Marco Denevi (Argentina, 1920 - 1998) |
Verídica crónica de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso
Marco Denevi
Doña Juana,
hija de los Reyes Católicos, había heredado de su abuela materna doña Isabel de
Portugal el arrebato fantasioso y la ensoñación lunática, y de su otra abuela,
doña Juana Enríquez, cuyo nombre de pila llevaba, la terquedad de mula. De
ambas vertientes de la sangre vino a resultar una doncella tan empecinada en
sus imaginaciones que no había forma de quebrantárselas.
Cuando
cumplió los quince años sus padres decidieron casarla, porque el primogénito,
el infante don Juan, era muy distraído de salud y en cuanto se descuidara podía
cometer el traspié de morirse, de modo que había que apercibir a doña Juana
para futura reina. Pero una reina siempre en la luna de los sueños de qué le
serviría a Castilla, de qué a Aragón y a los trescientos señoríos sufragáneos
sin contar las Indias Occidentales a punto de ser descubiertas por el genovés.
Se confió en que el matrimonio y la maternidad la harían bajar a tierra. Y si
aún así persistía en sus fantasiosidades iba a necesitar un marido que lidiase
él solo con el león de la guerra, con el lobo del gobierno y con el zorro de la
política.
Correos
secretos fueron despachados a todos los reinos de la civilización portando
mensajes que mezclaban el ofrecimiento de la mano de doña Juana, la garantía de
que el infante don Juan no tenía para mucho y un inventario fabuloso de las
Indias Occidentales. Los candidatos proliferaron. Los protocolos, las etiquetas
y costumbres de entonces querían que cada candidato enviase, junto con la
petición de mano, su retrato pintado del natural, que los Reyes Católicos,
asistidos por inquisidores de Segovia, por sabios de Salamanca y por
nigromantes de Toledo, examinaron uno por uno en una cámara del castillo de
Valladolid, a escondidas de doña Juana para que la ilusa no se dejase engañar
por alguna pintura de embeleco y después quién la desengañaría.
Varios
postulantes fueron rechazados sin miramientos: un vástago del rey Tudor porque
aunque lo habían pintado con bigotes se notaba que era un niño de no más de
siete años; el nieto del duque de Borgoña porque su figura adolecía de penurias
de masculinidad, dato confirmado por el embajador aragonés ante la corte de
Capeto; cierto príncipe de Calabria y de las Islas Eolias, un joven muy guapo y
muy simpático, porque junto con el cuadro llegó un aviso de que se trataba de
un impostor napolitano; un duque de Iliria y otro de Transilvania porque eran
dos viejos ya retirados del servicio del amor, el zarevich de Rusia porque en
aquel bárbaro país todavía no prosperaba el arte pictórico y lo que se vio en
el retrato espantó a todos, y el conde palatino de Magdeburgo porque cuando se
lo escrutó a medianoche y a la luz de una antorcha, que es como un retrato
revela el alma del retratado, se advirtió que ese teutón no creía en la
virginidad de María.
Finalmente
llegó en un gran marco dorado y labrado la efigie de Felipe, hijo del emperador
Maximiliano de Austria y rey él mismo de los Países Bajos. La claridad del día
lo descubrió muy apuesto y de virilidad testaruda. Indagado a medianoche al
resplandor de la antorcha, le averiguaron prendas de espíritu que lo sindicaban
como un marido ideal para doña Juana: abundaba en valor, en prudencia y en
frialdad de ánimo, ignoraba la lujuria y la glotonería, era modesto, sensato y
poco amigo de acicalarse, y rehusaba todo género de devaneos mentales. El único
defecto que confesó fue cierto gusto por la zafadurías de vocabulario y quizá
un poco de brutalidad escueta para el amor, pero no eran vicios graves. En
compensación, rebosaba de fe cristiana. Los Reyes Católicos ahí mismo dieron
por concluido el desfile de candidaturas.
A la mañana
siguiente el retrato, velado con un terciopelo carmesí, fue conducido por dos
pajes hasta la presencia de doña Juana. Lo precedía una tropa de camareras de
palacio y lo seguía un cortejo de músicos vihuelistas. Detrás venían los
nigromantes, luego los sabios y después los inquisidores. Cerraban la marcha
los reyes entre dos maceros. Cuando quitaron el paño y la estampa de Felipe
apareció en sus trazos graciosos y en sus tintes encendidos, doña Juana miró e
incontinenti se desvaneció, prendada de golpe y para siempre de la hermosa
figuración. Una hora le perduró el desmayo, que ella ocupó en soñarse unos
amores fogosos con aquel mancebo. Al recobrar el sentido ya estaba tan
extraviada en sus quimeras que nunca más saldría. Un mes más tarde se celebraron
las bodas.
Felipe no
era ni la mitad de hermoso de como lo declaraba el óleo, y tenía el alma
usurpada por la crueldad y el orgullo. Añadía costumbres disolutas y una
indiferencia religiosa fronteriza de la apostasía. Sus súbditos lo apodaban
Felipe el Diablo, mote que jamás pronunciaron en voz alta ni baja por temor de
que los mandara callar la horca. Si hoy estas tardías páginas traen a la luz un
secreto guardado en el corazón de aquella gente es porque la Literatura sabe lo
que la Historia ignora.
Las
disidencias entre Felipe el Diablo y el Felipe del retrato piden una
explicación. Autor de la engañifa o más bien su servil ejecutor fue Jan van
Horne, de Heinault, que cuando joven había aprendido en Italia, en el taller
florentino de micer Paolo Ludovisi, el arte de la pintura fraudulenta,
habilidad que a su regreso a Flandes le valió fama y dinero, porque en sus
retratos los viejos se rejuvenecían, los feos y deformes se hermoseaban y los
tontos parecían inteligentes; los canallas, santos, y los perversos, ángeles.
Pero cuando
Felipe le contrató los pinceles para el cuadro que enviaría a España y le
previno que de su talento dependían dos cosas, el matrimonio del retratado y la
cabeza del retratista, Jan van Horne se espantó. Es que ni el venerable micer
Paolo, que una vez había hecho el retrato de un feroz ajusticiado y lo había
vendido con el título de “Adonis muerto por el jabalí”, habría sido capaz de
sobreponerse al aire crapuloso que difundía Felipe. Para salir del paso
recurrió a una estratagema. Durante todo el tiempo que le llevó la fabricación
del engaño miraba con un ojo aquella cara de perversidad irrebatible y le
corregía las medidas y las proporciones, mientras con el otro ojo miraba la
cara de un soldado que montaba guardia a la puerta del aposento, y fue gracias
a ese estrabismo que el retrato de Felipe saldría airoso, en Valladolid, de la
prueba de la antorcha.
Los Reyes
Católicos no demoraron en advertir la estafa, pero ya era tarde para cualquier
enmienda. Encima se les murió el primogénito. Enemistad y discordia hubo entre
suegros y yerno, y se dice que los disgustos urgieron el acabamiento de la
reina, quien aún finada tenía una expresión de contrariedad, y le aconsejaron
al rey renegar de la viudez y casarse con Germana de Foix en procura de un
heredero que le disputase al flamenco el doble trono, pero la edad le estropeó
esos planes.
En cambio
doña Juana nunca se dio cuenta de la superchería. El día en que conoció a
Felipe lo vio tal como lo había visto en la tela patrañosa de Jan van Horne, y
así bello y de alma cristalina siguió viéndolo por todo el resto de su vida,
siempre joven, con la misma sonrisa seráfica y la misma barba rubia cuidada,
tan hermoso de carnes y tan angélico de alma que el amor que sentía por él,
lejos de amenguarse, crecía como la mar océano y le poblaba las orejas de unos
pulsos de fiebre. La más tímida insinuación de que su marido divergía
ligeramente de la pintura la atribuía ella a la envidia y a los celos y le
provocaba accesos de cólera con lágrimas y temblores como de tercianas. Ni sus
padres consiguieron deslunarla, menos aún los cortesanos. Y entre tanto Felipe
la tenía todo el tiempo hinchada con un embarazo tras otro mientras él se
dilapidaba en juergas adúlteras.
Cuando,
muertos sus progenitores, doña Juana subió al trono, lo primero que hizo fue
mandar que a su marido lo llamasen Felipe el Hermoso, bajo pena de cortarle la
lengua y la mano derecha a quien desobedeciese. Consagrada a los embarazos,
puso todas las llaves y ganzúas del gobierno en manos de su consorte, quien
consumó unas diabluras tan vehementes que en pocos años la prosperidad del
reino quedó aniquilada. Las Indias Occidentales se salvaron gracias a que
estaban ubicadas al otro lado de los abismos ptolomeicos.
En vano
diputaciones de nobles y de obispos visitaban a doña Juana en el castillo de
Valladolid, donde Felipe la mantenía reclusa con el pretexto de que el sol es
malo para la maternidad, y le pedían de rodillas que intercediera ante el rey
para que cesase en los pillajes, las matanzas, los sacrilegios y violación de
doncellas. Doña Juana, entre parto y parto, les contestaba que esas eran
calumnias. Mostrándoles el retrato fraguado por Jan van Horne, del cual no se
separaba ni en el lecho, gritaba con ímpetu demente que un rey con aquel rostro
de arcángel no podía ser el diablo que ellos decían porque eran todos unos
traidores.
Saqueado por
los desórdenes, murió Felipe a los veintiocho años de edad. Testigos dignos de
crédito aseguran que aparentaba el doble. Todavía cincuenta años más tarde lo
sobrevivió la reina, aunque no hubo forma de que contrajese la viudez. Al menor
intento de que vistiera de luto refutaba que su marido no había muerto, y
señalaba con el índice el retrato. Un día la encontraron difunta en el lecho
frío, abrazada al óleo donde Felipe el Diablo era Felipe el Hermoso.
FIN
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