Han pasado
ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra un asesinato que atrajo
poderosamente la atención pública. En nuestro país se oye hablar con bastante
frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo hubiese
enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido
sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate.
Advierto, desde luego, que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la
personalidad de aquel hombre.
Cuando el
asesinato fue descubierto, nadie sospechó -o, mejor dicho, nadie insinuó
públicamente sospecha alguna- del hombre que después fue procesado. Por la
circunstancia antes expresada, los periódicos no pudieron, naturalmente,
publicar en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se
recuerde este hecho.
Al abrir,
durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del
descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención.
Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido
lugar en un dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un
relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba. Semejante visión,
aunque instantánea, fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio,
la ausencia del cuerpo de la víctima en el lecho mortuorio.
Esta curiosa
sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de las vulgares
habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St. James
Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida.
En aquel
instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de un
estremecimiento tan fuerte, que la desplazó del lugar en que se encontraba; si bien
procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas ruedecillas. A
continuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en un segundo
piso, tenía dos) a fin de tranquilizarme con la visión del animado tráfago de
Piccadilly.
Era una
luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente y
animada. Soplaba un fuerte viento. Al asomarme, el viento acababa de levantar
numerosas hojas caídas en el parque, elevándolas y formando con ellas una
columna en espiral. Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron,
vi a dos hombres en el lado opuesto de la calle, caminando de oeste a este.
Iban uno tras otro. El primero miraba con frecuencia hacia atrás, por encima
del hombro. El segundo lo seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la
mano derecha levantada amenazadoramente. Al principio, la singularidad de tal
actitud en una avenida tan frecuentada atrajo mi atención, pero en seguida se
desvió hacia otra y más notable particularidad: nadie reparaba en ellos. Ambos
hombres se movían entre los demás peatones con una suavidad increíble, aun
sobre aquel pavimento tan liso, y nadie, según pude observar, los rozaba, los
miraba o les abría paso. Al llegar ante mi ventana los dos dirigieron su mirada
hacia mí. Entonces distinguí sus rostros con toda claridad y me di cuenta de
que podría reconocerlos en cualquier parte; no se crea por esto que yo aprecié
conscientemente nada de extraordinario en sus rostros, excepto el detalle de
que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz
de su perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar.
Soy soltero
y toda mi servidumbre se limita a un criado y su mujer. Trabajo en la filial de
un banco, como jefe de un negociado, y debo agregar que desearía sinceramente
que mis deberes fuesen tan leves como generalmente se supone. Lo digo porque
esos deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hallarme muy
necesitado de reposo y de un cambio de ambiente. No es que estuviese enfermo,
pero no me encontraba bien. El lector se hará cargo de mi estado si le digo que
me sentía cansado, deprimido por la sensación de llevar una vida monótona y
“ligeramente dispéptico”. Mi médico, hombre de mucho prestigio profesional, me
aseguró, a requerimiento mío, que éste era mi verdadero estado de salud en
aquella época; que no padecía ninguna enfermedad ni grave depresión, y yo cito
sus palabras al pie de la letra.
A medida que
las circunstancias del asesinato iban intrigando gradualmente al público, yo
procuraba alejarlas de mi cerebro tanto como era posible alejar un objeto del
interés y comentarios generales. Supe que se había dictado un veredicto previo
de asesinato con premeditación y alevosía contra el presunto criminal, y que
éste había sido conducido a Newgate para que estuviese presente cuando se
dictara sentencia definitiva. Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba
aplazado para una de las próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal,
fundándose en algún precepto de la Ley y en la necesidad de dejar tiempo al
abogado para preparar la defensa. Es posible también que yo me enterase, aunque
creo que no, de la fecha exacta o aproximada en que debía celebrarse la vista
de la causa.
Mi salón,
dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso. La última de dichas
habitaciones sólo tiene entrada por el dormitorio. Cierto que tiene también una
puerta que da a la escalera, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya
que mi baño la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola de arpillera
claveteada.
Una noche, a
hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, dando instrucciones al criado
antes de acostarme; la puerta que comunicaba con el cuarto de baño que daba
frente a mí, en aquel momento estaba cerrada. Mi criado daba la espalda a la
puerta. Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparecer a un
hombre que reconocí en el acto y que me hizo una misteriosa señal. Era el
segundo de los dos que caminaban aquel día en Piccadilly, el que tenía la cara
del color de la cera sin refinar.
Hecho aquel
signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nuevo. Rápidamente me acerqué
a la puerta del tocador, la abrí y miré. Yo tenía en la mano una vela
encendida. No esperaba encontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie.
Comprendiendo
que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije:
-¿Creería
usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la plenitud de mis facultades he
imaginado ver…?
Al hablar,
apoyé mi mano en su hombro. Con un repentino sobresalto, él exclamó:
-¡Oh, Dios
mío, sí! Ha visto usted a un muerto que le hacía señales.
No creo que
Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte años, hubiese
captado la situación antes de que yo lo tocase. Su reacción, cuando apoyé mi mano
sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la provocó aquel
contacto.
Pedí a
Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo tomé otra. No le dije ni
una palabra sobre lo que me había sucedido anteriormente. Me sentía seguro de
no haber visto nunca aquel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly.
Pasé la
noche muy inquieto, aunque sintiendo cierta certidumbre, difícil de explicar,
de que la aparición no volvería. Al apuntar el día caí en un pesado sueño, del
que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con una papel en la mano.
Aquel papel
había motivado una ligera discusión entre su portador y mi sirviente. Era una
citación para concurrir como jurado a una próxima sesión de la Audiencia. Yo
nunca había sido requerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía. Él opinaba
-aun hoy no sé a punto fijo si con razón o no- que era costumbre nombrar
jurados a personas de menor categoría que yo y no quiso, en consecuencia,
aceptar la citación. El hombre que la llevaba tomó la negativa de mi criado con
mucha frialdad. Dijo que mi asistencia o no asistencia al tribunal le tenía sin
cuidado, y que su cometido se limitaba a entregar la citación.
Durante un
par de días estuve indeciso entre asistir o no. No sentí, en verdad, la menor
influencia misteriosa en ningún sentido. Estoy tan absolutamente seguro de esto
como de todo lo que estoy narrando. Por último, resolví asistir, ya que de este
modo rompería la monotonía de mi vida.
La mañana de
la cita resultó ser una muy cruda del mes de noviembre. En Piccadilly había una
densa niebla que se oscurecía por momentos hasta adquirir una negrura opresiva.
Cuando
llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y escaleras que conducían
a la sala del tribunal iluminados por luces de gas. La sala estaba alumbrada de
igual modo. Creo sinceramente que hasta que los ujieres no me condujeron a ella
y vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista del proceso
por el mencionado asesinato se celebraba aquel día. Incluso me parece que hasta
que, no sin considerables dificultades por el mucho gentío, fui introducido en
la sala de lo criminal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra. Pero lo que
ahora señalo no debe considerarse como un aserto positivo, porque este extremo
no está suficientemente aclarado en mi mente.
Me senté en
el lugar de los jurados y, mientras esperaba, contemplé la sala a través del
espeso vapor mixto de niebla y vaho de respiraciones que constituía su
atmósfera. Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más
allá de las ventanas, y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre
la paja o el serrín que alfombraba el pavimento de la calle. Oí también el
murmullo de la concurrencia, sobre el que a veces se elevaba alguna palabra más
fuerte, alguna exclamación en voz alta, algún agudo silbido. Poco después
entraron los magistrados, que eran dos, y ocuparon sus asientos. Se acalló el
rumor en la sala, y se dio la orden de hacer comparecer al acusado. En el mismo
instante en que se presentó lo reconocí como el primero de los dos hombres que
yo viera caminando por Piccadilly.
Si mi nombre
hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo que no hubiese tenido ánimos
para responder. Pero como lo mencionaron en sexto u octavo lugar, me encontré
con fuerzas para contestar: “¡Presente!”
Y ahora,
lector, fíjese en lo que sigue. Apenas hube ocupado mi lugar, el preso, que nos
estaba mirando a todos con fijeza, pero sin dar muestras de interés particular,
experimentó una agitación violenta e hizo una señal a su abogado. Tan
manifiesto era el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello provocó
una pausa, en el curso de la cual el defensor, apoyando la mano en la barra,
cuchicheó con su defendido, moviendo la cabeza. Supe luego -por el propio abogado-
que las primeras y presurosas palabras del acusado habían sido éstas: “Haga
sustituir a ese hombre como sea”. Pero, al no alegar razón alguna para ello, y
habiendo de reconocer que no me conocía ni había oído mi nombre hasta que lo
pronunciaron en la sala, no fue atendido su deseo.
Como no
deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel asesino, y también porque
no es indispensable para mi relato narrar al detalle los incidentes del largo
proceso, me limitaré a citar las particularidades que nos acontecieron a los
jurados y a mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos juntos.
Mencionaré, sobre todo, las curiosas experiencias personales que atravesé. Es
en este aspecto, y no acerca del asesino, sobre lo que quiero despertar el
interés del lector.
Me
designaron presidente del jurado. En la segunda mañana del proceso, después de
invertir más de dos horas en examinar las piezas de convicción -yo podía saber
el transcurso del tiempo porque oía la campana del reloj de una iglesia-,
habiéndoseme ocurrido dirigir la mirada a mis compañeros de jurado, encontré
una inexplicable dificultad en contarlos. Los enumeré varias veces y siempre
con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más.
Toqué
suavemente al más próximo a mí y le cuchicheé:
-Hágame el
favor de contarnos.
Él, aunque
pareció sorprendido por la petición, volvió la cabeza y nos contó a todos.
-¡Pero si
somos trece! -exclamó-. No, no es posible. Uno, dos… Somos doce.
A través de
mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramos siempre doce si se nos
enumeraba individualmente, pero que siempre salía uno de más si nos
considerábamos en conjunto. Éramos doce, pero alguien se nos agregaba con
insistencia, y yo, en mi fuero interno, sabía de quién se trataba.
Nos alojaron
en la London Taverns. Dormíamos todos en un amplio aposento, en lechos
individuales, y estábamos constantemente atendidos y vigilados por un
funcionario. No veo razón alguna para omitir el verdadero nombre de aquel
funcionario. Era un hombre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado.
Tenía una agradable apariencia, bellos ojos, patillas envidiablemente negras y
voz agradable y bien timbrada. Se llamaba Harker.
Nos
acostamos en nuestros lechos respectivos. El de Harker estaba colocado
transversalmente ante la puerta. La segunda noche, como no sentía deseos de
dormir y vi que Harker permanecía sentado en su cama, me acerqué a él, me senté
a su lado y le ofrecí un poco de rapé. Su mano rozó la mía al tocar la
tabaquera y en el acto le agitó un estremecimiento y exclamó:
-¿Qué es
eso?
Siguiendo la
dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver: el segundo de los hombres
de Piccadilly. Me incorporé, anduve unos cuantos pasos, me paré y miré a
Harker. Éste, que ya no sentía la menor turbación, me dijo con toda
naturalidad, riendo:
-Me había
parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin cama. Pero es un
efecto de la luz de la luna.
Sin hacer
revelación alguna al señor Harker, me limité a proponerle que diéramos una
paseíto de un extremo a otro de la habitación. Mientras andábamos procuré
vigilar los movimientos de la misteriosa figura. Ésta se detenía por unos
instantes a la cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado,
acercándose mucho a la almohada. Seguía siempre el lado derecho de cada cama, y
cruzaba ante los pies para dirigirse a la siguiente. Por los movimientos de su
cabeza parecía que se limitaba a mirar, pensativo, a cada uno de los que
descansaban. No reparó en mí ni en mi lecho, que era el más próximo al rayo de
luz lunar que penetraba por una ventana alta. Aquella figura desapareció como
por una escalera aérea. Por la mañana, al desayunar, resultó que todos habían
soñado con la víctima del crimen, excepto Harker y yo.
Acabé por
quedar convencido de que el segundo de los hombres que yo viera en Piccadilly
-si podía aplicársele la expresión “hombre”- era el asesinado, persuasión que
tuve mediante su testimonio directo. Pero esto sucedió de una manera para la
cual yo no estaba preparado.
El quinto
día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada una
miniatura del asesinado que se había echado de menos en el lugar del crimen,
encontrándose después en un lugar recóndito donde el asesino había estado
practicando una fosa. Una vez identificada por los testigos, fue pasada al
tribunal y examinada por el jurado. Mientras un funcionario vestido con una
toga negra nos la iba entregando a todos, la figura del hombre que yo viera en
segundo lugar en Piccadilly surgió impetuosamente de entre la multitud, asió la
miniatura de manos del funcionario, la puso en las mías y, antes de que yo
viera la miniatura, que iba en un dije, me dijo, en tono bajo y profundo:
-Yo era
entonces más joven y la sangre no había desaparecido de mi rostro como ahora.
Luego la
aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo había
de entregar la miniatura, y a continuación entre éste y el otro jurado, y así
sucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder. Ninguno, salvo yo, reparó en
la aparición.
Cuando nos
sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos juntos bajo la
custodia del señor Harker, los componentes del jurado discutíamos mucho acerca
del asunto que nos ocupaba. El quinto día, terminado el capítulo de cargos y
teniendo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente claro ante
nosotros, nuestra discusión se hizo más reflexiva y seria.
Figuraba
entre nosotros cierto sacristán -el hombre más obtuso que he visto en mi vida-
que oponía a las más claras evidencias las más absurdas objeciones, apoyado por
dos hombres de poco carácter que le conocían por frecuentar su misma parroquia.
Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan castigado por las
fiebres epidémicas, que más bien debían haber solicitado un proceso contra
ellas como causantes de quinientos asesinatos, por lo menos. Cuando aquellos
testarudos se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia
medianoche, y todos nos disponíamos a abandonarlos e irnos a la cama, volvía a
ver al hombre asesinado. Se detuvo detrás de ellos y me hizo una señal. Al
acercarme a aquellos hombres e intervenir en su conversación, lo perdí de
vista. Éste fue el principio de una serie interminable de apariciones,
limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado se hallaba reunido.
En cuanto varios se agrupaban para hablar, yo veía surgir entre ellos la cabeza
del asesinado. Siempre que los comentarios lo desfavorecían, me hacía
imperiosos e irresistibles signos para que lo defendiera.
Téngase en
cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no había
vuelto a ver la aparición en la sala del juicio. Tres novedades se produjeron
en esta situación tan pronto como entramos en el tribunal para oír el alegato
de la defensa. En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos. La figura
permanecía continuamente en la sala y no me miraba nunca; dedicaba su atención
a la persona que estaba hablando en el momento. El asesinato se había cometido
mediante el degüello de la víctima, y en el curso de la defensa se insinuó la
posibilidad de que se tratase no de un crimen, sino de suicidio. En aquel
instante, la aparición, colocándose ante los mismos ojos del defensor, y
situando la garganta en la horrible postura en que fuera descubierta, comenzó a
accionar ante la tráquea, ora con la mano derecha, ora con la izquierda, como
para sugerir al abogado la imposibilidad de que semejante herida pudiese ser
causada por la víctima. La segunda novedad consistió en que, habiendo
comparecido como testigo de descargo una mujer respetable, que afirmó que el
asesino era el mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ella,
mirándola al rostro, y señaló con el brazo extendido la mala catadura del
asesino.
Pero fue la
tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con más
intensidad. No trato de teorizar sobre ello: me limito a someterlo a la
consideración del lector. Aunque la aparición no era vista por la persona a
quien se dirigía, no es menos cierto que tal persona sufría invariablemente
algún estremecimiento o desasosiego súbito. Me parecía que a aquel ser le
estuviera vedado, por leyes desconocidas, hacerse visible, pero por el
contrario podía influir sobre sus mentes. Así, por ejemplo, cuando el defensor
expuso la hipótesis de una muerte voluntaria y la aparición se situó ante él
realizando aquel lúgubre simulacro de degüello, es innegable que el defensor se
alteró, perdió por unos instantes el hilo de su hábil discurso, se puso
extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente con un pañuelo. Y
cuando la aparición se colocó ante la respetable testigo de descargo, los ojos
de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el fantasma y se
fijaron, con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado. Bastarán, para que
el lector se haga cargo completo de todo, dos detalles más. El octavo día de
las sesiones, tras una pausa que hacía diariamente a primera hora de la tarde
para descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás
jurados poco antes que los jueces. Al instalarme en mi asiento y mirar en
torno, no distinguí la aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna,
vi al espectro inclinarse por encima de una mujer de atractivo aspecto, como
para asegurarse de si los magistrados estaban ya en sus sitiales o no.
Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y hubo que sacarla de la
sala. Algo análogo sucedió con el respetable y prudente juez instructor que
había incoado el proceso. Cuando la causa estuvo concluida y él comenzaba a ordenar
los autos correspondientes, el hombre asesinado, entrando por la puerta de los
jueces, se acercó al pupitre y por encima de su hombro miró los papeles que
hojeaba el magistrado. En el rostro del magistrado se produjo un cambio, su
mano se detuvo, su cuerpo se estremeció con el peculiar temblor que yo conocía
tan bien, y al fin hubo de murmurar:
-Perdónenme
unos momentos, señores. Este aire tan viciado me ha producido cierta opresión…
No se repuso
hasta después de beber un vaso de agua.
A través de
la monotonía de seis de aquellos interminables días, siempre los mismos jurados
y jueces en el estrado, el mismo asesino en el banquillo, los mismos letrados
en la barra, las mismas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la
sala, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y
saliendo, las mismas luces encendidas a la misma hora cuando el día había sido
relativamente claro, la misma cortina de niebla fuera de la ventana cuando
había bruma, la misma lluvia batiente y goteante cuando llovía, las mismas
huellas de los pies de los celadores y del acusado sobre el serrín, las mismas
llaves abriendo y cerrando las mismas pesadas puertas; a través, repito, de
aquella fatigosa monotonía que me llevaba a sentirme presidente de jurado desde
una época remotísima, y me recordaba el episodio de Piccadilly como si se
hubiera producido en tiempos contemporáneos a los de Babilonia, la figura del
hombre asesinado no perdió ni un ápice de nitidez ante mis ojos. No debo omitir
tampoco el hecho de que la aparición que designo con la expresión “el hombre
asesinado” no fijó ni una sola vez la vista en el criminal. Yo me preguntaba
repetidamente: “¿Por qué no lo mira?” Pero no lo miró.
Tampoco me
miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatura, hasta los últimos
minutos de la vista, ya conclusa del todo la causa. Nos retiramos a estudiarla
a las diez menos siete minutos de la noche. El estúpido sacristán y sus dos
amigos nos originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos veces a
la sala para pedir que se nos releyesen los extractos de las notas del juez
instructor. Ninguno de nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor
duda sobre aquellos pasajes, pero el testarudo triunvirato, que no se proponía
más que obstruir, discutía sobre ellos sólo por esta razón. Al fin prevaleció
el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a las doce y diez.
Esta vez el
muerto permanecía de cara al jurado en el extremo opuesto de la sala. Cuando me
senté, sus ojos se fijaron en mí con gran detenimiento. El examen pareció
dejarlo satisfecho, porque a continuación extendió lentamente, primero sobre su
cabeza y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevaba al brazo
por primera vez.
Cuando yo
emití nuestro veredicto de culpabilidad, el velo se dibujó, todo desapareció
ante mis ojos, y el lugar que ocupaba el hombre asesinado quedó vacío.
El asesino,
interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo que alegar
antes de que se pronunciase la sentencia, murmuró algunas confusas palabras que
los periódicos del día siguiente calificaron de “breves frases titubeantes,
incoherentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse que se
lamentaba de no haber sido condenado con justicia, ya que el presidente del jurado
estaba predispuesto contra él”. Pero la extraordinaria declaración que el
acusado hizo en realidad fue ésta:
-Señoría: me
constaba que yo era hombre perdido desde que vi sentarse en su puesto al
presidente del jurado. Me constaba, Señoría, que no permitiría que saliese
libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo, penetró una noche en
mi habitación, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alrededor
del cuello.
FIN
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