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Evelyn Waugh (Londres, Reino Unido 1903 - Combe Florey, Reino Unido 1966) |
“Mr. Loveday’s Little Outing” (1936)
I
—No
encontrarás muy cambiado a tu padre —dijo lady Moping mientras el coche
franqueaba la verja del sanatorio del condado.
—¿Llevará
uniforme? —preguntó Ángela.
—No,
querida, desde luego que no. Aquí lo atienden mejor que en ninguna parte.
Era la
primera visita de Ángela y había sido a propuesta de ella misma.
Habían
pasado diez años desde aquel lluvioso día de finales de verano en que se
llevaron a lord Moping, un día de confusos, pero amargos recuerdos para ella;
el día de la fiesta anual al aire libre de lady Moping, un día siempre amargo y
confuso debido al capricho del tiempo, que, después de mantenerse sereno y
prometedor hasta que llegaron los primeros invitados, había degenerado, de
súbito, en un aguacero. Todos intentaron ponerse a cubierto; el entoldado se
vino abajo; un frenético desfile de gente con cojines y sillas; un mantel atado
a las ramas de la araucaria, ondeando bajo la lluvia; un lapso de sol y los
invitados saliendo con cautela al césped empapado; otro chaparrón; otros veinte
minutos de sol. Una tarde atroz que había culminado pasadas las seis con el
intento de suicidio de su padre.
Lord Moping
solía amenazar con suicidarse el día de la fiesta al aire libre. Aquel año lo
habían encontrado con la cara negra, colgando de sus propios tirantes en el
invernadero de los cítricos; unos vecinos que se habían resguardado allí de la
lluvia lo bajaron y, antes de cenar, ya estaba allí el furgón que venía a
buscarlo. A partir de entonces lady Moping había visitado periódicamente el
sanatorio, regresando siempre a la hora del té y un tanto reacia a hablar de la
experiencia.
Muchos de
sus vecinos criticaban en mayor o menor medida la reclusión de lord Moping. No
se trataba, desde luego, de un paciente cualquiera. Vivía en un ala aparte del
centro, especialmente pensada para los dementes acomodados, a los que se tenía
toda la consideración que sus fobias permitían. Podían elegir la ropa que
vestían (muchos tenían gustos muy extravagantes), fumar los cigarros más caros
del mercado y, en los aniversarios de su certificación, invitar a cenas
privadas a otros internos por quienes sintieran apego.
Pese a todo
ello, el manicomio distaba mucho de ser una institución de las más caras; el
ambiguo membrete —«HOGAR PARA DEFICIENTES MENTALES»—, estampado en el papel de
carta, lucido por los empleados en los uniformes, pintado incluso en una valla
muy visible sobre la entrada principal, suscitaba asociaciones muy poco
halagüeñas. De vez en cuando, con mayor o menor tacto, las amigas de lady
Moping intentaban comentarle detalles sobre casas de reposo al borde del mar,
«médicos cualificados y grandes recintos privados ideales para el tratamiento
de casos difíciles», pero ella se lo tomaba todo a la ligera. Cuando su hijo
fuera mayor de edad ya haría los cambios que juzgara oportunos; mientras tanto
ella no se sentía inclinada a relajar su régimen económico; su marido la había
engañado vilmente justo el día del año en que ella recababa apoyo y fidelidad,
y lo estaba pasando mucho mejor de lo que se merecía.
Varias
figuras solitarias con sobretodo paseaban por el jardín arrastrando los pies.
—Esos son
los locos de clase baja —observó lady Moping—. Para la gente como tu padre hay
un jardincito precioso con muchas flores. Yo les envié unos esquejes el año
pasado.
Dejaron
atrás la aburrida fachada de ladrillo amarillo y llegaron a la entrada
particular del doctor, quien las recibió en la «sala de visitantes», dispuesta
expresamente para entrevistas de esta índole. La ventana estaba protegida en su
parte interior por barrotes y tela metálica; no había hogar, y cuando Ángela
trató de apartar discretamente su silla del radiador, comprobó que estaba
atornillada al suelo.
—Lord Moping
está en buenas condiciones de verla —dijo el doctor.
—¿Qué tal se
encuentra hoy?
—Oh, bien,
muy bien, no se preocupe. Tuvo un fuerte catarro hace semanas, pero aparte de
eso su estado es excelente. Se pasa el tiempo escribiendo…
Oyeron un
ruido como de pasos arrastrándose por el suelo de losas del pasillo. Al otro
lado de la puerta, una voz aguda y desagradable que Ángela reconoció enseguida
dijo:
—No tengo
tiempo. Ya se lo he dicho. Que vuelvan luego.
Otra voz, en
un tono más suave y con un ligero acento rural, contestó:
—Vamos,
vamos. Es una visita puramente formal. No hace falta que se quede mucho rato.
La puerta se
abrió (no tenía cerradura ni pestillo) y lord Moping entró en la salita. Iba
acompañado de un hombrecillo entrado en años con el cabello blanco y una
expresión de gran bondad en el rostro.
—Les
presento al señor Loveday, que hace las veces de asistente de lord Moping.
—De
secretario —corrigió lord Moping. Acto seguido avanzó como a saltitos y
estrechó la mano de su esposa.
—Esta es
Ángela. Te acuerdas de Ángela, ¿verdad?
—No, la
verdad es que no. ¿Y qué quiere?
—Solo hemos
venido a verte.
—Ah, pues
vienen en un momento muy inoportuno. Estoy tremendamente ocupado. ¿Ha pasado ya
a máquina esa carta al papa, Loveday?
—No, milord.
¿Se acuerda usted de que me dijo que antes comprobara las cifras de las
pesquerías de Terranova?
—Cierto.
Bueno, es una suerte, porque me temo que habrá que redactar la carta de cabo a
rabo. Después de comer ha ido saliendo a la luz gran cantidad de datos nuevos.
Muchísima información… Ya ves, querida, estoy ocupadísimo —desvió sus inquietos
e inquisitivos ojos hacia Ángela—. Supongo que habrás venido por lo del
Danubio. Bien, pues tendrás que volver un poco más tarde. Diles que no habrá
ningún problema, todo va bien, pero que no he podido dedicarle la atención
necesaria. Diles eso.
—Muy bien,
papá.
—En realidad
—dijo lord Moping, enfurruñado—, es un asunto de interés secundario. Primero
están el Elba, el Amazonas y el Tigris, ¿eh, Loveday?… Oh, y el Danubio, claro
está. Un riachuelo infecto. Yo no lo llamaría más que arroyo. Bien, eso es
todo, gracias por haber venido. Haría más si pudiera, pero ya ven que no doy
abasto. Cuéntenmelo por escrito. Sí, eso es: pónganmelo en letras de molde.
Dicho esto,
se marchó.
—Ya lo ven
—dijo el doctor—, se encuentra perfectamente. Ha ganado peso, come y duerme la
mar de bien. De hecho, el tono general de su organismo es irreprochable.
Se abrió la
puerta de nuevo; era Loveday.
—Disculpe la
interrupción, señor, pero he pensado que a la joven quizá le habrá sentado mal
que milord no la haya conocido. No se lo tenga en cuenta, señorita. La próxima
vez seguro que estará encantado de verla. Es que hoy está molesto: se ha
retrasado un poco en su trabajo. Verá, señor, esta semana he estado ayudando en
la biblioteca y no me ha sido posible pasar a máquina todos los informes de
milord. Y él se ha hecho un poco de lío con el índice de fichas. No pasa nada.
Milord no desea ningún mal a nadie.
—Qué hombre
tan agradable —dijo Ángela cuando Loveday se hubo marchado de nuevo.
—Sí, no sé
qué haríamos sin el bueno del señor Loveday. Todo el mundo lo adora, tanto el
personal como los pacientes.
—Me acuerdo
bien de él. Es un consuelo saber que puede usted contar con tan buenos
celadores —dijo lady Moping—; la gente que no lo sabe dice muchas tonterías
sobre los manicomios.
—Oh, pero
Loveday no es ningún celador.
—No me diga
que él también está chiflado —intervino Ángela.
—Bueno,
tiene ese aire, desde luego —dijo el doctor—, y en estos últimos veinte años lo
hemos tratado como si fuera un demente. Loveday es el alma de esta institución.
Ni que decir tiene que no es uno de nuestros pacientes privados, pero
permitimos que departa libremente con ellos. Es un excelente jugador de billar,
hace trucos de magia el día del festival, les arregla los gramófonos, les hace
de ayuda de cámara, les ayuda con los crucigramas y también echa una mano en
sus, digamos, aficiones. Los pacientes le dan una propinita por los servicios
prestados, y a estas alturas es probable que haya amasado una pequeña fortuna.
Loveday tiene mucha mano izquierda, puede incluso con los más conflictivos. Es
una suerte tenerlo aquí.
—Entiendo,
pero ¿por qué está internado?
—Es una
historia bastante triste. Siendo muy joven mató a una persona, una mujer a la
que apenas conocía, la hizo caer de la bicicleta y después la estranguló.
Loveday se entregó de inmediato y desde entonces no se ha movido de aquí.
—Pero si ya
no puede hacer el menor daño a nadie, ¿por qué no lo dejan salir?
—Bien,
imagino que si a alguien le interesara, saldría. No tiene más parientes que una
hermanastra que vive en Plymouth. Hace años solía venir a verlo, pero dejó de
hacerlo. Él es muy feliz aquí, y les aseguro que no seremos nosotros quienes
demos el primer paso para que se marche. Nos es demasiado valioso.
—Pero no me
parece justo —dijo Ángela.
—Fíjese en
su padre —dijo el doctor—. Estaría bastante perdido sin tener a Loveday como
secretario.
—No me
parece justo.
II
Ángela
abandonó el sanatorio con una opresiva sensación de injusticia. Su madre se
mostró poco comprensiva.
—Imagínate:
pasarse toda la vida encerrado en un manicomio.
—Intentó
ahorcarse en el invernadero —replicó lady Moping—, delante de los
Chester-Martin nada menos.
—No me
refiero a papá, sino al señor Loveday.
—Creo que no
le conozco.
—Sí, mamá,
el loco que han asignado para que cuide de papá.
—¿El
secretario de tu padre? Una persona muy decente, me ha parecido a mí, y
sumamente idóneo para ese cometido.
Ángela no
volvió a insistir durante un rato, pero al día siguiente sacó el tema a relucir
durante la comida.
—Mamá, ¿qué
hay que hacer para sacar a alguien del manicomio?
—¿Del
manicomio? Santo cielo, hija, espero que no estés pensando en que tu padre
vuelva a esta casa.
—No, no,
quiero decir el señor Loveday.
—Me parece,
Ángela, que estás muy desconcertada. Ya veo que no fue buena idea llevarte ayer
de visita.
Terminado el
almuerzo, Ángela se metió en la biblioteca y, al poco rato, ya estaba inmersa
en la entrada de la enciclopedia sobre legislación referida a casos de
demencia.
No volvió a
hablar de ello con su madre, pero, quince días después, ante la posibilidad de
llevar unos faisanes a su padre con motivo de su undécima fiesta de
certificación, se mostró insólitamente dispuesta a hacer de recadero. Su madre
tenía otras cosas en la cabeza y no advirtió nada sospechoso.
Ángela fue
en su pequeño automóvil hasta el sanatorio y, después de hacer entrega de los
faisanes, preguntó por el señor Loveday. Estaba, en ese momento, preparando una
corona para uno de sus compañeros, un hombre que esperaba ser ungido de un
momento a otro emperador del Brasil, pero Loveday dejó lo que estaba haciendo
para charlar unos minutos con Ángela. Hablaron de la salud de su padre y de su
estado de ánimo. Finalmente, Ángela dijo:
—¿Usted
nunca tiene ganas de marcharse?
El señor
Loveday la miró con sus afables ojos azul gris.
—Me he
acostumbrado a esta vida, señorita. Les tengo cariño a las personas que residen
aquí y diría que algunas de ellas también sienten cariño por mí. Como mínimo,
creo que me echarían de menos si me marchara.
—Pero ¿nunca
piensa en ser libre otra vez?
—Desde luego
que sí, pienso en ello casi cada momento.
—¿Qué haría
si saliera de aquí? —preguntó Ángela—. Seguro que hay algo que preferiría hacer
antes que quedarse en este sanatorio.
El hombre se
rebulló un tanto inquieto.
—Mire,
señorita, no quisiera parecer desagradecido, pero no puedo negar que me vendría
muy bien hacer una pequeña salida, antes de que sea demasiado viejo para
disfrutar de ello. Imagino que todo el mundo tiene alguna ambición secreta; en
mi caso hay algo que muchas veces he deseado poder hacer. Prefiero que no me
pregunte de qué se trata… No sería una cosa de mucho rato. Pero estoy
convencido de que si pudiera hacerlo, aunque fuera solamente una tarde, ya
podría morir tranquilo. Me sería más fácil volver a esta vida y dedicarme a los
pobres dementes con mayor entusiasmo. Sí, estoy convencido.
Aquella
tarde, volviendo en su coche, Ángela no pudo contener las lágrimas.
—Ese hombre
es un santo; es preciso que disfrute de su pequeña salida —dijo.
III
A partir de
aquel día y durante muchas semanas Ángela tuvo una nueva meta en la vida. Hacía
las tareas cotidianas con aire abstraído y una reservada cortesía poco
habitual, cosa que tenía muy desconcertada a lady Moping.
—Me parece
que la niña se ha enamorado. Solo espero que no sea de ese chico tan ordinario,
el hijo de los Egbertson.
Leía a todas
horas en la biblioteca, interrogaba a todo aquel invitado a la casa que
pretendiera ser una autoridad en materia legal o médica, mostró una extremada
buena voluntad para con el viejo sir Roderick Lane – Foscote, el diputado de la
familia. Los términos «alienista», «abogado» o «funcionario del gobierno»
habían adquirido para ella la fascinación que otrora rodeaba a actores de cine
y luchadores profesionales. Se había convertido en una mujer con una causa, y,
antes de que la temporada de caza tocara a su fin, había logrado sus objetivos:
el señor Loveday consiguió su libertad.
El doctor,
pese a cierta reticencia inicial, no puso grandes reparos. Sir Roderick
escribió una carta al Ministerio del Interior. Una vez firmados los documentos
necesarios, llegó para el señor Loveday el día de abandonar la que había sido
su casa durante tan largos y fructíferos años.
Hubo un poco
de ceremonia en su partida. Ángela y sir Roderick Lane-Foscote se sentaron con
los doctores en el escenario del gimnasio. Todos aquellos internos considerados
lo suficientemente equilibrados como para aguantar las emociones se encontraban
presentes.
Lord Moping,
no sin algunos gestos de pesar, entregó al señor Loveday en nombre de los locos
acaudalados una pitillera de oro; los que se consideraban a sí mismos
emperadores lo cubrieron de condecoraciones y títulos de honor. Los celadores
le regalaron un reloj de plata, y muchos de los internos que no eran de pago
lloraron aquel día.
El principal
discurso de la tarde corrió a cargo del doctor.
—Recuerde
—señaló— que deja usted a su paso nada más que nuestros mejores deseos. El
tiempo no hará sino acrecentar la deuda que todos creemos tener con usted. Si
en el futuro llegara a cansarse de la vida en el exterior, aquí siempre será
bienvenido. Su puesto seguirá vacante.
Una docena
de internos más o menos afligidos le siguieron cojeando o dando saltitos por el
camino de grava hasta que se abrió la verja y el señor Loveday penetró en su
libertad. El pequeño baúl que poseía estaba ya en la estación; él decidió ir a
pie. Había tenido sus reservas con respecto a abandonar el sanatorio, pero iba
bien provisto de dinero y la impresión general era que, antes de visitar a su
hermanastra en Plymouth, iría a Londres a divertirse un poco.
De ahí que
la sorpresa fuera general al verlo regresar dos horas después de su liberación.
Apareció enigmáticamente risueño, con una sonrisa afable y un tanto engreída de
remembranza.
—He vuelto
—le comunicó al doctor—. Creo que ahora me quedaré aquí definitivamente.
—Pero,
Loveday, qué vacaciones tan cortas. Mucho me temo que no se habrá divertido
apenas nada.
—Oh, al
contrario, señor, gracias, señor. Me he divertido muchísimo. Todos estos años
he venido prometiéndome que me daría un pequeño gusto. Han sido cortas, pero
muy provechosas. Ahora podré dedicarme de nuevo a mi trabajo sin el menor
remordimiento.
Unos
quinientos metros más allá del sanatorio, descubrieron más tarde una bicicleta
abandonada. Era de mujer y bastante antigua. Cerca de ella, en la cuneta, yacía
el cuerpo estrangulado de una mujer joven que, volviendo en bici a su casa para
tomar el té, había adelantado al señor Loveday mientras este caminaba enérgicamente
meditando sobre sus oportunidades.
FIN
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