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Gustavo Díaz Solís (1912 - 1920) |
I
Tarde gris
de octubre. Ráfagas de aire frío arrastran por la calle papeles arrugados y
hojas amarillas, haciendo un ruido menudo y seco que va rasguñando el
pavimento. Mujeres que caminan cabizbajas y presurosas afánanse por alisar la
falda asustadiza que se esconde entre las piernas. Más allá de los tejados de
rojo mortecino, más allá de las cúpulas adustas, extiéndense dormidos montes
verdinegros, lejanías zarcas que cubre lenta neblina. Raudo corre el viento
arremolinando el polvo. Tarde gris de octubre.
Calle
abajo patinaba Enrique. Ruidos subterráneos parecían despertar a su paso.
Patinaba despacio. La ausencia de preocupaciones reflejábase en su rostro que
ya comenzaba a perder las suaves redondeces de la niñez. Revuelto el pelo
ensortijado, firmes las piernas, toscas las manos de colegial, duro el cuerpo
por el pelear frecuente.
Enrique
pensaba muchas cosas sin pensar en nada. Era octubre y octubre significaba poco
estudiar. ¡Los exámenes estaban tan lejos! Y ya eran recuerdos los sustos de
julio. Aquellos exámenes no habían sido tan difíciles como dijo serían el
bachiller Monzón. Todos los años era igual. «Estudien, estudien mucho, porque
este año sí es verdad que van a estar fuertes los exámenes.» ¡Ah, ese bachiller
Monzón sí que gustaba asustarlos! Pero después, todo era lo mismo. ¿Y ahora?
Ahora era octubre. Mes sin libros. Mes de viento frío, cortante, que hace
llorar los ojos.
Y el
viento pasa llevándose la tarde gris. La noche se va metiendo sigilosamente en
la ciudad. De puntillas sobre el algodón de la niebla que ya cubrió los montes
zarcos.
Enrique
paró en la esquina. Frente a él estaba la pequeña plaza, con sus árboles
enhiestos, su estatua procera en el medio y sus faroles grandes iluminando las
esquinas. Enrique escudriñó la plazuela. Buscó a sus compañeros de juego. Pero
ninguno estaba allí. Volvió la cara con un gesto de fastidio hacia la calle que
aparecía a su izquierda y tornó a patinar. Casi no hacía esfuerzos por patinar.
Tanto patinaba que ya era acción inconsciente. Simple hábito. Igual que
caminar.
Pero, he
aquí que pasando frente a una casa verdosa situada casi al llegar a la otra
esquina, notó que en una de las ventanas una muchacha leía en un libro. ¿Quién
era aquella muchacha? Él no recordaba haberla visto antes. ¿O sí la había
visto? Quizás sería nueva en el barrio. Quizá no. Pero la verdad era que le
había gustado. ¡Ah, por fin le gustaba una muchacha! Era una emoción
inesperada.
¿Qué era
eso de tener una muchacha? Recordó que en el colegio, los internos —casi todos—
tenían en sus cuartos retratos de mujeres. Y ellos decían: «es mi muchacha».
¡Una muchacha de uno! Una muchacha de uno es la que le da a uno su retrato y le
pone el nombre abajo.
Pero, ¿qué
hacía él parado en esa esquina? Ya era noche. Tendría que irse. A su padre no
le gustaba que él llegara cuando ya estaban sentados a la mesa. No lograba
resolver nada. Los amigos siempre decían cuando les gustaba una muchacha: «Me
le voy a parar en la ventana». ¿Pero, qué diría él si se paraba en la ventana?
Tornó a
patinar, ahora calle arriba. Sentía un frío extraño y grasiento en las manos.
Dentro del pecho el corazón le rebotaba como una pelota de goma.
Ya estaba frente a la
ventana. La niña, sorprendida por tan inesperado visitante, apartóse
instintivamente de los balaustres. Pero Enrique, aplacándose el pelo revuelto y
pasándose la mano por la cara que sentía caliente y roja, la atajó:
-
Señorita,
este... dispénseme, pero ¿usted no sabe, por casualidad, dónde vive la
familia... Rodríguez ?...
La niña contrajo las
cejas fingiendo interés.
- ¿Rodríguez? ¿Familia
Rodríguez? No, no sé...
- Sí, Rodríguez,
¡caramba!, me dijeron que era por aquí.
-
¿Sí?
—contestó la niña, ya definitivamente extrañada por tan absurdas palabras.
La situación era
realmente angustiosa. Enrique pudo notar que ya la niña parecía impacientarse.
Pero él permanecía aferrado a los balaustres de la ventana, mirando a uno y
otro extremo de la calle. No encontraba qué decir. Pensamientos cruzaban por su
mente y él los iba atrapando para dejarlos ir inmediatamente sin atreverse a
expresarlos. Apenas de sus labios se escapaba una musitación involuntaria:
-
Uhmm...
¡caramba! ¡Rodríguez! ¡Qué broma!
Pero ya él estaba allí y
había que continuar. Además ya su corazón no rebotaba como una pelota de goma
dentro del pecho. Y las manos las tenía ahora tibias.
A todas
estas la muchacha le miraba y remiraba pareciendo encontrar placer en ello.
Enrique habló:
-
Bueno,
señorita, dispénseme. Usted sabe: yo soy Enrique Rojas. Yo estudio, ¿sabe? Y
usted, ¿no estudia?
La niña comenzó a
interesarse por el muchacho audaz, de pelo revuelto y ojos llenos de picardía.
Respondió, procurando parecer indiferente:
- Sí, yo también
estudio...
-
¡Ah,
estudia! En el colegio de las monjas, ¿verdad?
¡Y por qué había de ser
en el colegio de las monjas! Él pasaba siempre por el colegio de las monjas y
allí había muchachas bonitas. Pero:
- No, casa de las monjas no.
Yo estoy aquí mismo, donde la señorita Padilla.
- Ah, sí, la señorita
Padilla. ¿Es por aquí mismo, verdad?
- Sí, aquí mismo, al
voltear la cuadra —explicó la muchacha acercando la cara a los barrotes y
sacando una mano como para indicarle dónde era.
- Y ¿es fastidiosa la
señorita Padilla? —inquirió Enrique.
-
¡Fastidiosa!
—respondió la niña visiblemente incomodada.
Enrique sintió la
angustia de haber dicho una tremenda indiscreción. ¡Cómo se había atrevido a
decir que la señorita Padilla era fastidiosa! ¿Sería como la señorita Rosa
Elena, la que le dio clases en tercer grado?
- No —prosiguió la
muchacha—, ella es muy buena...
- Yo no tengo maestras
desde tercer grado —dijo Enrique orgullosamente—. Ahora tenemos un bachiller.
¿Usted no conoce al bachiller Monzón?
-
No,
no lo conozco —respondió la niña como lamentándose.
¡Claro!, ¡qué iba a
conocerlo, si el bachiller Monzón era un hombre grande ya y ella no era sino
una muchachita! De adentro de la casa llegó una voz:
- ¡Luisa! ¡Luisita!,
¡salte de esa ventana que ya es tarde!
-
¡Ay!,
¡mi mamá! —exclamó nerviosamente la muchacha haciendo un picaro mohín, y
tomando el cojín que le servía de apoyo preparóse a entrar.
Enrique dijo:
-
Bueno,
señorita, dispénseme. Voy a ver si encuentro la casa de la familia... de la
familia Rodríguez.
Soltó uno de los
balaustres, pasóse la mano por el costado del pantalón y alargándola dijo:
- Bueno, ¡me perdona la
lata!
- No, de nada —respondió
ella, estrechándosela—, si todo...
-
¿Ah?
— apresuróse a inquirir Enrique. —No, nada —respondió Luisa evadiéndose.
- Ah,
bueno, bueno, pues...
¡Qué sabroso era patinar
así, después de tanta aventura! La noche aparecía inmensa sobre él. La brisa
que venía de más allá de las cúpulas y los tejados oreaba su frente. Cuando
llegó a la esquina paró y volvió la vista hacia atrás. Por entre la fosca
penumbra de la calle buscó los ojos de Luisa. Apenas si podía distinguir la
ventana en sombra. Y creyó ver los ojos de ella también buscándolo.
II
Ya lo que
faltaba por hacer era bien poco. Y muy pronto Enrique lo tuvo hecho. Ahora, las
tardes tenían para él un encanto particular. Eran una sola angustia las horas
tediosas del mediodía en el colegio. Apenas oía las explicaciones del bachiller
Monzón sin atender a ellas. Pasábase largos ratos abstraído, mirando por la
ventana del salón de clases, hacia el cielo, como si quisiese liberarse. Dejar
volar su espíritu hasta donde él quería.
Mas
difícil era comunicarse con Luisa. Su padre vigilaba, ayudado en estos
menesteres por el hermano de ella, mocetón huraño y pendenciero, no tanto por
serlo de naturaleza, cuanto por imponérselo la guarda de niña tan codiciada por
los mozos y rapaces del barrio.
Cierta
tarde, ya puesto el sol, Enrique charlaba con Luisa en la ventana, pues ya
comenzaba a gustarle enamorar a oscuras, como que así estaba a buen seguro de
los guardianes y era también mayor el placer siendo menos las palabras.
Atareado
estaba en uno de esos tan naturales escarceos, donde tanto papel juegan las
manos, cuando —por movimiento del azar— golpeó un mosaiquito verde de los que
enlosaban el alféizar de la ventana. Fue grande sorpresa para ambos ver que el
mosaiquito, mal ensamblado, levantábase por un extremo al ser presionado por el
otro. Enrique, como consecuencia de la natural curiosidad propúsose levantarlo
totalmente e hízolo sin grandes esfuerzos.
Como si
hubiera sido una idea ya pensada y repensada, se le ocurrió la de usar el
mosaiquito a guisa de buzón donde depositar sus misivas amorosas.
Inmediatamente díjole a
Luisa, iluminando sus ojos la alegría del descubrimiento:
-
¡Mira,
Luisa! ¿Qué te parece si lo usamos para meter nuestras cartas? Imagínate, aquí
nadie puede encontrarlas. ¿No te parece?
Luisa observó por un
momento el mosaiquito y preguntó dudosa:
- ¿Y tú crees que sirva?
-
¿Cómo?
—exclamó Enrique— Pero fíjate para que veas.
Y acompañando sus
palabras de los gestos necesarios, prosiguió:
- ¿No ves? Mete uno aquí
el papelito, lo acomoda bien y entonces lo tapa y ya está. ¿Ves como no se
nota?
-
Verdad,
chico —asintió Luisa, demostrando grande júbilo—. ¡Está magnífico! Así podremos
hablar siempre y evitamos que papá lo sepa...
Desde aquella tarde el
mosaiquito verde ocupó sitio de importancia en el pensamiento de ambos. Ya no
era un simple mosaiquito que enlosaba el alféizar de la ventana. Era algo así
como un confidente. Un cómplice de su fechoría.
Así,
cuando no era posible ver a Luisa, Enrique se acercaba silenciosamente hasta la
ventana, cuando ya hubiese anochecido, y luego de explorar las cercanías para
cerciorarse de que nadie lo espiaba, palpaba el mosaiquito con los dedos,
temblorosos de emoción. Lo oprimía en un extremo y con la otra mano retiraba
con cuidado el papelito primorosamente doblado.
Tornaba a
colocar el mosaiquito con toda la cautela y delicadeza de que era capaz, y
continuaba calle abajo aligerando el paso a medida que se alejaba de la
ventana.
Doblaba la
esquina y luego de suspirar hondo por encontrarse a salvo, se acercaba al farol
más cercano y loco de curiosidad comenzaba a leer aquello, sin duda delicioso,
escrito en el papelito.
Mas no era
Enrique solamente quien gustaba de Luisa en el barrio. La belleza cada día más
acentuada de la muchacha la había convertido en presa codiciada por más de un
tenorio parroquiano.
En la
misma calle, en una ancha casona de cuatro ventanas y marquesina barroca de
cristales coloreados, vivía la familia Soto, cuyo jefe, don Eduardo Soto, desde
hacía muchos años estaba al servicio del Gobierno, lo que habíala convertido en
una de las más prominentes de la ciudad por gracia de este peculiar linaje.
Hijo de
don Eduardo era Ernesto —mocito quinceañero, esmirriado, paliducho y pelinegro—
y que, a más de todo esto, usaba unos anteojos de gruesa montura de carey, los
cuales, a tiempo que servían para mitigarle una precoz deficiencia visual,
contribuían a hacer más atractiva su persona.
Pero poco
o nada habrían significado estos requiebros si no hubiera sido porque Ernesto
gozaba del apoyo y amistad del hermano de Luisa. Esto, claro está, significaba
grave peligro para Enrique, toda vez que Ernesto bien podía penetrar
impunemente en casa de Luisa. Además, y como para hacer más inquietante la presencia
del patiquín, era objeto de grandes agasajos por parte de los interesados
padres de Luisa, quienes haciendo caso omiso de la corta edad de ambos, ya
comenzaban a gestar planes para el futuro, planes que, de realizarse, habrían
de significar grandes beneficios para la familia.
Enrique no
se amilanaba por esto. Sentíase perfectamente seguro. Por algo ella no dejaba
de escribirle y en ocasiones propicias habíase deslizado con sigilo hasta el
zaguán y allí habíase besado con él; besuqueos que primero fueron inocentes y cándidos,
pero cuya inocencia y candidez iban desvaneciéndose a medida que Enrique
volvíase habilidoso en la faena.
Sin
embargo, la presencia de Ernesto era todavía inquietante, y ya Enrique había
dicho a Luisa que algún día tendría que darle unos golpes al estorboso
patiquín.
III
La amistad
de Ernesto y el hermano de Luisa se estrechaba cada día más. Y con ello
aumentaba la inquietud de Enrique. Ya salían juntos a patinar y de tarde en
tarde se les veía volver de jugar pelota y estarse largo rato conversando. Así
las cosas, una tarde se encontraba Enrique parado en la ventana parloteando con
Luisa, y era tal la abstracción de ambos que no columbraron a Ernesto y al
hosco hermano, quienes venían calle abajo por la misma acera de la casa.
Cuando Enrique pudo
verles ya estaban a pocos pasos de él. Inmediatamente, una gran emoción le
subió por todo el cuerpo y el corazón comenzó a latirle apresuradamente. Era la
emoción intensa que produce el sentirse descubierto en algo que se estima
delictuoso. Luisa también diose cuenta de lo que ocurría y se apartó
bruscamente de la ventana, haciendo esfuerzos por cerrarla lo antes posible, y
diciéndole a Enrique con voz ahogada en angustia:
-
¡Vete,
vete, anda!
Enrique separóse de la
ventana y empezó a caminar. Sintió como si sus piernas trataban de andar más a
prisa de lo que su voluntad quería, y esto le producía una desagradable
sensación de inestabilidad. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y
elevó las cejas en un gesto despreocupado, sin percatarse de que quienes venían
siguiéndole no podían verle la cara.
Mas, a
poco sintió un «¡pst!, ¡pst!» agudo y penetrante que taladró sus oídos y se le
metió hasta lo más íntimo de los huesos.
Volvió la cara y vio que
los dos muchachos venían hacia él. Dos segundo más y los tenía delante.
-
Mira
—comenzó el hermano de Luisa mirándole de alto a bajo—. ¿Tú como que estás
bregando a mi hermana? ¿Qué te'stás creyendo tú qu'es ella? Uhmm... cuidado,
pues, como t´echas una broma. ¿Oíste? Mira que te puedo dar unos cipotazos ¿sí?
Enrique sintió que las
palabras le azotaban el rostro. La rabia le subía poco a poco por las venas.
Pero no tuvo fuerzas suficientes para responderle. Sentía el cuerpo como débil,
incapaz de sostener una lucha.
-
No
juegue —apenas pudo decir, e hizo ademán de retirarse.
Trataba de consolarse
pensando que eran dos contra quienes tenía que pelear, cuando en eso el
patiquín, quien a todas estas permanecía callado, sintió bríos por la retirada
de Enrique y tomó también la ofensiva.
-
Ahí
está, pues, ¿por qué no nos gruñes?
Enrique reaccionó
violentamente:
-
¿Qué
tiene usted que ver con esto? ¿Ah?
E inmediatamente le
espetó:
- ¿Tú te quieres pegar
conmigo?
- ¡Claro que se quiere
pegar! ¿O qué te estás creyendo tú? —Terció el hermano de Luisa. Y dirigiéndose
a Ernesto:
-
Anda,
métele que ése es un...
Ernesto, después de
vacilar un poco, aseguróse los anteojos y comenzó a bailotear delante de
Enrique, buscando la pelea.
Enrique también se
cuadró y lo invitaba con los puños apretados:
-
¡Vente!,
¡vente, pues!
Chocaron violentamente.
Dábanse golpes con fuerza increíble. Pero después de los primeros cambios ya
Ernesto no podía resistir el empuje de Enrique. Los gruesos anteojos habíansele
caído y ya no hacía sino gritar:
-
¡Un
momento! ¡Un momento! ¡No me pegues a traición!
Pero Enrique, cegado por
la excitación de la pelea, no hacía caso a las exclamaciones. Ernesto vino al
suelo. Enrique hizo ademán de lanzarse sobre él. Pero una voz ronca y oscura lo
contuvo:
-
¡No
le pegue en el suelo, catire, que usté es noble!
Entonces intervino el
hermano de Luisa.
-
¡Párate,
desgraciao! ¡Le vas a seguí pegando!
Y le cayó encima a
Enrique.
La
algarabía de la pelea había reunido algunos transeúntes que procedieron a
desapartarlos.
Después
que se hubieron pasado las manos por la cara para constatar si había sangre y
de proferir unos cuantos denuestos, se alejaron en direcciones opuestas.
Los
transeúntes desocupados quedaron comentando el suceso.
IV
Ernesto no
podía tolerar el haber sido tan duramente golpeado por Enrique. La idea de
vengarse había hecho presa de él y día a día convertíase en una verdadera
obsesión. Pero, naturalmente, no pensaba en vengarse por propias manos. La
experiencia de su derrota le aconsejaba no intentarlo. Mas, bien pronto halló
el medio adecuado.
En una
casa de abasto situada en la esquina, hacía oficio de repartidor a domicilio un
mocetón trigueño y fornido, muy amigo de reyertas.
Ernesto
pensó en él para realizar su venganza.
Efectivamente, desde el
día de su determinación diose a la tarea de conquistarlo a fuerza de buenas
propinas y frecuentes dádivas, las cuales operaron tal transformación en el
ánimo del muchacho, que a poco fue amigo incondicional de Ernesto. Esperó éste
que la sumisión estuviera cimentada y entonces, un día, sin muchas premisas,
propúsole:
- Oye, ¿tú supiste la
varilla que me quiso echar ese tercio? Bueno, yo quiero que tú lo embromes
¿sabes?
- Uhmm —gruñó el otro—.
Gua, si tú quieres. ¡Ése es una sopa pa mí!
- Bueno, entonces ya sabes
—concluyó Ernesto, suspirando de maligna satisfacción al ver realizado su
propósito—. Tú lo buscas entonces...
-
¡Sí
hombre! —exclamó el mandadero, sonriéndose siniestramente y a medida que se
retiraba— ¡Dispreocúpate! ¡Dígame!, ¡si ése es una sopa pa' mí!
Cierto día por la tarde,
mientras Enrique distraíase en sus ya habituales coloquios amorosos, pasó por
la acera de enfrente el repartidor. Llevaba una caja grande sobre un hombro,
cargada de potes y paquetes. Al pasar frente a la ventana gritó burlonamente:
-
Gua,
¡miren donde está el caribe, pué! ¡Y 'stapega'o!
Enrique volteó
instintivamente.
Al mirar al
buscapleitos, quien había seguido camino, y cuando hubo observado lo recio de
su musculatura, una honda inquietud le estremeció el cuerpo. Luisa, fingiendo
no haber oído preguntó:
- ¿Qué dice?
-
No,
nada —apresuróse a responder Enrique—. ¡Zoquetadas!
Pero bien sabía Enrique
que no lo eran aquellas palabras. Ya conocía la fama del otro y pensando que no
tardaría en pasar de nuevo, puesto que evidentemente iba a entregar un pedido,
se inquietaba cada vez más. A cada segundo volvía la vista con insólita
nerviosidad, como si esperase un ataque repentino.
Tantos eran sus
movimientos que Luisa le preguntó al fin:
-
Pero,
Enrique, ¿qué te pasa? Estás como nervioso...
Las últimas palabras de
Luisa, dichas con un cierto dejo burlón e hiriente, terminaron por exasperar a
Enrique.
-
Ah,
¿tú crees que yo le tengo miedo a ése? Ya vas a ver. Ya vas a ver...
No había terminado de
pronunciar estas palabras cuando alcanzó a ver al guapo que venía calle abajo.
Caminaba a trancos, balanceando el cuerpo. Los brazos muy largos daban a su
figura un aspecto grotesco. Venía silbando estrepitosamente, acompañándose la
tonada con un desapacible tamborileo sobre la caja ya vacía.
-
¡Ay,
papacho! ¿Desde cuándo no caribeas a uno más débil que tú? ¿Desde cuándo, ah?
¡Fuiste a sacar tu tarea con Ernesto! ¿Verdad papá?
Enrique comprendió que
no le quedaba otro recurso sino pelear. Se desprendió de los balaustres,
resignado, y fue al provocador, que ya había puesto la caja vacía en el suelo.
Acercóse lentamente, con más miedo que cautela.
El otro,
en cosa de segundos, lo molió a golpes. Y no satisfecho con darle bastantes le
cayó a mordiscos y patadas, y echó mano de otros infames recursos, en tal forma
que el pobre Enrique hubo de huir, con las ropas deshechas y todo el cuerpo
magullado.
Enrique no
atinaba a pensar. Después de aquel «estás como nervioso» que Luisa le dirigiera
tan burlonamente, y después del terrible desastre, que no otra cosa había sido
el encuentro, sintió estar definitivamente perdido.
Pero
todavía conservaba esperanza y pensó para consolarse que quizá podía arreglarse
la situación.
Así pues,
al día siguiente de la pelea, se llegó hasta la ventana para ver si había algún
mensaje que le trajera sosiego.
Acercóse a
los balaustres. Palpó el mosaiquito verde. Lo oprimió por un extremo y con la
otra mano hurgó nerviosamente en la pequeña cavidad. Mas sólo un polvillo
arenoso quedó entre sus dedos.
Colocó
entonces, desconsolado, el mosaiquito verde, como una pequeña losa sobre su
pequeño y difunto amor, y se alejó despacio por la calle.
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