Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: Hambre de acontecimientos de Anabelle Aguilar Brealey

 

 

Anabelle Aguilar Brealey (Costa Rica - Venezuela)

Hambre de acontecimientos

 

Anabelle Aguilar Brealey

 

Saltaba los cuadrados de la acera sin tocar los bordes. Llevaba el ritmo cantando «Samaracanda», «Samaracanda», «Samaracanda», en cada cuadro. Luego lo hacía saltando en un pie. Tropezaba con las personas que iban o venían. Mamá avanzaba lentamente con mi abuelita. Lalita tenía una pierna inútil por una inyección «mal puesta». Ella se apoyaba en el brazo de mamá. Las medias de Lalita eran de punto, color beige y sus zapatos eran negros, pesados y tenían cordones del mismo color. Su pie derecho siempre estaba torcido hacia adentro. «Párese en la esquina, gritó mamá. No atraviese la calle, que la puede atropellar un carro». La canción de siempre, por el susto de la hija única.

En la cuadra siguiente, la «señora neurótica», como la llamaban las vecinas, lavaba la acera con agua de carbolina y pasaba una escoba para llevar el agua hasta el caño. El agua mezclada despedía destellos de colores cardenillo y un olor agradable. Más adelante estaban las oficinas de médicos y consultorios de abogados había filas de pacientes y de clientes frente a la puerta. «Doctor Octavio Va-len-zue-la», leía yo. «Médico “Pis-quia-tra”». «¿Qué es pisquiatra?». «El que cura la cabeza de los enfermos», contestaba mamá. «Licenciado Bernabé Gu-ti-érrez, Abogado y Notario ¿Qué es notario?». «Deje la preguntadera», decía mamá disgustada. El cura, alto delgado y muy moreno, salía de su casa. Una sotana negra y un bonete también negro con un pompón en la parte superior adornaba su cabeza. «Mamá y por qué ese padre vive en una casa y no en la casa cural?». «¡Sh, sh, sh!». Exclamaba mamá con disimulo «¡Ave María purísima! No sea tan indiscreta».

Nueve años, no era tiempo suficiente para conocerlo todo. Llegamos a la casa de la hermana de papá, a quien yo no llamaba tía, porque me mandó a decir que “no la llamara así”. Asunto que no comprendí hasta mucho después. Cosas de familia, así dicen. Esa casa estaba al lado de la farmacia, donde papá era dependiente. Allí, divertido, confundía el paregórico con el espíritu de vainilla.

Contemplé el edificio Maryland. Me gustaba, era diferente, muy lujoso para la época y el lugar. Tenía tres pisos. Era un edificio de apartamentos, Art Decó. Estaban arreglando los balcones y el techo. Contemplé de arriba abajo y de abajo arriba. Me quedé mirando a un obrero que estaba montado en un andamio, cargaba una varilla, quizá de hierro. Dio media vuelta, la varilla tocó un cable de la electricidad. El hombre tembló como en una convulsión, luego fueron muchas convulsiones. Por último, se oyó un ruido seco y hueco, el hombre cayó al piso, levantando una polvareda de cemento y yeso. Los que estaban cerca lanzaron gritos. Yo no pude gritar porque quedé paralizada. «Está muerto, dijo el médico psiquiatra que venía llegando al consultorio y se acercó al grupo». Yo nunca había visto a un muerto, solo a un angelito en su ataúd de pobreza en la provincia, mi primo había dicho, que ese no valía como muerto, porque era solo un niño. Una vecina salió de su casa con una sábana blanca, es que, en ese tiempo, no había sábanas de colores, mucho menos con diseños, ella se acercó y se la puso encima al cuerpo. Un hilillo de sangre se deslizó hasta la alcantarilla, llena de musgo, verde intenso. Me llegó un olor extraño, entonces me pregunté si así olería la muerte, era un olor frío y gris. Regresamos a casa y mamá pasó tomando café negro todo el día. Las manos le temblaban y estaba pálida. No sé por qué estaba tan afectada.

Les conté a Miriam y a Ruth lo ocurrido. Lloraron y salieron de mi casa con los ojos colorados. Yo no podía llorar. Yo quería que jugáramos a las escondidas y al cuartel inglés, pero ellas no querían. Esa tarde llovió y pensé que la sangre de la esquina ya se había lavado. Al día siguiente, en forma de coágulos, la sangre, seguía en el sitio.

A los dos días me fui a la casa de Rebeca. Era la casa de adobes al frente de la mía. El olor a pan horneado me quitó de la mente el olor extraño. Leímos un rato y nos fuimos al patio de las gallinas. Celia nos miraba desde el otro lado de la cerca. Era la ayudante de Betina, la anciana vecina. Nos saludó con su mano y sus ojos soñadores nos saludaron también. Me llegó un olor muy fuerte a infusión, se me revolvió el estómago. El aire llegó denso y decidí irme a casa.

Esa noche tragaba a regañadientes una sopa de pescado. En eso llamaron muy fuerte a la puerta Mamá abrió. Era la señora Amelia, muy inquieta. Aproveché el momento para dejar la sopa en la mesa y me acerqué a ver qué pasaba. «Es la muchacha, la que ayuda a Betina en los quehaceres, se tomó un bebedizo de ruda, perejil y anís, abortivos de primera y está con una hemorragia y vomitando». En ese momento vi que llegaba un carro de alquiler y entre dos personas la montaron atrás. Vi sus brazos muy blancos y velludos, en uno llevaba un reloj pequeño y en el otro una pulsera plateada con un dije en forma de sirena. Su cabello muy negro y ensortijado le llegaba a la cintura. Celia me agradaba, su sonrisa y sus hoyuelos en las dos mejillas me parecían fascinantes, deseaba parecerme a ella. El carro se dirigió rumbo al hospital. Mamá siguió nerviosa, tomando café y mostrando un gesto de gran preocupación. Esta vez tomó un cigarrillo de papá y se puso a fumar. Al día siguiente sonó de nuevo la puerta, era la señora Amelia. «Murió la muchacha, dijo y también el bebé».

Abortivos de primera, hemorragia y bebé. Tuve que enlazar esas tres palabras y preguntar por fuera, pues en casa, nadie me quería aclarar. Fue así que comencé a conocer la importancia del diccionario. En la vecindad se sentía un olor a muerte, a muerte fría y gris, lo supe identificar. Esa era avenida seis, que conducía directo de mi casa, al hospital San Juan de Dios y a la morgue, después de bajar la cuesta de la pulpería El Fígaro. Las dos muertes, casi tres, en la misma avenida ocurrieron con dos días de diferencia.

En la radio no dijeron nada de los dos hechos, que para mí no eran intrascendentes. Llamé por teléfono a Radio Titania, el corazón me latía descontrolado, como me pasaba siempre que me dirigía a alguien desconocido. Me atendió un señor muy serio, le conté las dos historias y le pregunté si no pasarían las noticias. El señor rio al oír la voz de una niña diciendo esas cosas. “Mire”, me dijo «aquí solo transmitimos música, no damos noticias». Entonces llamé a la radio que era, «La primera con las últimas noticias», y me contestaron: «es que esas noticias no son importantes, en esta emisora solo damos noticias de impacto». ¿Cómo no iban a ser impactantes esas noticias si mamá había pasado llorando, tomando café y fumando? Y para mí, era la primera vez que veía a la muerte tan de cerca. Me invadió una sensación imprecisa. La indiferencia ante la dimensión exorbitante de algunos acontecimientos me produjo mareo. Fue allí donde me di cuenta de que de por vida me había golpeado la palabra.

 

©Anabelle Aguilar Brealey

 

5 comentarios:

  1. Muy buen relato, nostálgico y trascendente, de una descripción exacta de la vida cuando éramos niñas. El poder de la escritora Anabelle Aguilar está en sacar a la luz lo que todos tenemos escondido en la memoria.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es una bella descripción, gracias por acompañarnos en este rincón de La Isla Inquieta.

      Eliminar
  2. Muy agradecida con Isla Inquieta por la publicación.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Anabelle que bueno que te guste la publicación. La Isla Inquieta siempre será tu casa para colocar tus obras. Un fuerte abrazo desde este rincón. Un fuerte abrazo.

      Eliminar
  3. Muy agradecida por la publicación

    ResponderEliminar

Inquietud

Verano

Pescadores en una tarde de verano de Michael Peter Ancher (Dinamarca, 1849 - 1927) Gilberto Aranguren Peraza  Verano   Nunca había sentido ...

Entradas Inquietantes

Poesía Inquietante

Itinerario. LIbro de Poesía. De: Gilberto Aranguren Peraza

Itinerario. LIbro de Poesía. De: Gilberto Aranguren Peraza
En nuestro día a día, perdemos de vista las cosas sencillas de la vida, el autor Gilberto Aranguren, a través del género poético, construye imágenes que conforman la interioridad de su mundo, le da importancia a cada aspecto de su vida y elige con cuidado aquello que le parece valioso y que pueda marcar totalmente la diferencia, él sabe que hay un mundo en su interior invisible para los demás y que cada evento exterior representa una ventana a su interior, ¡sus poemas son su reflejo!

LIBRO ITINERARIO

Si deseas acceder a la compra del Libro ITINERARIO, ya sea en papel o en e-Pub puedes hacerlo haciendo uso del siguiente link:

Libro: Los ruidos de la Casa

Libro: Los ruidos de la Casa
La casa es un tejido de ruidos

Los ruidos de la casa

LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”