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Edgar Allan Poe |
Qui n’a plus qu’un moment à
vivre
N’a plus rien à dissimuler.
Auinault – Atys
Sobre mi
país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años
me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió
recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que
convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en
tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer
el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su
elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me
permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi
talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el
escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad,
temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente
con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos,
aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa
disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a
alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui
de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la
historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una
imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien
los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.
Después de
muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18… me embarqué en el puerto
de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el
archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por
una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.
Nuestro
hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay
en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de
algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo
fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca
clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La
carga había sido mal estibada y el barco escoraba.
Zarpamos
apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca
de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de
nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos
mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.
Una tarde,
apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube
muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la
primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención
hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste,
ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de
una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono
rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida
transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a que
alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco
navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se puso
intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las
que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció
todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la
toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un
largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la
menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna
de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó
arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta
en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé…
sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me
advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él
no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin
embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a
cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me
sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz
de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado,
percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó
sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente,
barrió la cubierta de proa a popa.
La extrema
violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque
totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda,
después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de
vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.
Me
resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido
por el choque del agua, al volver en mí me encontré estrujado entre el mástil
de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a
mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes,
tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma
en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que
había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis
fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos
los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de
barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales
debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente
anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y
nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el
primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos
habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las
olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el
barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las
bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La
primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran
peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba,
convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero
no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta
realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único
alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente
logramos procurarnos en el castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una
velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin
igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier
otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los
primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva
Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado
un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta
y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida
luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y
soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía
-aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la
atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos
llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus
rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su
fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable.
Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el
mar insondable.
Esperamos en
vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el
sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una
profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte
pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada
por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en
los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo
con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni
de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto,
profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror
supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma
estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender
el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base
del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No
habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo
teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro
navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de
hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras
vidas… olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje
sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no
zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de
nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco;
pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma,
y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía
demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar
negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para
respirar, elevados a una altura superior a la del albatros… y otras veces nos
mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se
estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del “kraken”.
Nos
encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de
mi compañero resonó horriblemente en la noche. “¡Mire, mire!” exclamó,
chillando junto a mi oído, “¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!”. Mientras
hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los
costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo
sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me
heló la sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al
borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás
cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba
más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o
de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y
sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola
hilera de cañones de bronce asomaba por los portañolas abiertas, y sus
relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de
combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más
asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y
de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo
por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el
sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo
sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad,
después se estremeció, vaciló y… se precipitó sobre nosotros.
En ese
instante no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los
tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la
catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía
de proa en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente
en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me
vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco
desconocido.
En el
momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente
confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí
sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba
parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la
bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya
sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me
provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas
que a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo
tanto consideré conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré
moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio
conveniente entre las enormes cuadernas del buque.
Apenas había
completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer
uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y
andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar
su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad.
Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía
agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo,
pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a
tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de
navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la
terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin
subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.
* * *
Un
sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación
que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan
inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una
mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca,
nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y
sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que
tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido… una nueva
entidad se incorpora a mi alma.
* * *
Hace ya
mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los
rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres
incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar,
pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque
esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los
ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina
privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he
escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es
posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero
trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y
la arrojaré al mar.
* * *
Ha ocurrido
un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas
cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde
estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas
velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi
destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de
una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La
vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se
despliegan formando la palabra descubrimiento.
Últimamente
he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien
armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo
en general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con
facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es.
Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular de sus
mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla
y su popa anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas
familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la
memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.
He estado
estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me
resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la
impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me
refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños
ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos
mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una
observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las
características del roble español, en el caso de que el roble español fuera
dilatado por medios artificiales.
Al leer la
frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar
holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro
es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo
viviente del marino.”
Hace una
hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron
la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían
absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la
bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las
rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento
estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en
sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente
sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían
desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada
construcción.
Hace un
tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces,
desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el
sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los
botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso
infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar
la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la
tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro
de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar.
Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad
sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más
gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la
facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre
nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la
simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a
atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede
producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia
de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.
He visto al
capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó
la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia
nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro
con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de
respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho
pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente
notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en
su rostro… es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez
tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación… un sentimiento
inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una
miríada de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos,
aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de
extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados
instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la
cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un
papel que supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de
un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la
bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy
cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.
El barco y
todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes
se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus
miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas
de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber
comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas
caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se
convirtió en una ruina.
Al mirar a
mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la
ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto
de viento y mar para definir los cuales las palabras tornado y simún resultan
triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de
la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua
a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos,
imponentes murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen
las paredes del universo.
Como
imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con
propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de
hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.
Presumo que
es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo
la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles
predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con las más odiosa
apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún
conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo
descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca
hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan
extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.
La
tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus
semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.
Mientras
tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas
desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de
horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos
vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los
bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la
oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi
destino! Los círculos se estrechan con rapidez… nos precipitamos furiosamente
en la vorágine… y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la
tempestad el barco trepida… ¡oh, Dios!… ¡y se hunde …!
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