertos me hieren con sus atenciones, y nada

puede ocurrir.

La luna posa una mano sobre mi frente,

impávida y callada como una enfermera.

 

21 de febrero de 1961

 

LADY LÁZARO

 

He vuelto a hacerlo.

Un año de cada diez

lo consigo: devenir

en esta suerte de milagro andante, volver mi piel

brillante como la pantalla de una lámpara nazi,

mi pie derecho,

un pisapapeles,

mi rostro, una fina tela de lino

judía, sin rasgos.

Ah, arráncame este paño y

despelléjame, enemigo mío.

¿Qué es lo que tanto te aterroriza?

¿La nariz, las cuencas de los ojos, las dos hileras de dientes?

No te preocupes, este aliento agrio

se esfumará en un día.

Enseguida, enseguida la carne

que devoró el sepulcro volverá

a acomodarse en mí

y seré de nuevo una mujer sonriente,

tan sólo tengo treinta años.

Y siete ocasiones, como el gato, para morir.

Ésta es La Tercera.

Menuda basura

a aniquilar cada diez años.

Menuda infinidad de filamentos.

La turba que masca cacahuetes

se arremolina para ver cómo me quitan

las vendas de las manos y los pies:

El gran strip tease.

Damas y caballeros:

éstas son mis manos,

mis rodillas. Tal vez les parezca

un mero saco de piel y de huesos,

pero yo sigo siendo yo, la misma de antes, idéntica.

La primera vez que ocurrió, sólo tenía diez años.

Y no lo hice adrede.

La segunda sí, estaba decidida

a llegar hasta el final, a no regresar jamás.

Meciéndome, me cerré

como una concha.

Tuvieron que llamarme y llamarme a gritos,

despegarme los gusanos adheridos como perlas.

Morir

es un arte, como todo.

Yo lo hago extraordinariamente bien.

Tan bien que me parece el infierno.

Tan bien que me parece real.

Lo mío, supongo, es como un llamado.

Es muy fácil hacerlo en una celda.

Es muy fácil hacerlo y quedarse así, inmóvil.

Es la forma teatral

de regresar, a plena luz del día,

al mismo lugar, al mismo rostro, al mismo grito

brutal de embeleco

que me anonada:

«¡Milagro!».

Hay que pagar

por ver mis cicatrices, hay que pagar

Por oír mi corazón:

realmente late.

Y hay que pagar, pero mucho,

por una palabra, un roce,

un poco de sangre,

un mechón de mis cabellos o un jirón de mi ropa.

Sí, sí, Herr Doktor.

Sí, Herr Enemigo.

Yo soy tu gran obra,

tu pieza más valiosa,

el bebé de oro puro

que se funde en un grito.

Viro y me abraso.

No creas que subestimo tu enorme celo.

Ceniza, ceniza

que tú remueves y avivas.

Carne y huesos, no hay nada más ahí:

Una pastilla de jabón,

un anillo de boda,

un empaste de oro.

Herr Dios, Herr Lucifer,

cuidado, mucho

cuidado,

porque yo, con mi cabellera

roja, resurjo de la ceniza

y me zampo a los hombres como si fuesen aire.

 

23-29 de octubre de 1962

 

TULIPANES

 

Los tulipanes son demasiado susceptibles, y aquí estamos en invierno.

Mira qué blanco está todo, qué nevado, qué apacible.

Estoy aprendiendo a estar en paz, yaciendo sola, tranquila

como la luz sobre estas paredes blancas, esta cama, estas manos.

No soy nadie; no tengo nada que ver con ningún tipo de explosión.

He entregado mi nombre y mi ropa de diario a las enfermeras,

mi historia al anestesista, y mi cuerpo a los cirujanos.

Y aquí estoy, con la cabeza suspendida entre la almohada y el embozo,

como un ojo entre dos párpados blancos que no quieren cerrarse.

Estúpida pupila, siempre tiene que captarlo todo.

Las enfermeras pasan una y otra vez, sin molestar,

igual que pasan las gaviotas volando tierra adentro, con sus cofias

blancas,

las manos ocupadas, la una idéntica a la otra,

por lo que resulta imposible decir cuántas hay.

Mi cuerpo es un guijarro para ellas, que lo cuidan como el agua

cuida los cantos sobre los que ha de fluir, puliéndolos suavemente.

Ellas me traen el sopor con sus brillantes agujas, me traen el sueño.

Ahora que me he perdido a mí misma, estoy harta de equipajes:

mi neceser de charol, como un pastillero negro;

mi marido y mi hija sonriéndome desde la foto de familia.

Sus sonrisas se aferran a mi piel como pequeños anzuelos sonrientes.

He dejado fluir las cosas, yo, carguero de treinta años,

obstinadamente amarrada a mi nombre y mi dirección.

Aquí me han restregado bien, hasta dejarme limpia de asociaciones

afectivas.

Asustada y desnuda en la camilla de plástico verde, almohadillada,

veía cómo mi juego de té, mis aparadores, mis libros

se hundían hasta perderse de vista, mientras el agua me iba llegando al

cuello.

Ahora soy una monja, nunca he sido tan pura.

No quería flores, tan sólo yacer

Con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, completamente

vacía.

Ah, y no sabes hasta qué punto resulta liberador:

sientes una paz tan grande que te aturde, y sin exigir nada

a cambio, salvo una etiqueta con tu nombre, unas cuantas naderías.

Eso es lo que consiguen los muertos, al final; me los imagino

cerrando su boca sobre ella, como si fuera una hostia consagrada.

Los tulipanes, para empezar, son demasiado rojos, me lastiman.

Incluso a través del papel de regalo podía oírlos respirar

ligeramente, a través de sus pañales blancos, como un bebé malísimo.

Su rojo intenso le habla a mi herida, se corresponde con ella.

Son de lo más sutiles: parecen flotar, aunque a mí su peso me hunde,

perturbándome con sus súbitas lenguas y su color,

una docena de rojas plomadas alrededor de mi cuello.

Nadie me observaba antes, ahora me siento observada.

Los tulipanes se vuelven hacia mí y la ventana que tengo detrás,

en la que la luz, una vez al día, lentamente se va abriendo y cerrando;

Y hasta yo me veo a mí misma plana, ridícula, una sombra de papel

recortado

entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,

Aunque ya no tengo cara, pues quise borrarme del todo.

Los vividos tulipanes devoran mi oxígeno.

Antes de su llegada, el aire era bastante calmo,

iba y venía, bocanada a bocanada, sin la menor agitación.

Pero luego los tulipanes lo saturaron de su estruendo,

Y ahora el aire se traba y se arremolina alrededor de ellos,

igual que lo hace un río alrededor de una máquina hundida, rojo óxido.

Los tulipanes captan toda mi atención, que antes se regocijaba

jugando y descansando, sin obligarse a nada.

También las paredes parecen avivarse. Habría que encerrar

a los tulipanes tras unos barrotes, como animales peligrosos;

Ya están empezando a abrirse, como la boca de un gran felino africano.

Y lo mismo hace mi corazón: noto cómo abre y cierra,

de puro amor por mí, su cuenco de rojas floraciones.

El agua que bebo está caliente y salada, como el mar,

y proviene de un país lejano como la salud.

 

18 de marzo de 1961

 

UN SECRETO

 

¡Un secreto! ¡Un secreto!

Qué importante.

Eres azul y enorme, un guardia de tráfico,

alzando la palma de una mano.

¿Una diferencia entre nosotros?

Que yo tengo un ojo, y tú dos.

Llevas el secreto estampado en ti,

una filigrana leve, ondulante.

¿Se verá a través del detector negro?

¿Saldrá a relucir

ondulante, indeleble, verídica

a través de la jirafa africana en su follaje edénico,

del hipopótamo marroquí,

que ahora miran fijamente desde una orla cuadrada y rígida?

Son animales de exportación:

la primera, una idiota; un idiota, el segundo.

¡Un secreto! Un dedo extra,

color ámbar, color brandy,

posado en su percha y zureando «Tú, tú».

Entre dos ojos en los que nada se refleja salvo unos monos.

Un cuchillo que puede ser desenvainado

para cortarse las uñas,

para sacarse la porquería.

«No te hará daño».

Un hijo ilegítimo:

¡Esa gran cabeza azul!

Oye cómo respira en el cajón del escritorio.

«¿Eso es ropa interior, monada?

Pues apesta a bacalao. Sería mejor

que insertaras varios clavos de especia en una manzana,

que hicieras un saquito de lavanda o si no

que acabaras con el bastardo.

Que acabaras con esto para siempre».

«No, no, porque ahí es feliz».

«¡Pero anhela salir!

¡Mira, mira cómo quiere gatear!».

¡Dios mío, ahí va el tapón!

Los coches en la Place de la Concorde:

¡Cuidado!

Una estampida, una estampida—

Cuernos virándose, y guturales selváticas.

Una botella de cerveza negra reventada,

una marea de espuma en la falda.

Tú sales a trompicones,

niño enano,

Con el cuchillo clavado en la espalda.

«Me siento débil».

El secreto ha salido a la luz.

 

10 de octubre de 1962

 

EL CARCELERO

 

Mis sudores nocturnos pringan el plato de su desayuno.

El mismo rótulo de niebla azul gira a su posición habitual

con los mismos árboles y las mismas lápidas.

¿Y esto es todo lo que puede ofrecer

el meneador de llaves?

Él me drogó y me violó.

Llevo siete horas inconsciente, desquiciada

en este saco negro

donde me abandono, como un feto o un gato:

yo, la palanca de sus sueños sexuales.

Algo se ha esfumado para siempre.

Mi pastilla para dormir, mi zeppelín rojo y azul

me deja caer desde una tremenda altura.

Con el caparazón espachurrado,

las entrañas desparramadas, soy presa de los pájaros.

Pequeñas barrenas,

¡Cuántos agujeros habéis hecho ya en este día de papel!

Luego me estuvo quemando con un cigarrillo,

fantaseando con que era una negra de garras rosas.

Yo soy yo. Pero eso no le basta.

El sudor de la fiebre atiesa mis cabellos.

Estoy tan delgada que ya se me notan las costillas.

¿Que si he comido algo? Mentiras y sonrisas nada más.

Seguro que el cielo no es de ese color,

seguro que la hierba está ondulando ahora.

Durante todo el día,

mientras encolo mi iglesia de cerillas ardidas,

sueño con alguien completamente distinto.

Pero él me golpea por rebelarme, él

con su coraza de falsedades,

con sus severas y frías máscaras de amnesia.

¿Cómo he podido llegar hasta aquí?

Él, criminal indeterminado,

me mata de muchas maneras:

Ahorcándome, quemándome, colgándome de un gancho, o de

hambre.

Yo me lo imagino

impotente como un trueno lejano,

a la sombra del cual devoré mi ración de espectros.

Ojalá se fuese o se muriese,

aunque, al parecer, eso es imposible,

el que yo sea libre. Pues ¿qué sería de la oscuridad

sin fiebres que comer?

¿Qué sería de la luz

sin ojos que acuchillar? ¿Qué sería

de él, de él sin mí?

 

17 de octubre de 1962

 

CORTE

 

Para Susan O’Neill Roe

 

Qué susto:

el pulgar en vez de la cebolla.

La yema, cortada casi del todo,

pendiendo tan sólo de una suerte de bisagra

de piel,

un colgajo en forma de sombrero,

mortecino.

Debajo, esa felpa roja.

Pequeño colonizador:

el indio te ha arrancado la cabellera con su hacha.

Tu carúncula de pavo se despliega

directamente desde tu corazón

como una alfombra encarnada.

Yo la piso,

asiendo mi botella

de rosado espumoso.

Esto va a ser todo un festejo.

De la brecha salen corriendo

un millón de soldados,

todos casacas rojas.

¿De qué lado estarán?

Ah, homúnculo

mío: estoy enferma.

Me tomé una pastilla para matar

esta débil sensación

de ser como de papel.

Saboteador,

kamikaze,

la mancha de tu gasa

Tipo babushka,

Tipo Ku Klux Klan,

Se oscurece, se opaca, y, cuando

la pulpa

apelotonada de tu corazón

se enfrenta a su pequeño

molino de silencio,

ah, cómo saltas,

veterano trepanado,

sucia buscona,

tocón de pulgar.

 

24 de octubre de 1962

 

OLMO

 

Para Ruth Fainlight

 

Conozco el fondo —afirma. Lo conozco por mi larga raíz madre,

ese fondo que tú temes.

A mí no me espanta: ya he estado en él.

¿Es el mar lo que escuchas en mi interior,

sus insatisfacciones?

¿O fue la voz de la nada lo que te enloqueció?

El amor es una sombra, sí,

pero cómo mientes y lloras en pos de él…

Escucha: ése es el ruido que hacen sus cascos, al alejarse como un

caballo.

Así galoparé yo toda la noche, impetuosamente,

hasta que tu cabeza sea una piedra, y tu almohada una pequeña

pista de césped resonando, resonando.

¿O prefieres que te traiga el rumor de los venenos?

Ahora se escucha la lluvia, su siseo agudo.

Y éste es su fruto: color blanco estaño, como el arsénico.

He padecido la atrocidad de los crepúsculos.

Chamuscado hasta la raíz,

mis filamentos rojos se inflaman pero resisten, como un puñado de

cables.

Ahora estallo en pedazos que salen volando como garrotes.

Un viento tan furioso

no permitirá que me quede mirando: he de chillar.

También la luna es despiadada: le gustaría arrastrarme

cruelmente, porque ella es estéril.

Su resplandor me hiere. Tal vez porque la he cazado.

La dejaré irse. Sí, la dejo marchar

lisa y menguada, como si acabaran de extirparle el útero.

Ah, cómo me poseen y proveen tus pesadillas.

Un grito me habita.

De noche sale aleteando,

buscando, con sus garras, algo que amar.

Me aterroriza este algo oscuro

que duerme en mí; durante todo el día

lo siento planear en círculo, suave, ligeramente, percibo su

maldad.

Las nubes pasan y se dispersan.

¿Son ésas las caras del amor, esas formas pálidas, perdidas para

siempre?

¿Y por eso se me altera tanto el corazón?

Ah, ya no quiero saber más.

¿Qué es eso, ese rostro

asesino, estrangulado por las ramas?

¿Ese rostro cuyos ácidos sisean como serpientes

petrificando la voluntad? Éstas son las culpas aisladas

que matan, que matan lentamente.

 

19 de abril de 1962

 

LAS DANZAS NOCTURNAS

 

Una sonrisa cayó en la hierba.

¡Cualquiera la recupera!

Y cómo van a extraviarse tus danzas

nocturnas. ¿En las matemáticas?

Esos brincos y giros en espiral

Tan puros recorren ciertamente

el mundo para siempre; pero yo no me quedaré

del todo sin bellezas, el don

de tu leve aliento, el olor a hierba

empapada de tu sueño, lirios, lirios.

Su pulpa no guarda ninguna relación.

Fríos pliegos de ego, la cala,

y la tigridia, embelleciéndose a sí misma:

manchas, y un despliegue de pétalos ardientes.

 

Los cometas

tienen tanto espacio que cruzar,

tanta frialdad, tanto olvido…

Así, en pequeños fragmentos, se desprenden tus gestos,

cálidos y humanos. Luego su luz rosada

sangra y se despelleja

al atravesar las negras amnesias del universo.

Quién y por qué me ha concedido

estas luminarias, estos planetas

que llueven como bendiciones, como copos

hexagonales, blancos,

sobre mis ojos, mis labios, mi cabello,

fundiéndose al tocarlos.

En ningún lugar.

 

6 de noviembre de 1962

 

EL DETECTIVE

 

¿Qué estaba haciendo ella cuando todo sucedió de golpe

sobre las siete colinas, el surco rojo, la montaña azul?

¿Estaba ordenando las copas? Es un detalle importante.

¿O estaba en la ventana, escuchando? En este valle,

los chillidos del tren resuenan como almas colgadas de ganchos.

Pues éste es el valle de la muerte, aunque las vacas medren en él.

En el jardín de esa mujer, las mentiras estaban desplegando sus sedas

húmedas,

Y los ojos del asesino moviéndose como babosas, de soslayo,

incapaces de encararse con los dedos, esos malditos egotistas.

Los dedos estaban estampando una mujer en una pared,

un cuerpo en una pipa, y el humo elevándose.

Este olor es el de los años que arden, aquí en la cocina,

éstos son los engaños, clavados como fotos familiares,

y esto es un hombre, mira su sonrisa,

¿El arma homicida? No, nadie ha muerto.

En la casa, no hay ningún cuerpo del delito.

Hay un olor a brillo, hay alfombras de felpa.

Hay la luz del sol, empuñando sus aceros,

matón aburrido en un cuarto rojo

donde la radio habla sola como un pariente anciano.

¿Llegó como una flecha, llegó como un cuchillo?

¿Qué clase de veneno es?

¿Qué retorcedor de nervios, qué convulsionador? ¿Daba calambres?

Éste es un caso sin cuerpo del delito.

El cuerpo no cuenta para nada aquí.

Éste es un caso de vaporización.

Primero la boca, que sabemos que desapareció

en el segundo año. Hasta entonces, había sido insaciable,

y, en castigo por ello, la colgaron como un fruto pasado

para que se arrugase y se secase.

Luego los pechos,

Que eran más duros, dos piedras blancas.

La leche se volvió amarilla, después azul y dulce como el agua.

Los labios no desaparecieron, tampoco los dos niños,

aunque estaban en los huesos, y la luna sonreía.

Luego la leña seca, las verjas,

los surcos marrones y maternales, toda la finca.

Sí, Watson, caminamos por un terreno resbaladizo.

Aquí no hay más que la luna, embalsamada en fósforo.

No hay más que un cuervo en un árbol. Tome nota.

 

1 de octubre de 1962

 

ARIEL

 

Estasis en la oscuridad.

Después, el azul e insustancial

diluvio de peñascos e infinitudes.

Leona de Dios,

eje de talones y rodillas,

¡Cómo nos fundimos en una! El surco

se abre y avanza ante nosotras, hermana

a cuya cerviz marrón y

arqueada no consigo asirme,

las bayas con mirada de negro

lanzan oscuros

anzuelos,

bocanadas de sangre negra y dulce,

sombras.

Algo más

Me lleva por el aire, arrastra

muslos, cabellos;

escamas que se desprenden de mis talones.

Blanca

Godiva, así me voy esfolando, despojando

de manos muertas, de rigores muertos.

Y ahora voy dejando

espuma sobre el trigo, un centelleo marino.

El grito del niño

se disuelve en la pared.

Y yo

soy la flecha,

el rocío que vuela

suicida, unida a esta fuerza

que me impulsa hacia el rojo

encarnado, el caldero del alba.

 

27 de octubre de 1962

 

MUERTE Y CÍA.

 

Dos. Por supuesto hay dos.

Cosa que ahora me parece de lo más normal.

Hay uno que jamás alza la vista, con unos ojos enormes

bajo los párpados cerrados, igual que los de Blake,

y que exhibe

sus marcas de nacimiento, que son su marca de fábrica:

la quemadura del agua hirviendo,

el desnudo

cardenillo del cóndor.

Yo soy carne fresca para él. Me ataca

de lado con su pico, pero yo aún me resisto.

Me dice que no soy nada fotogénica,

que los niños conservados

en las cámaras frigoríficas del hospital

resultan de lo más tiernos, con sus sencillos

cuellos de encaje,

las estrías de sus sudarios

jónicos,

y sus dos piececillos.

Éste ni sonríe ni fuma.

El otro sí,

el tipo zalamero y con melena.

Un cabrón

que masturba un destello

para conseguir que le quieran.

Pero yo ni me inmuto.

La escarcha forma una flor,

el rocío, una estrella,

las campanas doblan,

las campanas doblan

por alguien.

14 de noviembre de 1962

 

LOS REYES MAGOS

 

Las abstracciones penden en el aire como ángeles aburridos:

nada tan vulgar como una nariz o un ojo

vigilando la extrema palidez de sus rostros ovalados.

Su blancura no es producto de la limpieza,

la nieve, la tiza ni nada parecido. Ellos son

lo real, vale: los Buenos, los Verdaderos,

Saludables y puros como el agua hervida,

y exentos de amor, como la tabla de multiplicar.

Mientras, la niña sonríe en el aire rarificado.

Tan sólo lleva seis meses en el mundo y ya puede

andar a gatas como una hamaca con patas.

Para ella, la pesada noción del Mal que acecha su cuna

tiene menos importancia que un dolor de tripa,

y el Amor, su ama de leche, no es ninguna teoría.

Esa gente de Dios hecha de papel se confunde de estrella,

en realidad busca la cuna de algún Platón lumbreras.

Dejémosles, pues, que asombren el corazón de éste con sus respectivos

méritos.

Pero ¿qué niña podría florecer en semejante compañía?

 

LESBOS

 

¡Crueldad en la cocina!

Las patatas protestan silbando.

Todo es muy vulgar e indecente, este lugar sin ventanas,

la luz fluorescente, encendiéndose y apagándose en una mueca de

dolor,

como una terrible jaqueca,

estas modestas tiras de papel a modo de puertas—

telones de teatro, rizos de viuda.

Y yo, cariño, soy una embustera patológica,

y mi hija —mírala, tumbada bocabajo en el suelo,

una marionetilla sin hilos, pataleando desesperada por desaparecer,

porque es una esquizofrénica,

da miedo verla así, con la cara roja y blanca.

Y todo porque arrojaste sus gatitos por la ventana

a una especie de pozo de cemento

donde cagan, vomitan y gimotean, y ella no los puede oír.

Dices que no la soportas,

claro, la cabrona es una niña.

Tú, a quien se le han fundido las lámparas, como a una radio barata,

limpia ya de voces y de historia, del ruido

electroestático de lo novedoso.

Dices que debería ahogar a los gatitos, porque ¡apestan!

dices que debería ahogar a la niña,

pues, si a los dos años ya está así de loca, a los diez se cortará el

cuello.

El bebé, en cambio, ese caracol rechoncho, sonríe

desde los pulidos rombos de linóleo anaranjado.

Te lo comerías. Claro: él es un niño.

Dices que tu marido no es bueno contigo.

Su mamá judía le guarda su dulce sexo como si fuera una perla.

Tú tienes un solo hijo, yo dos. Debería sentarme en una roca

allá en Cornwall y dedicarme a peinarme el cabello.

Debería llevar pantalones de piel de tigre y liarme con alguien.

Las dos, sí, deberíamos reencontrarnos en otra vida,

Reencontrarnos en el aire.

Tú y yo.

Entretanto, la cocina hiede a grasa y a cagada de bebé.

Me siento atontada y lenta por culpa del somnífero de ayer.

La humareda de la cocina, la humareda del infierno

flota sobre nuestras cabezas, dos oponentes ponzoñosas,

nuestros huesos, nuestros cabellos.

Yo te llamo Huérfana, huérfana. Estás enferma.

El sol te produce úlceras, el viento, tuberculosis.

Una vez fuiste hermosa.

En New York, en Hollywood, los hombres decían: «¿Llegaste?

Guau, nena, pues sí que eres especial».

Pero tú fingías, fingías, fingías por puro placer.

El marido impotente se escabulle pesarosamente fuera, en busca de un

café.

Yo intento retenerlo,

esa vieja vara que aguanta los rayos,

los baños de ácido, los cúmulos que surgen de ti.

Al fin se larga bajando la colina empedrada de plástico,

tranvía apaleado,

desparramando chispas azules

que se fragmentan como el cuarzo en millones de astillas.

Oh, joya. Oh, objeto valioso.

Esa noche, la luna

arrastraba su bolsa de sangre, como un enfermo

animal,

por encima de las luces del puerto.

Y de pronto volvió a ser ella,

dura, distante, blanca.

Su brillo de hojuela, reflejado en la arena, me daba un miedo de

muerte.

Nos entretuvimos cogiendo puñados de ella, amándola,

amasándola como si fuese pasta, el cuerpo de un mulato,

gravilla sedosa.

Un perro husmeó y se quedó mirando a tu perruno marido.

Y así continuaron por un buen rato.

Ahora estoy aquí callada, inmersa

hasta el cuello en mi odio.

Un odio denso, denso.

No hablo.

Estoy empaquetando las patatas duras como si fueran ropa buena,

empaquetando a los niños,

empaquetando los gatos enfermos.

Oh, jarra de ácido, pero si es de amor

de lo que estás llena. Tú bien sabes a quién odias.

Ahora él está abrazado a su bola de prisionero ahí abajo,

junto a la puerta de la verja que da al mar,

justo donde éste se adentra, blanco y negro,

y luego refluye.

Cada día lo rellenas de sustancia anímica, como si fuese un

cántaro.

Estás tan cansada.

Tu voz es mi pendiente,

Un murciélago deseoso de sangre, aleteando y chupando.

Eso es. Eso es.

Asomas la cabeza por la puerta,

triste, endemoniada bruja. «Todas las mujeres son unas putas.

No logro comunicarme con nadie».

Veo cómo tu precioso decorado

se cierra sobre ti como el puño de un bebé

o una anémona, esa querida

del mar, esa cleptómana.

Yo aún estoy muy verde.

Te digo que tal vez vuelva.

Ya sabes para qué sirven las mentiras.

Pues tú y yo jamás nos reencontraremos, ni siquiera en tu cielo zen.

 

18 de octubre de 1962

 

LA OTRA

 

Llegas tarde, limpiándote los labios.

¿Acaso dejé algo intacto en el umbral,

blanca Niké,

fluyendo entre mis paredes?

Relámpago azul, sonriendo

cargas, como un gancho carnicero, con el peso de él y de sus

miembros.

La policía te quiere porque lo confiesas todo.

Pelo brillante, calzado negro, plástico viejo,

¿Tan intrigante te parece mi vida?

¿Por eso abres tanto las pupilas?

¿Por eso parten así las partículas de aire?

No son partículas de aire, son corpúsculos.

Abre el bolso. ¿Qué es eso que huele tan mal?

Es tu calceta, entretejiéndose

ella misma afanosamente;

son tus pegajosas golosinas.

Tengo tu cabeza colgada en mi pared.

Los cordones umbilicales, de color azul rojizo, y translúcidos,

chillan desde mi vientre como flechas que cabalgo.

Oh fulgor de la luna, oh enferma,

los caballos robados, las fornicaciones

rodean un útero de mármol.

¿Adónde vas jadeando así,

absorbiendo bocanadas de aire como si fuesen millas?

Adulterios sulfurosos sollozan en un sueño.

Fría lámina de cristal, cómo te insertas

entre yo y mi yo.

Mira, yo araño como una gata,

la sangre que mana es un fruto oscuro:

un efecto, un cosmético.

Tú sonríes pero

no, no es letal.

 

2 de julio de 1962

 

PARADA EN SECO

 

Chirrido de frenos.

¿O quizás el llanto de un recién nacido?

Y aquí estamos los dos, pendiendo sobre este lugar secreto

tío, pantalones marca Gordiflón, millonario.

Y tú frío, desvanecido a mi lado, en tu silla.

Las ruedas, dos larvas de caucho, se muerden sus dulces colas.

¿Es España lo que se ve allí abajo?

Rojo y gualda, dos apasionados metales ardientes

retorciéndose y suspirando, ¿qué clase de lugar es éste?

Porque esto no es Inglaterra, ni Francia, ni Irlanda.

Esto es algo violento. Nosotros estamos aquí de visita,

con un dichoso crío gritando en algún sitio.

Siempre hay un maldito crío en el aire.

Yo a esto lo llamaría ocaso, pero

¿Cuándo se oyó a un ocaso dar semejantes alaridos?

tú sigues hundido en tu papada, callado como un muerto.

¿Quién te crees que soy,

tío, tío?

¿El triste Hamlet con su daga?

¿Dónde demonios escondes tu vida?

¿Es un penique o una perla

Tu alma, tu alma?

Voy a salirme con la mía, igual que una hermosa niña rica,

simplemente abriré la puerta, saldré del coche

y viviré del aire, del aire en Gibraltar.

 

19 de octubre de 1962

 

AMAPOLAS EN OCTUBRE

 

Para Helder y Suzette Macedo

 

Ni siquiera los cúmulos de esta aurora saben qué hacer con tales

faldas.

Ni la mujer que va en la ambulancia,

cuyo rojo corazón florece a través del abrigo tan asombrosamente.

Son un don, un don de amor

no requerido

por este cielo,

que indolente y flameante

quema su monóxido de carbono, ni por esos ojos

tan pasmados que, por un instante, se inmovilizan bajo los bombines.

Ah, Dios mío, ¿qué soy yo

para que estas bocas tardías se abran a gritos

en este bosque de escarcha, en este amanecer de acianos?

 

27 de octubre de 1962

 

EL VALOR DE CALLAR

 

¡El valor de cerrar la boca, a pesar de la artillería!

Esa raya rosada y muda, ese gusano, asoleándose.

Junto a él, hay unos discos negros, los discos del ultraje,

y el ultraje de un cielo, su cerebro rayado.

Los discos giran, exigen ser escuchados,

cargados, como lo están, de relatos de bastardías.

Bastardías, usos y costumbres, deserciones y dobleces,

la aguja viajando por su surco,

bestia plateada entre dos oscuros desfiladeros,

un gran cirujano, ahora un tatuador,

tatuando una y otra vez las mismas quejas azules,

serpientes, niños, tetas de sirenas

y chicas de ensueño con sus dos piernas.

El cirujano está callado, no habla.

Ha visto demasiada muerte, sus manos están plagadas de ella.

Así que los discos del cerebro giran, como bocas de cañón.

Y luego está esa antigua podadera, la lengua,

infatigable, púrpura. Tal vez habría que cortarla,

tiene nueve colas, es muy peligrosa, y, una vez que se suelta,

menudo ruido azota desde el aire, y cómo despelleja

no, también la lengua ha sido perdonada, y ahora

cuelga de lo alto de la biblioteca, junto con los grabados de Rangoon

y las cabezas de zorros, de nutrias y de conejos muertos.

Es un objeto realmente maravilloso:

¡La de cosas que ha perforado en todo este tiempo!

¿Y qué decir de los ojos, los ojos, los ojos?

Los espejos pueden matar y hablar, son salas terribles

en las que se realiza una tortura que uno sólo puede observar.

El rostro que habita ese espejo es el de un hombre muerto.

No hay por qué preocuparse por ellos, los ojos

pueden ser cándidos y tímidos, no son unos soplones,

sus rayos letales, plegados como banderas

de un país del que ya nadie habla,

una obstinada independencia

insolvente entre las montañas.

 

2 de octubre de 1962

 

NICK Y LA PALMATORIA

 

Soy una minera. La luz arde azul.

Estalagmitas de cera

gotean y se espesan, lágrimas

que el vientre de la tierra

exuda en su hastío mortal.

Negros aires de murciélago

me envuelven, chales raídos,

fríos homicidios,

pegándose a mí como ciruelas.

Cueva poblada de antiguos

carámbanos de calcio, de antiguos ecos.

Incluso los tritones, esos San Josés

beatos, son blancos.

Y el pez, el pez:

¡Cristo!, son láminas de hielo,

una suerte de cuchillos,

una congregación religiosa

de pirañas que hace su primera comunión

comiéndose vivos los dedos de mis pies.

La vela

coge aire y recupera su pequeña altura,

sus amarillos me infunden ánimo.

Ah, mi amor, ¿cómo llegaste aquí?

Tú, embrión

que recuerdas hasta en sueños

tu postura de miembros cruzados.

La sangre florece clara y brillante

en ti, rubí.

El dolor

al que te despiertas no es tuyo.

Mi amor, mi amor,

he adornado nuestra cueva con guirnaldas de rosas,

con suaves y mullidas alfombras:

las últimas reliquias victorianas.

Dejemos que las estrellas

se abismen en sus oscuros destinos,

que los dañinos átomos

mercuriales caigan, gota a gota,

en el terrible pozo:

tú eres lo único

sólido en lo que se apoyan los espacios, envidiosos.

Tú eres el niño del pesebre.

 

29 de octubre de 1962

 

BERCK – PLAGE

 

I

 

Así que esto es el mar, este inmenso pasmo.

Ah, cómo supura mi herida inflamada con el cataplasma del sol.

Sorbetes de colores electrizantes, extraídos de la helada

por pálidas muchachas, recorren el aire en manos requemadas.

¿Por qué está todo tan tranquilo? ¿Qué estarán ocultando?

Yo sí tengo dos piernas, y camino sonriente.

Una sordina de arena mata las vibraciones;

extendiéndose varios quilómetros, reduce las viejas voces

ondulantes, sin muletas, a la mitad de su tamaño.

Las líneas de visión de los ojos, abrasadas por estas superficies

yermas,

regresan como boomerangs, como gomas sujetas a un ancla,

lastimando a sus dueños.

No me extraña que ese hombre lleve gafas de sol.

No me extraña que vista esa sotana negra.

Por ahí viene, andando entre los pescadores de caballa

que le vuelven la espalda formando un muro, mientras manipulan

los rombos verdes y negros como si fueran partes de un cuerpo.

El mar, que los cristalizó, se marcha reptando, escindido

en miles de serpientes, con su sempiterno siseo de angustia.

 

II

 

Esa bota negra no se apiada de nadie.

¿Por qué habría de hacerlo, si es el coche fúnebre de un pie muerto?

El pie alto, inerme y sin dedos de ese sacerdote

que sondea el pozo de su libro,

cuyo oscuro texto se empina ante él como un decorado,

biquinis obscenos se ocultan tras las dunas,

pechos y caderas, azúcar de pastelería

de minúsculos cristales, titilan con la luz,

mientras una charca verde abre su ojo,

asqueada de todo lo que se ha tragado:

miembros, imágenes, chillidos. Tras los búnkeres de hormigón,

dos amantes se despegan.

¡Oh, blanca vajilla marina, cuántos suspiros

en forma de copa, cuánta sal en la garganta!

Y el que observa, temblando,

arrastrado igual que una larga tela

a través de una calma virulencia,

y un alga, peluda como un sexo.

 

III

 

En los balcones del hotel, las cosas centellean.

Las cosas, las cosas:

sillas de ruedas con tubos de acero, muletas de aluminio.

Tanta dulzura salada ¿Por qué he de adentrarme

más allá de la escollera, plagada de percebes?

Yo no soy una enfermera, blanca y atenta,

no soy una sonrisa.

Esos niños están buscando algo, con anzuelos y gritos,

y mi corazón es demasiado pequeño para vendar sus terribles

defectos.

Eso es el costado de un hombre: sus costillas rojas,

sus nervios aflorando como árboles, y ése es el cirujano:

Un ojo espejeante,

una faceta del conocimiento.

En una habitación, sobre un colchón a rayas,

se consume un anciano.

De poco le va a servir el llanto de su mujer.

¿Dónde están las gemas - ojos, tan amarillas y valiosas?

¿Dónde la lengua, zafiro de ceniza?

 

IV

 

Una cara de pastel de bodas en un volante de papel.

Este hombre, ahora, es superior.

Tenerlo es como tener un santo en casa.

Las enfermeras, con sus cofias de ala, ya no parecen tan hermosas;

se están volviendo morenas, como gardenias ajadas.

Ahora apartan la cama con ruedas de la pared.

En esto consiste la completud. Qué espanto.

¿Es un pijama o un traje de noche lo que lleva puesto el difunto?

Bajo esa sábana fijada con cola, de la que sobresale

su nariz empolvada, tan blanca y tan indemne

le apoyaron la mandíbula en un libro hasta que ésta se atiesó,

y le plegaron las manos, que no cesaban de agitarse: adiós, adiós.

Ahora las sábanas recién lavadas vuelan al sol,

las fundas de las almohadas se airean.

Esto es una bendición, una bendición:

el largo féretro de roble color jabón,

los curiosos portadores y la mera, cruda fecha

grabándose a sí misma en plata con pasmosa tranquilidad.

 

V

 

El cielo gris desciende, las colinas, como un mar verde,

huyen, pliegue sobre pliegue, corriendo, ocultando sus hondonadas,

las hondonadas en las que los pensamientos de la esposa se balancean:

veleros de proa roma,

cargados de vestidos y de sombreros, de porcelana y de hijas casadas.

En la ventana abierta del recibidor

de la casa de piedra treme una cortina,

treme y gotea, como una vela penosa.

La lengua del difunto diciendo: recordad, recordad.

Qué lejos está ahora, con todos sus actos

rodeándole como los muebles del salón, como un decorado,

mientras se congregan las palideces:

las palideces de las manos y de los rostros vecinos,

las palideces jubilosas del iris volador.

Ahora vuelan, vuelan hacia la nada: recordadnos.

El vacío tribunal de la memoria inspecciona las piedras,

las fachadas de mármol con venas azules, los frascos de jalea llenos

de narcisos.

Todo es muy hermoso aquí, en este lugar de parada.

 

VI

 

¡La espesura antinatural de estas hojas de lima!

Los árboles, bolas verdes podadas, desfilan hacia la iglesia.

La voz del sacerdote, en el ambiente cargado,

recibe al cadáver en la entrada, dirigiéndose a él,

mientras las notas de la campana fúnebre ruedan por las colinas;

un resplandor de trigo y tierra cruda.

¿Cómo se llama ese color?

Vieja sangre de paredes encostradas que el sol cura,

vieja sangre de muñones, de corazones quemados.

La viuda, con su libro negro de bolsillo y sus tres hijas,

necesaria entre las flores,

pliega el rostro como un paño fino

que ya nunca volverá a extenderse.

Mientras, un cielo infestado de sonrisas guardadas para siempre

pasa nube tras nube.

Y las flores de novia derrochan frescura,

y el alma es una novia

en un lugar apacible, y el novio, colorado y olvidadizo, no tiene

rasgos.

 

VII

 

Tras el cristal de este coche

ronronea el mundo, desapegado y amable.

Y yo, vestida de negro y en silencio, formo parte de la comitiva

que asciende a marcha reducida tras la carreta funeraria.

Y el sacerdote es un navío,

una tela manchada de alquitrán, penosa y apagada,

que va siguiendo la carreta del ataúd cubierto de flores como una

mujer hermosa,

mientras la cresta de pechos, párpados y labios

va barriendo la cima de la colina.

Entonces, tras las barras de su patio, los niños notan el olor

que desprende el betún de los zapatos al derretirse,

volviendo sus caras, muda y lentamente,

Abriendo los ojos

hacia algo maravilloso: seis sombreros negros, redondos,

en la hierba, junto a un rombo de madera,

y una boca desnuda, roja y sin gracia.

Durante un momento, el cielo se derrama en la fosa como plasma.

Ya no hay esperanza, ahí queda al fin.

 

30 de junio de 1962

 

GULLIVER

 

Sobre tu cuerpo pasan las nubes

altas, altas y heladas,

y también un poco planas, como si

flotasen sobre un cristal invisible.

No como los cisnes,

pues ellas no se reflejan,

ni como tú,

ya que nada las sujeta.

Ellas son todo calma, todo azul. No como tú

tumbado ahí, de espaldas,

mirando el cielo.

Los hombres-araña te apresaron,

enrollando y retorciendo sus insignificantes pero viles

ataduras. Cuánta seda

para sobornarte.

Ah, cómo te odian, cómo

parlotean en el valle de tus dedos esas lombrices.

Les gustaría tenerte durmiendo en sus gabinetes,

Con un dedo del pie allí y otro allá. Como una reliquia.

Pero ¡huye!

Aléjate siete leguas, unas distancias semejantes

a las que confluyen en Crivelli, tan intangibles.

Haz de este ojo un águila,

y de la sombra de este labio, un abismo.

 

6 de noviembre de 1962

 

YENDO ALLÍ

 

¿Está lejos?

¿Cuánto falta?

El gigantesco gorila interior

de las ruedas se mueve, me horrorizan—

esos terribles cerebros

de Krupp, esas bocas negras

girando, ¡ese sonido machacón

constatando la Ausencia! Como un cañón.

Es Rusia el país que estoy atravesando, durante alguna de esas guerras.

Voy arrastrando mi cuerpo

callada, tranquilamente por la paja de los vagones de mercancías.

Es la hora del soborno.

Qué diablos comerán las ruedas, estas ruedas

fijadas a sus arcos como dioses—

la traílla plateada de la voluntad—

inexorables. ¡Y tan orgullosos!

Todos los dioses conocen sus destinos.

Soy una carta en la ranura de este buzón,

volando a un nombre, dos ojos.

¿Habrá fuego allí, habrá pan?

Porque aquí sólo hay barro.

El tren ha hecho una parada, las enfermeras

se vuelven llave de paso, agua, sus velos, velos en un convento,

rozan a los heridos,

los hombres cuya sangre aún late bombeada hacia delante,

piernas, brazos apilados fuera

de la tienda de campaña hecha de interminables gritos:

un hospital de muñecas.

Y los hombres, lo que queda de ellos

late propulsado hacia delante por estos pistones, esta sangre

hasta el próximo kilómetro,

la próxima hora—

¡Una dinastía de flechas partidas!

¿Está lejos?

Tengo barro en los pies,

un barro espeso, rojo, que me hace resbalar. Esta tierra

de la que me yergo es el costado de Adán, y yo agonizando.

No consigo desatarme, y el tren silbando,

humeando y respirando, con sus dientes preparados

para ponerse en marcha, como los de un demonio.

Lo que hay al final es un minuto,

un minuto, una gota de rocío.

¿Está lejos?

Es tan pequeño

el lugar al que voy, por qué surgen estos obstáculos:

el cuerpo de esta mujer,

la ropa carbonizada y una máscara mortuoria

ante la que plañen varias figuras religiosas, varios niños adornados

con festones.

Y ahora las detonaciones:

Truenos y armas,

fuego cruzado entre nosotros.

Es que no hay ningún lugar apacible

girando y girando en el aire intermedio,

intocado e intocable.

El tren avanza arrastrándose a sí mismo, chillando:

es un animal

loco por el destino al que se dirige,

la mancha de sangre,

el rostro al final de la llamarada. Y yo

debería enterrar a los heridos semejantes a larvas,

debería contar y enterrar a los muertos.

Dejar que sus almas se retorcieran hasta devenir en rocío,

incienso en mi trayecto.

Los vagones se mecen, son cunas. Y yo,

saliendo de esta piel

de viejos vendajes, hastíos, viejos rostros,

avanzo hacia ti desde el negro coche del Leteo,

pura como una niña.

 

6 de noviembre de 1962

 

MEDUSA

 

Lejos de esta lengua de piedras ígneas expulsadas por la boca,

con los ojos puestos en blanco y cada vez más ciegos,

siempre prestando oídos a las incoherencias del mar,

albergas tu espantosa cabeza: bola de Dios,

lente de piedades,

tus secuaces

moldeando sus células salvajes a la sombra de mi quilla,

presionando de cerca como corazones,

un estigma rojo en el mismísimo centro,

navegando contracorriente hasta el lugar más cercano de partida,

arrastrando su larga cabellera de Cristo.

¿Habré escapado al fin?, me pregunto.

Mi mente serpentea como una espiral hacia ti,

viejo ombligo cubierto de percebes, cable transatlántico

que, al parecer, te mantienes en un estado milagroso.

El caso es que siempre estás ahí,

trémula respiración al otro lado de mi línea,

curva de agua que manas

ante mi vara de zahorí, deslumbrante y agradecida,

afectuosa y absorbente.

Yo no te llamé.

Yo no te llamé de ninguna manera.

Y aun así, aun así viniste

Cruzando el mar como una borrasca,

gruesa y roja, una placenta

que paraliza el combate de los amantes,

luz de cobra

oprimiendo las campanillas de sangre de la fucsia

hasta cortarles el aliento. Yo tampoco podía respirar,

arruinada, muerta como lo estaba,

sobreexpuesta, igual que una radiografía.

¿Pero quién te crees que eres?

¿La Sagrada Forma? ¿La Virgen Llorona?

No pienso probar ni un solo bocado de tu cuerpo,

botella en la que vivo,

siniestro Vaticano.

Estoy harta, asqueada de sal caliente.

Tus deseos, verdes como eunucos,

silban continuamente recriminándome mis pecados,

¡Fuera, fuera, tentáculo anguila!

No hay nada entre nosotras.

 

16 de octubre de 1962

 

PURDAH

 

Jade:

piedra del costado,

del doliente

costado del verde Adán, yo

sonrío, con las piernas cruzadas,

enigmática,

repartiendo mis claridades,

tan valiosas.

¡Cómo pule el sol este hombro!

La luna, mi

infatigable prima,

debería

salir, con sus cancerosas palideces,

arrastrando árboles,

pequeños pólipos frondosos,

pequeñas redes

para ocultar mis visibilidades.

Pues yo relumbro como un espejo.

A esta faceta llega el novio,

señor de los espejos,

guiándose a sí mismo

por entre estas mamparas

de seda, estas dependencias susurrantes.

Respiro, y el velo

de la boca agita su cortina.

El velo de

mi ojo es

una concatenación de arcos iris.

soy suya.

incluso en ausencia

suya, yo

giro en mi

vaina de imposibles,

inestimable y callada

entre estos periquitos, guacamayos.

¡Oh, parlanchines!

¡Criados de la pestaña!

Pero me liberaré

soltando una pluma, como el pavo real.

¡Criados del labio!

Me liberaré

soltando una nota

que destroce

el candelabro

del aire que a lo largo del día elabora

sus cristales,

un millón de ignorantes.

¡Siervos!

¡Siervos!

Y, al próximo paso que él dé,

me liberaré,

desataré

a la enjoyada muñequita

que él guarda como un tesoro,

y soltaré a la leona,

el grito en el baño,

el manto de agujeros.

 

29 de octubre de 1962

 

 

LA LUNA Y EL TEJO

 

Ésta es la luz de la mente, fría y planetaria.

Los árboles de la mente son negros. Su luz, azul.

Las hierbas descargan sus pesares en mis pies, como si yo fuera Dios,

picándome en los tobillos y murmurando cosas acerca de su humildad.

Brumas desvaídas, espirituosas, pueblan este lugar

separado de mi casa por una hilera de lápidas.

La verdad, no veo adónde ir.

La luna no es una puerta. Es una cara de por sí,

blanca como un nudillo y terriblemente afligida,

que arrastra el mar tras ella como un crimen oscuro. Ahora está

callada,

Con la boca abierta en una O de absoluta desesperación. Yo vivo aquí.

Los domingos, las campanas alarman al cielo dos veces:

ocho lenguas enormes confirmando la Resurrección.

Y, al final, secamente, tañen sus nombres.

El tejo, con su silueta gótica, apunta al cielo.

Alzo la vista siguiéndolo y me topo con la luna.

Ella es mi madre. Pero no una madre dulce, como la Virgen.

Sus vestiduras azules desprenden pequeños murciélagos y búhos.

Cuánto daría por poder creer en la ternura:

el rostro de la efigie, suavizado por las velas,

volviendo hacia mí, en particular, su mirada apacible.

Sí, he caído desde muy alto. Las nubes florecen,

azules y místicas, sobre el rostro de los astros.

En la iglesia, los santos deben de estar todos azules,

levitando con sus pies delicados sobre los fríos bancos,

con las manos y los rostros hieráticos de tanta santidad.

La luna no se percata de nada de esto. Ella es calva y salvaje.

Y el mensaje del tejo es la negrura, la negrura y el silencio.

 

22 de octubre de 1961

 

UN REGALO DE CUMPLEAÑOS

 

¿Qué es lo que oculta ese velo? ¿Es algo bonito o feo?

Eso que brilla tanto, ¿tiene pechos? ¿Tiene filos?

Seguro que es algo único. Seguro que es justo lo que quiero.

Mientras cocino tranquilamente, noto su mirada, escucho lo que

piensa:

«¿Es ésta la persona ante quien debo aparecerme?

¿Es ésta la elegida, la de las ojeras negras y la cicatriz en la cara?

¿La que ahora está pesando la harina, quitando lo que sobra,

ajustándose a las reglas, las reglas, las reglas?

¿Es ésta la destinataria de la anunciación?

¡Dios! ¡Qué risa me da!».

Sea lo que sea, no para de brillar, y hasta creo que me quiere.

No me importaría que fuesen huesos, o un broche de perlas.

Aunque, la verdad, no espero mucho del regalo de este año.

Después de todo, estoy viva de casualidad.

De buena gana me habría matado aquella vez, de una u otra manera.

Y ahora está ese velo ahí, ondulando y refulgiendo como un telón,

como la cortina de satén translúcido de una ventana de enero,

reluciente como las sábanas de un niño, centelleando con su aliento

letal. ¡Oh marfil!

Debe de haber un colmillo ahí detrás, una columna fantasma.

Aunque me da igual lo que sea, ¿no te das cuenta?

¿Por qué no me lo das de una vez?

No te avergüences: no me importa que sea pequeño.

No seas tacaño: a mí no me espanta la enormidad.

Sentémonos a admirar, uno a cada lado, su destello,

su relumbrante esmalte, su espejeante variedad.

Tomemos nuestra última cena en él, como en un plato de hospital.

Ya sé por qué no quieres dármelo:

tienes pánico

de que el mundo entero estalle en un grito, y tu cabeza de tirano

esculpida en relieve, fundida en bronce, como un escudo antiguo,

esa maravillosa herencia para tus biznietos, estalle con él.

No temas: eso no va a ocurrir.

Me limitaré a cogerlo y a apartarme en silencio.

Ni siquiera me oirás abrirlo: no sentirás crujir el papel,

caer el lazo, ni chillaré al final —suponiendo

que me tengas por una persona tan discreta, que no lo creo.

Si al menos comprendieras que este velo está matando mis días.

Para ti es sólo una transparencia, aire puro.

Pero, Dios, las nubes parecen de algodón:

hay un ejército de ellas. Son monóxido de carbono.

Suave, suavemente lo aspiro,

llenando mis venas con ese millón de invisibles

pero probables partículas que perturban los años de mi vida.

Te has vestido de gala para la ocasión. Ah, máquina calculadora,

¿Jamás dejas que nada se te escape y siga su curso normal?

¿Siempre tienes que estampar todo en púrpura,

matar todo cuanto puedes?

Hoy sólo quiero una cosa, y sólo tú puedes dármela.

Está ahí, junto a mi ventana, tan grande como el cielo.

Respirando desde mis folios, ese frío punto muerto

en que las vidas derramadas se congelan y atiesan para la historia.

Que no llegue por correo, por favor, pedazo a pedazo.

Que no pase de boca en boca, pues me darían los sesenta

cuando lograra juntarlo todo, y ya no estaría en condiciones de usarlo.

Basta con que retires el velo, el velo, el velo.

Si lo que oculta es la muerte,

aceptaría su profunda gravedad, sus ojos atemporales.

Y sabría que eres serio.

Habría cierta nobleza en esto, habría un día de cumpleaños.

Y el cuchillo, en vez de cortar, penetraría

puro y limpio como el chillido de un niño,

haciendo que el universo se escabullese de mi costado.

 

30 de septiembre de 1962

 

 

CARTA DE NOVIEMBRE

 

Amor, el mundo

cambia de súbito, cambia de color. La luz

de la farola escinde las vainas del laburno—

esas colas de rata— a las nueve de la mañana.

Esto es el Ártico,

este pequeño círculo

negro, con sus sedosas hierbas ambarinas: el cabello de un niño.

Flota un verdor en el aire,

suave, delicioso,

que amorosamente me cobija.

Cálida y sonrojada, me siento

como un enorme prodigio,

tan estúpidamente feliz,

chapoteando y chapoteando

con mis botas de agua por el hermoso rojo.

Ésta es mi heredad.

Dos veces al día

la recorro, olisqueando

el bárbaro acebo, con sus festones

limas, hierro puro,

y el muro de los viejos cadáveres.

Me encantan.

Me encantan como me encanta la Historia.

Las manzanas son doradas,

imagínatelo:

mis setenta árboles

sosteniendo sus bolas color oro rojizo

en medio de una sustanciosa sopa gris,

con su millón

de hojas doradas, metálicas e inertes.

Oh amor, oh célibe.

Nadie sino yo

pasea por este humedal, mojada hasta la cintura.

Los irremplazables

oros sangran y medran, bocas de las Termópilas.

 

11 de noviembre de 1962

 

 

AMNÉSICO

 

De nada vale, de nada vale ahora empezar a Reconocer.

No hay nada que hacer con esta hermosa laguna mental salvo

suavizarla.

Nombre, casa, llaves del coche,

la pequeña esposa de juguete,

borrada de golpe, suspira, suspira.

Cuatro críos y un cocker.

Enfermeras del tamaño de gusanos y un médico minúsculo

lo arropan, lo miman.

De su piel se desprenden

los hechos pasados.

¡Al carajo con ellos!

Abrazado a su almohada, como si fuera aquella

hermana pelirroja que él nunca se atrevió a tocar,

el hombre sueña con una nueva

—Estériles, todas estériles—

y de otro color.

Cuántos viajes harán, cuántos paisajes verán

poniendo en marcha sus traseros de hermano-hermana,

una cola de cometa.

Y el dinero será el esperma de todo ello.

Una enfermera le trae

una bebida verde, otra, una azul,

apareciendo por cada lado de su cama como sendas estrellas.

Las dos bebidas flamean, espumean.

Oh, hermana, madre, esposa,

mi vida es un dulce Leteo.

¡Ya no me percato de nada, de nada, de nada!

 

21 de octubre de 1962

 

 

LA RIVAL

 

Si la luna sonriese, se te parecería.

Das la misma impresión de ser algo hermoso,

pero aniquilador. Las dos brilláis con una luz prestada.

Su boca en forma de O manifiesta su congoja

por el mundo, la tuya, tu indiferencia,

y tu primer don es el de trocarlo todo en piedra.

De repente me percato de que me hallo en un mausoleo:

ahí estás tú, tamborileando con los dedos en una mesa de mármol,

buscando cigarrillos, rencorosa como una mujer, aunque no tan

nerviosa,

muriéndote por decir algo a lo que nadie rechiste.

También la luna doblega a sus súbditos,

pero a la luz del día resulta ridícula.

Por otro lado, tus insatisfacciones llegan

a mi buzón con afectuosa regularidad,

blancas y anodinas, expansivas como el monóxido de carbono.

No hay día en que no tenga noticias tuyas,

mientras deambulas, quizás, por África, pero pensando en mí.

 

Julio de 1961

 

PAPI

 

Tú ya no, tú ya no

me sirves, zapato negro

en el que viví treinta años

como un pie, mísera y blancuzca,

casi sin atreverme ni a chistar ni a mistar.

Papi, tenía que matarte pero

moriste antes de que me diera tiempo.

Saco lleno de Dios, pesado como el mármol,

estatua siniestra, espectral, con un dedo del pie gris,

tan grande como una foca de Frisco,

y una cabeza en el insólito Atlántico

donde el verde vaina se derrama sobre el azul,

en medio de las aguas de la hermosa Nauset.

Yo solía rezar para recuperarte.

Ach, du.

En tu lengua alemana, en tu ciudad polaca

aplastada por el rodillo

de guerras y más guerras.

Aunque el nombre de esa ciudad es de lo más corriente.

Un amigo mío, polaco,

afirma que hay una o dos docenas.

por eso yo jamás podía decir dónde habías

plantado el pie, dónde estaban tus raíces.

Ni siquiera podía hablar contigo.

La lengua se me pegaba a la boca.

Se me pegaba a un cepo de alambre de púas.

Ich, ich, ich, ich.

Apenas podía hablar.

Te veía en cualquier alemán.

Y ese lenguaje tuyo, tan obsceno.

Una locomotora, una locomotora

silbando, llevándome lejos, como a una judía.

Una judía camino de Dachau, Auschwitz, Belsen.

Empecé a hablar como una judía.

Incluso creo que podría ser judía.

Las nieves del Tirol, la cerveza rubia de Viena

no son tan puras ni tan auténticas.

Yo, con mi ascendencia gitana, con mi mal hado

y mi baraja del Tarot, y mi baraja del Tarot,

bien podría ser algo judía.

Siempre te tuve miedo: a ti, a ti

con tu Luftwaffe, con tu pomposa germanía,

con tu pulcro bigote y esa

mirada aria, azul centelleante.

Hombre-pánzer, hombre-pánzer, ah tú…

No eras Dios sino una esvástica

tan negra que ningún cielo podía despejarla.

Toda mujer adora a un fascista,

la bota en la cara, el bruto

bruto corazón de un bruto como tú.

Mira, papi, aquí estás delante del encerado,

en esta foto tuya que conservo,

con un hoyuelo en el mentón en lugar de en el pie,

mas sin dejar por eso de ser un demonio,

el hombre de negro que partió

de un bocado mi lindo y rojo corazón.

Yo tenía diez años cuando te enterraron.

A los veinte intenté suicidarme

para volver, volver a ti.

Creía que hasta los huesos lo harían.

Pero me sacaron del saco

y me amañaron con cola.

Y entonces supe lo que tenía que hacer.

Creé una copia tuya,

un hombre de negro, tipo Meinkampf,

amante del tormento y la tortura.

Y dije sí, sí quiero.

Pero, papi, se acabó. He desconectado

el teléfono negro de raíz, las voces

ya no pueden reptar por él.

Si ya había matado a un hombre, ahora son dos:

el vampiro que afirmaba ser tú

y que me chupó la sangre durante un año,

siete años, en realidad, para que lo sepas.

Así que ya puedes volver a tumbarte, papi.

Hay una estaca clavada en tu grueso y negro

corazón, pues la gente de la aldea jamás te quiso.

Por eso bailan ahora, y patean sobre ti.

Porque siempre supieron que eras tú, papi,

papi, cabrón, al fin te rematé.

 

 

12 de octubre de 1962

 

ERES

 

Como una payasa, tan dichosa ahí, apoyada sobre tus manos,

con los pies apuntando a las estrellas, un cráneo en forma de luna

y branquias de pez. Un cierto sentido común

te lleva a rechazar el destino del dodo.

Enrollada en ti misma como el sedal en el carrete,

pescas tu propia oscuridad, como los búhos.

Muda como un nabo desde el cuatro

de julio al uno de abril.

Mi pequeña moradora, mi hogaza de pan creciente.

Criatura difusa como la niebla y ansiada como una carta.

Más lejana que Australia.

Atlas encorvado, nuestra gamba viajera.

Acurrucada y compacta como un retoño,

tan a gusto ahí como una sardina en su escabeche.

Nasa para anguilas, toda ondas.

Saltarina como un fríjol mejicano.

Bien hecha, como una suma correcta.

Pizarra reluciente, con tu cara en ella.

 

Enero/Febrero de 1960

 

 

40.º DE FIEBRE

 

¿Pura? ¿Y eso qué significa?

Las lenguas del infierno

son necias, necias y aburridas como la triple

lengua del gordo, necio y aburrido Cancerbero

que resuella ante la puerta. Incapaz

de limpiar, lamiéndolo,

el tendón afiebrado, el pecado, el pecado.

La mecha solloza.

¡El olor indeleble

de una vela despabilada!

Amor, amor, las ondas de humo fluyen bajas

de mí como los chales de Isadora, y tengo miedo

de que alguna se quede enganchada a la rueda.

Estos malhumorados humos amarillos

crean su propio elemento. No se elevarán

sino que girarán alrededor del globo,

asfixiando al anciano y al dócil,

al débil

bebé de invernadero en su cuna,

a la espectral orquídea

que pende en el aire su jardín colgante,

¡Diabólico leopardo!

La radiación la ha empalidecido del todo,

la ha matado en una hora.

Untando los cuerpos de los adúlteros,

como la ceniza de Hiroshima, y devorándolos.

El pecado. El pecado.

Cariño, llevo toda la noche llameando

de manera intermitente: encendiéndome y apagándome.

Las sábanas son ya tan pesadas como el beso de un lascivo.

Tres días y tres noches así.

A base de agua con limón, de agua

con pollo, de agua nauseabunda.

Soy demasiado pura para ti o para cualquiera.

Tu cuerpo

me hiere como el mundo hiere a Dios. Soy un farolillo:

mi cabeza, una luna

De papel japonés, y mi piel, de oro batido,

infinitamente delicada e infinitamente cara.

¿No te maravilla el calor, la luz que desprendo?

Yo sola me he vuelto una inmensa camelia

fulgurante, que viene y que va, rubor sobre rubor.

Siento que me elevo,

siento que podría ascender:

las bolas de mercurio caliente vuelan, y yo, amor mío, yo

soy una virgen

de puro acetileno

asistida por rosas,

besos, querubines

o lo que sean esas cosas rosadas.

Ni tú ni él,

ni él, ni él

(Mis egos se disuelven, viejas enaguas de puta):

al Paraíso.

 

20 de octubre de 1962

 

LA REUNIÓN DE LAS ABEJAS

 

¿Quiénes son esas personas que me esperan en el puente? Son los

aldeanos:

El pastor anglicano, la comadrona, el sacristán, el agente comercial de

las abejas.

Y yo con este vestido veraniego, sin mangas, que no me protege nada,

mientras ellos van todos con guantes, bien cubiertos. ¿Por qué nadie

me avisó de esto?

Míralos, ahí están, sonriendo y arrancándole los velos a sus sombreros

antiguos.

Y yo desnuda como el pescuezo de una gallina. ¿Es que nadie me

quiere en este sitio?

Sí, aquí está la secretaria de las abejas con una bata de trabajo blanca,

abrochándome los puños en las muñecas y la abertura desde el cuello

hasta las rodillas.

Ahora que soy seda de algodoncillo, las abejas no se fijarán en mí.

No olerán mi miedo, mi miedo, mi miedo.

¿Quién es el pastor ahora? ¿Ese hombre que va de negro?

¿Y la comadrona? ¿Ésa del abrigo azul?

Todos saludan con la cabeza, tan cuadrada y tan negra, son caballeros

con visera

y coraza de estopilla anudada bajo las axilas.

Sus sonrisas y sus voces van cambiando. Me guían a través de un

habar,

tiras de papel de plata centelleando como personas guiñando un

ojo,

plumeros abaneando sus manos en un mar de flores de haba,

flores cremosas con ojos negros y hojas como hastiados corazones.

¿Son coágulos de sangre lo que los zarcillos elevan por la guía?

No, no, son flores escarlata que algún día serán comestibles.

Ahora me entregan un elegante sombrero de paja blanco, estilo

italiano,

y un velo negro que se amolda bien a mi cara, para transformarme en

uno de ellos.

Después me llevan al soto desmochado, al círculo de las colmenas.

¿Éste olor tan nauseabundo? ¿es el del acerolo?

El cuerpo estéril del acerolo, anestesiando a sus hijos.

¿Iremos a asistir a algún tipo de operación?

Es al cirujano a quien realmente esperan mis vecinos,

esa aparición cubierta por un yelmo verde,

guantes resplandecientes y un traje blanco.

¿O es el carnicero, el tendero, el cartero, alguien a quien conozco?

No puedo salir corriendo, estoy enraizada, y el tojo me golpea

con sus monederos amarillos, me hiere con su armadura de púas.

Si empezara a correr ahora no podría parar nunca.

La colmena blanca es tan cálida y acogedora como una virgen,

sellando las celdillas de sus crías, su miel y su zumbido calmo.

El humo rodea y envuelve en su manto la arboleda.

La mente de la colmena piensa que esto es el fin.

Ahí vienen los jinetes de la avanzadilla, montados en sus histéricas

gomas.

Si me quedara inmóvil, pensarían que soy una mata de perifollo,

una cabeza crédula, simplona, a salvo de su animosidad,

que ni siquiera asiente, una mera figura en un seto.

Los aldeanos abren las cámaras, a la caza de la reina.

¿Estará escondida, comiendo miel? Es muy lista.

Y muy, muy, muy vieja, aunque ha de vivir otro año, y lo sabe.

Mientras, en sus celdillas encajadas, las nuevas vírgenes

sueñan con un duelo que inevitablemente ganarán.

Una cortina de cera las separa del vuelo nupcial,

la ascensión de la asesina a un cielo que la ama.

Los aldeanos se mueven entre las vírgenes, no habrá asesinato.

La vieja reina no quiere mostrarse, ¡la muy desagradecida!

Estoy exhausta, exhausta:

un pilar de blancura en un entreacto de cuchillos.

Soy la ayudante del mago, que nunca se arredra.

Los aldeanos empiezan a desatarse los disfraces, a darse la mano.

De quién es esa larga caja blanca que hay en el soto, qué han

conseguido, por qué tengo tanto frío.

 

3 de octubre de 1962

 

 

LA LLEGADA DEL CRIADERO DE ABEJAS

 

Aquí está lo que encargué: esta caja de madera limpia,

cuadrada como una silla y tan pesada que casi no la puedo levantar.

Podría pasar por el ataúd de un enano

o de un niño cuadrado

si no hubiese semejante barullo en su interior.

La caja viene cerrada con pestillos, es peligrosa.

Tendré que convivir con ella esta noche:

no soy capaz de apartarme de su lado.

No puedo ver lo que hay dentro, porque no tiene ventanas

ni orificio de salida. Tan sólo una minúscula rejilla.

Echo un vistazo por ella.

Todo está oscuro, oscuro, y me produce la hormigueante

sensación de estar viendo un enjambre de manos africanas,

diminutas y encogidas para su exportación,

negro sobre negro, trepando airadamente.

¿Cómo voy a dejarlas salir?

Lo que más me asusta es el ruido que hacen,

ese zumbido de sílabas ininteligibles.

Parecen una turba de romanos,

minúsculos, capturados uno a uno, pero ¡Dios, ahora están juntos!

Presto oídos a su latín furioso.

Aunque yo no soy un césar.

tan sólo alguien que encargó una caja de maníacos.

Podría devolverlos, sí. O dejar que se mueran

de inanición: al fin y al cabo soy su dueña.

Me pregunto si tendrán hambre.

Me pregunto si llegarían a olvidarme

de abrir yo los pestillos, recular y transformarme en un árbol.

Como el laburno, con sus columnatas rubias,

o el cerezo, con sus enaguas.

Tal vez me ignoraran de inmediato

si me pusiera mi traje lunar y mi velo de luto.

Yo no soy una fuente de miel,

así que no creo que vinieran por mí.

Mañana haré de buen Dios y las soltaré.

La caja es sólo temporal.

 

4 de octubre de 1962

 

PICADURAS

 

A mano, manejo los panales. A mano,

el hombre vestido de blanco sonríe.

Nuestros guantes de estopilla, inmaculados y suaves,

los receptáculos de nuestras muñecas, lirios audaces,

entre él y yo

tenemos un millar de celdillas limpias,

ocho panales de tazas amarillas,

y la propia colmena es una taza de té,

blanca y con flores rosadas.

Yo misma la esmalté con excesivo amor,

pensando «dulzura, dulzura».

las celdillas de las crías, grises como los fósiles de los moluscos,

con su apariencia de viejas, me aterrorizan.

¿Por qué he comprado este pedazo de caoba apolillada?

¿Habrá realmente una reina en él?

Si la hay, será vieja,

sus alas, chales raídos, su largo cuerpo,

felpa desgastada: pobre, desnuda,

carente de realeza, e incluso motivo de vergüenza.

Yo, en medio de una fila

de mujeres aladas, nada milagrosas,

esclavas de la miel.

yo no soy una esclava

aunque durante años haya mordido el polvo,

secado platos con mi abundante cabello

y visto evaporarse mi singularidad,

rocío azul de una piel peligrosa.

¿Me odiarán estas mujeres

que sólo se dedican a correr de un lado a otro,

y cuya única buena nueva es saber que ya floreció el cerezo o el

ya está casi acabado,

lo tengo todo bajo control?

Aquí está mi máquina de hacer miel,

funcionando sin pensar,

abriéndose, en primavera, como una virgen diligente

para pulir los cremosos estambres

igual que la luna, con sus polvos de marfil, pule el mar.

Una tercera persona, ese hombre nos observa.

No tiene nada que ver ni con el vendedor de abejas ni conmigo.

Ahora se marcha dando

ocho grandes brincos, el gran chivo expiatorio.

Aquí está su zapatilla, aquí la otra,

y aquí el retazo de lino blanco

que llevaba en vez de un sombrero.

Él era muy dulce,

y el sudor de sus esfuerzos una lluvia

impulsando el mundo a fructificar.

Las abejas lo descubrieron, trébol

moldeándose a sus labios como mentiras,

complicando sus rasgos.

Ellas pensaban que la muerte valía la pena, pero

yo tenía un sí mismo que recuperar, una reina.

¿Estará muerta o durmiendo?

¿Dónde se habrá metido,

con su cuerpo rojo león, con sus alas de cristal?

Mírala, ahí va, volando,

más terrible que nunca, roja

cicatriz del cielo, rojo cometa

por encima del aparato que la estaba matando:

El mausoleo, la casa de cera.

 

6 de octubre de 1962

 

EL ENJAMBRE

 

Alguien está disparando a algo en nuestra ciudad:

un pum, pum seco en la calle dominical.

Los celos pueden abrir la sangre,

pueden crear rosas negras.

¿A qué estarán disparando?

Para ti son los puñales empuñados

en Waterloo, Napoleón, en Waterloo,

la joroba del Elba sobre tu pequeña espalda,

y la nieve, enfilando sus cuchillos relucientes

masa tras masa, diciendo Chitón,

Chitón esta gente con la que juegas son peones

de ajedrez, figuras inmóviles de marfil.

El fango se revuelve henchido de gargantas,

piedras pasaderas para las botas francesas.

Las cúpulas doradas y rosas de Rusia se funden y flotan

en el horno de la codicia. ¡Nubes! ¡nubes!

Así se apelotona el enjambre y deserta

a veinte metros de altura, en un pino negro.

Hay que abatirlo a tiros. ¡Pum! ¡Pum!

Y el muy tonto cree que las balas son truenos.

Cree que el estruendo es la voz de Dios

excusando el morro, la zarpa, el gruñido del perro

de ancas amarillas, un perro de presa,

gruñendo ante su hueso de marfil

como la jauría, la jauría, como todo el mundo.

Las abejas han llegado muy lejos. A veinte metros de altura

Rusia, Polonia y Alemania.

Las suaves colinas, los campos del mismo y viejo color

Magenta se encogen hasta devenir en un penique

arrojado a un río, el río cruzado.

Las abejas discuten, vueltas una bola negra,

un erizo volador, todo púas y púas.

El hombre de las manos grises está bajo el panal

soñado por las abejas, la estación enjambrada

donde los trenes, fieles a sus arcos de acero,

parten y llegan, en un país sin fin.

Pum, pum. Las abejas caen

desmembradas en una pila de hiedra.

¡Adiós a los carros, los escoltas, todo el Gran Ejército!

Un andrajo rojo, Napoleón

l última insignia de la victoria.

El enjambre cae derribado de su pedestal.

Elba, Elba, una pústula en el mar.

Los blancos bustos de los mariscales, almirantes, generales

se introducen como gusanos en los nichos.

¡Qué instructivo es todo esto!

Los cuerpos mudos, ceñidos con bandas,

caminan por el parqué cubierto con los muebles de la Madre Francia

hacia un nuevo mausoleo,

un palacio de marfil, la horcadura de un pino.

El hombre de las manos grises sonríe:

la sonrisa de un hombre de negocios, intensamente práctico.

Pero no, no son manos

sino receptáculos de amianto.

¡Pum, pum! «Podrían haberme matado a mí».

¡Aguijones grandes como chinchetas!

Parece que las abejas tienen una cierta noción del honor,

una mente negra e ingobernable.

Napoleón está encantado, está encantado con todo.

Oh, Europa. Oh, tonelada de miel.

 

7 de octubre de 1962

 

INVERNANDO

 

Llegó la estación confortable, no queda nada por hacer.

Ya hice girar el fórceps de la comadrona,

ya tengo mi miel,

seis tarros completos,

seis ojos de gato en la bodega,

invernando en un lugar sombrío, sin ventanas,

en el corazón de la casa,

junto a la confitura ya rancia del último inquilino

y las botellas de vacíos oropeles:

la ginebra de Sir Fulano de Tal.

Éste es el cuarto donde nunca estuve.

Éste es el cuarto donde nunca pude respirar.

La negrura se arracima en él como un murciélago,

no hay más luz

que la de la linterna y su pálido

amarillo chino sobre estos objetos aterradores:

negra asnidad. Decadencia.

Posesión.

Son ellos quienes me poseen a mí.

Ni crueles ni indiferentes,

tan sólo ignorantes.

Llegó el momento de estar pendiente de las abejas —las abejas

tan lentas que apenas las reconozco,

desfilando como soldados

hacia la lata de almíbar

para resarcirse de la miel que les quité.

Tate & Lyle, con su nieve refinada,

las impulsan a seguir.

Ellas viven de esa empresa azucarera, no de las flores.

Las abejas la toman. El frío se asienta dentro.

Ahora se apelotonan, forman una masa,

negra

mente contra toda esta blancura.

La sonrisa de la nieve es blanca, se expande de dentro hacia afuera,

como un cuerpo de un kilómetro de largo, hecho de porcelana de

Meissen,

en el que, los días de calor,

las abejas tan sólo pueden acarrear a sus muertas.

Todas son mujeres, infinidad

de doncellas y una esbelta dama real.

Se han desembarazado de los hombres,

de esos lerdos, ineptos y chabacanos patanes.

El invierno es para las mujeres:

la mujer, tranquila, en silencio, haciendo punto

junto a la cuna de nogal español; su cuerpo

es un bulbo enraizado en el frío, demasiado embotado para pensar.

¿Sobrevivirá la colmena? ¿Conseguirán los gladiolos

salvaguardar su fuego

e iniciar con él otro año?

¿A qué sabrán las rosas de Navidad?

Las abejas ya están volando. Ya saborean la primavera.

 

9 de octubre de 1962

 

 

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