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Elena Garro (Puebla de Los Ángeles, México 1916 - Cuernavaca, México 1998) |
—¿Qué hora es, señor Brunier?
Los ojos castaños de Lucía recobraron
en ese instante el asombro perdido de la infancia.
El señor Brunier esperaba la
pregunta. Miró su reloj pulsera y dijo marcando las sílabas para que Lucía entendiera
bien la respuesta:
—Las nueve y cuarenta y cuatro.
—Faltan todavía tres minutos… ¡qué
día tan largo! Ha durado toda la vida. ¿Dios me regalará estos tres minutos?
Brunier la miró unos segundos:
recostada, con los ojos muy abiertos y mirando hacia ese largo día que había
sido su vida.
—Dios te regalará muchos años —dijo
el señor Brunier, inclinándose sobre ella y mirándole los ojos castaños: hojas
marchitas que un viento frío barría en aquel momento lejos, muy lejos de ese
cuarto estrecho.
—Alguien está entrando en este
cuarto… el amor es para este mundo y para el otro. ¿Qué hora es, señor Brunier?
Brunier volvió a inclinarse para ver
aquellos ojos color té, que empezaban a irse, girando por los aires como hojas.
—Las nueve cuarenta y siete, señora
Lucía —dijo con tono respetuoso mirando a los ojos, que ahora parecían estar
tirados en cualquier acera— Las nueve y cuarenta y siete —repitió supersticioso
y deseando que ella lo oyera. Pero ella estaba quieta, liberada de la hora,
tendida en la cama de un cuarto barato de un hotel de lujo.
Brunier le tomó una mano, tratando de
hallarle un pulso que él sabía inexistente. Con mano firme le bajó los
párpados. El cuarto se
llenó de un silencio grave, que iba del techo al suelo y de muro a muro.
Sobre una maleta marchita estaba la chalina de gasa color durazno. La cogió y
la extendió sobre el cadáver. Apenas hacía bulto en la cama. El pelo sepia
formaba una mancha desordenada debajo de la gasa.
Brunier se dejó caer en un sillón y
se quedó mirando los cristales brillantes de las ventanas. Afuera los
automóviles de colores claros se llenaban y se vaciaban de jóvenes ruidosos.
¿Cuántos años hacía que, metido en aquel uniforme verde y dorado, cuidaba la
puerta del hotel? Veintitrés años. Así se le había ido toda la vida. Le pareció
que solo había abierto la puerta a malhechores. La banda era interminable y los
“Buenos días”, “Buenas tardes” y “Buenas noches”, también interminables. Solo
la señora Mitre le había dicho al entrar “¿Qué hora son?” La recordó perfectamente:
venía seguida de dos mozos que le llevaban las maletas. No era demasiado joven,
tal vez ya llegaba a los treinta años. Sin embargo, al pasar junto a él le
sonrió con una sonrisa descarada. “Las señoras no sonreían así, solo los
muchachos”, se dijo Brunier. Y para colmo, aquella señora le guiñó el ojo. Se
sintió desconcertado. La viajera llevaba al cuello una amplia chalina de gasa
color durazno cuyas puntas flotaban a sus espaldas como alas. Uno de los
extremos de la chalina se quedó prisionera en una de las puertas y la sonriente
extranjera dio un paso hacia atrás al sentirse estrangulada por la gasa.
Brunier se precipitó a liberar la prenda y luego se inclinó respetuosamente
ante la viajera.
—¡Gracias, gracias! —repitió la
señora con un fuerte acento extranjero.
Brunier hizo una nueva reverencia
dispuesto a retirarse. La extranjera lo detuvo sonriente.
—¿Cómo se llama?
—Brunier —contestó avergonzado por la
falta de discreción de la señora.
—¿Qué hora es, señor Brunier?
Brunier vio su reloj pulsera.
—Las seis y diez, señora.
—El avión de Londres llega a las
nueve y cuarenta y siete, ¿verdad?
—Creo que sí… —contestó el portero.
—Faltan tres horas y treinta y siete
minutos —dijo la desconocida con voz trágica.
La extranjera cruzó el vestíbulo del
hotel a grandes pasos. Su abrigo corto dejaba ver dos piernas delgadas y
largas, que caminaban, no como si estuvieran acostumbradas a cruzar salones,
sino a correr de prisa por las llanuras. Se inscribió en el hotel como Lucía
Mitre, recibió su llave y anunció con desenvoltura:
—Reserven el cuarto 410 para el señor
Gabriel Cortina que llega hoy en el avión de Londres a las nueve y cuarenta y
siete minutos.
El cuarto 410 estaba al lado del
cuarto 412, el número que le había tocado a ella. Durante varios días la señora
Mitre comió y cenó en su habitación. Nadie la vio salir. El cuarto 410
permaneció vacío. En la vida del hotel llena de grupos de gentes que entran y
salen, estos hechos insignificantes pasaron inadvertidos. Solo Brunier espiaba
con atención las entradas y salidas de los clientes, esperando ver reaparecer a
la señora de la chalina color durazno, que le había guiñado el ojo y preguntado
la hora. Con discreción indagó entre las doncellas y los camareros.
—¿Qué? ¿La sudamericana? Está tocada.
Se arregla, se siente en un sillón y pregunta: “¿Qué hora es?”
Marie Claire, después de imitar la
voz y los ademanes de la extranjera, se echó a reír.
—¡Qué manía! A mí también no hace
sino preguntarme la hora —dijo Albert, el camarero que le llevaba los
desayunos.
—Algo le pasa —comentó Brunier
pensativo.
—Está esperando a su amante… —exclamó
Marie Claire soltando una carcajada rencorosa.
Brunier escuchó las confidencias y
siguió cuidando la gran puerta de la entrada. Pasaron dos meses. De la gerencia
del hotel le preguntaron a la señora Mitre si pensaba seguir guardando la
habitación 410.
—¡Claro! El señor Gabriel Cortina
llega hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete —contestó ella con
aplomo.
—¡Es una extravagante! —dijeron en la
administración.
—Los ricos pueden serlo. ¿Qué le
importan esos francos si en su país tiene cien mil caballos y trescientas mil
vacas? —replicó mademoiselle Ivonne
con voz amarga y dejando por unos momentos las cuentas para entrar en la
conversación.
—Todos los sudamericanos tienen muy
buenas vacas y muy malas maneras. Como carecen de ideas están llenos de manías
—dijo el señor Gilbert, asomándose por encima de su cuello duro.
La señora Mitre no tenía tantas vacas
y al terminar el tercer mes no tuvo con qué pagar la última cuenta del hotel.
El señor Gilbert subió a su habitación. La señora Mitre le abrió la puerta
sonriente, lo hizo pasar y le ofreció asiento.
—Señora, lo siento, estoy totalmente
desconcertado, pero… debe usted mudarse de hotel.
—¿Mudarme? —preguntó la señora
asombrada.
El señor Gilbert estaba apenadísimo.
La cuenta del hotel no había sido cubierta.
—Según tengo entendido, la señora no
tiene dinero para cubrir la cuenta.
—¿Dinero? No, no tengo nada —dijo la
señora echando la cabeza para atrás y riendo de buena gana.
—¿Nada? —preguntó el señor Gilbert
aterrado.
—¡Nada! Lo que se dice nada —aseguró
ella sin dejar de reír.
El señor Gilbert la miró sin entender
lo que ella le decía. Realmente era aterradora la confesión de la señora que
tenía delante.
—¿Por qué duda usted de su palabra si
me dijo que llegaba hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete…?
—No, no lo dudo… —dijo Gilbert
desconcertado.
La señora Mitre lo miró un rato con
sus ojos color té. Luego pareció nerviosa, se torció las manos y acercó mucho
su rostro al del señor Gilbert.
—¿Qué hora es…? —preguntó inquieta.
—Las cuatro y cinco —contestó el
hombre casi a pesar suyo.
Las tardes eran ahora muy cortas y
por las ventanas entraba el oscurecer gris y frío. El señor Gilbert encendió
una lámpara que estaba sobre una consola y su luz rosada iluminó la cara pálida
de la señora Mitre. Era duro decirle a aquella mujer sonriente y delicada que
debía desalojar el cuarto ahora mismo. La miró con valor.
—¡Señora…!
Ella se volvió hacia él, sonriendo
con aquella sonrisa de muchacho de campo y le guiñó el ojo.
—Sí, señor…
—Si pudiera usted, al menos, dejar
algo…
—¿Algo? —preguntó ella asombrada y
descruzando las piernas.
—Sí, algo de valor —dijo el señor
Gilbert impaciente. ¿Por qué le tocaría a él precisamente venir a decirle a la
señora Mitre esta estupidez?
Lucía Mitre apoyó los codos sobre las
rodillas, sostuvo la cara entre sus manos y lo miró con fijeza como si no
entendiera lo que le pedía. Gilbert guardó silencio. No se le ocurría agregar
ninguna palabra.
—¡Ah! ¿De valor? —repitió Lucía, como
para sí misma. Entrecerró los ojos y volvió a cruzar las piernas. De pronto se
llevó las manos a la nuca y con decisión se quitó el collar de perlas de varios
hilos que llevaba puesto.
—¿Esto? —dijo extendiendo las manos
que sostenían las perlas. El señor Gilbert apreció desde lejos sus reflejos
tornasoles y pareció tranquilizarse.
—Son muy caras… Cuánto rogué para que
me las regalaran ¿Ya ve? Nadie sabe para quién ruega. Si Ignacio supiera…
—agregó para sí misma.
El señor Gilbert no supo qué
contestar. Lucía le tendió el collar con un gesto amplio.
—Ignacio es mi marido —dijo a modo
explicativo.
—¿Su marido? —pregunto Gilbert al
mismo tiempo que recogía la alhaja.
—Sí, mi marido…
Madame Mitre se quedó mirando al
vacío, como si la palabra marido la hubiera transportado a un mundo hueco.
—Es una historia muy complicada.
¿Verdad, que las complicaciones son odiosas, señor…?
—Gilbert —contestó su interlocutor
casi mecánicamente.
—Gilbert —completó ella su frase
trunca.
Las palabras de Lucía sonaban
irreales en la habitación de luz rosada. Su voz salía con lentitud y parecía
que no iba dirigida a nadie. Las frases apenas dichas rodaban frágiles por el
aire y caían sin ruido sobre la alfombra. Lucía miró a Gilbert, para que este
no olvidara lo que iba a decirle.
—Ahora comprende usted por qué
Gabriel Cortina llega esta noche en el avión de las nueve y cuarenta y siete,
¿verdad?
Gilbert guardó silencio y guardó el
collar para examinarlo más tarde con calma.
La voz corrió entre los empleados del
hotel: “La señora Mitre entregó un fabuloso collar de perlas, para seguir
esperando la llegada de su amante.” El rumor llegó a los oídos de Brunier.
Habían pasado ya cinco meses desde la tarde en que la señora Lucía le había
guiñado el ojo, y Brunier, a pesar de no haberla visto más, no la había
olvidado. Esperaba siempre que apareciera la larga chalina flotante y la
sonrisa hospitalaria. El cuarto 410 había sido ocupado por un sin fin de
viajeros, que se dirigían a las montañas de Austria o a los soles de España y
Portugal, y la señora Mitre permanecía invisible en el cuarto 412 del hotel.
Brunier estaba intranquilo. Sabía que más tarde o más temprano, la señora se
acabaría las perlas, una por una, y entonces tenía que irse a la calle. Esta
idea lo mortificaba.
—Señorita Ivonne, ¿cuántas perlas le
quedan todavía a la señora Mitre? —preguntó Brunier, temeroso de la respuesta.
—Veintidós —contestó Ivonne.
—¿Y después?
—Después, ¡up! —contestó Ivonne
haciendo sonar los dedos.
—Hay que hablar con ella —dijo
Brunier pensativo.
—No lo va a escuchar. Está esperando
a su amante, que no va a llegar —dio Ivonne convencida.
—Lo que hace es una niñería —insistió
el señor Brunier.
El domingo por la tarde, el señor
Brunier subió al cuarto 412. Se alisó los cabellos antes de llamar. Sentía que
iba a cumplir con una misión importante y que no debía fallar en sus gestiones.
Lucía Mitre le abrió la puerta. Lo miró sonriente, lo invitó a pasar y le
ofreció asiento con su mismo gesto amplio y alegre.
—Realmente, tiene buenas maneras.
Solo que no me escuchó. Lo único que logré fue convencerla de que se mudara al
cuarto 101, pues así tendrá dos días por cada perla. Mañana temprano le bajo
las maletas —comentó Brunier más tarde.
—Esta historia empieza a ponerme
nervioso —dijo Albert.
—¿Y el tal Gabriel, en dónde está?
—preguntó exasperada Marie Claire.
—A lo mejor no existe. A lo mejor
ella lo inventó —dijo Mauricio, uno de los elevadoristas.
—Es muy posible. Si no, ya hubiera
dado señales de vida —asintió Marie Claire. Más tarde Ivonne atrapó al señor
Brunier en los vestidores. Hasta ella había llegado la hipótesis de Mauricio y
quería consultarlo con el viejo portero, que parecía tener tanto interés en la
extranjera.
—¿Sabes, Brunier, que nunca ha
recibido carta de ningún lado del mundo?
—¿Y ella no pregunta si ha tenido
correspondencia? —preguntó Brunier pensativo.
—No, no dice nada. Solo pregunta la
hora. Dice que su reloj va muy despacio —explicó Ivonne con avidez.
—Pero tiene que haber vivido antes en
algún lugar. No me diga que apareció ¡así!, de pronto, en la mitad de París.
Durante muchos días Lucía Mitre vivió
en el cuarto 101. Solo los criados la veían. Comía y cenaba en su habitación y
no hablaba con nadie. De pronto el señor Gilbert volvió a visitarla. Otra vez
debía pedirle que abandonara el hotel. Pero Lucía buscó sonriente en su
alhajero unos aretes de diamantes y se los entregó al visitante.
Brunier subió al cuarto 101. Quería
convencer a la señora Mitre de algo muy penoso: que se mudara a un hotel más
barato. De esa manera sus diamantes se convertirían en muchos días.
—¿Muchos días…? Pero si Gabriel llega
hoy en el avión de las nueve y cuarenta y siete minutos. ¿Por qué tienen
ustedes tanta prisa…? ¿Nunca han visto a nadie que espera a su amante todo el
día?
—Sí… un día —dijo Brunier.
—¿Entonces…? ¿Qué hora es? —dijo
ella.
—Las doce y media de la mañana
—contestó Brunier mirándola con desesperación.
—Bueno, pues dentro de nueve horas y
diecisiete minutos llega Gabriel…
Lucía agachó la cabeza, parecía
cansada. Se miró las puntas de los pies y se arregló los pliegues de su falda
de seda color durazno. Después sonrió levemente al portero; este se sintió
avergonzado. Nada de lo que él pudiera decirle resultaba válido, porque Lucía
Mitre giraba como una mariposa alrededor de un fuego que él no percibía, pero
que estaba allí, en la misma habitación, cegándola.
—Claro, señor Brunier, que el tiempo
se ha vuelto de piedra… cada minuto que pasa es tan enorme como una enorme
roca. Se construyeron ciudades nuevas que florecen, decaen y desaparecen, y van
pasando las ciudades y los minutos; y el minuto de las nueve y cuarenta y siete
llegará cuando hayan pasado estos minutos de piedra con sus enormes ciudades,
que están antes del minuto que yo espero. Cuando suene ese instante la ciudad
de los pájaros surgirá de este amontonamiento de minutos y rocas…
—Sí, señora —dijo Brunier con
respeto.
—Estoy muy cansada… muy cansada… son
las piedras —agregó Lucía mirando con sus ojos fatigados al portero. Después,
como si hiciera un esfuerzo, le hizo un guiño y sonrió con su sonrisa abierta
de muchacho. Brunier quiso devolverle la sonrisa, pero lo invadió una tristeza
inexplicable, que lo dejó paralizado.
—De niña, señor Brunier, el tiempo
corría como la música en las flautas. Entonces no hacía sino jugar, no
esperaba. Si los grandes jugáramos, acabaríamos con las piedras adentro del
reloj. En ese tiempo el amor estaba fuera de las tapias de mi casa, esperándome
como una gran hoguera, todo de oro, y cuando mi padre abrió el portón y me
dijo: “¡Sal, Lucía!”, corrí hacia las llamas: mi vocación era ser salamandra.
Brunier supo que la señora Lucía
estaba hechizada. ¿Pero, por quién o por qué?
—¿Y usted, señor Brunier, cuántas
salamandras tuvo? —preguntó Lucía con interés, como si de pronto recordara que
debía hablar más de su interlocutor y menos de ella misma.
—Dos, pero ellas son verdaderas
salamandras, no se quemaron en el fuego —contestó Brunier.
Después de la visita del portero, la
señora se quedó aún más quieta. Nunca tocaba el timbre ni pedía nada. Acabaron
por mandarle las bandejas casi vacías. El señor Gilbert la visitaba de cuando
en cuando y se llevaba una por una sus alhajas. Le preocupaba aquella presencia
constante en el cuarto más barato del hotel. La primavera pasó con sus racimos
de nieve y cubriendo a los castaños; se deshojó el verano en un otoño amarillo,
volvió el invierno con sus teteras humeantes, y Lucía Mitre siguió preguntando
la hora, encerrada en su cuarto. El señor Gilbert la tenía muy presente.
—Señora, ¿no sería conveniente que le
escribiera usted a su marido?
—¿A mi marido?… ¿Para qué?
—Para que haga algo por la señora…
para que la recoja. Un señor mexicano es, donde quiera, siempre un caballero.
—¡Ah! Sí, él es el mejor de los hombres.
Siempre le viviré agradecida, señor Gilbert. Si usted supiera… vivimos casados
ocho años… Nunca olvidaré las noches que pasé en la habitación inmensa de su
casa. Mi suegra me oía llorar y venía envuelta en un kimono japonés…
La señora Mitre guardó silencio, como
si oyera venir los pasos de aquella mujer a la que por primera vez nombraba. El
señor Gilbert miró hacia la puerta, tuvo la impresión de que alguien envuelto
en un traje oriental entraba sin ruido en la habitación. La señora Mitre se
tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Gilbert se puso de pie.
—¡Señora! Por favor…
—El cuarto era enorme, estaba lleno
de espejos y yo me sentía muy sola. Eso enojaba a mi suegra… ¿Le parece muy
mal, señor Gilbert?
—No, no, me parece natural —contestó
Gilbert ruborizándose.
—A Ignacio le veía en el comedor. El
día que me escribió la carta me extrañó mucho, porque podía habérmelo dicho en
la comida. Luego vi que esa era la mejor manera de decirme algo tan delicado.
¿Quiere usted leerla?
Gilbert no supo qué decir. La señora
Mitre se levantó con presteza y buscó adentro de su maleta un pequeño cofre de
madera muy olorosa. Al abrirla respiró con deleite el perfume y exclamó:
—¡Es de Olinalá!
Luego encontró una carta escrita
tiempo antes y leída muchas veces, y la entregó a Gilbert con aquel gesto suyo,
amplio y sonriente, que tomaba siempre que tenía que dar algo, ya fueran sus
perlas, sus brillantes, o su carta.
—¡Léala, por favor!
El señor Gilbert recorrió la carta
con los ojos sin entender nada. La carta estaba escrita en español, solo
alcanzó a descifrar la firma: “Ignacio.” Movió la cabeza, como si entendiera el
contenido de aquella carta, la dobló con cuidado y quiso guardarla como las
perlas, para que alguien se la tradujera más tarde. Pero Lucía Mitre tendió la
mano y a él no le quedó más remedio que entregarla.
—¿Ve usted? —dijo ella con
simplicidad. Luego se puso de pie, alcanzó una cerilla y le prendió fuego al
papel. Gilbert no pudo impedir su gesto y la carta se retorció en las llamas,
hasta convertirse en una telita negra que cayó hecha añicos.
—¿Ahora ya no sirve, verdad?
—preguntó asombrada.
—No, ya no sirve —comentó Gilbert
descorazonado. Estaba seguro de que esa carta contenía el secreto de Lucía
Mitre.
—¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo falta
para las nueve y cuarenta y siete?
—Cuatro horas y veintitrés minutos
—dijo el señor Gilbert con voz melancólica.
—¡Cuatro horas…!
—Mientras dan las nueve, ¿por qué no
sale usted a dar un paseo por París? Si viera qué hermosas están los muelles,
llenos de libros, de paseantes…
—¿Una vuelta?… No, no puedo. Me voy a
arreglar un poco… estoy tan nerviosa —dijo tocándose la cara con angustia.
El señor Gilbert vio sus mejillas
hundidas y sus manos delgadas y temblorosas.
—Es usted muy bella, señora Mitre
—dijo convencido de que la tragedia embellece a sus personajes. La luz que
rodeaba a la mujer que tenía sentada frente a él, era una luz que se alimentaba
de ella misma. Toda ella ardía adentro de unas llamas invisibles y luminosas.
Tuvo la impresión de que pronto no la vería más. Admiró sus huesos calcinados
de sus pómulos y de sus dedos traslúcidos. ¿Cuándo, y cómo, y por qué, habían
entrado en aquella hermosa dimensión suicida? Se sintió grosero junto a la dama
vestida de color durazno que se transmutaba cada día más en una materia
incandescente que a él le estaba vedada.
—Después de esa carta ya no podía
quedarme en la casa de Ignacio… Recuerdo que la noche de la cena, la seda de
las paredes del comedor ardía en llamas pequeñísimas, y que las flores de la
mesa olían con la frescura que solo se encuentra en los jardines. Cuando vi las
manos de Ignacio y de Emilia acariciándose sobre el mantel, me parecieron las
manos desconocidas de personajes desconocidos. En ese momento me fui a vivir a
otro palacio, aunque aparentemente seguí durmiendo en el cuarto de la casa de
Ignacio. Por las noches después de la visita de mi suegra entraba Gabriel…
¿Usted conoce México? Pues Gabriel es como México, lleno de montañas y de
valles inmensos… Siempre hay sol y los árboles no cambian de hojas sino de
verdes…
La señora Mitre se quedó buscando
aquellos soles brillando sobre las copas de los árboles de su país. Gilbert la
dejó acompañada de sus fantasmas. “Su marido y su amante la engañaron”, se
dijo, mientras llegaba a su despacho y se sintió responsable de la suerte de
aquella mujer. Durante los dos meses que todavía vivió en el hotel, el señor
Gilbert se negaba a comentarla.
—¡Por favor! No me hablen de la
señora Mitre… Me da escalofríos.
Ahora Lucía Mitre estaba cubierta con
su chalina de gasa color durazno. Una ira antigua y caballeresca se apoderó de
Brunier; “pobre pequeña”, se dijo pensando en Gabriel. “¡Pobre pequeña!” se
repitió recordando a Ignacio. Debía advertir a Gilbert de lo que acaba de
ocurrir en el cuarto 101.
Los divanes y las sillas de época
cubiertas de sedas de color pastel, los espejos, los ramos de flores silvestres
y las alfombras color miel, le dieron la sensación de entrar al centro tibio
del oro. Contempló a las parejas reflejadas en las luces de los espejos,
deslizándose frágiles por caminos invisibles y perfumados, en busca de amores
que quizás apenas durarían unas horas. Parecían hermosos tigres olfateando
intrincados vericuetos y tuvo la impresión de que algunos de aquellos
personajes fugaces se quedarían tal como Lucía, prendidos a un minuto
irrecuperable.
Brunier se acercó a Gilbert, que de
pie, muy sonrosado y vestido con su impecable jacquet, sonreía a
una de aquellas parejas elegidas. Esperó unos minutos.
—La señora Lucía acaba de morir
—anunció sin dejar traslucir su emoción.
—¿Qué dice? —preguntó Gilbert
adoptando el rostro más inexpresivo que encontró.
—Que la señora Lucía Mitre acaba de
morir —repitió Brunier sin cambiar de actitud.
—¡Qué desdicha! —exclamó el señor
Gilbert en voz baja. Luego atendió sonriente al cliente que le preguntaba por
el bar.
—Voy a llamar a la policía. Hay que
evitar que los clientes se den cuenta de lo sucedido.
—Murió exactamente a las nueve y
cuarenta y siete minutos —explicó Brunier con una voz que quiso ser natural.
Gilbert iba a decir algo, pero la
llegada de un cliente lo distrajo. El cliente era joven, llevaba una raqueta en
la mano y su rostro era asoleado y sonriente. Con voz juguetona, explicó que
desde hacía once meses, una amiga suya le había reservado el cuarto 410. No
sabía si su reservación se había hecho a nombre de su amiga: Lucía Mitre, o al
suyo: Gabriel Cortina.
—Pero es lo mismo —explicó sonriente.
Gilbert, asombrado, no supo qué
decir, buscó en los ficheros y vio que el cuarto 410 estaba vacío. Cogió la
llave y se la tendió al joven que distraído daba golpecitos en el escritorio,
con el filo de la raqueta.
Gilbert y Brunier, mudos por la
sorpresa, vieron cómo se alejaba Gabriel Cortina, rumbo a los elevadores. Iba
jugando con la llave, ajeno a su desdicha. Sus pantalones de franela y su
saco sport le daban una elegancia infantil y americana. Los
dos hombres se miraron consternados. Deliberaron unos momentos y decidieron que
cuando llegara la policía explicarían lo sucedido al recién llegado.
—¡Es una catástrofe!
—¡Una verdadera catástrofe!
A las diez y media de la noche tres
hombres correctamente vestidos cruzaron el vestíbulo del hotel acompañados de
Brunier y de Gilbert. Los cinco hombres subieron primero al cuarto 410, para
decirle a Gabriel Cortina lo sucedido. Llamaron a la puerta con suavidad. Al
ver que nadie contestaba a sus repetidas llamadas decidieron abrir con la llave
maestra. Encontraron el cuarto vació e intacto. Brunier y Gilbert se miraron
atónitos, pero recordaron que el cliente no llevaba más equipaje que su
raqueta. Buscaron la raqueta sin hallarla. Entonces llamaron a los criados,
pero ninguno de ellos había visto al joven que buscaban. Los tres policías
revisaron el baño y los armarios. Todo estaba en orden: nadie había entrado en
aquella habitación. Perplejos, los cinco hombres bajaron a la administración;
tampoco allí, ninguno de los empleados, ni siquiera Ivonne, recordaba la
llegada de aquel huésped. La llave del cuarto 410 estaba colgada en el fichero,
intocada. Gilbert y Brunier discutieron acalorados con el personal de la
administración la presencia de Gabriel Cortina en el hotel. Los policías
ordenaron pesquisas que resultaron inútiles, pues el joven risueño, propietario
de la raqueta, no apareció en ninguna parte del hotel. Había desaparecido sin
dejar huella. Después de muchas discusiones adoptaron la hipótesis de que
habían sido víctimas de una alucinación.
—Fue el deseo de que llegara —aceptó
vencido y melancólico el señor Gilbert.
—Sí, eso debe haber sucedido, los dos
la amábamos —confesó Brunier.
Los tres policías se enternecieron
con lo sucedido. Uno de ellos era de la Bretaña y contó que en su país sucedían
cosas semejantes.
Sombríos, los cinco hombres se
dirigieron al cuarto de Lucía Mitre para terminar con su triste diligencia. Al
entrar en la habitación los policías se quitaron los sombreros y se inclinaron
respetuosos ante el cuerpo de la señora.
Brunier, solemne, señaló a los pies
de la cama.
—¡Ahí está! — dijo casi sin voz.
Sus cuatro acompañantes vieron la
raqueta blanca deportiva con descuido a los pies de la cama de Lucía Mitre. Se
lanzaron nuevamente a la búsqueda del joven propietario de la raqueta, pero su
búsqueda fue infructuosa, pues el cliente risueño, tostado por el sol de
América, no volvió a aparecer nunca más en el Hotel del Príncipe.
Gilbert se inclinó por última vez
sobre el rostro de Lucía Mitre, también ella se había ido para siempre del
hotel, pues en su rostro no quedaba de ella nada.
1964
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