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Max Aub (Paris, 1903 - México, 1972) |
A
mi novia, que me lo contó.
Todavía existía el carnaval. Es decir: hace
muchos años. No importa: de todos modos no me van a creer. Se llamaba Arturo,
Arturo Gómez Landeiro. No era mal parecido, sólo
una gran nariz le molestaba para andar por el mundo. No era nariz descollante, pero sí una nariz un poco mayor de lo normal. Por ella pensó hacerse marino. Pero su madre no le dejó. Lo más sorprendente: que esto que cuento le sucediera a él; a veces me he preguntado el por qué sin atinar la contestación. Por lo visto las cosas extraordinarias le suceden a cualquiera; lo importante es cómo se enfrenta uno con la sorpresa. Si Arturo Gómez hubiese sido hombre excepcional, no escribiría esto: se hubiera encargado él de referirlo, o hubiese seguido adelante. Pero se asustó y no me queda más remedio que contarlo, porque no me sé callar las cosas.
una gran nariz le molestaba para andar por el mundo. No era nariz descollante, pero sí una nariz un poco mayor de lo normal. Por ella pensó hacerse marino. Pero su madre no le dejó. Lo más sorprendente: que esto que cuento le sucediera a él; a veces me he preguntado el por qué sin atinar la contestación. Por lo visto las cosas extraordinarias le suceden a cualquiera; lo importante es cómo se enfrenta uno con la sorpresa. Si Arturo Gómez hubiese sido hombre excepcional, no escribiría esto: se hubiera encargado él de referirlo, o hubiese seguido adelante. Pero se asustó y no me queda más remedio que contarlo, porque no me sé callar las cosas.
Aquello empezó el 28 de febrero de 19... Arturo
cumplía aquel día -mejor dicho, aquella noche- veintitrés años, cuatro meses y
unos cuantos días. Que no se me olvide decir que era huérfano de padre, que su
mamá le esperaba cada noche para verle regresar, entrar en su cuarto, meterse
en la cama antes de acostarse a su vez; lo cual redundaba en cierta timidez que
irradiaba del joven y hacía que sus amigos le tuvieran en poco y no contaran
con él sino de tarde en tarde para sus honestas francachelas. Leía poco,
primero porque, según la señora viuda de Gómez, aquello «estropeaba los ojos»;
después porque el difunto –buen gallego- le había dado bastante quehacer con
los libros a los que fue aficionadísimo, con detrimento de otras obligaciones;
burlón y amigo de cosas que quedaban en el aire (frases con sentido que no
explicaba, repentinos accesos de alegría sin base a la vista, caprichos anómalos:
quedarse todo el domingo en la cama fumando su pipa o -lo que era peor-
desaparecer para reintegrarse al cristiano hogar diez o quince días más tarde,
sin explicaciones decorosas). Doña Clotilde había tenido muy buen cuidado de
preservar a su hijo de tan peregrinos antecedentes. Don Arturo, el
desaparecido, aparentó no tomarlo en cuenta. Se murió un buen día,
tranquilamente, sin despedirse de los suyos, lo cual pareció a su digna esposa
un postrer desacato; además del susto que se llevó al despertar cerca del cadáver.
Aquel último día de febrero era domingo de
carnaval, que así de adelantado era el año. Arturo -el hijo- entró en el salón
de baile, con su terno negro, y se puso a mirar a su alrededor con tranquilidad
y cuidado. Buscaba a Rafael, a Luis o a Leopoldo. No vio a ninguno de ellos. Se
disgustó. Había llegado un cuarto de hora tarde, con toda intención: para que
vieran que no le importaba mucho aquello, para hacerse valer, aunque fuese un
poco. Y ahora resultaba que era el primero. No supo qué partido tomar: no
conocía a las muchachas. Era Rafael quien se las tenía que presentar; aquel
baile se efectuaba en un barrio lejano, que a medias desconocía. Se recostó en la pared y se
dispuso a esperar. Naturalmente, en este momento la vio.
Estaba sola, en el quicio de una puerta casi
frontera. Los separaba el remolino. Parecía perdida, miraba
como recordando, haciendo fuerza con los ojos para acostumbrarse. Su mirada recorrió
la estancia, dio con él, pero sus pupilas siguieron adelante, como si arrastrara con todo, red
pescadora. Arturo era tímido, lo cual le empujó a decidirse, tras una apuesta
consigo mismo. La cuestión era atravesar a nado el centro del salón repleto de
parejas. El mozo se proveyó del número suficiente de «ustedes perdonen»,
«perdones» y «por favores», y se lanzó a la travesía; ésta se efectuó sin
males, con sólo girar con cuidado y deslizarse -pensó que audazmente-
reduciendo el esqueleto del pecho. Además tocaban una polka, lo que siempre
ayuda. Ofreció ceremoniosamente sus servicios. La muchacha, que miraba al
lado contrario, volviéndose lentamente hacia él, sin pronunciar palabra, le
puso la mano en el hombro. Bailaban.
La mirada de la joven tuvo sobre Arturo un efecto extraordinario.
Eran ojos transparentes, de un azul absolutamente inverosímil, celestes, sin
fondo, agua pura. Es decir: color aire, clarísimo, de cielo pálido, inacabable.
Su cuerpo parecía sin peso. Entonces, ella
sonrió.
sonrió.
Y Arturo, felicísimo, sintió que él también, queriendo
o sin querer, sonreía.
Todo daba vueltas. Vueltas y más vueltas. Y no únicamente
porque se tratara de un vals. Él se sentía clavado, fijo, remachado a los ojos
claros de su pareja. Lo único que deseaba era seguir así, indefinidamente.
Sonreía como un idiota. La muchacha parecía feliz. Bailaba divinamente. Arturo
se dejaba llevar. Se daba cuenta, desde muy lejos, que nunca había bailado así,
y se felicitaba. Aquello duró una eternidad. No se cansaba. Sus pies se
juntaban, se volvían a separar, rodando, rodando, de una manera perfecta.
Aquella muchacha era la más ligera, la más liviana bailarina que jamás había
existido. Nunca supo cuándo acabó aquello. Pero es evidente que hubo un momento
en el cual se encontraron sentados en dos sillas vecinas, hablando. Ya no
quedaba casi nadie en la sala. Los farolillos, las cadenetas de papel, las
serpentinas que adornaban trivialmente el techo parecían cansados. Las tirillas
de papel de colores caían aquí, allá, desmadejadamente. Los confetis pinteaban
el suelo con su viruela de colores, dándole aire de cielo al revés, cansado,
inmóvil, quizá muerto. El quinteto ratonero tomaba cerveza.
Como la muchacha no quería dar ni su apellido ni su
dirección – su nombre, Susana -, Arturo decidió seguir con ella pasara lo que
pasara. Con esta determinación a cuestas se sintió más tranquilo. Se quedaron
los últimos. El salón, de pronto, apareció desierto, más grande de lo que era,
las sillas abandonadas de cualquier manera, la luz vacilante haciendo huir las paredes
en cuya blancura dudosa se proyectaban, desvaídas, toda clase de sombras. El
muchacho no pudo resistir el impulso de decir el «¿Nos vamos?» que le estaba
pujando por la garganta hacía tiempo. Susana le miró sin expresión y se fue
lentamente hacia la puerta. Arturo recogió su gabardina y salieron a la calle. Llovía
a cántaros, ella no tenía con qué cubrirse. Su trajecillo blanco aparecía en la
penumbra como algo muy triste. Se quedaron parados un momento. Susana seguía
sin querer decir dónde vivía.
-¿Y va a volver a pie a su casa?
-Sí.
-Se va a calar.
-Esperaré.
-Esperaré.
Arturo tomó su aire más decidido, adelantando la mandíbula:
-Yo también.
-No. Usted no.
-Yo, sí.
-Yo también.
-No. Usted no.
-Yo, sí.
Arturo
se estrujaba la mente deseoso de decir cosas que llegaran adentro, pero no se
le ocurría nada; absolutamente nada. Se sentía vacío, vuelto del revés. No le
acudía palabra alguna, la garganta seca, la cabeza deshabitada. Hueco. Después
de una pausa larga,
tartamudeó:
tartamudeó:
-¿No nos volveremos a ver?
Susana
le miró sorprendida como si acabara de proponerle un fantástico disparate.
Arturo no insistió. Seguía lloviendo sin trazas de amainar. El agua había formado
charcos y las gotas trenzaban el único ruido que los unía.
-¿Hacia dónde va usted?
Como si no recordara sus negativas anteriores Susana
indicó vagamente la derecha, hacia las colinas.
-¿Esperamos un rato más? -propuso el muchacho.
-¿Esperamos un rato más? -propuso el muchacho.
Ella
denegó con la cabeza.
-No
puedo.
-¿La
esperan?
-Siempre.
Fue
tal la entonación resignada y dulce, que Arturo se sintió repentinamente
investido de valor, como si, de un golpe, estuviese seguro de que Susana
necesitaba su ayuda. Su corta imaginación creó, en un instante, un tutor
enorme, cruel; una tía gordisima, bigotuda, con
manos como tenazas acostumbradas a espantosos pellizcos, promotora de penitencias insospechables. Se hubiese batido en ese momento con cualquiera, valiente a más no poder. Pasó un simón. Arturo lo detuvo con un gesto autoritario. Por propia iniciativa no había
subido jamás a ninguno. Sólo recordaba el que tomó el día en que fue a buscar al médico cuando su madre se puso mala, hacía más de cinco años. Su voz salió demasiado alta, queriendo aparecer desenvuelto:
manos como tenazas acostumbradas a espantosos pellizcos, promotora de penitencias insospechables. Se hubiese batido en ese momento con cualquiera, valiente a más no poder. Pasó un simón. Arturo lo detuvo con un gesto autoritario. Por propia iniciativa no había
subido jamás a ninguno. Sólo recordaba el que tomó el día en que fue a buscar al médico cuando su madre se puso mala, hacía más de cinco años. Su voz salió demasiado alta, queriendo aparecer desenvuelto:
-Tenga. -Y puso su gabardina sobre los hombros de
la muchacha-. Suba usted.
Susana no se hizo rogar.
-¿Dónde vamos?
-¿Dónde vamos?
Pareció más perdida que nunca, sin embargo musitó
una dirección y el auriga hizo arrancar el coche. Arturo no cabía en sí de gozo
y miedo. Evidentemente, era persona mayor. ¿Qué diría su madre si le viese? Su
madre que, en este momento, le estaba esperando. Se alzó de hombros. Temblaba
por los adentros. Con toda clase de precauciones y muy lentamente, cogió la
mano de la muchacha entre la suya. Estaba fría, terrible, espantosamente fría.
-¿Tiene frío?
-No.
Arturo no se
atrevía a pasar su brazo por los hombros de la muchacha como era su deseo y,
creía, su obligación.
-Tiene las manos heladas.
-Siempre.
¡Si
se atreviera a abrazarla, si se atreviera a besarla! Sabía que no lo haría.
Tenía que hacerlo. Llamó a rebato todo su valor, levantó el brazo e iba a
dejarlo caer suavemente sobre el hombro contrario de Susana cuando, a la luz
pasajera de un reverbero, vio cómo le miraba, los ojos transparentes de miedo.
Ante la súplica Arturo se dejó vencer, encantado; se contentaba con poco, lo
sucedido le bastaba para muchos días. De pronto, Susana se dirigió al cochero
con su voz dulce y profunda:
-Pare, hágame el favor.
-Todavía no hemos llegado, señorita.
-No importa.
-¿Vive usted aquí? -preguntó Arturo.
-No.
Unas casas más arriba, pero no quiero que me vean llegar. O que me oigan...
Bajó rápida.
Seguía lloviendo. Se arropó con la gabardina como si ésta fuese ya prenda suya.
-Mañana la esperaré aquí, a las seis.
-No.
-Sí, mañana.
No
contestó y desapareció. Arturo bajó del coche y alcanzó todavía a divisarla
entrando en un portal. Se felicitaba por haberse portado como un hombre. De eso
no le cabía duda. Estaba satisfecho de la entonación autoritaria de su última
frase con la que estaba seguro de haberlo solucionado todo. Ella acudiría a la
cita. Además, ¿no se había llevado su gabardina en prenda?
Fue su primera
noche verdaderamente feliz. Se regodeaba de su primicia, de su auténtica
conquista. La había realizado solo, sin ayuda de nadie, la había ganado por su
propio esfuerzo. Sería su novia. Su novia de verdad. Su primera novia. Todo era
nuevo.
A las cinco y media del día siguiente paseaba la
calle desigualmente adoquinada. La casa era vieja, baja, de un solo piso, lo
cual le tranquilizó porque hubo momentos en los que le preocupó pensar que
viviesen allí varias familias. El cielo no se había despejado, corrían gruesos
nubarrones y un vientecillo cicatero. «Me devolverá la gabardina», pensó sin
querer. (La noche anterior su madre pudo suponer que la había dejado colgada en
el perchero. Pero hoy tenía que volver para cenar y tendría que explicar su
llegada a cuerpo.)
Tocaron las seis en Santa Águeda. Seguía paseando
arriba y abajo, sin impaciencia. Empezó a llover. Se resguardó en un portal
frontero al de la casa de su amada. Las seis y media. Arreciaron lluvia y
viento. Se levantó el cuello de la chaqueta. Las gotas hacían su ruidillo manso
en el empedrado brillante de la calle solitaria. Tocaron las siete, seguidas,
mucho tiempo después, por la media. Hacía tiempo que la noche había caído.
Tocaron las ocho. Entonces se le ocurrió una idea: ¿por qué no presentarse en
la casa con el pretexto de la gabardina? Al fin y al cabo, era natural.
Pensado
y hecho. A lo más que alcanzaron sus piernas atravesó la calle, penetró en el
portal. El zaguán estaba oscuro. Llamó a la primera puerta que le pareció la
principal. Se oyeron pasos quedos y entreabrieron. Era una viejecilla
simpática.
-¿Usted dirá?
-Mire usted, señora...
-Pase.
Arturo
entró, un poco asombrado de su propia audacia, aconchado en su timidez.
-Siéntese. Usted perdonará. No esperaba
visita. Viene tan poca gente. No veo a nadie.
Era
el mismo tono de voz, la misma nariz, el mismo óvulo de cara. Debía ser su
madre, o su abuela.
-¿No está la señorita Susana?
La viejecita se quedó sin poder articular
palabra, ¿sombrada, lela.
-¿No está?
La
anciana susurró temblorosa.
-¿Por
quién pregunta?
La
voz de Arturo se hizo más insegura.
-Por
la señorita Susana. ¿No vive aquí?
La vieja le miraba empavorecida. Desasosegado, Arturo
sintió crecer monstruosamente su desconcierto por el espinazo. Intentó
justificarse.
-Anoche le dejé mi gabardina. Me pareció verla entrar
en esta casa... Es una joven como de dieciocho años. Con los ojos azules,
azules claros.
Sin lugar a dudas, la vieja tenía miedo. Se
levantó y empezó a retroceder mirando con aturullamiento a Arturo. Este se
incorporó sin tenerlas todas consigo. Por lo visto la desconfianza era mutua.
La vieja tropezó con la pared y llevó su brazo hacia una consola. El muchacho
siguió instintivamente la trayectoria de la mano, que no buscaba sino apoyo; al
lado de donde se detuvo temblorosa, las venas azules muy salientes en la carne
traslúcida y manchada de ocre –recordando que el orín no es sólo signo del
hierro carcomido sino de la vejez-, vio un marco de plata repujada y en él a
Susana, sonriendo.
La anciana se deslizaba ahora hacia la puerta de
un pasillo, apoyándose en la pared, sin darse cuenta de que empujaba con su
hombro una litografía ovalada en un marco de ébano negro que, muy ladeada,
acabó por caerse. Del ruido y del susto anterior la vieja se deslizó, medio desvanecida,
en una silla de reps rojo obscuro. Arturo adelantó a ofrecerse en lo que pudiera. En su atolondramiento había más asombro que otra
cosa. Sin embargo, pensó: «¿Le habrá pasado algo a mi gabardina?». La
viejecilla le miró adelantarse con pavor; parecía dispuesta a gritar pero el
hálito se le fue en un ayear temblequeante.
-¿Qué le sucede, señora? ¿Le puedo ayudar
en algo?
Arturo volteó
ligeramente la cara hacia la fotografía, la vieja siguió su mirada.
-¿Ella?
-Sí.
-Es
mi sobrina Susana. -Hizo una pausa, luego, mucho más bajo, añadió: -Murió hace
cinco años.
A
Arturo se le erizaron los pelos. No porque creyese lo que acababa de decirle la
anciana, sino porque supuso que estaba loca, y no había vestigio de otra vida
en la casa. Sólo el ruido de la lluvia.
-¿No me cree?
-Sí, señora. Pero yo juraría...
Ambos se miraron demudados.
-Estuvimos en un baile.
La
frase hirió de lleno la cara de la anciana. Se le sacudieron todas sus finas
arrugas.
-Su padre no la dejó ir nunca. Él está en
América. ¡Que Dios le perdone!... ¿Usted no me cree?
-Sí, señora.
De pronto,
el tono de voz de aquella mujer diminuta calmó a Arturo. «Seguramente no es
peligrosa -pensó-, lo único que importa es llevarle la corriente.»
-Si
usted quiere podemos ir al cementerio y verá su nicho.
-Sí,
señora.
-Me
pongo la manteleta. Es cuestión de un minuto...
Arturo se quedó
solo. El miedo le empujó: de puntillas se fue hacia la puerta. Pero el cuidado
le hizo perder tiempo. No llegaba aún al umbral cuando la viejecilla estaba ya
de vuelta.
Salieron. Había
dejado de llover, la noche estaba clara entre nubes que huían. Subiendo alcor
arriba hasta llegar a la explanada donde estaba el camposanto, los pies se les
pusieron pesados del lodo. El viento había amainado, el frescor de la tierra lo
rejuvenecía todo. Llamaron en vano. Por lo visto el guardián había salido o se
había dormido profundamente. Arturo porfió en volver: la creía bajo su palabra.
(Debía de ser muy tarde. Su madre le estaría esperando.) Iban a marcharse
cuando la viejecilla hizo un último intento y se dio cuenta de que la verja
sólo estaba entornada. Como era de esperar, los goznes chirriaron deteniéndoles,
por si acaso, sin saber por qué. Entraron. No había luna, pero la luz de las
estrellas empezaba a ser suficiente para discernir las sendas y los cipreses.
Los charcos brillaban. Las ranas. Avanzaron
sin titubeos hasta llegar ante una larga pared. Los nichos recortaban sus medios puntos de más sombra.
sin titubeos hasta llegar ante una larga pared. Los nichos recortaban sus medios puntos de más sombra.
-¿Tiene usted una cerilla?
Arturo
tentó su bolsillo, sacó su fosforera, rascó el mixto, y a la luz vacilante, que
adquirió en la obscuridad una proporción desmesurada, pudo leer, tras un
cristal:
Aquí descansa
Susana Cerralbo y Muñoz
Falleció a los dieciochos años
El 28 de febrero de 1897.
Entre
el mármol y el vidrio, en un marco idéntico al de la sala, sonreía
Susana.
Arturo
dejó caer lentamente el brazo que sostenía el fósforo el cabo encendido cayó en
tierra. Lo siguió mecánicamente con la vista, al llegar al suelo descubrió,
seca y plegada con cuidado, su gabardina. La recogió. Miró boquiabierto y
desorbitado a la vieja. Desde lo lejos se acercaba una luz. Era el
sepulturero.
-Qué buscan? ¿No
saben que a estas horas está prohibido andar por aquí?
Tras la tapia, pasando, una voz moza
cantaba:
Rascayú,
cuando mueras:
¿qué harás tú?
cuando mueras:
¿qué harás tú?
Tú serás
un cadáver
nada más.
un cadáver
nada más.
Rascayú,
cuando mueras:
¿qué harás tú?
cuando mueras:
¿qué harás tú?
Arturo
echó a correr. Luego, como siempre, pasaron los años. («Con mudos pasos el
silencio corre», como dijo Lope.)
El
joven, que pronto dejó de serlo, se hizo muy amigo de la viejecilla. En su
casa, mientras las tardes se iban a rastras, cojeando, hablaban interminablemente
de Susana. Murió hace poco, soltero, virgen y pobre. Lo enterraron en el nicho
vecino del de la muchachita sin que nadie lograra explicarse su intransigente deseo.
La vieja desapareció, no sé cómo; la casa fue
derruida.
derruida.
La
gabardina pasó de mano en mano sin deteriorarse. Era una de esas prendas que heredan
los hijos o los hermanos menores, no cuando le quedan pequeños a los
afortunados o crecidos, sino porque no le sientan bien a nadie. Corrió mundo:
el Rastro en Madrid, los Encantes de Barcelona, el Mercado de las Pulgas en
París, estuvo en la tienda de un ropavejero, en Londres. Acabo de verla, ya
confeccionada para niño, en la Lagunilla, en México -que los trajes crecen y maduran al revés-.
La
compró un hombre triste para una niña blanca y ojerosa que no le soltaba la
mano.
-¡Qué
bien le sienta!
La
niña creció feliz. No se hagan ilusiones: se llama Lupe.
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