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Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Versos Escolares de Arthur Rimbaud.

 

 

Arthur Rimbaud (Francia, 1854 - 1891)

Poemas de 

 

Arthur Rimbaud

 

I. VERSOS ESCOLARES

 

 

A. POEMAS EN LATÍN

 

 

1

 

 

EL SUEÑO DEL ESCOLAR 

 

Era la primavera, y Orbilio languidecía en Roma, enfermo, inmóvil:

entonces, las armas de un profesor sin compasión iniciaron una tregua:

los golpes ya no sonaban en mis oídos

y la tralla ya no cruzaba mis miembros con permanente do­lor.

Aproveché la ocasión: olvidando, me fui a las campiñas ale­gres.

Lejos de los estudios y de las preocupaciones, una apacible alegría hizo renacer

mi fatigada mente.

Con el pecho hinchado por un desconocido y delicioso contento,

olvidé las lecciones tediosas y los discursos tristes del maes­tro;

disfrutaba al mirar los campos a lo lejos y los alegres mila­gros de la tierra

primaveral.

Cuando era niño, sólo buscaba los paseos ociosos por el campo:

sentimientos más amplios cabían ahora en mi pequeño pe­cho;

no sé que espíritu divino le daba alas a mis sentidos exalta­dos;

mudos de admiración, mis ojos contemplaban el espec­táculo;

en mi pecho nacía el amor por los cálidos campos:

como antaño el anillo de hierro que al amante de Magnesia atrae, con una fuerza

secreta, atándolo sin ruido gracias a invisibles ganchos.

 

Mientras, con los miembros rotos por mis largos vagabun­deos,

me recostaba en las verdes orillas de un río,

adormecido por su suave susurro, llevado por mi pereza y acunado por el concierto de los pájaros y el hálito del aura,

por el valle aéreo llegaron unas palomas,

blanca bandada que traía en sus picos guirnaldas de flores cogidas por Venus,

bien perfumadas, en los huertos de Chipre.

Su enjambre, al volar despacioso, llegó al césped donde yo descansaba, tendido,

y batiendo sus alas a mi alrededor, me rodearon la cabeza, liándome las manos, con una corona de follaje

y, tras coronar mis sienes con ramos de mirto aromado, me alzaron, por los aires,

cual levísimo fardo...

Su bandada me llevó por las altas nubes, adormecido bajo una fronda de rosas;

el viento acariciaba con su aliento mi lecho acunado suave­mente.

Y en cuanto las palomas llegaron a su morada natal, al pie de una alta montaña,

y se alzaron con un vuelo rápido hasta sus nichos suspen­didos,

me dejaron allí, despierto ya, abandonándome.

¡Oh dulce nido de pájaros!...

Una luz restallante de blancura, en tomo a mis hombros, me viste todo el cuerpo

con sus rayos purísimos:

luz en nada parecida a la penumbrosa luz que, mezclada con sombras, oscurece

nuestras miradas.

Su origen celeste nada tiene en común con la luz de la tie­rra.

Y una divinidad me sopla en el pecho un algo celeste y des­conocido, que corre por

mí como un río.

 

Y las palomas volvieron trayendo en su pico una corona de laurel trenzada

semejante a la de Apolo cuando pulsa con los dedos las cuerdas;

y cuando con ella me ciñeron la frente,

el cielo se abrió y, ante mis ojos atónitos, volando sobre una nube áurea,

el mismo Febo apareció, ofreciéndome con su mano el plectro armonioso,

y escribió sobre mi cabeza con llama celeste estas palabras:

«SERAS POETA»...

Al oírlo, por mis miembros resbala un calor extraordinario, del mismo modo que,

en su puro y luciente cristal, el sol enardece con sus rayos la límpida fuente.

Entonces, también las palomas abandonan su forma ante­rior:

el coro de las Musas aparece, y suenan suaves melodías;

me levantan con sus blandos brazos,

proclamando por tres veces el presagio y ciñéndome tres veces de laureles.

 

(6 de noviembre de 1868)

RIMBAUD ARTHUR

Nacido en Charleville, el 20 de octubre de 1854

Libre externo del colegio de Charleville

 

 

2

 

EL ÁNGEL Y EL NIÑO

 

El nuevo año ha consumido ya la luz del primer día;

luz tan agradable para los niños, tanto tiempo esperada y tan pronto olvidada,

y, envuelto en sueño y risa, el niño adormecido se ha calla­do...

Está acostado en su cuna de plumas; y el sonajero ruidoso calla, junto a él, en el

suelo.

Lo recuerda y tiene un sueño feliz:

tras los regalos de su madre, recibe los de los habitantes del cielo.

Su boca se entreabre, sonriente, y parece que sus labios en­tornados invocan a

Dios.

Junto a su cabeza, un ángel aparece inclinado:

espía los susurros de un corazón inocente y, como colgado de su propia imagen,

contempla esta cara celestial: admira sus mejillas, su frente serena, los gozos de su

alma,

esta flor que no ha tocado el Mediodía:

«¡Niño que a mí te pareces, vente al cielo conmigo! Entra en la morada divina;

habita el palacio que has visto en tu sueño;

¡eres digno! ¡Que la tierra no se quede ya con un hijo del cielo!

Aquí abajo, no podemos fiamos de nadie; los mortales no acarician nunca con dicha

sincera;

incluso del olor de la flor brota un algo amargo;

y los corazones agitados sólo gozan de alegrías tristes;

nunca la alegría reconforta sin nubes y una lágrima luce en la risa que duda.

¿Acaso tu frente pura tiene que ajarse en esta vida amarga, las preocupaciones turbar los llantos de tus ojos color cielo y la sombra del ciprés dispersar las rosas de

tu cara?

¡No ocurrirá! te llevaré conmigo a las tierras celestes,

para que unas tu voz al concierto de los habitantes del cielo.

Velarás por los hombres que se han quedado aquí abajo.

¡Vamos! Una Divinidad rompe los lazos que te atan a la vida.

¡Y que tu madre no se vele con lúgubre luto;

que no mire tu féretro con ojos diferentes de los que mira­ban tu cuna;

que abandone el entrecejo triste y que tus funerales no en­tristezcan su cara,

sino que lance azucenas a brazadas,

pues para un ser puro su último día es el más bello!»

 

De pronto acerca, leve, su ala a la boca rosada...

y lo siega, sin que se entere, acogiendo en sus alas azul cie­lo el alma del niño,

llevándolo a las altas regiones, con un blando aleteo.

 

Ahora, el lecho guarda sólo unos miembros empalidecidos, en los que aún hay

belleza,

pero ya no hay un hálito que los alimente y les dé vida.

Murió... Mas en sus labios, que los besos perfuman aún, se muere la risa,

y ronda el nombre de su madre;

y según se muere, se acuerda de los regalos del año que nace.

Se diría que sus ojos se cierran, pesados, con un sueño tran­quilo.

Pero este sueño, más que nuevo honor de un mortal,

rodea su frente de una luz celeste desconocida,

atestiguando que ya no es hijo de la tierra, sino criatura del Cielo.

¡Oh! con qué lágrimas la madre llora a su muerto

¡cómo inunda el querido sepulcro con el llanto que mana!

Mas, cada vez que cierra los ojos para un dulce sueño,

le aparece, en el umbral rosa del cielo, un ángel pequeñito que disfruta llamando a

la dulce madre que sonríe al que sonríe.

De pronto, resbalando en el aire, en tomo a la madre extra­ñada, revolotea con sus

alas de nieve

y a sus labios delicados une sus labios divinos.

 

(1.º semestre de 1869)

ARTHUR RIMBAUD

Nacido el 20 de octubre de 1854 en Charleville

 

3

 

COMBATE DE HÉRCULES

Y DEL RÍO AQUELO

 

Antaño, el Aquelo de aguas henchidas salió de su vasto le­cho;

tumultuoso irrumpió por los valles en cuesta envolviendo en sus aguas los rebaños y

el adorno de las mieses dora­das.

Caen las casas de los hombres derruidas y los campos que se extienden a lo ancho

van siendo abandonados;

la Ninfa ha dejado su valle

los coros de los faunos se han callado:

todos contemplaban el furioso río.

Alcides, al oír sus quejas, se compadeció de ellos:

para frenar los furores del río lanza a las aguas crecidas su enorme cuerpo,

expulsa con sus brazos las oleadas que espumean

y las devuelve domadas a su lecho.

La ola del río vencido se estremece con rabia.

Al instante, el dios del río adopta la forma de una serpien­te:

silba, chirría y retuerce su torso amoratado

y con su terrible cola golpea las esponjosas orillas.

Entonces, Alcides se avalanza, con sus robustos brazos, le rodea el cuello, lo

aprieta, lo destroza con sus potentes músculos,

y, volteando el tronco de un árbol lo lanza sobre él, deján­dolo moribundo sobre la

negra arena

y alzándose furioso, le brama:

«¿Te atreves a desafiar los músculos hercúleos, imprudente, no sabes que crecieron

en estos juegos ––ya, cuando aún niño, estaba en mi primera cuna––:

ignoras que he vencido a los dos dragones?

 

Pero la vergüenza estimula al dios del río y la gloria de su nombre derrumbado, en

su corazón oprimido por el do­lor, se resiste;

sus fieros ojos brillan con un fuego ardiente,

su terrible frente armada surge desgarrando el viento;

muge, y tiemblan los aires ante su horrendo mugido.

Mas el hijo de Alcmena se ríe de esta lucha furiosa...

Vuela, coge y zarandea los miembros temblorosos y los es­parce por el suelo:

aplasta con la rodilla el cuello que cruje

y aprieta con un nudo vigoroso la garganta palpitante, has­ta que exhala estertores.

Y entonces, Alcides, arrogante, mientras aplasta al mons­truo, le arranca de la frente

ensangrentada un cuerno ––prueba de su victoria.

Al verlo, los Faunos, los coros de las Dríades y las herma­nas de las Ninfas

cuyas riquezas y refugios natales el vencedor había vengado se acercan hasta donde

estaba, recostado perezosamente a la sombra de un roble,

evocando en su alegre espíritu los triunfos pasados.

Su alegre tropel lo rodea y corona su frente con múltiples flores y lo adorna con verdes guirnaldas.

Todos, entonces, cogen, como si fueran una sola mano, el cuerno que junto a él

yacía,

llenando el despojo cruento de ubérrimas manzanas y de perfumadas flores.

 

Primer semestre de 1869

RIMBAUD

(Externo en el colegio de Charleville)

 

 

 

 

4

 

YUGURTA

 

La Providencia es causa de que,

algunas veces, el mismo hombre

reaparezca en si­glos diferentes.

 

BALZAC, Cartas.

 

 

I

 

Ha nacido en las colinas de Arabia un niño enorme, y el aura leve ha dicho: «¡Éste

es el nieto de Yugurta!...»

 

Hacía poco tiempo que había desaparecido por los aires aquel que pronto sería para

la patria y para el pueblo ára­be Yugurta,

cuando una sombra apareció sobre el niño, ante la mirada atónita de los padres

––la sombra de Yugurta,

narrando su vida y profiriendo este oráculo:

«¡Oh patria mía! ¡oh tierra defendida por mis trabajos!...»

e, interrumpida momentáneamente por el céfiro, se calló un momento...

«Roma, impura morada antaño de numerosos ladrones, rompió, malvada, sus muros

angostos y se expandió por sus alrededores, encadenando los contornos vecinos:

abrazó con lazos apretados el orbe y lo hizo suyo.

Muchos pueblos no quisieron rechazar el yugo fatal;

y los que cogieron las armas derramaban su sangre a porfia, pero sin resultados para

la libertad de su patria.

Más grande que los obstáculos, Roma destrozaba pueblos, cuando no se aliaba con

sus ciudades.

 

Ha nacido en las colinas de Arabia un niño enorme, y el aura ligera ha dicho: «Éste

es el nieto de Yugurta...»

 

«Yo mismo creí que este pueblo tenía sentimientos genero­sos,

pero cuando fui mayor y pude ver esta nación de cerca,

¡una gran herida apareció bajo su enorme pecho!...

 

––¡un veneno siniestro se había diluido por sus miembros: la sed fatal del oro!

Toda ella estaba levantada en armas...

¡Y esta ciudad meretriz reinaba sobre el orbe entero!

Contra esta reina, contra Roma, decidí luchar,

despreciando el pueblo al que toda la tierra obedece!...»

 

Ha nacido en las colinas de Arabia un niño enorme, y el aura ligera ha dicho: «¡Éste

es el nieto de Yugurta!...»

 

«Pues, cuando Roma decidió inmiscuirse en los consejos de Yugurta,

para apoderarse, de manera imperceptible y con engaños, de mi patria,

tomé conciencia de las cadenas amenazantes y decidí en­frentarme a Roma,

¡experimentando los profundos dolores de un corazón an­gustiado!

¡Oh pueblo sublime!, ¡mis guerreros!, ¡muchedumbre san­ta!

Y aquélla, la reina arrogante, gloria del orbe, aquélla, se de­rrumbó ––se derrumbó,

embriagada por mis dones.

¡Cómo nos hemos reído, nosotros, Númidas, con la ciu­dad de Roma!

El bárbaro Yugurta estaba en todas las bocas:

¡Nadie podía oponerse a los Númidas!...

 

Ha nacido en las colinas de Arabia un niño enorme, y el aura ligera ha dicho: «¡Éste

es el nieto de Yugurta...!»

 

¡Ése soy yo, el Númida, llamado a adentrarme, con valor, en el territorio de los

Romanos, hasta la Ciudad!

Asenté un golpe en su orgullosa frente, despreciando sus tropas mercenarias.

Y este pueblo se levantó en armas, durante tanto tiempo ol­vidadas:

yo no he dejado la espada: no tenía ninguna esperanza de triunfar... ¡pero al menos

podía competir con Roma!

Opuse ríos, opuse rocas a los batallones de Rómulo:

ora luchan por las arenas de Libia,

ora combaten por los castros altísimos de las cumbres:

a veces tiñen con su sangre derramada mis campiñas;

¡y se quedan desconcertados ante un enemigo tenaz que desconocen...!»

 

Ha nacido en las colinas de Arabia un niño enorme, y el aura ligera dice: «¡Éste es

el nieto de Yugurta!...»

 

«Tal vez hubiera vencido, al fin, a los escuadrones enemi­gos...

Mas, la perfidia de Bocchio...  ––Para qué revolver más el asunto?

Contento, abandoné la patria y el poder del reino,

contento, por haberle aplicado a Roma el golpe del rebelde.

Pero he aquí que aparece un nuevo vencedor del campea­dor de los Arabes,

¡Galia! ...

Tú, hijo mío, si infringes el destino cruel, tú serás el ven­gador de la Patria...

¡Pueblos subyugados, tomad las armas!...

¡Que en vuestros pechos dominados renazca el valor primi­tivo!

¡Blandid de nuevo las espadas y, acordándoos de Yugurta, repeled a los

vencedores!

¡Ofreced vuestra sangre derramada a la patria!

¡Que emerjan en medio de la guerra los leones de Arabia, desgarrando con sus

dientes vengadores a las huestes ene­migas!

¡Y tú, crece, niño! ¡Favorezca la fortuna tus trabajos

y que el Galo no deshonre ya las costas árabes!...»

 

––¡Y el niño jugaba con su corva espada!...

 

 

II

 

¡Napoleón!... ¡Oh, Napoleón!... El nuevo Yugurta ha sido vencido...

Vencido, languidece en una indigna cárcel.

Y he aquí que Yugurta se le aparece de nuevo, en la sombra, al guerrero

y con su plácida boca susurra estas palabras:

«¡Ríndete, tú, hijo mío, al nuevo Dios. Que ya no existan más disputas!

Ahora nace una era mejor...

La Galia va a romper tus cadenas y verás la prosperidad del Árabe, alegre, bajo el

Galo vencedor.

Acepta la alianza de un pueblo generoso...–– grande, de pronto, gracias a un país

inmenso,

sacerdote y jurado de la Justicia....

Ama de corazón a tu abuelo Yugurta... acuérdate siempre de su destino:

 

III

 

¡Pues es el genio de las orillas árabes el que se te aparece!...»

 

2 de julio de 1869

RIMBAUD JEAN-NICOLAS-ARTHUR

(Externo del colegio de Charleville)

 

5

 

JESÚS DE NAZARET

 

En aquel tiempo Jesús vivía en Nazaret:

Crecía en virtud el niño y también crecía en años.

Una mañana, cuando vio que los tejados se ponían rubes­centes

salió de su cama, mientras todo dormía bajo un pesado so­por,

para que José, al levantarse, encontrara la tarea ya acabada. Volcado sobre el

trabajo y con el rostro sereno, tirando y empujando una enorme sierra,

cortaba muchas tablas con sus brazos de niño.

Lejos, sobre los altos montes, el claro sol subía

y sus llamas de plata entraban por las humildes ventanas...

Ya conducen los boyeros los rebaños a los pastos

y admiran, al pasar, al joven artesano y los ruidos del traba­jo matutino.

«¿Quién es este niño?», preguntan.

Su cara expresa una seriedad mezclada de belleza; y la fuer­za nace en sus brazos.

El joven artífice trabaja el cedro con arte, como un vetera­no;

ni los trabajos de Hiram fueron antaño tan grandes, cuan­do, en presencia de

Salomón,

con vigoroso y prudente brazo, cortaba los enormes cedros y los maderos del

templo.

Sin embargo, su cuerpo se arquea más flexible que una grá­cil caña,

alcanzando su espalda el hacha, cuando la levanta.»

 

Pero su madre, oyendo el rechinar de la hoja de la sierra, ha­bía abandonado el

lecho,

y entrando sigilosa y en silencio,

sorprendida ve al niño que se afana y que maneja enormes tablas...

Apretando los labios mira,

y, mientras abraza a su hijo con su mirada serena, por sus trémulos labios se pierden

vagos murmurios; Brilla la risa en sus lágrimas...

 

Más la sierra, de pronto, se rompe, hiriendo los dedos in­cautos

y su cándida túnica se mancha con la sangre purpúrea...

un leve gemido se eleva de su boca.

Pero, al ver de repente a su madre, los dedos enrojecidos es­conde bajo su vestido

y, fingiendo sonreír, la saluda.

 

.....................................................................................................................

 

La Madre, postrada a rodillas de su hijo,

acaricia, ¡qué pena!, con sus dedos los dedos del niño

y besa repetidamente sus tiernas manos, con largos gemi­dos,

bañando su cara con enormes lágrimas.

 

Pero el niño impertérrito dice: «¿Por qué lloras, madre ig­norante?

¿Porque el hiriente filo de la sierra rozó mis dedos?

¡Aún no ha llegado el momento en el que te sea preciso llo­rar!»

 

Y, entonces, reemprende el trabajo:

su madre, silenciosa, vuelve hacia el suelo su rostro lumi­noso, pensando en tantas

cosas

y mirando a su hijo con tristes miradas:

«Gran Dios, hágase tu voluntad santa.»

 

 

(1870)

A. RIMBAUD

 

 

B: POEMAS DE «UN CORAZÓN

 

BAJO UNA SOTANA»

 

 

 

¡A nuestro lado,

Virgen María

Madre querida

del Jesús manso,

oh Santo Cristo,

ven madre santa,

Virgen preñada,

a redimirnos!

 

2

 

¿Acaso no imaginas por qué de amor me muero?

La flor me dice: ¡Hola! ¡Buenos días!, el ave.

Llegó la primavera, la dulzura del ángel.

¡No adivinas acaso por qué de embriaguez hiervo!

Dulce ángel de mi cuna, ángel de mi abuelita,

¿No adivinas acaso que me transformo en ave

que mi lira palpita y que mis alas baten

como una golondrina?

 

 

3

 

LA BRISA

 

En su retiro de algodón,

con suave aliento, duerme el aura:

en su nido de seda y lana,

el aura de alegre mentón

 

Cuando el aura levanta su ala,

en su retiro de algodón

y corre do la flor lo llama

su aliento es un fruto en sazón.

 

¡Oh, el aura quintaesenciada!

¡Oh, quinta esencia del amor!

¡Por el rocío enjugada,

qué bien me huele en el albor!

 

Jesús, José, Jesús, María.

Es como el ala de un halcón

que invade, duerme y apacigua

al que se duerme en oración.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”