Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Ensayo: Marginal por Armando Rojas Guardia

 

Armando Rojas Guardia (Caracas, Venezuela. 1949 - 2020)


Hace mucho tiempo que pienso que mi entera existencia se desenvuelve dentro de cuatro marginalidades interconectadas. Son marginalidades que la vida me ha impuesto, pero que, al asumirlas consciente y voluntariamente, han terminado por convertirse en opciones personales: ellas configuran una suerte de vocación que me ponen al margen, en muchos sentidos, del tipo de sociedad en la que nací y del modelo civilizatorio que le caracteriza. En primer lugar, la marginalidad del cristiano: no es solamente la naturaleza intrínsecamente periférica de la opción cristiana, como intenté describirla hace un momento, sino el hecho colateral, pero igualmente significativo, de que en Venezuela, para las élites intelectuales el binomio semántico intelectual – cristiano resulta atípico, excéntrico. Esas élites intelectuales son, más que laicas, en verdad laicistas: no conciben que alguien pueda ser intelectual o artista y simultáneamente católico. De modo que al elegir el cristianismo católico como plataforma existencial y al escribir desde él, me coloco a mí mismo en un espacio intelectual y estético periférico. En segundo lugar; vivo la marginalidad de ser poeta dentro de una sociedad productivista y económicamente competitiva, regida por la entronización de la mercancía, en medio de la cual la palabra poética no es rentable, no se traduce en dividendos lucrativos, habla desde una esfera cualitativa que no se deja reducir a lo empíricamente cuantitativo y verificable, escapa de los alcances de la mera racionalidad instrumental y técnica. Pero, es que además, ¿cómo no va a ser marginal el poeta en un país que, pese a contar con una de las tradiciones líricas de la lengua española paradójicamente no propicia, como paisaje existencial y cotidiano, estados profundos de conciencia donde se haga posible la experiencia poética? En tercer lugar, la marginalidad del homosexual en una sociedad falocrática y machista, donde no hay paradigmas positivos para el eros homoerótico y los homosexuales recibimos la condena tácita o explicita del ostracismo. Y en cuarto lugar, la marginalidad del paciente psiquiátrico: éste es expulsado del marco social y encerrado policialmente por dos razones: porque no es un sujeto productivo, tal como estipulan los cánones económicos de la civilización burguesa que deben serlo todos los sujetos, y por su “disfuncionalidad” mental se ubica fuera de los patrones culturales de la familia igualmente burguesa: aquella “disfuncionalidad” atenta contra la solidez de esta, la subvierte. Yo he sido durante años paciente psiquiátrico y guardo en mi memoria las llagas morales ocasionadas, por esa exclusión específica que he compartido con muchos compañeros de todas las edades y clases sociales en clínicas y hospitales. Y aunque en este momento de mi vida parezco venir definitivamente de regreso de tal exclusión lacerante, no se me escapa ni por un momento que el día en que, por razones de involuntaria problemática metal, vuelva a ser un sujeto económicamente improductivo y atente contra los cánones estatuidos, soterrados o explícitos del orden familiar burgués, seré otra vez arrojado a los márgenes de la sociedad y encerrado policialmente.

Estas cuatro marginalidades me ubican, en efecto, aquí y ahora, dentro de la Venezuela de hoy, en un lugar – otro, a contracorriente. Como decía, en la medida en que, más que aceptar, asumo consiente y voluntariamente esas cuatro marginalidades con ese talante psíquico y espiritual que Nietzsche llamaba “amor fati”, es decir amor al propio e indoblegable destino (la lectura estudiosa de los dramaturgos griegos nos pueden enseñar como se alcanza la estatura trágica haciendo que entren en comunión, dentro del propio psiquismo, la libertad y el destino); yo las elijo como mi vida personal de acceso al centro. Cristiano, poeta, homosexual y paciente psiquiátrico son las sendas periféricas que me llevan, así lo espero, a la centralidad existencial inédita.

Por otra parte esas marginalidades, al interconectarse, configuran una vocación de soledad. En virtud de ellas, yo soy vocacionalmente un solitario. En mi primer texto de Poemas de Quebrada de la Virgen hablo de mi como un “monje laico”. La palabra española monje viene de la griega monachos, que significa solo. Siempre han existido y existirán monjes, o sea, seres humanos que se sienten llamados a la soledad, y no necesariamente dentro del ámbito claustral de un monasterio. Seres vocacionalmente al margen de los prevalecientes modelos civilizatorios que signan de determinadas horas históricas, al margen de comportamientos gregarios y masificados, al margen de los patrones colectivos. Ellos empiezan por escoger una vida cotidiana dentro de la cual la soledad tiene la primera y la última palabra, porque esa cotidianidad solitaria les permite salir del circuito social de lo que Pascal llamaba la “diversión”, es decir, el ruido, el ajetreo y el tumulto, la anestesiante vocinglería social enemiga del desarrollo interior, de la lenta maduración del alma, como nuestra impostergable carnalidad subjetiva, cuyo desenvolvimiento exigente y pausado, tenemos que proteger: Henry Davis Thoreau, Emily Dickinson, Simone Weil y Thomas Merton fueron, cada uno a su manera, solitarios de ese tipo, monjes que nos interpelan desde la marginalidad asumida.

De mi depende y de nadie más, que mi soledad se degrade a un individualismo militante, sordo y ciego frente a las heridas sangrantes de mi entorno, o por el contrario, venga a ser una soledad pobladas de presencias amadas, llenas de atención, de tacto y de delicadeza ante el dolor ajeno. Una vez más: cristianamente hablando, esa sería la única manera de que mi marginalidad alcance el centro. La soledad es la otra cara de la comunión. Bien entendida no se opone a esta; la supone y la implica.

Para terminar, y como colofón de estas reflexiones en torno a la relación entre el centro y la periferia, quiero contarte que un día, en Mérida, dentro del marco de un evento literario donde coincidimos Eugenio Montejo de pronto me dijo inopinada y abruptamente: “Armando, tú estás siempre donde está el logos”. Ese elogio abrumador desgraciadamente no es cierto, como lo compruebo todos los días. Pero ojalá Dios me conceda hacerlo alguna vez verdadero.

 

Publicado en Literales, 6 y 7 de julio de 2013.

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