Autor: Armando Rojas Guardia
-Poséeme. Hazme tuya.
Hacer el amor en aquel
sitio y en aquella hora me parecerá una insensatez, un desatino. Pero, debajo
de esta comprobación racional, latirá en mi ánimo la perentoriedad de otro reclamo,
del que mi inteligencia no alcanzará a entender sino su naturaleza imperiosa,
su mandato. Estará, por supuesto, el deseo, que la cercanía física de
Proserpina avivará en mí en todo instante. Y, sin embargo, esta vez el deseo se
confundirá con una necesidad ritual, como si la conversación sostenida hasta
hace unos momentos con mi amiga (¡qué palabra más falaz!) impusiera la urgencia
de un acto litúrgico.
Serán las cuatro de la
tarde. Abrazaré a Proserpina hasta hacerla retroceder hacia el follaje de un
arbusto. Empezaré a desnudarla con cierta torpeza, pero ella respirando suavemente,
se adelantará a hacer lo mismo conmigo. Pronto estaremos acostados sobre la
hierba, el polvo amarillento, y las hojas secas, mientras nuestra desnudez
unánime rueda entre piedras minúsculas y carrizos desprendidos que hieren las
espaldas y los muslos. Los sudores entremezclados olerán ya a tierra seca,
transpiración agreste que embriagará con su tacto prehistórico de barro.
Cuando me incorpore para hundir el rostro en el cráter de su sexo, una brisa
leve se levantará, rozando mis cabellos; solo entonces escucharé risas de
niños fusionadas con los balidos estridentes de unas cabras, mientras me
trepará una gratitud orgánica, silvestre, ante aquel cuerpo compacto, jadeante
a quince metros de la pulsación acuática del Nilo, senos tibios, vientre espeso,
tan solar como el peso gigantesco y glorioso de la tarde sentida en cada poro.
Mi miembro, al entreabrir la flora húmeda de un sexo rotundamente anterior a
las palabras, buscará solo el agua viva, la fuente primordial de una canícula
donde Proserpina y yo nos despoblaremos de todo lo que no sea sed, agua de sed,
Libia de ondas.
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