Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Prosa: De Las Olas de Virginia Woolf

 

 





Virginia Woolf (Reino Unido, 1882 - 1941)


de: Las Olas

 

Autora: Virginia Woolf

 

 

  

El sol aún no se había alzado. Sólo los leves pliegues, como los de un paño algo arraigado, permitían distinguir el mar del cielo. Poco a poco, a medida que el cielo clareaba, se iba formando una raya oscura en el horizonte, que dividía el cielo del mar, y en el paño gris aparecieron gruesa líneas que lo rayaban, avanzando una tras otras, bajo la superficie, cada cual siguiendo a la anterior, persiguiéndose una a otra, perpetuamente.

Al acercarse a la playa cada barra se alzaba, se amontonaba sobre sí misma, rompía, y se deslizaba un sutil velo de agua blanca sobre la arena. La ola se detenía, y después volvía a retirarse arrastrándose, con un suspiro como el del durmiente cuyo aliento va y viene en la inconsciencia. Poco a poco, la oscura raya en el horizonte se aclaraba, como si las partículas suspendidas en una vieja botella de vino hubieran descendido al fondo, dejando verde el vidrio. También más allá aclaraba el cielo, como si el blanco poso hubiera descendido, o como si el brazo de una mujer recostada bajo el horizonte hubiera alzado una lámpara, y planas barras blancas, verdes y amarillas se proyectaban en el cielo, como las varillas de un abanico. Entonces, la mujer alzó más la lámpara, y el aire pareció devenir fibroso y apartarse de la verde superficie, chispeante y llameando, en rojas y amarillas hebras como el humeante fuego que ruge en una hoguera - Poco a poco, las hebras de la hoguera se fundieron en un resplandor, en una incandescencia que alzó el peso del gris cielo lanudo, poniéndolo encima de él, y lo convirtió en millones de átomos de suave azul. La superficie del mar se hizo despacio transparente, y estuvo destellante y rizada hasta que las oscuras barras quedaron casi borradas. Lentamente, el brazo que sostenía la lámpara la alzó más, y después más, hasta que la ancha llama se hizo visible. Un arco de fuego ardía en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar lanzaba llamas doradas.

La luz incidió en los árboles del jardín, y dio transparencia a una hoja. Y luego a otra. Un pájaro gorjeó alto. Hubo una pausa. Otro pájaro gorjeó más abajo. El sol dio relieve a los muros de la casa, y se posó como la punta de un abanico cerrado en una blanca persiana, dejando una luz huella digital de sombró bajo la hoja junto a la ventana del dormitorio. La persiana se movió lentamente, pero dentro de todo era penumbra sin sustancia. Fuera, cantaban los pájaros su melodía vacía.  

 

 

 

 

 

 

El sol se alzó más. Olas azules, olas verdes, dibujaban rápidos abanicos en la playa, rodeando el hierro vertical clavado en la arena, y dejando aquí y allá, superficiales charcas de luz. Cuando se retiraron, quedó una sutil línea negra en la arena. Las rocas, antes suaves y neblinosas, se endurecieron y quedaron marcadas por rojas grietas.

Duras franjas de sombra yacían en el césped, y el rocío que danzaba en lo alto de las flores y las hojas convertía el jardín en un mosaico de chispas aisladas que aún no se habían reunido en una. Los pájaros de pecho moteado en rosa y amarillo, cantaron ahora una o dos estrofas juntos, enloquecidos, como patinadores cogidos del brazo, y se  callaron bruscamente, separándose.

El sol proyectaba más anchas franjas sobre la casa. La luz tocó algo verde en el ángulo de la ventana y lo convirtió en un bulto de esmeralda, en una caverna de puro verde, como un fruto sin semilla. Afiló los perfiles de las sillas y de las mesas, y bordó los blancos manteles con fino hilo de oro. A medida que la luz aumentaba aquí y allá algún que otro capullo se abría temblorosa y veteada de verde, como si el esfuerzo de la eclosión las hubiera dejado balanceándose, golpeando con sus frágiles aldabas los blancos muros, en débil sonido de carillón. Todo devino suavemente amorfo, como si la porcelana de la fuente fuese fluida y líquido el acervo del cuchillo. Entretanto el choque de las olas al romper llegaba a sordos golpes, como leños al caer, sobre la playa. 

 

 

 

 

 

 

 

El sol ascendió. Barras verdes y amarillas cayeron sobre la playa, dorando los costillares de la consumida barca, dando azul brillo de acero a las planas hojas de las algas. La luz casi perforaba las delgadas y rápidas olas que en forma de abanico se deslizaban de prisa sobre la playa. La muchacha, que al sacudir la cabeza había hecho bailar todas las piedras preciosas, el topacio, el aguamarina, todas las piedras preciosas con chispas bajo los líquidos colores, dejó ahora al descubierto sus sienes y, los ojos muy abiertos, trazó un recto sendero sobre las olas, cuyos destellos de escamas se oscurecieron. Se amontonaron las olas, sus verdes oquedades adquirieron profundidad y negrura, y parecía que vagabundos bancos de peces pudieron atravesarlas. Al romper y retroceder, dejaban en la arena una negra raya formada por ramitas y corcho, pajillas y palitos, como si una chalupa ligera hubiera naufragado, reventados sus costados, y su tripulante hubiera ganado a nado la tierra, trepando a una roca, dejando que la frágil carga fuera transportada por las olas a la playa.

En el jardín los pájaros que al amanecer habían cantado sin orden ni concierto esporádicamente, en aquel árbol, en aquel arbusto, ahora cantaba a coro en sonido agudo y cortante. Ahora a coro, como si tuvieran conciencia de compañerismo. Ahora aisladamente, como si cantaran al cielo azul pálido. Giraron en curva, formando un solo vuelo, cuando el gato negro avanzó por entre las matas, cuando la cocinera, al echar más cenizas al montón, les asustó: Había en su canto miedo, premoniciones de dolor y la alegría de huir veloces, ahora, en este instante. También cantaban en emulación, al claro aire de la mañana, en rápidas evoluciones sobre el olmo, cantando juntos mientras se perseguían, huyendo los unos de los otros, escapando, dándose picotazos, sin dejar de evolucionar en el aire, arriba. Y después, cansados de persecución y vuelo, dulcemente comenzaron a descender, a declinar con delicadeza, a dejarse caer y posarse silenciosos en el árbol, en el marco, mirando con sus destellantes ojos y girando la cabeza a uno y otro lado, atentos, despiertos, intensamente conscientes de una cosa, de un objeto determinado.

Quizá fuera la cáscara de un caracol, alzada en el césped como una grisácea catedral, un redondeado edificio con el rastro de quemaduras en oscuros círculos, a la verde sombra del césped. O quizá veían el esplendor de las flores, difundiendo en los parterres una fluida luminosidad púrpura con túneles de oscuras sombras también purpúreas entre los tallos. O quizá fijaban la mirada en las pequeñas y brillantes hojas del manzano, danzando sin liberarse, rígidamente destellantes, entre las flores de motas rosadas. O quizá veían la gota de lluvia en el seto, pendiente y sin caer, con la casa cerniéndose íntegramente y los altos olmos también. O al mirar derechamente al sol, sus ojos eran cuentas de oro.

Al mirar ahora a un lado, ahora al otro, su visión llegaba a mayores profundidades, bajo  las flores, al fondo de las oscuras avenidas que penetraban en el mundo de sombras donde se pudre la hoja y cae la flor.

Entonces uno de ellos descendió como una flecha, en vuelo bello y certero, y dio un picotazo en el suave y monstruoso cuerpo del gusano indefenso, le dio otro picotazo, y otro, y lo dejó para que se pudriera. Allá abajo, entre las raíces, donde las flores se pudrían, nacían oleadas de olores de muerte, y se formaban gotas en los blandos costados de cosas hinchadas. La piel del fruto podrido se agrietaba, y al exterior salía una materia que, por densa, no manaba. Las babosas exudaban amarillas secreciones, y una y otra vez un cuerpo amorfo, con una cabeza en cada extremo, se balanceaba despacio a uno y otro lado. Los pájaros de ojos de oro, saltando entre las hojas, observaban intrigados esta húmeda podredumbre. De vez en cuando hundían la punta del pico brutalmente en la pegajosa mezcla.    

También ahora, al alzarse el sol, sus rayos llegaron a la ventana, incidiendo en la cortina con la cenefa roja, y comenzaron a revelar círculos y líneas. Ahora, a la creciente luz, la blancura se posó en el plato. Se condensó el brillo de la hoja. Aparadores y sillas se alzaban detrás de tal manera que, a pesar de ser entidades separadas, parecían inseparablemente unidas. Se hizo más blanco el lago del espejo en la pared. La flor real en el alféizar de la ventana tenía la compañía de una flor fantasma. Sin embargo, el fantasma formaba parte de la flor, ya que, cuando se abrió el capullo, en la flor más pálida, en el cristal, se abrió también un capullo.

Se alzó el viento. Las olas golpeaban el tambor de la playa como guerreros como turbante, como hombres con turbantes y envenenadas dagas, que, agitando los brazos levantados, avanzan hacia los rebaños que triscan, los blancos corderos. 

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”