Clarice Lispector (Ucrania, 1920 - Brasil, 1977)
La búsqueda
de la dignidad
Clarice
Lispector
La
señora de Jorge B. Xavier simplemente no sabía decir cómo había entrado. Por la
puerta principal no fue. Le parecía que vagamente soñadora había entrado por
una especie de estrecha abertura en medio de los escombros de la construcción
en obras, como si hubiera entrado de soslayo por un agujero hecho solo para
ella. El hecho es que cuando se dio cuenta, ya estaba adentro.
Y
cuando se dio cuenta, advirtió que estaba muy, muy adentro. Caminaba
interminablemente por los subterráneos del estadio de Maracaná, o por lo menos
le parecían cavernas estrechas que daban a salas cerradas y, cuando se abrían,
las salas solo tenían una ventana que daba al estadio. Este,
a aquella hora oscuramente despierto, reverberaba al extremo sol de un calor
inusitado para aquel día de pleno invierno.
Entonces
siguió por un corredor sombrío. Este la llevó igualmente a
otro más sombrío. Le pareció que el techo de los subterráneos era bajo.
Y
he aquí que este corredor la llevó a otro que la llevó a su vez a otro.
Dobló
el corredor desierto. Y entonces cayó en otra esquina. Que la llevó a otro
corredor que desembocó en otra esquina.
Entonces
continuó automáticamente entrando en corredores que siempre daban a otros
corredores. ¿Dónde estaría la sala principal? Pues con esta
encontraría a las personas con quienes fijara la cita. La conferencia quizás ya
habría comenzado. Iba a perderla, justamente ella que se esforzaba en no perder
nada de cultural porque así se mantenía joven por dentro, ya que por fuera
nadie adivinaba que tenía casi setenta años, todos le daban unos cincuenta y
siete.
Pero
ahora, perdida en los meandros internos y oscuros de Maracaná, ya arrastraba
pies pesados de vieja.
Fue
entonces cuando súbitamente encontró en un corredor a un hombre surgido de la
nada y le preguntó por la conferencia que el hombre dijo ignorar. Pero ese
hombre pidió información a un segundo hombre que también surgió repentinamente
al doblar el corredor.
Entonces este segundo hombre informó que había visto cerca de los
asientos de la derecha, en pleno estadio abierto, a «dos damas y un caballero,
una de rojo». La señora Xavier dudaba que esas personas fueran al grupo con el
que ella debía encontrarse antes de la conferencia y, en realidad, ya había
olvidado el motivo por el cual caminaba sin parar. De cualquier modo siguió al
hombre rumbo al estadio, donde se detuvo ofuscada en el espacio hueco de luz
ancha y mudez abierta, el estadio desnudo desventrado, sin balón ni fútbol.
Además, sin gente. Había una multitud que existía por el vacío de su ausencia
absoluta.
¿Las
dos damas y el caballero ya habrían desaparecido por algún corredor?
Entonces,
el hombre dijo con un desafío exagerado:
-Pues
voy a buscarlas para usted y encontraré a esas personas de cualquier manera, no
pueden haber desaparecido en el aire.
Y,
en efecto, ambos las vieron de muy lejos. Pero un segundo después volvieron a
desaparecer. Parecía un juego infantil en que
carcajadas amordazadas se reían de la señora de
Jorge B. Xavier.
Entonces
entró con el hombre en otros corredores. Hasta que el hombre también
desapareció en una esquina.
La
señora desistió ya de la conferencia que en el fondo poco le importaba. Lo que
quería era salir de aquella maraña de caminos sin fin. ¿No habría puerta de
salida? Entonces sintió como si estuviera dentro de un ascensor descompuesto
entre un piso y otro. ¿No habría puerta de salida?
Fue
entonces cuando súbitamente se acordó de las palabras informativas de la amiga,
por teléfono: «Queda más o menos cerca del estadio de Maracaná». Frente a ese
recuerdo comprendió su engaño de persona tonta y distraída que solo escucha las
cosas por la mitad, y la otra queda sumergida. La señora Xavier era muy
distraída. Entonces, pues, no era en Maracaná el encuentro, era cerca de allí.
Entretanto, su pequeño destino la tenía perdida en el laberinto.
Sí,
entonces la lucha recomenzó peor todavía: quería salir por fuerza de allí y no
sabía cómo ni por dónde.
Y
de nuevo apareció en el corredor aquel hombre que buscaba a las personas y que
otra vez le aseguró que las encontraría porque no podían haber desaparecido en
el aire. Él dijo:
-¡La
gente no puede desaparecer en el aire!
La
señora informó:
-No
hay necesidad de que se incomode buscando, ¿sabe? Gracias, igual. Porque el
lugar donde debo encontrar a esa gente no es Maracaná.
El
hombre dejó de andar inmediatamente y la miró, perplejo:
-Entonces,
¿qué hace
usted por aquí?
Ella
quiso explicar que su vida era así mismo, pero ni siquiera sabía qué quería
decir con «así mismo», ni con «su vida», de modo que nada respondió. El hombre
insistió en la pregunta, entre desconfiado y cauteloso: ¿qué estaba haciendo
allí? Nada, respondió solo con el pensamiento la mujer, ya a punto de caer de
cansancio. Pero no le respondió, le dejó creer que estaba loca. Además, ella
nunca se explicaba. Sabía que el hombre la creía loca -y quizás lo fuera-, pues
sentía aquella cosa que ella llamaba «aquello» por vergüenza. Aunque también
tenía la llamada salud mental tan buena que solo podía compararla con su salud
física. Salud física ahora destrozada, pues arrastraba los pies de muchos años
de camino por el laberinto. Su vía crucis. Estaba vestida de lana muy gruesa y
sofocada y sudada con el inesperado calor de un auge de verano, ese día de
verano que era un vicio de invierno. Le dolían las piernas, le dolían con el
peso de la vieja cruz. Ya estaba resignada de algún modo a no salir nunca del
Maracaná y a morir allí con el corazón exangüe.
Entonces,
como siempre, solo después de desistir de las cosas deseadas, estas
ocurrían. Lo que se le ocurrió de repente fue una idea: «Soy una vieja loca».
¿Por qué en vez de continuar preguntando por las personas que no estaban allí,
no buscaba al hombre y le preguntaba cómo se salía de los corredores? Porque lo
que quería era solo salir y no encontrarse con nadie.
Encontró
finalmente al hombre, al doblar una esquina. Y le habló con la voz un poco
trémula y ronca por el cansancio y el miedo de que la esperanza fuera vana. El
hombre, desconfiado, estuvo de acuerdo rápidamente con que ella se fuera a su
casa y le dijo, con cuidado:
-Parece
que usted no está muy bien de la cabeza, quizás sea el calor extremo.
Dicho
esto, el hombre simplemente entró con ella en el primer corredor y en la
esquina aparecieron dos largos portones abiertos. ¿Solo eso? ¿Era tan fácil?
Tan
fácil.
Entonces
ella pensó que solo para ella se había vuelto imposible hallar la salida. La
señora Xavier estaba un poco asustada y al mismo tiempo, acostumbrada. En
cierto sentido, cada uno tenía su propio camino a recorrer interminablemente,
formando esto parte del destino, en el que ella no sabía si creía o no.
Pasó
un taxi. Lo mandó detenerse y dijo, controlando la voz que estaba cada vez más
vieja y cansada:
-Oiga,
no sé bien la dirección, la olvidé. Pero sé que la casa queda en una calle
(solo recuerdo que se llama «Guzmán») y que hace esquina con una calle que si
no me equivoco se llama Coronel no sé qué.
El
conductor fue paciente como con una niña:
-Pues
entonces no se preocupe, vamos a buscar tranquilamente una calle que tenga
Guzmán en el medio y Coronel en el fin -dijo, volviéndose hacia atrás con una
sonrisa y guiñándole un ojo de complicidad que parecía indecente.
Partieron con una sacudida que le estremeció las entrañas.
Entonces,
súbitamente, reconoció a las personas que buscaba y que se encontraban en la
acera de enfrente, junto a una casa grande. Era como si la finalidad fuese
llegar y no escuchar la conferencia que a esa hora estaba olvidada, pues la
señora Xavier había olvidado su objetivo. Y no sabía por qué había caminado
tanto.
Estaba
cansada más allá de sus fuerzas y quiso irse, la conferencia era una pesadilla.
Entonces le pidió a una mujer importante y vagamente conocida que tenía auto
con chofer
que la llevara a su casa porque no se sentía bien con aquel calor tan raro. El
chofer
llegaría dentro de una hora. Entonces se sentó en una silla que había en el
corredor, se sentó muy tiesa con su cinturón apretado, lejos de la cultura que
se desarrollaba enfrente, en la sala cerrada. De la cual no salía sonido
alguno. Poco le importaba la cultura. Allí estaba, en los laberintos de sesenta
segundos y de sesenta minutos que la conducirían a una hora.
Entonces
la mujer importante vino y le dijo que el auto estaba en la puerta, pero que le
informaba que, como el chófer había avisado que iba a tardar mucho, en vista de
que la señora no lo estaba pasando bien, paró al primer taxi que vio. ¿Por qué
ella no había tenido la idea de llamar un taxi, en lugar de estar dispuesta a
someterse a los meandros del tiempo de espera? Entonces, la señora de Jorge B.
Xavier se lo agradeció con extrema delicadeza. Ella siempre era muy delicada y
educada. Ya en el taxi, dijo:
-Leblon,
por favor.
Tenía
la cabeza hueca, le parecía que su cabeza estaba en ayunas.
Al
poco notó que andaban y andaban pero que otra vez terminaban por regresar a una
misma plaza. ¿Por qué no salían de allí? ¿Otra vez no había camino de salida?
El conductor acabó confesando que no conocía la zona Sur, que solo trabajaba en
la zona Norte. Y ella no sabía cómo enseñarle el camino. Cada vez le pesaba más
la cruz de los años y la nueva falta de salida solo renovaba la magia negra de
los corredores de Maracaná. ¡No había modo de librarse de esa plaza! Entonces
el chofer
le dijo que tomara otro taxi, y hasta llegó a hacerle una señal a otro que pasó
a su lado. Ella se lo agradeció comedidamente, era ceremoniosa con la gente,
aun con los conocidos. Era muy gentil. En el nuevo taxi, dijo tímidamente:
-Si
no le incomoda, vamos a Leblon.
Y
simplemente salieron enseguida de la plaza y entraron en nuevas calles.
Fue
al abrir con la llave la puerta del apartamento cuando tuvo el deseo, ganas,
mentalmente y con la imaginación, de sollozar en voz alta. Pero no era persona
de sollozar ni de protestar. De paso le avisó a la criada que no
iba a atender el teléfono. Fue directamente a su habitación, se quitó toda la
ropa, tragó una pastilla sin agua y esperó a que
diera resultado.
Mientras
tanto, fumaba. Se acordó de que era el mes de agosto y pensó que agosto daba
mala suerte. Pero septiembre llegaría un día como puerta de salida. Y
septiembre era por algún motivo el mes de mayo: un mes más leve y más
transparente. Pensando en eso, la somnolencia finalmente llegó y se adormeció.
Cuando
despertó, horas después, vio que llovía una lluvia fina y helada, hacía un frío
de lámina de cuchillo. Desnuda en la cama se congelaba. Le pareció muy curiosa
la idea de una vieja desnuda. Se acordó de que había planeado la compra de un
chal
de lana. Miró el reloj: todavía podía encontrar la tienda abierta. Cogió un
taxi y dijo:
-Ipanema,
por favor.
El
hombre le dijo:
-¿Cómo?
¿Al Jardín Botánico?
-Ipanema,
por favor -repitió ella, bastante sorprendida. Era el absurdo del desencuentro
total: ¿qué había en común entre las palabras «Ipanema» y «Jardín Botánico»?
Pero otra vez pensó vagamente que «su vida era así».
Hizo la compra rápidamente y se vio en la calle oscura sin tener nada
que hacer. Pues el señor Jorge B. Xavier había viajado a Sao Paulo el día
anterior y solo volvería al día siguiente.
Entonces,
otra vez en la casa, entre tomar una nueva píldora para dormir o hacer alguna
otra cosa, optó por la segunda hipótesis, pues se acordó de que ahora podría
volver a buscar la letra de cambio perdida. Lo poco que entendía era que aquel
papel representaba dinero. Hacía dos días que la buscaba minuciosamente por
toda la casa, y hasta por la cocina, pero en vano. Ahora se le ocurrió: ¿y por
qué no debajo de la cama? Quizás. Entonces se arrodilló en el suelo. Pero
después se cansó de estar solo apoyada en las rodillas y se apoyó también en
las dos manos.
Entonces
advirtió que estaba a cuatro patas.
Permaneció
un tiempo así, quizás meditando, quizás no. Quién sabe, es posible que la
señora Xavier estuviera cansada de ser un ente humano. Era una perra de cuatro
patas. Sin ninguna nobleza. Perdida la altivez última. A cuatro patas, un poco
pensativa, tal vez. Pero debajo de la cama solo había polvo.
Se levantó con bastante
esfuerzo, con las articulaciones desencajadas,
y vio que no tenía más remedio que considerar con realismo -y era un esfuerzo
penoso ver la realidad-, considerar con realismo que la letra estaba perdida y
que seguir buscándola sería no salir de Maracaná.
Y
como siempre, cuando había desistido de buscar, al abrir un cajón de sábanas
para sacar una encontró la letra de cambio.
Entonces,
cansada por el esfuerzo de haber estado a cuatro patas, se sentó en la cama y
comenzó sin darse cuenta a llorar mansamente. Aquel llanto parecía una letanía
árabe. Hacía treinta años que no lloraba, pero ahora estaba muy cansada. Si
aquello era llanto. No lo era. Era otra cosa. Finalmente se sonó la nariz.
Entonces pensó lo siguiente: que ella forzaría el «destino» y tendría un
destino mayor. Con la fuerza de la voluntad se consigue todo, pensó sin la
menor convicción. Y eso de estar presa de un destino le ocurría porque ya había
empezado a pensar sin querer en «aquello».
Pero
sucedió entonces que la mujer también pensó lo siguiente: era demasiado tarde
para tener un destino. Pensó que bien podría hacer cualquier tipo de cambio con
otro ser. Entonces se dio cuenta de que no había con quién cambiarse: que fuese
quien fuese, ella era ella y no podía transformarse en otra única. Cada uno era
único. La señora de Jorge B. Xavier también.
Pero
todo todo lo que le ocurría era todavía preferible a sentir «aquello». Y
aquello vino con sus largos corredores sin salida. «Aquello», ahora sin ningún
pudor, era el hambre dolorosa de sus entrañas, la necesidad de ser poseída por
el inalcanzable ídolo de la televisión. No se perdía un solo programa suyo.
Entonces, ya que no podía evitar pensar en él, la cosa era entregarse y
recordar el rostro aniñado de Roberto Carlos, mi amor.
Fue
a lavarse las manos sucias de polvo y se miró en el espejo del lavabo.
Entonces, la señora Xavier pensó: «Si lo deseo mucho, pero mucho, él será mío
por lo menos una noche». Creía vagamente en la fuerza de voluntad. De nuevo se
enamoró, con el deseo retorcido y estrangulado.
Pero,
¿quién sabe? Si desistiera de Roberto Carlos, entonces las cosas entre él y
ella ocurrirían. La señora Xavier meditó un poco sobre el asunto. Entonces,
expertamente, fingió que desistía de Roberto Carlos. Pero bien sabía que el
abandono mágico solo daba resultado positivo cuando era real, no un truco
cómodo de conseguir algo. La realidad exigía mucho de ella. Se examinó
en el espejo para ver si el rostro se volvía bestial bajo la influencia de sus
sentimientos. Pero era un rostro quieto que ya hacía mucho tiempo había dejado
de representar lo que sentía. Además, su rostro nunca expresaba más que buena
educación. Y ahora era solo la máscara de una mujer de setenta años. Entonces,
su cara levemente maquillada le pareció la de un payaso. La mujer forzó una
sonrisa desganada para ver si mejoraba. No mejoró.
Por
fuera -vio en el espejo- ella era una cosa seca como un higo seco. Pero por
dentro no estaba seca. Parecía, por dentro, una encía húmeda, blanda como una
encía desdentada.
Entonces
buscó un pensamiento que la espiritualizara o que la secara de una vez. Pero
nunca fue espiritual. Y a causa de Roberto Carlos ella estaba envuelta en las
tinieblas de la materia, donde era profundamente anónima.
De
pie en la bañera era tan anónima como una gallina.
En
una fracción de fugitivo segundo casi inconsciente vislumbró que todas las
personas son anónimas. Porque nadie es el otro y el otro no conoce al otro.
Entonces, entonces cada uno es anónimo. Y ahora estaba enredada en aquel pozo
hondo y mortal, en la revolución del cuerpo. Cuerpo cuyo fondo no se veía y que
era la oscuridad de las tinieblas malignas de sus instintos vivos como lagartos
y ratones. Y todo fuera de época, fruto fuera de estación. ¿Por qué las otras
viejas nunca le habían avisado que eso podía ocurrir hasta el fin? En los
hombres viejos había visto miradas lúbricas. Pero en las viejas no. Fuera de
estación. Y ella vivía como si todavía fuera alguien, ella, que no era nadie.
La
señora de Jorge B. Xavier era nadie.
Entonces
quiso tener sentimientos bonitos y románticos en relación a la delicadeza del
rostro de Roberto Carlos. Pero no lo consiguió: la delicadeza de él solo la
llevaba a un corredor oscuro de sensualidad. Y la condena era la lascivia. Era
hambre baja: ella quería comerse la boca de Roberto Carlos. No era romántica,
ella era grosera en materia de amor. Allí en la bañera, frente al espejo del
lavabo.
Con
su edad indeleblemente marcada.
Sin
siquiera un pensamiento sublime que le sirviera de lema o que ennobleciera su
existencia.
Entonces
empezó a deshacer el rodete de los cabellos y a peinarlos lentamente.
Necesitaban un nuevo tinte, las raíces blancas ya asomaban. Enseguida, pensó lo
siguiente: en mi vida nunca hubo un clímax como en las historias que se leen.
El clímax era Roberto Carlos. Meditativa, concluyó que iba a morir
secretamente, así como secretamente había vivido. Pero también sabía que toda
muerte es secreta.
Desde
el fondo de su futura muerte imaginó ver en el espejo la figura deseada de
Roberto Carlos, con aquellos suaves cabellos rizados que tenía. Allí estaba,
presa del deseo fuera de estación, igual que el día de verano en pleno
invierno. Presa de los enmarañados corredores de Maracaná. Presa del secreto
mortal de las viejas. Solo que ella no estaba habituada a tener casi setenta
años, le faltaba práctica y no tenía la menor experiencia.
Entonces
dijo en voz alta y sin testigos:
-Robertito
Carlitos.
Y
agregó: «Mi amor». Oyó su voz con extrañeza como si estuviera por primera vez
haciendo, sin ningún pudor o sentimiento de culpa, la confesión que sin embargo
debería ser vergonzosa. Pensó que posiblemente Robertito no iba a aceptar su
amor porque ella tenía conciencia de que este amor era ridículo, melosamente
voluptuoso y dulzón. Y Roberto Carlos parecía tan casto, tan asexuado.
Sus
labios levemente pintados, ¿serían todavía besables? ¿O acaso era enojoso besar
boca de vieja? Examinó bien de cerca e inexpresivamente sus propios labios. Y
todavía inexpresivamente cantó en voz baja el estribillo de la canción más
famosa de Roberto Carlos: «Quiero que usted me caliente este invierno y que
todo lo demás se vaya al infierno».
Fue entonces que la
señora de Jorge B. Xavier bruscamente se dobló sobre la pila como si fuera a
vomitar las vísceras e interrumpió su vida con una mudez hecha pedazos: ¡tiene!
¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de salida!
FIN
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