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Anatole France (1844 - 1924) |
Traducido por Esperanza Cobos Castro
El doctor N.
depositó su taza de café sobre la chimenea, arrojó su cigarro al fuego y me
dijo:
-
Querido amigo, hace tiempo contó usted el extraño
suicidio de una mujer atormentada por el terror y los remordimientos. Su
naturaleza era fina y su cultura exquisita. Sospechosa de complicidad en un
crimen del que había sido testigo mudo, desesperada por su irreparable
cobardía, agitada por continuas pesadillas en las que veía a su marido muerto y
descompuesto señalándola con el dedo a los curiosos magistrados, era la víctima
inerte de su exacerbada sensibilidad. En este estado, una circunstancia
insignificante y fortuita decidió su suerte. Su sobrino pequeño vivía con ella.
Una mañana, como de costumbre, estaba haciendo sus deberes en el comedor. Ella
estaba presente. El chiquillo se puso a traducir palabra por palabra unos
versos de Sófocles. Iba pronunciando en voz alta los términos griegos y
franceses a medida que los iba escribiendo: «La cabeza divina de Yocasta está
muerta… arrancándose la cabellera, llama a Laïs muerto… vimos a la mujer
ahorcada». Hizo una rúbrica con tal fuerza que agujereó el papel, sacó la
lengua manchada de tinta y luego cantó: «Ahorcada, ahorcada, ahorcada». La
desgraciada, cuya voluntad estaba destruida, obedeció sin defensa a la
sugestión de la palabra que había escuchado por tres veces. Se levantó, sin
voz, sin mirada, y entró en su habitación. Varias horas después, el comisario
de policía requerido para constatar la muerte violenta, hizo esta reflexión:
«He visto a bastantes mujeres suicidadas, pero es la primera vez que veo a una
ahorcada».
Se habla de
sugestión. De la más natural y creíble. Yo desconfío un poco, pese a todo, de
la que se prepara en las clínicas. Pero que un ser en el que la voluntad
está muerta obedezca a todas las excitaciones externas, es una verdad que la
razón admite y la experiencia demuestra. El ejemplo que usted aporta me
recuerda otro bastante similar. El de mi infortunado compañero Alexandre Le
Mansel. Un verso de Sófocles mató a su protagonista. Una frase de Lampride
perdió al amigo del que quiero hablarle.
Le Mansel,
con el que realicé mis estudios en el instituto de Avranches, no se parecía a
ninguno de sus compañeros. Parecía a la vez más joven y más viejo de lo que era
en realidad. Menudo y flacucho, a los quince años tenía miedo de todo aquello
de lo que se asustan los niños pequeños. La oscuridad le producía un pavor
invencible. No podía encontrarse, sin echarse a llorar, con uno de los
empleados del instituto que tenía un grueso lobanillo en la parte superior del
cráneo. Pero, por momentos, cuando se le veía de cerca, tenía aspecto de viejo.
Su piel seca, pegada a las sienes, nutría deficientemente sus escasos cabellos.
Su frente estaba despejada como la de algunos hombres maduros. Por lo que
respecta a los ojos, carecían de mirada. En numerosas ocasiones, las personas
que no lo conocían lo tomaron por ciego. Solo la boca le daba expresión al
rostro. Sus labios móviles expresaban alternativamente alegría infantil o
misteriosos sufrimientos. El timbre de su voz era claro y encantador. Cuando
recitaba las lecciones, le daba a los versos el número y el ritmo, lo que nos
hacía reír mucho. Durante el recreo, compartía los juegos y no era torpe en
ellos, pero aportaba un ardor febril y unos gestos de sonámbulo que, a algunos
de nosotros, le inspiraban una antipatía insuperable. No era querido; lo
habríamos convertido en nuestro hazmerreír si no nos hubiera impuesto por no sé
qué arrogancia salvaje y por su fama de alumno aventajado. Aunque desigual en
su trabajo, era con frecuencia el primero de la clase. Decían que hablaba por
la noche en el dormitorio y que incluso se levantaba dormido. Pero esto es algo
que ninguno de nosotros había observado con sus propios ojos, pues estábamos en
la edad del sueño profundo.
Durante
mucho tiempo, me inspiró más sorpresa que simpatía. Nos hicimos amigos de
repente en una excursión que realizamos toda la clase a la abadía del Mont-Saint-Michel.
Habíamos caminado descalzos por la arena llevando nuestros zapatos y nuestro
bocadillo en la punta de un bastón y cantando a pleno pulmón. Pasamos por
debajo de la poterna y luego, tras haber arrojado nuestro paquete a los pies de
las Michelettes, nos sentamos uno al lado del otro sobre una de esas viejas
lombardas de hierro que la lluvia y la bruma descascarillan desde hace cinco
siglos. Allí, paseando su vaga mirada desde las viejas piedras hasta el cielo y
balanceando sus pies descalzos, me dijo:
-
Me habría gustado vivir en el tiempo en que
sucedieron estas guerras y haber sido caballero. Habría conquistado las dos
Michelettes, habría conquistado veinte como ellas, habría conquistado cien; le
habría arrebatado a los ingleses todos los cañones. Habría combatido solo
delante de la poterna, y el arcángel san Miguel habría permanecido por encima
de mi cabeza como una nube blanca.
Aquellas
palabras y el tono con el que las decía me estremecieron. Entonces le dije:
-
Me gustas, Le Mansel, ¿quieres ser mi amigo?
Y le tendí
la mano que él estrechó con solemnidad.
Tras una
orden del profesor, nos pusimos los zapatos y todo el grupo subió por la
estrecha rampa que conduce a la abadía. A mitad del trayecto, cerca de una
higuera trepadora, vimos la casita en la que Tiphaine Raguenel, la viuda de
Bertrand du Guesclin, vivió junto al mar. Aquella vivienda era tan estrecha que
parece mentira que hubiera sido ocupada por alguien. Para vivir en ella hacía
falta que la buena de Tiphaine hubiera sido o una huraña viejecilla o una santa
que llevara una existencia absolutamente espiritual. Le Mansel abrió los brazos
como para abrazar aquella bicoca angélica; luego, tras haberse arrodillado, se
puso a besar las piedras sin prestar atención a las risas de sus compañeros
que, divertidos, empezaban a lanzarle quijarros. No narraré nuestro paseo por
los calabozos, el claustro, las salas y la capilla. Le Mansel parecía no ver
nada. Además solo he contado este episodio para mostrarle cómo había nacido
nuestra amistad.
A la mañana
siguiente, en el dormitorio, fui despertado por una voz que me decía: «Tiphaine
no está muerta». Me froté los ojos y vi a mi lado a Le Mansel en camisón. Lo
invité bruscamente a que me dejara dormir y no pensé más en esta extraña confidencia.
A partir de
aquel día, comprendí el carácter de nuestro condiscípulo mucho mejor de lo que
lo había hecho hasta entonces, y descubrí en él un inmenso orgullo que no había
sospechado. No le sorprenderé si le digo que a los quince años era un mediocre
psicólogo, pero el orgullo de Le Mansel era demasiado sutil como para que uno
lo percibiera de inmediato, pues abarcaba lejanas quimeras y no tenían una
forma tangible. No obstante, inspiraba todos los sentimientos de mi amigo y le
concedía una especie de unidad a sus ideas barrocas e incoherentes.
Durante las
vacaciones que siguieron a nuestra excursión al Mont-Saint-Michel, Le Mansel me
invitó a pasar un día en casa de sus padres, agricultores y propietarios en
Saint-Julien. Mi madre me lo permitió no sin cierta reticencia. Saint-Julien
está a seis kilómetros de la ciudad. Con mi chaleco blanco y una hermosa
corbata azul, fui un domingo desde bien temprano.
Alexandre me
estaba esperando en el umbral, sonriendo como un niño pequeño. Me tomó de la mano
y me hizo entrar en la «sala». La casa, mitad rústica, mitad burguesa, no era
pobre ni estaba descuidada. Sin embargo, al entrar se me oprimió el corazón
hasta tal punto reinaba allí el silencio y la tristeza. Cerca de la ventana
cuyas cortinas se encontraban un poco levantadas como por una tímida
curiosidad, vi a una mujer que me pareció vieja. No aseguraría que lo fuera
entonces tanto como me lo pareció. Era delgada y de tez amarillenta; sus ojos
brillaban en sus órbitas negras bajo párpados rojizos. Aunque estuviéramos en
verano, su cuerpo y su cabeza desaparecían bajo oscuras ropas de lana. Pero lo
que la hacía completamente extraña era un aro de metal que rodeaba su frente
como una diadema.
-
Es mamá -me dijo Le Mansel-. Tiene jaqueca.
La señora Le
Mansel me hizo un cumplido con voz doliente y observando sin duda mi mirada
sorprendida fija en su frente.
-
Mi joven señor -me dijo sonriendo- lo que llevo en
las sienes no es una corona, es un aro magnético para curar el dolor de cabeza.
Estaba intentando
responder de la manera más correcta cuando Le Mansel me arrastró hasta el
jardín donde encontramos a un hombre menudo y calvo que se deslizaba por los
paseos como un fantasma. Era tan delgado y ligero que podía temerse que el
viento se lo llevara. Su aspecto tímido, su largo cuello flacucho que tendía
hacia delante, su cabeza del tamaño de un puño, sus miradas de reojo, su andar
dando saltitos, sus brazos cortos y levantados como alones le daban, todo lo
que es posible y más de lo que es razonable, el aspecto de un ave de corral
desplumada.
Mi amigo Le
Mansel me dijo que era su papá y que había que dejarle que se fuera al
gallinero, porque solo vivía con sus gallinas y que, en compañía de estas,
había perdido la costumbre de hablar con las personas. Mientras hablaba, el
señor Le Mansel desapareció de nuestra vista, y pronto oímos felices cloqueos
elevarse en el aire. Había llegado al gallinero.
Le Mansel
dio conmigo unas cuantas vueltas por el jardín y me advirtió que, dentro de un
rato, en la comida, vería a su abuela; que era una buena mujer, pero que no
debería hacer mucho caso a lo que dijera porque, en ocasiones, no regía muy
bien. Luego me condujo a un bonito cenador donde, ruborizándose, me dijo al
oído:
-
He compuesto unos versos en honor de Tiphaine
Raguenel; otro día te los recitaré. ¡Ya verás! ¡Ya verás!
La
campanilla avisó para la comida. Entramos en la sala. El señor Le Mansel llegó
después que nosotros con una cesta llena de huevos.
-
Esta mañana hay dieciocho -dijo con un voz que
parecía cloquear
Nos
sirvieron una tortilla deliciosa. Yo me encontraba sentado entra la señora Le
Mansel, que gemía bajo su diadema, y su madre, una vieja normanda de mejillas
regordetas que, al no tener ya dientes, sonreía con los ojos. Me pareció
absolutamente afable. Mientras saboreábamos el pato asado y el pollo a la
crema, la buena señora nos estuvo contando historias muy agradables, y no
observé en absoluto que su cabeza estuviera trastornada como su nieto me había
dicho. Al contrario, me pareció que era la alegría de aquella casa.
Después del
almuerzo pasamos a un saloncito en el que los muebles estaban tapizados con
terciopelo de Utrech amarillo. Un reloj decorativo brillaba sobre la chimenea
entre dos candeleros. Sobre el pedestal negro del reloj se apoyaba, protegido
por el fanal de cristal que lo recubría, un huevo rojo. No sé por qué, tan
pronto como vi aquel huevo me puse a contemplarlo atentamente. Los chiquillos
tienen a veces esas curiosidades inexplicables. Debo decir también que aquel
huevo era de un color extraordinario y magnífico. No se parecía en nada a esos
huevos de Pascua que, sumergidos en jugo de remolacha, adquieren ese tono
vinoso que admiran los niños en el escaparate de las fruterías. Estaba teñido
con un color de púrpura real. No pude reprimir hacer la observación con la
indiscreción propia de mi edad. El señor Le Mansel me contestó con una especie
de quiquiriquí que mostraba su admiración:
-
Mi joven señor, este huevo no está teñido como
usted parece creer. Fue puesto tal como lo ve por una gallina ceilandesa de mi
gallinero. Es un huevo fenomenal.
-
No hay que olvidar decir, amigo mío -añadió la
señora Le Mansel con su voz doliente- que ese huevo fue puesto el mismo día en
que nació nuestro Alexandre.
-
Así es -dijo el señor Le Mansel.
Mientras
tanto, la abuela me miraba con ojos burlones y repulgando sus labios flojos me
hacía gestos de que no me creyera nada.
-
¡Hum! -dijo en voz baja- las gallinas a veces
incuban lo que no han puesto y si algún taimado vecino ha deslizado en su
nidal un…
Su nieto la
interrumpió con violencia. Estaba pálido, sus manos temblaban.
-
No la escuches -me gritó-. Ya sabes lo que te he
dicho. No la escuches.
-
Así es -repetía el señor Le Mansel mirando de reojo
el huevo púrpura.
La
continuación de mi amistad con Alexandre Le Mansel no ofrece nada que merezca
ser contado. Mi amigo me habló con frecuencia de los versos dedicados a
Tiphaine, pero no me los enseñó jamás. Además, pronto lo perdí de vista. Mi
madre me envió a París para terminar mis estudios. Allí hice los dos
bachilleratos y la licenciatura de medicina. Durante el período en el que
estaba preparando mi tesis doctoral recibí una carta de mi madre en la que me
anunciaba que el pobre Alexandre había estado muy enfermo y que como
consecuencia de una terrible crisis, se había puesto muy temeroso y desconfiado
hasta el extremo, pero que era inofensivo no obstante y que pese a la
perturbación de su salud y de su razón, mostraba una aptitud extraordinaria
para las matemáticas. Aquellas noticias no me sorprendieron. Muchas veces, al
estudiar los trastornos de los centros nerviosos, había pensado en mi pobre
amigo de Saint-Julien y, en contra de mi voluntad, había pronosticado la
parálisis general que amenazaba a aquel hijo de una jaquecosa y de un
microcéfalo reumático.
Las
apariencias no me dieron la razón en un primer momento. Alexandre Le Mansel, de
acuerdo con lo que me comunicaban desde Avranches, alcanzó en la edad adulta
una salud normal y dio pruebas evidentes de su inteligencia. Profundizó en sus
estudios matemáticos; incluso remitió a la Academia de Ciencias la solución de
varias ecuaciones no resueltas hasta entonces que fue considerada tan elegante
como acertada. Enfrascado en sus trabajos, solo de tarde en tarde encontraba
tiempo para escribirme. Sus cartas eran afectuosas, claras, bien ordenadas; no
se encontraba en ellas nada que pudiera resultarle sospechoso al neurólogo más
suspicaz. Pero pronto nuestra correspondencia cesó por completo y permanecí
diez años sin oír hablar de él.
El año
pasado, me quedé muy sorprendido cuando mi criado me remitió la tarjeta de
visita de Alexandre Le Mansel diciéndome que aquel señor me estaba esperando en
el recibidor. Me encontraba en esos momentos en mi despacho tratando con uno de
mis compañeros un asunto profesional de cierta importancia. Pese a ello, le
rogué a mi compañero que me esperara un minuto y corrí a abrazar a mi antiguo
amigo. Lo encontré muy envejecido, calvo, pálido y excesivamente escuálido. Lo
tomé del brazo y lo conduje al salón.
-
Estoy muy contento de volver a verte -me dijo-,
tengo muchas cosas que contarte. Soy el blanco de unas persecuciones inauditas.
Pero tengo valor, lucharé valientemente y triunfaré de mis enemigos.
Aquellas
palabras me inquietaron como habrían inquietado a cualquier otro médico
neurólogo que se encontrara en mi lugar. Descubrí en ellas un síntoma de la
afección de la que mi amigo estaba amenazado por las leyes fatales de la
herencia, que había parecido controlada hasta entonces.
-
Querido amigo, hablaremos de todo ello -le dije-.
Espérame aquí unos minutos. Voy a terminar un asunto. Coge un libro para
distraerte mientras esperas.
Usted sabe
que tengo muchos libros y que mi salón contiene, en tres estanterías de caoba,
alrededor de seis mil volúmenes. ¿Por qué tuvo que ocurrir que mi infortunado
amigo cogiera exactamente el libro que podía hacerle daño y lo abriera por
aquella funesta página? Permanecí hablando con mi colega alrededor de veinte
minutos luego, después de haberlo despedido, volví al salón donde había dejado
a Le Mansel. Encontré al desventurado en un estado lamentable. Estaba golpeando
un libro que tenía abierto ante sí y que reconocí inmediatamente como la
traducción de la Histoire Auguste. Recitaba en voz alta esta frase de Lampride:
«El día en que Alejandro Severo nació, una gallina perteneciente al padre del
recién nacido puso un huevo rojo, presagio de la púrpura imperial que el niño
revestiría». Su exaltación llegaba hasta el furor. Echaba espuma por la boca.
Gritaba:
-
¡El huevo, el huevo rojo del día en que nací! ¡Soy
emperador! Sé que quieres matarme. ¡No te acerques, miserable!
Se desplazaba por el salón. Luego volvía hacia mí con los brazos abiertos y decía:
-
Amigo mío, mi antiguo compañero, ¿qué quieres que
te conceda?… Emperador… Emperador… Mi padre tenía razón… El huevo púrpura…
Emperador… ¡Infame! ¿Por qué me ocultabas este libro? Castigaré este crimen de
alta traición… ¡Emperador! ¡Emperador! Tengo que serlo. Sí, es un deber. Vamos,
vamos…
Salió. En vano
traté de retenerlo. Se me escapó. Ya conoce usted el resto. Todos los
periódicos contaron cómo, al salir de mi casa, compró un revólver y le levantó
la tapa de los sesos al guardia que le impedía entrar en el Elíseo. Así, una
frase escrita en el siglo IV por un historiador latino, ocasionó mil quinientos
años después la muerte de un infortunado soldado de infantería de nuestro país.
¿Quién podrá
desenredar algún día la madeja de las causas y los efectos? ¿Quién puede
presumir de decir al realizar un acto cualquiera: «Sé lo que hago»?
Mi querido
amigo, esto es todo cuanto tenía que contarle. El resto solo interesa a las
estadísticas médicas y puede decirse en dos palabras. Le Mansel, encerrado en
un psiquiátrico, pasó quince días presa de una locura furiosa. Luego cayó en
una imbecilidad completa durante la cual su glotonería era tal que se comía
hasta la cera para frotar el parquet. Se asfixió hace tres meses al tragarse
una esponja.
El doctor
enmudeció y encendió un cigarrillo. Tras un momento de silencio dije:
-
Doctor, acaba usted de contar una historia
horrorosa.
-
Es horrorosa, pero real -respondió el doctor-. Me
tomaría con mucho gusto una copita de coñac.
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