Nadine Gordimer (Springs, 1923 - Johannesburgo, 2014) |
Aquella
noche nuestra madre fue a la tienda y no regresó. Nunca. ¿Qué había pasado? No
lo sé. También mi padre se había marchado un día para nunca regresar; pero es
que él fue a la guerra. Donde nosotros estábamos también había guerra, pero
éramos pequeños y, al igual que la abuela y el abuelo, no teníamos armas.
Aquellos contra quienes mi padre luchaba -los bandidos, los llama nuestro
gobierno- irrumpían en el lugar donde vivíamos y nosotros huíamos de ellos como
gallinas perseguidas por perros. No sabíamos adónde ir. Nuestra madre fue a la
tienda porque decían que se podía comprar aceite para cocinar. Nos alegró
porque hacía mucho que no probábamos el aceite. Puede que comprase aceite y que
alguien la atacase en la oscuridad y le quitase aquel aceite. Puede que se
topase con los bandidos. Si te encuentras con ellos, te matan. En dos ocasiones
entraron en nuestro pueblo y corrimos a ocultarnos en el bosque, y cuando se
hubieron marchado regresamos y descubrimos que se lo habían llevado todo. Pero
la tercera vez que vinieron no quedaba nada que pudieran llevarse, ni aceite ni
comida, así que le prendieron fuego a la paja y los techos de nuestras casas se
hundieron. Mi madre encontró unas chapas de hojalata y las pusimos para cubrir
parte de la casa. La esperamos allí la noche que no regresó.
Nos daba
pánico salir, incluso para hacer nuestras cosas, porque sí que habían llegado
los bandidos; no a nuestra casa -sin techo debía de parecer que no había nadie,
que todos se habían ido-, pero sí al pueblo. Oíamos que la gente gritaba y
corría. Nos daba miedo incluso correr, sin que nuestra madre nos dijese hacia
dónde. Yo soy la segunda, la chica, y mi hermanito se agarraba a mi estómago,
rodeándome el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, igual que un
monito a su madre. Mi hermano mayor se pasó toda la noche con un trozo de
madera astillada en la mano, parte de uno de los palos que sostenían la casa y
se habían quemado; era para defenderse si los bandidos lo encontraban.
Nos quedamos
allí todo el día. Aguardándola. No sé qué día era; en nuestro pueblo ya no
había escuela ni iglesia, así que no sabíamos si era domingo o lunes.
Al ponerse
el sol, llegaron la abuela y el abuelo. Alguien del pueblo les había dicho que
los niños estábamos solos; nuestra madre no había regresado. Digo «abuela»
antes que «abuelo» porque es así: nuestra abuela es alta y fuerte, y aún no es
vieja, y nuestro abuelo es bajito, apenas se le ve en sus holgados pantalones,
sonríe pero no ha oído lo que le dices, y lleva el pelo que parece lleno de
restos de jabón, La abuela nos llevó -a mí, al chiquitín, a mi hermano mayor y
al abuelo- a su casa y todos teníamos miedo (salvo el chiquitín, que iba
dormido en la espalda de la abuela) de encontrarnos a los bandidos por el
camino. Estuvimos esperando mucho tiempo en casa de la abuela. Puede que un
mes. Teníamos hambre. Nuestra madre nunca regresó. Durante el tiempo que
estuvimos esperando que viniese a buscarnos, la abuela no pudo darnos comida,
no tenía comida para el abuelo ni para ella. Una mujer que tenía leche en los
pechos nos dio un poco para mi hermanito, aunque él en casa comía gachas, igual
que nosotros. La abuela nos llevó a buscar espinacas silvestres, pero toda la
gente del pueblo hacía lo mismo y no quedaba ni una hoja.
El abuelo,
aunque se quedaba un poquito atrás, salió a pie con unos jóvenes a buscar a
nuestra madre, pero no la encontró. Nuestra abuela lloró con otras mujeres y yo
canté los himnos con ellas. Trajeron un poco de comida -alubias- pero al cabo
de dos días nos quedamos otra vez sin nada. El abuelo tuvo tres ovejas y una
vaca y un huerto, pero ya hacía mucho tiempo que los bandidos le habían quitado
las ovejas y la vaca, porque ellos también pasaban hambre; y al llegar la época
de la siembra el abuelo se había quedado sin semillas que sembrar.
Así que
decidieron -nuestra abuela, porque el abuelo hizo unos ruiditos, balanceándose,
pero ella no le prestó atención- que nos marchásemos. Mis hermanos y yo nos
alegramos. Queríamos irnos de allí donde ya no estaba nuestra madre y donde
pasábamos hambre. Queríamos ir a donde no hubiese bandidos y hubiese comida.
Era estupendo pensar que tenía que haber un lugar semejante lejos de allí.
La abuela
dio su ropa de ir a la iglesia a una persona a cambio de maíz seco, que hirvió
y envolvió en un trapo. Nos llevamos el maíz al marcharnos y ella creyó que
podríamos encontrar agua en algún río, pero no dimos con ningún río y pasamos
tanta sed que tuvimos que regresar. No hasta casa de los abuelos, sino hasta un
pueblo donde había bomba de agua. Ella destapó la cesta donde llevaba ropa y el
maíz y vendió sus zapatos para comprar un bidón grande agua. Yo dije: Gogo,
¿cómo vas a ir a la iglesia ahora si no llevas siquiera zapatos?, pero ella
dijo que el viaje era largo y llevábamos demasiado peso. En aquel pueblo
encontramos a otra gente que también se marchaba. Nos unimos a ellos porque
parecían saber mejor que nosotros dónde estaba aquello.
Para llegar
allí teníamos que cruzar el Parque Kruger. Habíamos oído hablar del Parque Kruger
como de un país entero lleno de animales: elefantes, leones chacales, hienas,
hipopótamos, cocodrilos, toda clase de animales. En nuestro país teníamos
algunos iguales, antes de la guerra (la abuela lo recuerda, mis hermanos y yo
no habíamos nacido), pero los bandidos matan a los elefantes y venden los
colmillos, y los bandidos y nuestros soldados se han comido toda la caza. En
nuestro pueblo había un hombre sin piernas: un cocodrilo se las arrancó en
nuestro río; pero a pesar de ello nuestro país es un país de personas y no de
animales. Habíamos oído hablar del Parque Kruger porque algunos de nuestros
hombres iban a trabajar allí, a unos sitios donde acudían los blancos de visita
y para ver los animales.
Así que
reemprendimos el viaje. Había mujeres, y otras niñas como yo que tenían que
llevar a los pequeños a cuestas cuando las mujeres se cansaban. Un hombre nos
guió hasta el Parque Kruger. Es que aún no llegamos, es que aún no llegamos, no
paraba yo de preguntarle a la abuela. Todavía no, decía el hombre, cuando ella
se lo preguntaba por mí. Él nos explicó que tendríamos que dar un gran rodeo
siguiendo la cerca, que nos mataría, nos dijo, achicharrándonos la piel en
cuanto la tocásemos, igual que los cables de lo alto de los postes que llevan
la luz eléctrica a nuestras ciudades. Yo ya he visto ese dibujo de una cabeza
sin ojos ni piel ni pelo, en una caja de hierro del hospital de la Misión que
teníamos antes de que lo volasen.
Al preguntar
otra vez, dijeron que llevábamos una hora caminando por el Parque Kruger. Pero
tenía el mismo aspecto que el chaparral por donde caminamos todo el día, y no
habíamos visto más animales que monos y pájaros como los que hay donde vivimos,
y una tortuga que, como es natural, no pudo escapar de nosotros. Mi hermano mayor
y los otros chicos se la trajeron al hombre para matarla, guisarla y
comérnosla. El hombre la dejó libre porque dijo que no podíamos encender fuego;
que mientras estuviésemos en el Parque no deberíamos encender fuego porque el
humo indicaría que estábamos allí. La policía y los guardas vendrían y nos
obligarían a volver por donde habíamos venido. Dijo que teníamos que ir de un
lado a otro como los animales entre animales, lejos de las carreteras, lejos de
los campamentos de los blancos. Y justo en aquel momento oí, estoy segura de
que fui la primera en oírlo, un crujir de ramas y el sonido de algo que se
abría paso entre la hierba, y casi chillé porque creí que era la policía, los
guardas (con quienes él nos dijo que tuviésemos cuidado) que habían dado con
nosotros. Y era un elefante, y otro elefante, y más elefantes, grandes manchas
oscuras que se movían por dondequiera que mirases entre los árboles. Arrollaban
la trompa en las hojas rojas de los árboles de mopane y se las embutían en la
boca. Los elefantitos se pegaban a sus madres. Los que ya eran un poco mayores
peleaban entre sí igual que mi hermano mayor con sus amigos, pero con la trompa
en lugar de con los brazos. Yo los observaba con tal interés que me olvidé de
que tenía miedo. El hombre nos dijo que permaneciésemos quietos y en silencio
mientras los elefantes pasaban. Pasaron muy lentamente, porque los elefantes
son demasiado grandes para necesitar huir de nadie.
Los gamos
corrían ante nosotros. Saltaban tan alto que parecían volar. Los facóqueros se
paraban en seco al oírnos, y se alejaban zigzagueando como solía hacerlo un
chico de nuestro pueblo con la bicicleta que su padre trajo de las minas.
Seguimos a los animales hasta donde bebían. Cuando se marchaban íbamos a sus
pozas. Nunca pasábamos sed porque encontrábamos agua, pero los animales comían,
comían constantemente. Siempre que los veías estaban comiendo hierba, árboles,
raíces. Y no había nada para nosotros. El maíz se nos había terminado. Lo único
que podíamos comer era lo que comían los babuinos, pequeños higos resecos
llenos de hormigas, que crecen en las ramas de los árboles junto a los ríos.
Era duro ser como animales.
Cuando hacía
mucho calor, durante el día encontrábamos leones echados y durmiendo. Eran del
color de la hierba y no los descubríamos a primera vista, aunque el hombre sí,
y nos hacía retroceder y dar un largo rodeo para no pasar por donde dormían. Yo
quería echarme como los leones. Mi hermanito estaba adelgazando pero pesaba
mucho. Cuando la abuela me buscaba, para cargármelo a la espalda, yo intentaba
escabullirme. Mi hermano mayor dejó de hablar; y cuando descansábamos tenían
que zarandearle para que se volviese a levantar, como si ahora fuese igual que
el abuelo, que no oía. Vi que la abuela tenía la cara llena de moscas y que no
se las espantaba; me asusté. Cogí una hoja de palmera y se las quité.
Caminábamos
de día y de noche. Veíamos los fuegos donde los blancos cocinaban en los
campamentos y olíamos el humo y la comida. Mirábamos las hienas, que iban
agachadas como si sintiesen vergüenza, deslizarse por el chaparral siguiendo
aquel olor. Si una de ellas volvía la cabeza, le veías unos ojos grandes y
brillantes, como los nuestros cuando nos mirábamos unos a otros en la
oscuridad. El viento traía voces en nuestra lengua desde los cercados donde
viven quienes trabajan en los campamentos. Una de las mujeres que iba con
nosotros quería ir a verlos por la noche y pedirles que nos ayudasen. Pueden
darnos la comida de los cubos de basura, dijo, y empezó a lamentarse y la abuela
tuvo que agarrarla y taparle la boca con la mano. El hombre que nos guiaba nos
había dicho que debíamos rehuir a aquellos de los nuestros que trabajaban en el
Parque Kruger; si nos ayudaban, perderían su trabajo. Si nos veían, todo lo que
podían hacer era fingir que no éramos nosotros, que lo que habían visto eran
animales.
A veces nos
deteníamos a dormir un poco durante la noche. Dormíamos muy juntos. No sé qué
noche fue (porque caminábamos y caminábamos siempre y a todas horas) pero una
vez oímos que los leones estaban muy cerca. Sus rugidos no eran como los que se
oían desde lejos. Jadeaban como nosotros al correr, aunque es un jadeo
diferente: se nota que no corren, que acechan por allí cerca. Nos apretábamos
unos contra otros, unos encima de otros, y los de los lados intentaban
refugiarse en el centro, donde estaba yo. Me aplastaron contra una mujer que
olía mal porque tenía miedo, pero me alegré de poder agarrarme fuertemente a
ella. Rogué a Dios que hiciera que los leones cogieran a alguien de los lados y
se marcharan. Cerré los ojos para no ver el árbol desde donde cualquier león
podía saltar y caerme justo encima. En lugar del león saltó el hombre que nos
guiaba; puesto en pie, comenzó a golpear el árbol con una rama seca. Nos había
enseñado a no hacer nunca ruido, pero él gritaba. Gritaba a los leones como
solía hacerlo un borracho de nuestro pueblo, que le gritaba al aire. Los leones
se retiraron. Los oímos rugir, devolviéndole los gritos desde lejos.
Estábamos
cansados, cansadísimos. Mi hermano mayor y el hombre tenían que aupar al abuelo
y pasarlo de piedra en piedra allí donde encontrábamos vados para cruzar los
ríos. La abuela es fuerte, pero le sangraban los pies. Ya no podíamos seguir
llevando las cestas en la cabeza, no podíamos cargar con nada, excepto mi
hermanito. Dejamos nuestras cosas bajo un arbusto. Con tirar de nuestros
cuerpos hasta allí ya será mucho, dijo la abuela. Luego comimos frutos
silvestres que en el pueblo no conocíamos y tuvimos retortijones. Estábamos
entre la hierba que llaman elefante porque es casi tan alta como un elefante,
aquel día que nos dieron los dolores, y el abuelo no podía agacharse allí
delante de todos como mi hermanito, y se fue un poco más allá para hacerlo a
solas. Nosotros teníamos que seguir, no paraba de decirnos el hombre que nos
guiaba, no podíamos retrasarnos, pero le pedimos que aguardase al abuelo.
Así que
todos aguardaron a que el abuelo nos alcanzase. Pero no nos alcanzó. Era en
pleno día; los insectos zumbaban en nuestros oídos y no lo oímos moverse entre
la hierba. No podíamos verle porque la hierba era muy alta y él muy bajito.
Pero debía de andar por allí, metido en sus holgados pantalones y en la camisa
rasgada que la abuela no le pudo coser porque no tenía hilo. Sabíamos que no
podía estar lejos porque era débil y lento. Fuimos todos a buscarle, pero en
grupos, no fuese que también nosotros nos perdiésemos de vista entre la hierba.
Esta se nos metía en los ojos y en la nariz. Continuábamos llamando al abuelo,
pero el zumbido de los insectos debió de llenar el pequeño espacio que le
quedaba para oír en las orejas. Miramos y miramos, pero no dábamos con él.
Estuvimos entre aquella hierba tan alta toda la noche. En sueños, me lo
encontré acurrucado en un espacio que había apisonado con los pies, igual que
hacen los antílopes para ocultar sus crías.
Al
despertarme seguía sin aparecer. Así que continuamos buscando, y para entonces
vimos senderos que habíamos abierto de tanto pasar entre la hierba, y sería
fácil para él encontrarnos si nosotros no le encontrábamos. Todo aquel día no
hicimos más que quedarnos sentados y aguardar. Todo está muy tranquilo cuando
tienes el sol encima de la cabeza, dentro de la cabeza, aunque te acuestes como
los animales, bajo los árboles. Yo me tendí boca arriba y vi esos feos pájaros
de pico ganchudo y cuello desnudo volando en círculo por encima de nosotros.
Habíamos pasado muchas veces por delante de ellos mientras descarnaban huesos
de animales muertos, de los que no quedaba nada que pudiésemos comer también
nosotros. Ronda tras ronda, elevándose y descendiendo y de nuevo elevándose.
Veía sus cabezas asomar por todos lados. Volando en círculo sin parar. Noté que
la abuela, quieta allí sentada con mi hermanito en su regazo, también los veía.
Por la
tarde, el hombre que nos guiaba se acercó a la abuela y le dijo que los demás
debían continuar. Le dijo que si sus hijos no comían, morirían pronto.
La abuela no
dijo nada.
Le traeré
agua antes de marcharnos, dijo él.
La abuela
nos miró, a mí, a mi hermano mayor y a mi hermanito, que estaba en su regazo.
Nosotros observábamos cómo los demás se levantaban para marcharse. Yo no podía
creer que la hierba se vaciaría en todo el derredor, donde ellos habían estado.
Que nos quedaríamos solos en aquel lugar, el Parque Kruger: la policía o los
animales darían con nosotros. Me saltaron lágrimas de los ojos y de la nariz y
me cayeron en las manos, pero la abuela no hizo caso. Se levantó, con los pies
separados tal como los pone para izar un haz de leña, allá en casa, en nuestro
pueblo; se colgó a mi hermanito a la espalda y lo ató con su vestido (la parte
de arriba se le había desgarrado y llevaba sus grandes pechos al aire, pero no
había nada en ellos para él). Y dijo entonces: Vamos.
Así que
dejamos el lugar de la hierba alta. Lo dejamos atrás. Fuimos con los demás y
con el hombre que nos guiaba. Emprendimos la marcha, otra vez.
Hay una
tienda muy grande, más grande que una iglesia o una escuela, sujeta al suelo.
No podía imaginar que aquello fuese lo que era, al llegar allá lejos. Vi una
cosa parecida la vez que nuestra madre nos llevó a la ciudad porque se enteró
de que nuestros soldados estaban allí y quería preguntarles si sabían dónde
estaba nuestro padre. En aquella tienda la gente cantaba y rezaba. Esta es azul
y blanca como aquella pero no es para rezar y cantar; vivimos en ella con
muchos otros que han llegado de nuestra tierra. La hermana de la clínica dice
que somos doscientos sin contar los bebés; han nacido algunos por el camino a
través del Parque Kruger.
Dentro, está
oscuro incluso cuando luce el sol, y es como una especie de pueblo. En lugar de
casas, cada familia tiene unos espacios separados por sacos o cartones de cajas
-lo que encontremos- para que las demás familias sepan que es tu espacio y que
no deben entrar aunque no haya puerta ni ventanas ni techumbres, de manera que
si estás de pie y no eres una niña pequeña puedes ver el interior de la casa de
todo el mundo. Algunos incluso han hecho pintura con piedras del suelo y han
dibujado cosas en los sacos.
Pero sí que
hay un techo de verdad: la tienda es el techo, alto, muy alto. Como el cielo.
Como una montaña, y nosotros estamos dentro de ella; por las grietas bajan
caminos de polvo, tan prietos que parece que se pudiera trepar por ellos. La
tienda no deja entrar el agua por arriba, pero entra por los lados y por las
callecitas que separan nuestros espacios (solo puede pasar por ellas una
persona cada vez) y los pequeños como mi hermanito juegan con el barro. Hay que
saltar por encima de ellos para pasar. Mi hermanito no juega. La abuela lo
lleva a la clínica cuando viene el médico el lunes. La hermana dice que le pasa
algo en la cabeza, y cree que es porque no teníamos bastante comida en casa.
Por la guerra. Porque nuestro padre no estaba. Y porque luego había pasado
mucha hambre en el Parque Kruger. Solo quiere estar todo el día encima de la
abuela, en su regazo o pegado a ella, y no hace más que mirarnos y mirarnos.
Quiere pedir algo pero se nota que no puede. Si le hago cosquillas solo sonríe
un poquito. En la clínica nos dan un polvo especial para hacerle gachas y puede
que un día se ponga bien.
Cuando
llegamos estábamos con él, mi hermano mayor y yo. Casi no me acuerdo. Los
vecinos del pueblo que está cerca de la tienda nos llevaron a la clínica, donde
tienes que firmar que has llegado, desde muy lejos, por el Parque Kruger. Nos
sentamos en la hierba y todo estaba embarrado. Había una hermana muy guapa con
el pelo muy estirado y unos bonitos zapatos de tacón alto, que nos trajo el
polvo especial. Nos dijo que teníamos que mezclarlo con agua y beberlo
despacio. Nosotros rasgamos los paquetes con los dientes y lamimos todo el
polvo; a mí se me quedó pegado en la boca y me chupé los labios y los dedos. Otros
niños que hicieron el viaje con nosotros vomitaron. Pero yo solo notaba que
todo se removía dentro de mi estómago, y que lo que me había tragado bajaba y
se me arrollaba como una serpiente, y me dio un hipo muy fuerte. Otra hermana
nos dijo que nos pusiésemos en fila en el porche de la clínica pero no pudimos.
Nos quedamos todos por allí sentados, cayendo unos sobre otros; las hermanas
nos ayudaron a todos a levantarnos cogiéndonos del brazo y luego nos clavaron
una aguja. Con otras agujas nos sacaron la sangre y la metieron en unas
botellitas. Era contra la enfermedad, pero yo no lo comprendía, y cada vez que
cerraba los ojos me figuraba que aún caminaba, y que la hierba era alta, y veía
a los elefantes, y no sabía que estábamos allá lejos.
Pero la abuela
aún era fuerte, todavía podía tenerse en pie, y como sabe escribir firmó por
nosotros. La abuela nos consiguió este espacio en la tienda junto a uno de los
lados; es el mejor sitio porque, aunque entre agua cuando llueve, podemos
levantar la lona cuando hace buen tiempo y nos da el sol, y se van los olores
de la tienda. La abuela conoce aquí a una mujer que le enseñó dónde hay buena
hierba para hacer esteras para dormir, y la abuela nos las hizo. Una vez al mes
llega a la clínica el camión de la comida. La abuela va con una de las tarjetas
que firmó y cuando le hacen el agujero nos dan un saco de maíz. Hay carretillas
para llevarlo a la tienda; mi hermano mayor lo carga por ella, y luego él y los
otros chicos hacen carreras con las carretillas vacías hasta la clínica. A
veces tiene suerte y un hombre que ha comprado cerveza en el pueblo le da
dinero para que la transporte; aunque esto no está permitido, porque hay que
devolver las carretillas enseguida a las hermanas. Él se compra un refresco y
me da un trago si le pillo. Otra vez al mes, la iglesia deja un montón de ropa
vieja en el patio de la clínica. La abuela tiene otra tarjeta para que le hagan
el agujero, y entonces podemos elegir algo: yo tengo dos vestidos, dos
pantalones y un suéter, así que puedo ir a la escuela.
Los del
pueblo nos dejan ir a su escuela. Me sorprendió que hablasen nuestra lengua. La
abuela me dijo: Por eso nos dejan estar en su tienda. Hace mucho tiempo, en
tiempos de nuestros padres, no había la cerca que mata, no estaba el Parque
Kruger entre ellos y nosotros, y éramos todos un solo pueblo bajo nuestro
propio rey, desde el hogar de donde nos marchamos hasta este sitio adonde hemos
llegado.
Llevamos ya
mucho tiempo en la tienda (yo he cumplido once años y mi hermanito tiene casi
tres, aunque es muy pequeño, solo tiene grande la cabeza, y aún no está del
todo bien) y han cavado por todo el derredor y han plantado alubias y trigo y
berzas. Los ancianos entretejen ramas para vallar sus jardines. No está
permitido que nadie vaya a buscar trabajo en las ciudades, pero algunas mujeres
lo han encontrado en el pueblo y pueden comprar cosas. La abuela, como todavía
está fuerte, consigue trabajo donde la gente construye casas; porque en este
lugar la gente construye bonitas casas con ladrillos y cemento, y no con barro
como las que teníamos en nuestro pueblo. La abuela acarrea ladrillos para ellos
y cestas de piedra en la cabeza. Así que tiene dinero para comprar azúcar y té
y leche y jabón. El almacén le ha regalado un calendario que ella ha colgado en
la lona de nuestra tienda. Voy muy bien en la escuela, y ella guardó los
papeles de los anuncios que la gente tira al salir de comprar en el almacén y
me forró los libros. A mi hermano mayor y a mí nos manda hacer los deberes
todas las tardes antes de que oscurezca, porque no hay sitio más que para estar
echados, muy juntos, como hacíamos en el Parque Kruger, aquí en nuestro espacio
de la tienda, y las velas son caras. La abuela todavía no ha podido comprarse
un par de zapatos para ir a la iglesia, pero nos ha comprado zapatos negros de
colegiales y betún para lustrarlos a mi hermano mayor y a mí. Todas las
mañanas, al levantarnos, los chiquitines lloran, la gente se empuja frente a
los grifos de afuera y algunos niños ya rebañan los restos de gachas pegados en
las ollas de las que comimos por la noche y mi hermano mayor y yo nos lustramos
los zapatos. La abuela nos hace sentar en las esteras con las piernas estiradas
para ver bien los zapatos y asegurarse de que los hemos hecho como es debido. Nadie
más en la tienda tiene auténticos zapatos de colegial. Al mirar a los demás es
como si estuviésemos otra vez en una verdadera casa, sin guerra, y no aquí
lejos.
Llegaron
unos blancos a tomarnos fotografías a los que vivimos en la tienda; dijeron que
estaban haciendo una película, que es algo que nunca he visto pero sé lo que
es. Una mujer blanca se metió en nuestro espacio y le hizo a la abuela unas
preguntas que uno que entiende la lengua de la mujer blanca nos dijo en la
nuestra.
¿Cuánto
tiempo llevan viviendo de este modo?
¿Quiere
decir aquí?, dijo la abuela. En esta tienda, dos años y un mes.
¿Y qué
espera del futuro?
Nada. Estoy
aquí.
¿Y para sus
pequeños?
Quiero que
aprendan para que puedan conseguir buenos empleos y dinero.
¿Confían en regresar
a Mozambique, a su país?
No volveré.
¿Pero cuando
termine la guerra… y no puedan quedarse aquí? ¿No desea volver a su hogar?
No me
pareció que la abuela quisiera seguir hablando. No me pareció que fuese a
contestar a la mujer blanca. La mujer blanca ladeó la cabeza y nos sonrió.
La abuela
apartó la mirada de la mujer blanca y dijo: Ya no hay nada. No hay hogar.
¿Por qué
dirá esto la abuela? ¿Por qué? Yo volveré. Yo volveré a través del Parque
Kruger. Después de la guerra, cuando ya no queden más bandidos, quizá nuestra
madre nos estará esperando. Y puede que cuando dejamos al abuelo solo se
rezagase, que acabase por encontrar el camino, y fuese poquito a poco, a través
del Parque Kruger, y esté también allí. Estarán en casa, y yo los recordaré.
"The
Ultimate Safari",
Jump,1991
Jump,1991
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