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Thomas Mann (Ciudad Libre de Lubeck, 1875 - Zúrich, Suiza 1955) |
¿Hay que
contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo.
Una vez -de
esto hace ya dos años- estuve presente en un accidente ferroviario. Todos sus
pormenores parecen estar ante mis ojos.
No fue un
accidente de primera categoría, uno de estos clásicos “acordeones” con “docenas
de personas desfiguradas” entre los hierros, etc., etc. No. Sin embargo, fue un
accidente ferroviario auténtico, con todos sus requisitos circunstanciales, y,
por añadidura, durante la noche. No todos han vivido un suceso como este, y por
esto quiero contarlo lo mejor posible.
Me dirigía,
en aquella ocasión, a Dresde, invitado por un grupo de amantes de las buenas
letras. Era, pues, un viaje artístico y profesional, uno de estos viajes que no
me disgusta emprender de vez en cuando. Al parecer, uno representa algo, ha
entrado en la fama, la gente aplaude su presencia; no en vano se es súbdito de
Guillermo II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente su
fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días en el
“ciervo blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de “aplicación” me
venía la inspiración, para trabajar también un poco. Con este propósito había
puesto mi manuscrito en el fondo de mi maleta, con mis apuntes, un inmenso
legajo de cuartillas envuelto en papel de embalar de color parduzco y atado con
un fuerte cordel que ostenta los colores bávaros.
Me gusta
viajar con comodidad, especialmente cuando me pagan el viaje. Utilizaba, por
consiguiente, los coches-camas; el día antes había encargado un departamento de
primera clase, y ahora me encontraba instalado en él. Sin embargo, tenía
fiebre, fiebre de viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones, pues salir
de casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje nunca
llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien que el tren de la
noche para Dresde sale todas las tardes de la Estación Central de Munich y
llega a Dresde por la mañana. Pero, cuando viajo solo en tren y mi suerte está
unida a la suya, la cosa se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza
la idea de que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error
irracional tiene naturalmente como consecuencia, una excitación interna,
profunda, que no me abandona hasta que no he dejado tras de mí todas las
formalidades del viaje, el trabajo de hacer las maletas, el trayecto de casa a
la estación en un taxi cargado de bártulos, la llegada a la estación, la
facturación del equipaje, y hasta que no me sé definitivamente bien instalado.
Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo el cuerpo,
el espíritu se interesa por otras cosas, la gran atracción de lo lejano se
descubre tras la bóveda de vidrio y el corazón goza de la placentera espera.
Así sucedió
también aquella vez. Había dado una buena propina al mozo que trajo mi equipaje
de mano, y él había cogido satisfecho las monedas y me había deseado un buen
viaje. Estaba yo entonces fumando mi cigarrillo de la tarde en el pasillo del
coche-cama, recostado en una ventana y mirando el tráfago del andén. Se oían
silbidos y chirridos de ruedas, carreras apresuradas, despedidas y el voceo
salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y sobre todo este
ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la neblina de aquella
tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una carretilla cargada de grandes
maletas hacia la parte delantera del tren, donde estaba el furgón del equipaje.
Reconocí mi maleta por ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella,
una entre tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno,
pensé… no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”… Miren a ese revisor
con bandolera de piel, frondoso mostacho de sargento de policía y mirada
enfurruñada y alerta. Miren con qué brusquedad impone su autoridad a aquella
anciana de mantilla negra y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al
vagón de segunda clase. Este hombre es el estado -nuestro padre- la autoridad y
seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero,
pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con él como en el seno de
Abraham.
Un señor con
polainas y gabán de entretiempo se pasea por el andén y lleva un perrito atado
con una correa. Nunca vi un perrito tan mono. Es un dogo regordete, brillante,
musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado y gracioso como esos perritos
que se ven a veces en los circos y que divierten al público corriendo alrededor
de la pista con todas las fuerzas de sus pequeños cuerpos. El perro lleva un
collar de plata, y la correa de la que es conducido es de piel trenzada y de
color. Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor con
polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo lleva un
monóculo que hace más severo todavía su semblante, y las puntas de su bigote se
le levantan tercamente, dando a la comisura de sus labios y a su barbilla una
expresión de despecho y firmeza. Dirige una pregunta al revisor de aire
marcial, y aquel hombre simplón, que se da perfecta cuenta de con quién tiene
que habérselas, le responde saludándolo con la mano en la gorra. Luego el
caballero continúa su paseo, satisfecho de la impresión que causa su persona.
Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas; su rostro es frío, cáustico,
y no se amedrenta ante hombres ni cosas. Es evidente que nunca ha experimentado
la fiebre de los viajes; es para él una cosa tan normal y corriente que no le
constituye ninguna aventura. Se encuentra como en su casa, tranquilo y sin
miedo de las instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica: es un
caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada.
Cuando cree
que es hora, sube al tren (el revisor acababa de volverse de espaldas). Pasa
por detrás de mí en el pasillo y, aunque choca conmigo, no dice “perdón”. ¡Qué
caballero! Pero esto no es nada en comparación con lo que sigue. ¡El caballero,
sin pestañear siquiera, se introduce en su departamento con el perro!
Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de mí, a
introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en virtud de sus
derechos de caballero en la vida y cierra la puerta tras de sí.
El jefe de
estación tocó su silbato, la locomotora respondió con el suyo, y el tren se
puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un rato en la ventana. Vi a los
que se quedaban en tierra hacer señas con la mano, vi los puentes de hierro, vi
las luces que oscilaban y pasaban…
Luego me
retiré dentro del vagón. El coche-cama no estaba ocupado del todo; había un
departamento vacío junto al mío, y, como no estaba arreglado para dormir,
decidí acomodarme en él, para leer un rato con tranquilidad. Así pues, fui por
mi libro y me dirigí allí. El sofá estaba forrado de seda color salmón, en una
mesita plegable había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara.
Yo leía y fumaba cómodamente sentado.
El encargado
del coche-cama entra servicial, me pide el billete de coche-cama y yo se lo
pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha cortesía -aunque por pura
obligación-, omite darme las “buenas noches” -saludo estrictamente personal- y
se va para llamar la puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera sido
mejor pasar de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y como el
caballero no quería dejar ver a su perro, y además ya se había acostado, lo
cierto es que se puso terriblemente furioso, porque se atrevían a molestarlo.
Y, a pesar
del traqueteo del tren, percibí a través de la delgada pared el estallido
irreprimido y elemental de su cólera.
-¿Qué pasa? -gritó-.
¡Déjeme en paz… rabos de mico!
Empleó la
expresión “rabos de mico”, una expresión de buena sociedad, de señor y de
caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el empleado optó por ir a las buenas,
pues, por fas o por nefas, tenía que comprobar el billete del caballero. Salí
al pasillo para seguir mejor el incidente, y fui testigo de cómo, al final, la
puerta del caballero se abrió un poco de empellón y el billete salió disparado
a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y rabia. El
empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de que uno de sus bordes
se le había metido en el ojo haciéndole saltar las lágrimas, juntó las piernas
y saludó militarmente con las manos en la gorra. Algo perturbado, volví con mi
libro.
Considero
por unos instantes los inconvenientes y las ventajas de fumarme otro cigarro, y
encuentro que no hay nada mejor. Así, pues, me fumo otro mientras sigo leyendo
entre el traqueteo del tren, y me siento a gusto e inspirado. El tiempo pasa,
son las diez o las diez y media o tal vez más. Los pasajeros del coche-cama ya
se han ido a descansar, y al final me decido a hacer lo mismo.
Me levanto,
pues, y me dirijo a mi departamento. Es una alcoba pequeña, pero perfecta y
lujosa, con tapices de piel estampada, perchas y una jofaina niquelada. La cama
está arreglada con ropas limpias y blancas, y el cubrecama recogido en forma
que convida a echarse.
“Oh, gran
era moderna -pienso-. Uno se mete en esta cama como si estuviera en casa, se
traquetea un poco durante la noche, y he aquí que por la mañana se encuentra ya
en Dresde”.
Cojo mi
bolsa de mano de la red para sacar mis útiles de aseo. Con los brazos
extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese preciso instante ocurrió
el accidente. Lo recuerdo como si fuese ahora. Hubo una sacudida… Pero con
“sacudida” se dice muy poco. Fue una sacudida que al instante se caracterizó
por una manifiesta malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal
violencia que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo
fui despedido contra la pared, resultando con las espaldas adoloridas. No hubo
tiempo para reflexionar, pues a continuación siguió un espantoso vaivén del
vagón, que, mientras duró, dio motivo suficiente para amedrentar al más
pintado. Un vagón del tren se balancea en los cambios de vía, en las curvas
cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén no dejaba a uno tenerse en pie, te
lanzaba de una pared a otra y hacía prever que de un momento a otro íbamos a
volcarnos. Pensé: “Esto no marcha bien, esto no marcha bien, esto no va bien de
ninguna manera”. Así, literalmente. Pensé además: “¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!” Pues
sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y he aquí que a esta
ardiente y callada orden mía el tren se paró.
Hasta aquel
momento, en el coche-cama había reinado un silencio de muerte. Pero entonces
cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres se mezclaron con roncas
exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien gritar
“socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de la
expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, solo que
desfigurada por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí
al pasillo, donde se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de
su apartamento en pijama de seda y nos miró a todos con ojos extraviados.
-¡Gran Dios!
-gritó-. ¡Omnipotente Dios!
Y para
anonadarse todavía más -y tal vez para evitar su completa aniquilación- añadió
en tono suplicante:
-¡Amantísimo
Dios!…
Pero de
repente volvió sobre sí y optó por ayudarse a sí mismo. Se precipitó en el
armario empotrado en la pared, donde colgaban en previsión un hacha y una
sierra, rompió de un puñetazo el cristal del armario, no tocó, sin embargo, los
instrumentos -porque no llegó a alcanzarlos en el primer intento-. Se abrió
paso a través de los viajeros congregados -con unos empujones tan furiosos que
las damas, semivestidas, empezaron a chillar de nuevo- y se arrojó fuera del
tren.
Todo esto
sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces experimenté los efectos de mi
sobresalto: cierta sensación de flaqueza en las espaldas, una imposibilidad
pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado de manos
ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos: las
damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su
alrededor.
Era un
descarrilamiento -explicó el empleado- había descarrilado. Esto no era exacto,
según se comprobó mas tarde. Pero he aquí que aquel hombre, bajo el efecto de
las circunstancias, se sintió comunicativo, olvidó su calidad de funcionario
-aquellos incidentes excepcionales le habían soltado la lengua- y nos habló con
toda familiaridad de su mujer.
-Yo le había
dicho a mi mujer: mujer, le dije, tengo el presentimiento de que hoy va a pasar
algo.
¡Toma! ¡Ya
lo creo que había pasado! Desde luego, todos le dimos la razón.
Dentro del
vagón se desprendía humo, una humeada espesa, no se sabía de dónde, y todos
preferimos bajar y quedarnos en medio de la noche.
Para poder
bajar, había que dar un gran salto desde el estribo de la plataforma, pues allí
no había andén alguno y, además, nuestro coche-cama había quedado atravesado e
inclinado hacia el lado opuesto. Pero las damas, que se habían apresurado a
cubrir sus carnes, saltaron desesperadas, y pronto estuvimos todos entre las
vías.
Estaba todo
muy oscuro, pero pudimos ver detrás de nosotros que no faltaba ningún vagón,
aunque estaban igualmente atravesados en la vía. Pero delante… ¡quince o veinte
pasos más adelante! No en vano la sacudida se había producido tan espeluznante.
Allí adelante no había más que ruinas y escombros… Al acercarnos, vimos solo
los márgenes del siniestro, y las pequeñas linternas de los revisores se
posaban errantes por encima.
Nos llegaron
noticias; personas excitadas, de rostros descompuestos. Nos informaron de la
situación. Nos encontrábamos muy cerca de una pequeña estación vecinal, próxima
a Regensburg: por culpa de una aguja defectuosa nuestro expreso había entrado a
una vía muerta, había chocado, lanzado a toda velocidad, con la parte trasera
de un tren de mercancías que estaba detenido allí. Lo había arrojado fuera de
la vía, había destrozado sus vagones de cola y el mismo había sufrido graves
desperfectos. La gran locomotora de nuestro tren (fabricada en la casa Maffei
de Munich) estaba hecha un montón de chatarra. Había costado siete mil marcos.
Y en los vagones de la cabeza, casi volcados, los asientos estaban en gran
parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar
desgracias personales. Se hablaba de una anciana que había “salido despedida”,
pero nadie la había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados
entre maletas y bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había
quedado reducido a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba
destrozado.
En estas
estaba yo….
Un empleado
sin gorra corría de una a otra del tren: era el jefe de la estación, quien a
gritos y entre lágrimas recomendaba a los pasajeros que guardaran disciplinas,
despejaran la vía y entraran en los vagones. Pero nadie le hacía caso, porque
no llevaba gorra y su actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre hombre! En él
recaía toda la responsabilidad. Tal vez aquel accidente representase el fin de
su carrera y la ruina de su vida. No hubiese sido discreto preguntarle sobre
los equipajes.
Se acercó
otro empleado cojeando. Lo reconocí por su mostacho de sargento de policía. Era
el revisor, aquel revisor de mirada enfurruñada y alerta que había conocido aquella
misma tarde, el estado, nuestro padre. Cojeaba encorvado, apoyando una mano en
la rodilla, y no hacía más que quejarse de su rodilla.
-¡Ay, ay!
-decía-. ¡Ay!
-Bueno,
bueno, ¿qué pasa? ¡Ay, señor! Me quedé cogido en medio de todo aquello. No
podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!
Aquel
“escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa; desde luego, aquel hombre no
empleaba con propiedad la palabra “escapar”. No pensaba tanto en su accidente
como en la reseña periodística de su accidente. Pero, ¿de qué me servía esto?
Aquel hombre no estaba en condiciones de informarme sobre mi manuscrito. Y me
dirigí a un joven que venía sano y salvo del lugar del accidente, aunque muy
serio y excitado, para preguntarle sobre el equipaje.
-Pues verá,
señor, nadie lo sabe…
-¿Cómo está
aquello?
Y por su
tono comprendí que debía alegrarme de haber salido con todos los miembros
ilesos.
-Todo está
revuelto. Zapatos de señora… -dijo con un salvaje acento de destrucción y
arrugando la nariz-. Los trabajos de descombros nos lo dirán. Zapatos de
señora.
En esta
estaba yo. Como un solitario en la noche, entre las vías, examinaba mi corazón.
Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi manuscrito tenían que hacer.
Probablemente estaría destruido también, despedazado, triturado. Mi colmena, la
materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo
mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo en aquellas condiciones? No tenía copiado
aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba con
vida y sonidos propios… Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi
atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas
y dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y
saqué la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí,
con la paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le
ha destruido la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su
propia carne… tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento
de confusión y perplejidad, y, quizás esta vez resultará un poco más fácil…
Pero,
mientras tanto, habían llegado los bomberos con antorchas que arrojaban una luz
rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí hacia la parte delantera del
tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que estaba casi intacto y que
no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías desparramados por el
suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una inmensa cantidad
de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra.
Me sentí
aliviado y me mezclé con la gente que estacionaba allí charlando, haciendo
amistades a propósito de aquel percance sufrido en común, fanfarreando y
dándose tono. Parecía ser que nuestro maquinista se había accionado
valerosamente y había accionado el freno de alarma en el último instante,
evitando así una catástrofe mayor. De no haberlo luchado así -se decía-, todo
hubiese quedado irremisiblemente hecho un acordeón y el tren se habría
precipitado por la gran pendiente que se abría a la izquierda.
¡Magnífico
conductor! No había aparecido por allí, nadie lo había visto; sin embargo, su
fama se extendió por todo el tren y a todos lo elogiábamos en su ausencia.
Y todos
sentimos.
Pero nuestro
tren estaba en una vía que no le correspondía y, en consecuencia, era preciso
asegurar las espaldas, para que otro tren no se le echara encima por detrás. Y
así algunos bomberos se colocaron en el último vagón con hachones, e incluso
aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus “zapatos de señora”
había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro haciendo señales,
por más que no se veía ningún tren por los alrededores.
Poco a poco
se fue imponiendo orden en medio de aquel desbarajuste y el estado -nuestro
padre- logró hacer valer de nuevo su autoridad y prestigio. Se había
telegrafiado y se habían dado todos los pasos oportunos: un tren de socorro
procedente de Regensburg entró humeando cautelosamente en la estación, y cerca
de los vagones siniestrados se colocaron grandes reflectores de luz de gas.
Entonces nos hicieron desalojar las vías y nos indicaron que aguardáramos en el
edificio de la estación en espera de ser reexpedidos. Cargados con nuestro
equipaje de mano, y algunos con maletas, nos trasladamos, a través de una
hilera de vecinos curiosos, a la sala de espera, donde nos apriscamos como
pudimos. Y una hora después estábamos todos de nuevo distribuidos y colocados a
la buena de Dios en un tren especial.
Yo tenía
billete de primera clase (me habían pagado el viaje), pero de nada me sirvió
pues todo el mundo prefirió acomodarse en vagones de primera, y estos
compartimentos estaban todavía más llenos que los otros. Pero, una vez hube
encontrado mi rinconcito, di con el caballero de las polainas, aquel que tenía
expresiones como la de “rabos de mico”, mi héroe. Pero no llevaba el perro
consigo: se lo habían quitado -en contra de todos sus derechos de caballero- y
lo habían metido en un oscuro calabozo situado detrás mismo de la locomotora,
desde donde llegaban lastimeros aullidos. El caballero en cuestión poseía
también un billete amarillo que no le servía de nada, y se quejaba y murmuraba,
intentando provocar un levantamiento en contra del comunismo y en contra de la
igualdad absoluta que se había instaurado frente a su majestad el accidente.
Pero se levantó un señor y con toda lealtad le respondió:
-¡Déjese de
levantamientos y tenga la bondad de sentarse!
Y con una
amarga sonrisa el caballero no tuvo más remedio que conformarse con aquella
extraña situación.
Pero, ¿quién
sube en estos momentos ayudada por dos bomberos? Una anciana, una abuelita con
una deshilachada mantilla sobre la cabeza, la misma que en Munich estuvo a
punto de subirse a un vagón de segunda clase.
-¿Es de
primera este vagón? -pregunta sin cesar-. ¿Es cierto que este vagón es también
de primera?
Y después
que han confirmado su pregunta y se le ha hecho sitio, se deja caer en el
acolchonado asiento de terciopelo con un “¡alabado sea Dios!”, como si por fin
se sintiera segura. Al llegar a Hof eran las cinco y ya amanecía. Allí desayuné
y tomé un expreso que me trasladó con tres horas de retraso.
Bien, pues
este fue el accidente ferroviario que yo viví. Y con una vez me basta. Aunque
los lógicos me hagan objeciones, espero, sin embargo, que tendré la buena
suerte de no volver a encontrarme en un caso parecido.
FIN
“Das Eisenbahnglück”, 1909
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