Louise Glück (Estados Unidos, 1943)
Poemas de: Las siete edades
de Louise Glück
Traducción: Mirta Rosenberg
Thou earth, Thou Speak
The Tempest
LAS SIETE EDADES
En mi primer sueño el mundo parecía
lo salado, lo amargo, lo prohibido, lo dulce
En mi segundo sueño descendía,
era humana, no veía nada de nada
bestia como soy
debía tocarlo, contenerlo
me escondí en la arboleda,
trabajé en los campos hasta que quedaron yermos
un tiempo
que nunca volverá -
el trigo seco en gavillas, cajones
de higos y aceitunas
Hasta amé alguna vez, a mi manera
repugnante, humana
y como todo el mundo llamé a ese logro
libertad erótica,
por absurdo que parezca
El trigo cosechado, almacenado, seca
la última fruta: el tiempo
que se acumula, sin usar,
¿también termina?
En mi primer sueño el mundo parecía
lo dulce, lo prohibido
pero no había ningún jardín, sólo
la materia prima
Era humana:
había rogado descender
la sal, lo amargo, lo difícil, lo preventivo
Y como todos tomé, fui tomada
soñé
fui traicionada:
la tierra me fue dada en un sueño
En un sueño la poseí.
RAYO DE LUNA
Se alzó la niebla con un sonido ahogado. Como un
golpe seco.
Que era el latido del corazón. Y se alzó el sol, diluido por
un rato.
Y después de lo que parecieron años, volvió a hundirse
y la penumbra bañó la orilla y se hizo más profunda.
Y de la nada salieron los amantes,
gente que aún tenía cuerpo y corazón. Que aún tenía
brazos, piernas, boca, aunque de día fueran
amas de casa y empresarios.
La misma noche produjo también gente como nosotros.
Eres como yo, te guste o no.
Insatisfecho, meticuloso. Y tu hambre no es hambre de
experiencia
sino de comprensión, como si pudiera comprender en
abstracto.
Entonces otra vez amanece y el mundo vuelve a ser
normal.
Los amantes se arreglan el cabello; la luna reanuda su
fútil existencia.
Y la playa es otra vez de misteriosos pájaros
que pronto aparecerán en los sellos postales.
Pero, ¿qué hay de nuestra memoria, la memoria de los
que dependen de imágenes?
¿No sirve de nada?
Se alzó la niebla, borrando de toda prueba de amor.
Sin la cual sólo tenemos el espejo, tú y yo.
EL MUNDO SENSUAL
Te hablo a través de un río monstruoso o un abismo
para advertirte, para prepararte.
La tierra te seducirá, lenta, imperceptible,
sutilmente, por no decir con tu consentimiento.
Yo no estaba preparada: de pie en la cocina de mi abuela,
sosteniendo mi vaso. Ciruelas en compota, damascos en
compota…
el jugo vertido en el vaso de hielo.
Y el agua agregada con paciencia, un poco cada vez,
los diversos primos opinando, probando
con cada agregado…
aroma a fruta de verano, concentrada intensidad:
el líquido coloreado que se volvía más claro
gradualmente, más radiante,
atravesado por más luz.
Placer, después solaz. Mi abuela esperando
por si alguien quería más. Solaz después
ensimismamiento profundo.
Nada amé más: la profunda intimidad de la vida sensual,
el yo fundiéndose en ella o inseparable de ella,
como en suspensión, flotando, todas sus necesidades
a la vista, despierto, plenamente vivo…
ensimismamiento profundo, y con él
una misteriosa seguridad. A lo lejos, la fruta reluce en sus
cuencos de vidrio.
Fuera de la cocina, se pone el sol.
No estaba preparada: puesta del sol, fin del verano.
Manifestaciones
del tiempo como un continuo, como algo que llega a su fin,
no una suspensión; los sentidos no me protegerían.
Te advierto lo que nadie me advirtió:
nunca bastará, nunca estarás saciado.
Será herido, quedarás marcado, y querrás más.
Tu cuerpo se hará viejo, tu necesidad persistirá.
Querrás la tierra, después más de la tierra.
Sublime, indiferente, ahí presente, no responderá.
Te circunda, no te atenderá.
Es decir: te alimentará, te cautivará,
no te mantendrá vivo.
MADRE E HIJO
Todos somos soñadores; ninguno sabe quién es.
Alguna máquina nos hizo; la máquina del mundo, la
familia que restringe.
Después, de vuelta al mundo, pulidos por suaves látigos.
Soñamos; no recordamos.
La máquina de la familia: pelaje oscuro, selvas del
cuerpo de la madre.
La máquina de la madre: blanca ciudad dentro de ella.
Y antes de eso: tierra y aire.
Musgo entre las piedras, briznas de hojas y de hierba.
Y antes, células en una gran oscuridad.
Y antes de eso, el mundo tras un velo.
Para esto naciste: para silenciarme.
Células de mi madre y de mi padre, llegó el momento
de ser fundamentales, de ser la obra maestra.
Yo improvisé, nunca recordé.
Ahora es tu turno de entrar en acción;
tú eres el que pide saber:
¿Por qué sufro? ¿Por qué soy ignorante?
Células en una gran oscuridad. Alguna máquina nos
hizo;
es tu turno ahora de exigirle, de volver a preguntarle:
¿para qué existo? ¿Para qué existo?
FÁBULA
Cada uno de nosotros tenía un conjunto de deseos.
El número cambiaba. Y lo que deseábamos…
también eso cambió. Porque
teníamos, todos, sueños muy diferentes.
Los deseos eran todos diferentes, las esperanzas eran
diferentes.
Y los desastres y catástrofes, siempre diferentes.
En grandes oleadas surgían de la tierra,
incluso ese deseo que es siempre una pérdida de tiempo.
Oleadas de desesperación, de anhelo sin esperanza y de
dolor.
Oleadas de misteriosos desenfrenados apetitos de
juventud, de sueños de infancia.
Minuciosos, apremiantes; de vez en cuando,
desinteresados.
Todos diferentes, salvo por supuesto
el deseo de volver atrás. Inevitablemente
último o primero, repetido
una y otra vez…
Y por eso su eco persistió. Y el deseo
nos retuvo, nos atormentó
aunque sabíamos en carne propia
que nunca sería concedido.
Lo sabíamos, y en las noches oscuras, lo aceptábamos.
Qué dulce se volvía la noche entonces,
una vez que el deseo nos liberaba,
qué absolutamente silenciosa.
SOLSTICIO
Cada año, en esta fecha, llega el solsticio de verano.
La consumación de la luz: hacemos planes para eso,
el día en que nos decimos
que el tiempo es larguísimo, casi infinito.
Y en nuestra lectura y escritura, damos preferencia
a lo festivo, a lo extático.
Hay en esos rituales algo más que admiración:
hay también una suerte de engreimiento,
como si el genio humano hubiera participado en los
preparativos
y el resultado nos colmara de satisfacción.
Lo que sigue a la luz es lo que la precede:
el momento de equilibrio, de oscura equivalencia.
Pero esta noche sentados en las sillas de lona del jardín
hasta las tantas de la noche…
¿por qué mirar hacia atrás o hacia adelante?
Por qué estaríamos obligados a recordar:
ese saber lo que llevamos en la sangre.
La brevedad de los días, la oscuridad, el frío del invierno.
Lo llevamos en la sangre y en los huesos: es nuestra
historia.
Hace falta genio para olvidar esas cosas.
ESTRELLAS
Estoy despierta, estoy en el mundo:
no espero
más garantía.
Ni protección, ni promesa.
El solaz del cielo nocturno,
la esfera casi inmóvil
del reloj.
Estoy sola: todas
mis riquezas a mi alrededor.
Tengo una cama, una habitación.
Tengo una cama, un florero
con flores junto a ella.
Y un velador, un libro.
Estoy despierta, estoy a salvo.
La oscuridad como coraza, los sueños
postergados, tal vez
desvanecidos para siempre.
Y el día,
la insatisfactoria mañana que dice
soy tu futuro,
aquí está tu cargamento de dolor:
¿Me rechazas? ¿Pretendes
despacharme porque no soy
plena, como dices,
porque en mí ves implícita
la negra figura?
Jamás seré desterrada. Soy la luz,
tu humillación, tu angustia personal.
¿Te atreves
a despacharme como si
esperaras algo mejor?
No hay mejor.
Sólo (por un rato)
el cielo nocturno como
una cuarentena que te aparta
de tu tarea.
Sólo (suave, orgullosamente)
las estrellas que brillan. Aquí,
en la habitación, el dormitorio.
Diciendo Fui valiente, resistí,
me prendí fuego.
JUVENTUD
Mi hermana y yo en los dos extremos del sofá,
leyendo (supongo) novelas inglesas.
La televisión encendida; diversos libros escolares
abiertos,
o marcados en ciertos sitios con hojas de cuaderno.
Euclides, Pitágoras. Como si hubiéramos explorado
los orígenes del pensamiento y preferido las novelas.
Tristes sonidos de nosotras, creciendo…
una penumbra de violonchelo. Ni rastros
de una flauta, de un piccolo. Y entonces parecía
casi imposible concebir que algo de eso
fuera a cambiar o fuera maleable.
Tristes sonidos. Anécdotas
que eran en realidad naturalezas muertas.
Las páginas de las novelas que van pasando;
los dos perros que roncan suavemente.
Y desde la cocina,
los sonidos de nuestra madre,
olor a romero, a cordero que se asa.
Un mundo en proceso
de cambio, de construcción o desaparición,
y sin embargo no era así como vivíamos;
todos vivíamos nuestras vidas
como la simultánea promulgación ritualizada
de un gran principio, algo
sentido sin entender.
Y los comentarios que hacíamos
eran como parlamentos de teatro,
dichos con convicción pero no por decisión propia.
Un principio, un aterrador mandato familiar
que implicaba oponerse al cambio, a la variación,
un rechazo incluso a hacer preguntas…
Ahora ese mundo empieza
a cambiar y a girar a nuestro alrededor, sólo ahora
que ya no existe más.
Se ha convertido en el presente interminable y sin forma.
IMAGEN EXALTADA
No un animal, sino dos.
No un plato, empequeñecido por los cubiertos,
sino un par de platos, un mantel.
Y en el mercado , el carrito
ni penosamente vacío ni
desesperadamente lleno. Y en el teatro a oscuras
dos manos que se buscan entre sí.
Parte de un altar, como un altar de iglesia
desdibujado por las velas.
¿Y de quién es esta idea? Quién se arrodilla allí
sino el niño que no encaja,
el imperfecto para quien
el recreo es un suplicio.
Más tarde, concentrado en su trabajo
mientras todos los demás se pasan notas,
dedicando con seriedad eso que su maestra llama
su buena cabeza a la tarea…
¿qué es lo que protege? ¿Otra vez su corazón,
completamente perdido
en los márgenes del bordes del cuaderno?
¿Con qué se llena una vida vacía?
Figuras amorosas, el yo
soñado, el yo
reproducido en otro yo, ambos
apilados, aunque los brazos y las piernas
estén siempre perfectamente sombreados
como en una urna o en un bajorrelieve.
Dentro, cenizas de la vida real.
Cenizas, desilusión:
y todo lo que él pide
es completar su tarea, estar
suspendido en el tiempo como
una rodaja de naranja en un cubo de hielo…
Sombras sobre el paso oscuro. El viento
súbitamente inmóvil. Y el tiempo, que es tan impaciente,
que quiere proseguir, echando ahí inmóvil, como un
animal.
Y los amantes yaciendo uno en brazos del otro,
sus corazones rotos otra vez enteros, como jamás
ocurrirá en la vida, por supuesto, el instante
del deleite consumado, de la unión, capaz de sostenerse.
¿Para ellos tendrá vida? Él los ha visto.
Él ha visto, en su determinación, en su aparente abstracción,
ni perturbado ni ahuyentado
por los espasmos de placer, por los gemidos…
Y has entendido; lo ha restituido todo,
la exaltada figura del poeta, la figura del soñador.
REUNIÓN
Descubren, después de veinte años, que se agradan
mutuamente,
a pesar de las enormes diferencias (uno psiquiatra, uno
funcionario municipal),
diferencias que podrían haber sido, que fueron, predecibles:
diferencias de gustos, inclinaciones y, ahora, de riqueza
(uno literario, uno absolutamente práctico y sin embargo
deliciosamente irónico; las dos esposas cordiales y con
mutua curiosidad).
Y este descubrimiento es, también, descubrimiento del
yo, de nuevas capacidades:
son, en esta conversación, como los grandes sabios,
los filósofos que solían leer (nunca juntos), hombres
de logros en el mundo y de sabiduría, hablando
con todo el encanto y la efervescencia y la franqueza
entusiasta
que hacen tan injustamente famosa a la juventud. Y a eso
se ha añadido
una vasta tolerancia y generosidad, un alejamiento de
cualquier clase de desdén o de recelo.
Es un placer, ahora, hablar de la manera en que sus vidas
se han desarrollado, semejantes en algunos aspectos, en
otros
profundamente diferentes (aunque cada una con su
núcleo de dolor,
manifiesto o implícito): hablar de la diferencia ahora,
hablar de todo lo que fue, antes, parte
de una suerte de terror al acecho, es hacer valer su
derecho a un tema. En tanto
el tema crece y engendra diálogo, provoca en ellos (dada
su grandeza)
una amabilidad y buena voluntad que ninguno hasta
entonces
parecía poseer. El tiempo ha sido bueno con ellos, y ahora
pueden reunirse a hablar de eso, por así decirlo, desde
adentro,
cosa que, antes, no habrían podido hacer.
RADIO
Cuando el verano acabase, mi hermana iba a ir a la
escuela.
Basta de quedarse en casa con los perros,
esperando que le llegara el momento. Basta
de jugar a la casita con mi madre. Se estaba haciendo
mayor,
ya podía ir en coche con los padres que se turnaban para
llevarnos.
Nadie quería quedarse en casa. La vida real
era el mundo: uno descubría el radio,
bailaba la reina de los cisnes. Nada
justificaba a mi madre. Nada justificaba
dejar de lado el radio porque una advirtiera finalmente
que era más interesante hacer las camas,
tener hijas como mi hermana y yo.
Mi hermana vigilaba los árboles; las hojas
no cambiaban de color con suficiente rapidez. No cesaba
de preguntar
¿ya era otoño, hacia bastante frío?
Pero todavía era verano. Yo yacía en la cama
escuchando la respiración de mi hermana.
Alcanzaba a ver su pelo rubio a la luz de la luna;
bajo las sábanas blancas, su pequeño cuerpo de duende.
Y sobre el escritorio, podía ver mi nuevo cuaderno.
Estaba como mi cerebro: limpio, vacío. En seis meses
lo que estuviera escrito allí estaría también en mi
cerebro.
Contemplaba el rostro de mi hermana, un lado enterrado
en su oso de peluche.
La estaba guardando en mi cabeza, como un recuerdo,
como los hechos que figuran en un libro.
No quería dormir. Nunca quería dormir
en esa época. Después no quería despertar. No quería
que las hojas cambiaran de color, que la noche cayera
más temprano.
No quería amar mi ropa nueva, mi cuaderno.
Sabía lo que eran: un soborno, una distracción.
Como la excitación de la escuela: la verdad era
que el tiempo avanzaba en una dirección, como una ola
alzando
la casa entera, el pueblo entero.
Encendí la luz, para despertar a mi hermana.
Quería a mis padres despiertos y alertar; quería
que dejarán de mentir. Pero nadie despertó. Me senté en
la cama
a leer mis mitos griegos a la luz del velador.
Las noches eran frías, las hojas cayeron.
Mi hermana estaba cansada de la escuela, extrañaba
estar en casa.
Pero era demasiado tarde para volver, demasiado tarde
para detenerse.
El verano había pasado, las noches eran oscuras. Los
perros
usaban mantas de lanas para salir.
Y después acabó el otoño, el año acabó.
Estábamos cambiando, crecíamos. Pero
no era algo que uno decidiera hacer;
era algo que ocurría, que una
no podía controlar.
Pasaba el tiempo. El tiempo nos llevaba
cada vez más rápido hacia la puerta del laboratorio,
y después del otro lado de la puerta hacia el abismo, la
oscuridad.
Mi madre revolvía la ropa. Las cebollas,
por milagro, se convirtieron en parte de las papas.
CUMPLEAÑOS
Parece mentira, pero puedo mirar atrás
y ver cincuenta años. Y allí, al final de la mirada,
un ser humano ya completamente reconocible,
las manos apretadas en el regazo, los ojos
clavados en el futuro con la mezcla
de terror y desesperanza de alguien que espera su
aniquilación.
Completamente familiar aunque todavía, por supuesto,
muy joven.
Mirando ciegamente hacia adelante, con la expresión de
alguien que clava los ojos en la más completa
oscuridad.
Y pensando: algo que significa, lo recuerdo , los
esfuerzos de la mente
por impedir el cambio.
Familiar, reconocible, pero más profundamente sola, más
abatida.
En su opinión, no cumple con la definición
de niña, una persona que puede esperarlo todo del
futuro.
Eso es lo que aparentan los otros; eso es, por lo tanto, lo
que son.
Constantemente amistosos
con la cámara, muchos de ellos sonríen realmente
con verdadera convicción…
Recuerdo esa edad. Plagada de inseguridades, de
disgusto por mí misma,
y al mismo tiempo inundada
de desprecio hacia lo común y corriente; eternamente
relegada a la soledad, al oscuro solaz de la percepción, a
un futuro
completamente dominado por lo trágico, en el que la
inmensa voluntad de vivir
sólo es algo a rechazar…
Ese es el problema del silencio:
una no puede poner a prueba sus ideas.
Porque no son ideas, son la verdad.
Todas las defensas, la rigidez espiritual, la insistencia
en desenmascarar lo cotidiano para revelar lo trágico,
eran en realidad inocencia del mundo.
Es decir de lo parcial, lo cambiante, lo mudable …
todo eso que el absoluto excluye. Me senté a oscuras, en
la sala.
El cumpleaños había terminado. Pensaba, naturalmente,
en el tiempo.
Recuerdo cómo, casi en el mismo instante,
mi corazón daba brinco, exultante, y caía
en la desolación y la angustia. El brinco exultante - la
mitad sin importancia -
era la felicidad; eso era lo que significaba la palabra.
TEXTO ANTIGUO
Qué vida tan afortunada la mía, todas mis plegarias
escuchadas por los ángeles.
Pedí la tierra; la tierra recibí, bajo la forma
de polvo en la cara.
Recé para aliviar el sufrimiento; recibí sufrimiento.
¿Quién puede decir que mis plegarias no fueron
escuchadas? Fueron
traducidas, revisadas… y si ciertas
palabras importantes quedaron fuera o se
malentendieron, si se borró
algún artículo crucial, no obstante fueron recibidas,
estudiadas como textos antiguos.
Tal vez eran textos antiguos, recreados
en el vernáculo de un período en particular.
Y como mi vida se consagró, en cierto sentido, cada vez
más a la plegaria,
la tarea de los ángeles fue, según creo, dominar esta
lengua
que todavía no manejaban con fluidez ni confianza.
Y si me sentí, en la juventud, rechazada, abandonada,
acabé por sentir, finalmente, que nuestra función, la de
todos nosotros,
era ser maestros, posiblemente
maestros de los sordos, ayudantes benévolos cuya
virtuosa paciencia
se sostiene en una pasión duradera.
¡Finalmente comprendí! Éramos ayudantes, instructores,
nuestras obras maestras extrañamente útiles, como
manuales.
Qué sencilla se volvió la vida entonces; qué clara, en los
errores infantiles,
la tarea perpetua: noche y día los ángeles
discutían el significado de mis palabras. Noche y día, yo
revisaba mis súplicas,
haciendo que cada oración fuera mejor, más clara, como
si fuera posible
evitar para siempre cualquier malinterpretación. Qué
perfectas se hicieron…
impecables, bellas, permanentemente malentendidas. Si
yo era, en un sentido,
una obsesiva tropezando a través del tiempo, en otro
sentido
era una obsesiva alada, mis plumas
iluminadas por la luna eran de papel. Casi no vivía entre
hombres y mujeres:
sólo hablaba con los ángeles. Que afortunados mis días,
qué cargados de sentido el persistente silencio y la
opacidad de las noches.
DE UN DIARIO
Tuve un amante una vez,
dos veces tuve una amante,
fácilmente tres veces amé.
Y entre medio
mi corazón se reconstruyó perfectamente
como una lombriz.
Y también mis sueños se reconstruyeron.
Al cabo de un tiempo, advertí que mi vida
era completamente idiota.
Idiota, malgastada…
Y un poco más tarde, tú y yo
empezamos a escribirnos, inventando
una forma completamente nueva.
¡Profunda intimidad a larga distancia!
Keats a Fanny Brawne, Dante a Beatriz…
No se puede inventar
una nueva forma para
un viejo personaje. Las cartas que envié siguieron siendo
inmaculadamente irónicas, distantes
aunque directas. Mientras tanto, escribía
cartas diferentes en mi cabeza,
algunas de las cuales se convirtieron en poemas.
¡Tanto sentimiento auténtico!
¡Tantas intensas declaraciones
de añoranza apasionada!
Amé una vez, amé dos veces
y de repente
la forma se derrumbó: fui
incapaz de sostener la ignorancia.
Qué triste haberte perdido, haber perdido
toda oportunidad de conocerte de verdad
o de recordarte en el tiempo
como una persona real, como alguien a quien
hubiera podido llegar a unirme estrechamente, tal vez
el hermano que nunca tuve.
Y qué triste pensar
en morir antes de descubrir
nada. Y advertir
que ignorantes somos casi todo el tiempo,
viendo las cosas
solamente desde la propia ventaja, como un
francotirador.
Y hubo tantas cosas
que nunca llegué a decirte sobre mí,
cosas que te podrían haber hecho cambiar de opinión.
Y la foto que nunca te envié, tomada
la noche en que me veía casi esplendida.
Quería que te enamoraras. Pero la flecha
seguía chocando contra el espejo y volviendo a mí.
Y las cartas siguieron dividiéndose
y ninguna de sus mitades era totalmente verdadera.
Y tristemente, nunca te imaginaste
nada de esto, aunque siempre respondías
con tanta prontitud, siempre la misma carta elusiva.
Amé una vez, amé dos veces,
y aunque en nuestros casos
las cosas nunca pasaron a mayores
que bueno haberlo intentado.
Y, por supuesto, aún tengo las cartas.
Alguna vez me tomaré unos años
para releerlas en el jardín,
con un vaso de té helado.
Y a veces me siento parte de algo
muy grande, profundísimo y ubicuo.
Amé una vez, amé dos veces,
fácilmente tres veces amé.
ISLA
Las cortinas se abrieron. La luz
entrando. Luz de luna, después de sol.
No cambiaba por el paso del tiempo
sino porque cada momento tenía muchos aspectos.
Lisiantos blancos en un florero cascado.
Sonido del viento. Sonido
del agua que lame la costa. Y las horas que pasan, las
blancas velas
luminosas, el barco anclado que se mece.
Movimiento aún no encauzado en el tiempo.
Las cortinas que se mueven o flamean; el momento
centelleante, una mano
que se retira, luego avanza. Silencio. Y después
una palabra, un nombre. Y después de palabras más:
otra vez, otra vez. Y el tiempo
rescatado, como un pulso
entre la inmovilidad y el cambio. El final de la tarde. Lo
que pronto
se perderá convirtiéndose en recuerdo: la mente
abrazándolo. El cuarto
otra vez reclamado, como una posesión. Luz de sol,
después de luna. Los ojos acristalados por las lágrimas.
Y después la luna que se deslíe, las blancas velas
hinchándose.
PUNTO DE DESTINO
Tuvimos apenas unos pocos días, pero fueron muy
largos,
la luz cambiaba constantemente.
Unos pocos días, repartidos en varios años,
en el curso de una década.
Y cada encuentro se cargó de una sensación de exactitud,
como si cada uno hubiera viajado, por su cuenta,
una gran distancia; como si hubiera habido,
después de todo, un punto de destino
en todos esos años errabundos.
No un lugar, sino un cuerpo, una voz.
Unos pocos días. Intensidad
a la que nunca se le permitió convertirse
en tolerancia o afecto aletargado.
Y durante años creí que esto era una absoluta maravilla;
en mi cabeza, volvía una y otra vez a esos días,
convencida de que eran el centro de mi vida amorosa.
Los días eran muy largos, como son largos ahora.
Y los intervalos, las separaciones, puro embeleso,
teñidas por una suerte de júbilo apasionado que parecía,
de alguna manera, extender esos días, inseparable de
ellos.
Así que unas pocas horas podían ser toda una vida.
Unas pocas horas, un mundo que no se ampliaba ni se
reducía,
al que, en cualquier momento, era posible entrar.
Por eso, mucho después del fin podía volver a él sin
problemas
vivir casi por completo en mi imaginación.
EL BALCÓN
Era una noche como ésta, al final del verano
Habíamos alquilado, lo recuerdo, un cuarto con balcón.
¿Cuántos días y noches? Cinco, tal vez… no más.
Hasta cuando no nos tocábamos estábamos haciendo el
amor.
Salíamos a nuestro pequeño balcón en la noche de
verano.
Y lejos, en algún lugar, los sonidos de la vida humana.
Éramos monarcas que pronto serían coronados,
con la mejor disposición hacia nuestros súbditos. Debajo,
el sonido de una radio, un aria que entonces no
conocíamos.
Alguien muriendo de amor. Alguien a quien el tiempo le
había quitado
la única felicidad, que había quedado sola,
empobrecida, sin belleza.
Las arrobadoras notas de un dolor insoportable, de
aislamiento y terror,
las lentas frases de la melodía ascendente, figuras casi
imposibles de sostener,
flotaban sobre el agua negra
como un éxtasis.
Un error tan pequeño. Y muchos años más tarde,
lo único que quedó de esa noche, de las horas en esa
habitación.
HAYA ROJA
¿Por qué la tierra está enojada con el cielo?
Si hay una pregunta, ¿hay una respuesta?
En la calle Dana, una haya roja.
Inmensa, como el árbol de mi infancia,
pero con una violencia que entonces no estaba preparada
para ver.
Yo era una niña como un dedo acusador,
después una explosión de oscuridad;
mi madre no podía hacer nada conmigo.
Interesante, ¿no?
el lenguaje que usó.
El haya roja encabritada como un animal.
Frustración, rabia, el terrible orgullo herido
del amor rechazado… recuerdo
que ascendí de la tierra a los cielos. Recuerdo
que tuve dos progenitores,
uno severo, otro invisible. Pobre
padre borroso, que trabajó
solamente en oro y plata.
BOCETO DE MI HERMANA
Aquí en Norteamérica respetamos
lo concreto, lo visible. Preguntamos
¿Para qué sirve? ¿Qué nos ofrece?
Mi hermana
dejó el tenedor. Se sentía, dijo,
como para arrojarse a un precipicio.
Se ha cometido un crimen
contra un ser humano
como contra la niña pequeña
que se pasa todo el día entretenida
con los bloques de colores
hasta que alza la vista
finalmente radiante,
ofreciéndose como un regalo,
entregándose a sus padres nuevamente
y ellos le dicen
¿Qué construiste?
y después, como ella parece
tan perpleja, tan confundida,
le repiten la pregunta.
AGOSTO
Mi hermana se pintaba las uñas de fucsia,
con un color que tenía nombre de fruta.
Todos los colores tenían nombres de alimentos:
escarchado de café, sorbete de mandarina.
Nos sentábamos en el jardín a esperar que nuestras vidas
reanudaran
el ascenso interrumpido por el verano:
triunfos, victorias para las que la escuela
era una suerte de práctica.
Los profesores nos sonreían, mirándonos con
superioridad, al concedernos la distinción.
Y en nuestra cabeza, éramos nosotras las que les
concedíamos una sonrisa de superioridad.
Teníamos la vida almacenada en la cabeza.
Aún no había empezado; ambas estábamos seguras
de que cuando empezara lo sabríamos.
Seguramente no era esto.
Nos sentábamos en el jardín trasero, observando cómo
cambiaban nuestros cuerpos:
de un rosa brillante al principio, después bronceados.
Yo me pasaba aceite para bebés sobre las piernas; mi
hermana
frotaba quitaesmaltes sobre las uñas de su mano
izquierda,
probaba otro color.
Leíamos, escuchábamos la radio portátil.
Obviamente la vida no era esto, estar sentadas
en coloridas sillas de jardín.
Nada estaba a la altura de los sueños.
Mi hermana seguía probando para encontrar un color de
su gusto:
era verano, todos eran escarchados.
Fucsia, naranja, madreperla.
Alzaba la mano izquierda ante sus ojos,
de un lado a otro la movía.
Por qué era siempre así…
los colores tan intensos en sus envases de vidrio,
tan definidos, y en las uñas
casi exactamente iguales,
una tenue película plateada.
Mi hermana sacudió el envase. El naranja
no dejaba de acumularse en el fondo; tal vez
ese fuera el problema.
Lo sacudió una y otra vez, lo alzó a la luz,
estudió las palabras de la revista.
El mundo era un detalle, una cosita que aún
no estaba exactamente bien. O como una ocurrencia de
último momento,
todavía rudimentaria o aproximada.
Lo real era la idea:
Mi hermana añadió otra capa, acercó el pulgar
al envase del esmalte de uñas.
Seguíamos creyendo que veríamos
disminuir la diferencia, aunque en realidad persistía.
Cuanto más tenazmente persistía,
tanto más intensa nuestra convicción.
VERANO EN LA PLAYA
Antes de empezar el campamento, íbamos a la playa.
Largos días, antes de que el sol fuera peligroso.
Mi hermana yacía boca abajo, leyendo novelas de
misterio.
Yo me sentaba en la arena, mirando el agua.
Se podía usar la arena para cubrir
las partes del cuerpo que no te gustaban.
Yo me cubría los pies, para hacer mis piernas más largas;
la arena subía hasta mis tobillos.
Bajé los ojos y miré mi cuerpo, lejos del agua.
Yo era como las revistas decían que debía ser:
una potranca. Era una potranca inmóvil.
Mi hermana ni se molestaba en probar esas
transformaciones.
Cuando le dije que se cubriera los pies, lo intentó un par
de veces.
pero se aburrió: no tenía suficiente fuerza de voluntad
para sostener un engaño.
Yo miraba el mar; escuchaba a las otras familias.
Había bebés por todas partes: ¿qué tenían en la cabeza?
No me imaginaba a mí misma de bebé;
no podía concebirme a mí misma como alguien que no
piensa.
Tampoco podía imaginarme como adulta.
Todos ellos tenían cuerpos terribles: flojos, grasientos,
completamente
comprometidos con ser masculinos y femeninos.
Los días eran todos iguales.
Cuando llovía, nos quedábamos en casa.
Cuando brillaba el sol, íbamos a la playa con mi madre.
Mi hermana yacía boca abajo, leyendo sus novelas de
suspense.
Yo me sentaba con las piernas acomodadas para
parecerme
a lo que veía en mi cabeza, a lo que creía era mi
verdadero yo.
Porque era verdad: cuando no me movía era perfecta.
LLUVIA DE VERANO
Se suponía que éramos, todos nosotros,
un círculo, una línea cuyos puntos
tenían igual peso, igual tensión, estaban
igualmente próximos al centro. A mí
no me parecía así. En mi opinión, mis padres
eran el círculo; mi hermana y yo
estábamos atrapadas dentro.
Long Island. Terribles
tormentas del Atlántico, lluvias de verano
que azotaban las tejas grises. Yo miraba
el haya roja, las hojas oscuras convertidas
en una suerte de ébano laqueado. Parecía ser
un lugar seguro, tan seguro como la casa.
Tenía sentido quedarse encerrada en casa.
Igual lo estábamos: no podíamos cambiar quiénes éramos.
No podíamos cambiar siquiera los detalles minúsculos:
nuestro cabello largo con raya al medio,
sujeto con dos hebillas. Encarnábamos
esas ideas de mi madre
inapropiadas para la vida adulta.
Ideas sobre la infancia: qué aspectos tener, cómo
comportarse.
Ideas sobre el espíritu: que dones reclamar, desarrollar.
Ideas sobre el carácter: cómo tener empuje, cómo dominar;
cómo triunfar con verdadera grandeza
sin aparentar mover un solo dedo.
Todo estaba durando demasiado:
la infancia, el verano. Pero estábamos a salvo;
vivíamos en una forma cerrada.
Lecciones de piano. Poemas, dibujos. La lluvia de verano
machacando el círculo. Y la mente
desarrollando en condiciones rígidas
unas pocas suposiciones trágicas: nos sentíamos a salvo,
es decir que el mundo nos parecía peligroso.
Podíamos dominar o conquistar, es decir
que el amor era para nosotras rendir homenaje.
Mi hermana y yo mirábamos afuera
la violencia de la lluvia de verano.
Para nosotras era obvio que dos personas no podían
dominar al mismo tiempo. Mi hermana
me aferró la mano, extendiendo la suya sobre los cojines
de flores.
Ninguna de las dos alcanzaba a ver, todavía,
el costo de todo eso.
Pero ella tenía miedo, confiaba en mí.
CIVILIZACIÓN
Nos llegó demasiado tarde:
la percepción de la belleza, el deseo de conocimiento.
Y en las grandes mentes, las dos cosas solían configurarse
en una sola.
Percibir, hablar, incluso sobre temas intrínsecamente
crueles
- hablar con firmeza aunque los hechos fueran, en sí
mismos, dolorosos o atroces -
parecía inaugurar entre nosotros algún gesto nuevo,
algo relacionado con la obsesión humana, la pasión
humana.
Y sin embargo, en ese gesto, algo sonaba a concesión.
Y eso ofendía lo que quedaba en nosotros de animal:
era una esclavitud hablar, asignarle
poder a fuerzas ajenas a nosotros.
En consecuencia los que hablaban fueron exiliados y
silenciados,
repudiados en las calles.
Pero los hechos persistían. Seguían repitiéndose entre
nosotros,
aislados y sin pauta regular; pero se repetían entre
nosotros,
determinándonos…
Oscuridad. Aquí y allá algunos fuegos en los zaguanes,
el viento azotando las esquinas de los edificios…
¿Dónde estaban los silenciados que concibieron esas
imágenes?
En la luz tenue, recordados al fin, resucitados.
Los repudiados fueron alabados, los que nos habían
señalado
esas verdades, los que habían discernidos su presencia,
los que las habían percibido con claridad en medio de la
tiniebla y el horror
y las habían ordenado para que pudieran comunicar
alguna imagen de su ausencia, de su magnitud…
En la que los hechos mismos eran de pronto
serenos, gloriosos. Seguían existiendo entre nosotros
pero no aislados, como en el caos, sino encadenados
en secuencias o siguiendo un orden, como si la vida en la
tierra
pudiera, de esa única forma, comprenderse en toda su
profundidad
aunque jamás pudiéramos llegar a dominarla.
DÉCADA
¿Qué júbilo roza
el consuelo del ritual? Un vacío
aparece en la vida.
Una conmoción tan profunda, tan terrible,
que su fuerza arrasa
la percepción del mundo. Eras
un animal al borde de su cueva, puro
dormir y despertar. Entonces
el minúsculo cambio: algo
atrapa el ojo.
Primavera: lo imprevisto
inunda el abismo.
Y la vida
vuelve a llenarse. Y finalmente
cada cosa
encuentra su lugar.
EL VASO VACÍO
Pedí mucho; recibí mucho.
Pedí mucho; recibí poco, recibí
casi nada.
¿Y en el medio? Unos pocos paraguas abiertos bajo techo.
Unos zapatos puestos por error sobre la mesa de la cocina.
Oh error, error, era mi naturaleza. Era
despiadada, remota. Era
egoísta, rígida hasta el punto de tiranizar.
Pero siempre fui esa persona, hasta en la infancia.
Pequeña, de pelo oscuro, temida por los otros niños.
No cambié nunca. Dentro del vaso, la abstracta
marea de la fortuna pasó
de pleamar a bajamar de la noche a la mañana.
¿Fue el mar? ¿Respondiendo, tal vez,
a las fuerzas celestiales? Para estar a salvo,
recé. Traté de ser mejor persona.
Muy pronto me pareció que lo que había empezado
siendo terror y madurado en narcisismo moral
podría haberse convertido de hecho
en auténtico desarrollo humano. Tal vez
a eso se referían mis amigos,
al aferrarme la mano, al decirme que entendían
el maltrato, toda esa increíble mierda que acepté,
dando a entender (eso pensé entonces) que yo era un
poco enferma
por dar tanto a cambio de tan poco.
Pero ellos querían decir que yo era buena (apretándome
la mano con intensidad)
una buena amiga y persona, no una criatura llena de
patetismo.
¡Entonces no era patética! Era alguien de magnitud,
como una gran reina o santa.
Muy bien, todo eso da lugar a interesantes conjeturas.
Y se me ocurre que lo crucial es creer
en el esfuerzo, creer que algo bueno saldrá incluso del
intento,
un bien no contaminado del corrupto impulso inicial
de convencer o seducir…
¿Qué somos sin eso?
Girando en el universo a oscuras,
solos, temerosos, incapaces de influir sobre el destino…
¿Qué tenemos en realidad?
Pobres trucos con zapatos y escaleras,
trucos con la sal, intentos recurrentes y espuriamente
motivados
de forjar nuestro carácter.
¿Qué tenemos para aplacar las grandes fuerzas?
Y creo que al final esa fue la pregunta
que destruyó a Agamenón, allí en la playa,
los barcos griegos preparados, el mar
invisible más allá del puerto en calma, el futuro
letal, inestable: fue un necio al pensar
que lo controlaría. Tendría que haber dicho
No tengo nada, estoy a tu merced.
MEMBRILLO
Al final, sólo nos quedó el tiempo como tema.
Por suerte, vivíamos en un mundo con estaciones,
sentíamos que, disponíamos, todavía, de variedad:
oscuridad, euforia, diversas clases de espera.
Supongo que, en un sentido estricto, nuestros diálogos
no podían considerarse una conversación,
gobernados como estaban por la repetición, el acuerdo.
Y sin embargo sería erróneo imaginar
que uno no significaba nada para el otro o
que el mundo no significaba nada para nosotros, como
sería erróneo creer
que nuestras vidas eran estrechas, o vacías.
Teníamos una riqueza enorme.
Teníamos de hecho, todo lo que veían nuestros ojos
y aunque es cierto que nuestros ojos
no veían a gran distancia, ni los detalles más sutiles,
lo que podíamos discernir lo captábamos
con un hambre que los jóvenes casi no pueden concebir,
como si toda experiencia se transmitiera
en esas pocas percepciones.
Se transmitiera sin memoria.
Porque habíamos perdido el pasado como referente,
lo habíamos perdido como imagen, como relato. ¿Qué
había contenido?
¿Había amor en él? ¿Hubo, alguna vez,
un trabajo constante? O fama… ¿había habido
algo semejante?
Al final, ya ni necesitábamos preguntarnos. Porque
sentíamos el pasado; estaba, de algún modo,
en estas cosas, el jardín del frente y el trasero,
las invadía, daba al pequeño membrillo
un peso y un significado casi insoportables.
Completamente perdida y extrañamente viva, toda
nuestra existencia humana:
sería erróneo creer
que porque nunca salíamos del jardín
lo que sentíamos era de algún modo parcial o reducido.
En su magnificencia y esplendor, el mundo
estaba al fin presente.
Y ese era el tema que tratábamos o al que hacíamos
alusión
cuando teníamos ganas de hablar.
El tiempo. El membrillo.
Tú, en tu inocencia, ¿qué sabes de este mundo?
EL VIAJERO
Lo que yo deseaba estaba en la copa del árbol.
Por fortuna, había leído libros:
sabía que me estaban poniendo a prueba.
Sabía que nada serviría:
ni trepar hasta lo alto, ni forzar la fruta
a caer. Una de estas tres cosas ocurriría en consecuencia:
la fruta no es la que una imaginó,
o lo es pero no consigue saciarte.
O se lastima al caer
y por ser algo destrozado te atormenta eternamente.
Pero me negué a ser
superada por la fruta. Me quedé bajo el árbol,
esperando que mi mente me salvara.
Me quedé allí, hasta mucho después de que la fruta se
pudrió.
Y después de muchos años, junto a mí pasó un viajero
allí donde me había quedado, y me saludó con cariño,
como se saludaría a un hermano. Y le pregunté por qué,
por qué le resultaba tan familiar,
si nunca lo había visto.
Y me dijo: "Porqué soy como tú,
por lo tanto te reconozco. Consideré toda experiencia
como una prueba espiritual o intelectual
donde exhibir o demostrar mi superioridad
sobre mis predecesores. Elegí
vivir en hipótesis; el deseo me sostuvo.
De hecho, lo que más necesitaba era desear, algo que tú
pareces
haber logrado en la inmovilidad,
pero que yo encontré en el cambio, en la partida."
ARBORETO
Teníamos el problema de la edad, el problema de
querer quedarnos.
Sin necesitar ya, siquiera, hacer algún aporte.
Simplemente, queríamos quedarnos: ser, estar aquí.
Y mirar las cosas, pero sin verdadera avidez.
Curiosear, sin comprar nada.
Pero éramos demasiados; consumíamos tiempo. Dejamos
sin lugar
a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros amigos.
Hacíamos mucho daño,
sin intención de hacerlo.
Seguíamos planeando cosas, arreglando las cosas que se
rompían.
Reparando, mejorando. Viajábamos, hacíamos jardines.
Y descaradamente seguíamos plantando árboles y
perennes.
Pedíamos tan poco del mundo. Entendíamos
que dar consejo era una ofensa, hablar de más. Nos
reprimíamos:
éramos correctos, callábamos.
Pero no podíamos curarnos del deseo, no del todo.
Nuestras manos, cruzadas, hedían a deseo.
¿Cómo fue que hicimos tanto daño, simplemente
sentados y observando,
paseando, los días de sol, en el parque, por el arboreto
o sentados en los bancos frente a la biblioteca pública,
dándoles a las palomas el alimento que llevábamos en
bolsas de papel?
Éramos correctos, y sin embargo el deseo nos perseguía.
Como una gran fuerza, un dios. Y los jóvenes
se ofendían: como reacción sus corazones
se enfriaban. Pedíamos
tan poco del mundo, las pequeñas cosas nos parecían
una gran riqueza. Tan solo oler una vez más las primeras
rosas
del arboreto: pedíamos
tan poco, y nada reclamábamos. Y los jóvenes
igual se marchitaban.
O se asemejaban a las piedras del arboreto: como si
seguir existiendo, o pidiendo tan poco durante tantos
años, significara
que lo pedíamos todo.
SUEÑO LASCIVO
Después de una de esas noches, un día:
la mente obediente, despertándose, calzándose las
pantuflas,
y el espíritu impaciente, mascullando
cuánto más me gustaría, cuánto más…
¿De dónde salió,
tan súbito, tan feroz,
un animal inesperado? ¿Quién
era esa figura misteriosa?
Eres ridículamente joven, le dije.
El día calmo, bello, la atención expectante.
La noche perturbadora y prohibida:
y no puedo volver,
ni siquiera en busca de información.
Rosas en flor, matas de penstemon, las ardillas
preocupadas por el instante.
Y de pronto no vivo aquí, vivo en un misterio.
Él tenía una rara torpeza desmañada
que se convirtió en gracia erótica.
Es lo que pensaba y lo que pensaba que no:
el mundo no es mi mundo, el cuerpo humano
es un punto muerto, un obstáculo.
Desgarbado, con vaqueros, después de pronto
haciendo las cosas más sorprendentes
como si fueran por completo invento suyo…
Pero el después al final de lo eterno:
café, pan negro, los ritos nutritivos
que ya vienen de tan lejos…
el cuerpo humano una compulsión, un imán,
el sueño que persiste
obstinado, el espíritu
incapaz de dejarlo ir…
todavía no vale la pena
perder el mundo.
GRACIA
Nos enseñaron, en esos años,
a no hablar nunca de buena suerte.
A no hablar, a no sentir:
era un paso ínfimo para una niña
con un poco de imaginación.
Y sin embargo se hacía una excepción
con el lenguaje de la fe;
nos entrenaban en los rudimentos de esa lengua
como una precaución.
No hablar con arrogancia en el mundo
sino hablar como homenaje, abyectamente, en privado…
¿Y si una no tenía fe?
Si una creía, ya en la infancia, solamente en el azar…
¡qué palabras tan potentes usaban los maestros!
Desgracia, castigo: muchos
preferíamos quedarnos mudos, aun en presencia de lo
divino.
Nuestras voces eran esas que se alzaban en lamentos
contra las crueles vicisitudes.
Nuestras eran las sombrías bibliotecas, los tratados
sobre la aflicción. En la oscuridad, nos reconocíamos
mutuamente;
Veíamos, en la mirada de los otros,
la experiencia nunca expresada en palabras.
Lo milagroso, lo sublime, lo inmerecido:
el simple alivio de despertarse una vez más a la
mañana…
sólo ahora, a las puertas de la vejez,
nos atrevemos a hablar de esas cosas, o a confesar, con
entusiasmo,
incluso nuestras más pequeñas alegrías. En cualquier
caso,
pronto desaparecerán: nuestras vidas son aquellas
en las que este saber llega de regalo.
FÁBULA
El clima se templó, se fundió la nieve.
La nieve se fundió, y en su lugar
las flores de la primavera temprana:
prímula, gloria de las nieves. Por error,
la tierra se hizo azul.
Urgencia, había tanta urgencia…
de cambiar, de escapar del pasado.
Hacía frío, era invierno:
temía por mi vida…
Después, era primavera, la tierra
se volvió de un sorprendente azul.
El clima se templó, se fundió la nieve…
la primavera la avasalló.
Y después el verano. Y el tiempo se detuvo
porque nosotros dejamos de esperar.
Y el verano duró. Duró
porque éramos felices.
El clima se templó, como
si el pasado volviera una y otra vez
procurando ser amable, como
una forma de lo eterno.
Después terminó el sueño.
Lo eterno comenzó.
LA MUSA DE LA FELICIDAD
Las ventanas cerradas, el sol que asoma.
El sonido de unos pocos pájaros;
el jardín empañado por un ligero vaho de humedad.
Y la inseguridad de la gran esperanza
esfumada de repente.
Y el corazón aún alerta.
Y mil pequeñas esperanzas que nacen,
no nuevas pero sí recién admitidas.
Afecto, comer con amigos.
Y la estructura de ciertas
tareas adultas.
La casa limpia, en silencio.
La basura que ya no es necesario sacar.
Es un reino, no un acto de la imaginación:
y todavía muy temprano,
se abren los capullos blancos de penstemon.
¿Es posible que por fin hayamos pagado
con suficiente amargura?
¿Qué no se exija sacrificio,
que la angustia y el terror se hayan considerado
suficientes?
Una ardilla corre sobre el cable del teléfono,
con una corteza de pan en la boca.
Y la estación demora la llegada de la oscuridad.
De manera que parece
parte de un gran don
que ya no hay por qué temer.
El día despliega, pero muy gradualmente, una soledad
que ya no hay por qué temer, cambios
leves, apenas percibidos…
el penstemon que se abrió.
La posibilidad
de seguir viéndolo hasta el fin.
DURAZNO MADURO
1
En una época,
sólo la certeza me daba
alegría. Imagínense…
la certeza, una cosa muerta.
2
Y después el mundo,
la experimentación.
La boca obscena
famélica de amor…
es como el amor:
la abrupta, dura
certeza del final.
3
En el centro de la mente,
el duro carozo,
la conclusión. Como si
la fruta misma
nunca existiera, sólo
el fin, el punto
a mitad de camino entre
la expectativa y la nostalgia…
4
Tanto miedo.
Tanto terror del mundo físico.
La mente frenética
protegiendo el cuerpo de
lo pasajero, lo provisorio,
el cuerpo dándole batalla…
5
Un durazno sobre la mesa de la cocina.
Una réplica. Es la tierra,
la misma
dulzura que se pierde
alrededor del contorno de la piedra,
y como la tierra
a nuestro alcance…
6
Una ocasión
para la felicidad: no podemos
poseer la tierra
sólo experimentarla. Y ahora
la sensación: la mente
silenciada por la fruta…
7
No están
reconciliados. El cuerpo
aquí, la mente
aparte, no
un guardián tan sólo
tiene sus propias alegrías.
Es el cielo nocturno,
las estrellas más intensas son sus
inmaculadas distinciones…
8
¿Puede sobrevivir? Acaso hay luz
que sobreviva al final
en el que el impulso de la mente
sigue viviendo: el pensamiento
volando por el cuarto
sobre el cuenco de frutas…
9
Cincuenta años. El cielo nocturno
colmado de estrellas fugaces.
Luz, música
a lo lejos… Debo de estar
casi muerta. Debo de ser
piedra, dado que la tierra
me circunda…
10
Había
un durazno en una canasta de mimbre.
Había un cuenco de fruta.
Cincuenta años. Tan larga caminata
desde la puerta hasta la mesa.
LA PUERTA DESPINTADA
Finalmente, en la edad madura,
sentí la tentación de volver a la infancia.
La casa era la misma, pero
la puerta era diferente.
Ya no era roja… madera sin pintar.
Los árboles eran los mismos: el roble, el haya roja.
Pero la gente - todos los habitantes del pasado -
ya no estaban: perdidos, muertos, mudados a otra parte.
Los niños de enfrente,
hombres y mujeres viejos.
El sol era el mismo, los jardines
agostados, pardos en verano.
Pero el presente estaba lleno de extraños.
Y en cierta forma todo era exactamente correcto,
exactamente como lo recordaba: la casa, la calle,
el próspero pueblito…
No para volver ni reclamar,
sino para legitimar
el silencio y la distancia,
la distancia del lugar, del tiempo,
la desconcertante fidelidad de la imaginación y el sueño…
Recuerdo mi infancia como un largo deseo de estar en
otra parte.
Ésta es la casa; esta debe de ser
la infancia de la que hablaba.
MITOSIS
Nadie las recuerda
cuando no estaban divididas. Quien diga que recuerda
está mintiendo.
Nadie recuerda. Y en cierto modo
todo el mundo lo sabe:
eran así, al principio, igualmente simples,
embarcadas en el camino más directo.
Al final, sólo el cuerpo siguió
avanzando implacablemente, tal como había de hacer
para seguir con vida.
Pero en algún momento la mente quedó atrás.
Quería más tiempo junto al mar, más tiempo en el campo
recogiendo flores silvestres. Quería
más noches para dormir en su propia cama; quería
su propio velador, su trago favorito.
Y más mañanas… posiblemente quería eso
más que ninguna otra cosa. Más
de la primera luz, el penstemon en flor, la milenrama
aún cubierta por sus joyas nocturnas, la lluvia de la noche
adherida a ella todavía.
Y después, más radicalmente, quería regresar.
Simplemente anhelaba repetir todo el pasaje,
como el director jubiloso que solo siente
que el violín podría haber sido un poco más suave, más
plañidero.
Y durante todo esto, el cuerpo
sigue adelante en su trayectoria de flecha
como debe hacerlo para seguir vivo.
Y si eso significa llegar al fin
(la mente enterrada como la cabeza de una flecha), ¿qué
alternativa
tiene, qué sueño salvo el sueño del futuro?
¡Ilimitado mundo! El panorama se despeja, las nubes se
disipan.
El agua azul, las plantas marinas se mecen y suspiran
entre los arrecifes de coral, las hoscas sirenas
repentinamente ángeles, o como ángeles. Y la música
se alza sobre mar abierto…
Exactamente como lo sueña la mente.
El mismo mar, los mismos campos centelleantes.
El plato de fruta, el violín
idéntico (en el pasado y en el futuro) pero
ahora más suave, por fin
suficientemente triste.
EROS
Había acercado la silla a la ventana del hotel, para
mirar la lluvia.
Estaba en una suerte de sueño o trance…
enamorada, y sin embargo
nada quería.
Tocarte parecía innecesario, volver a verte.
Sólo quería esto:
la habitación, la silla, el sonido de la lluvia al caer,
hora tras hora, en la tibieza de la noche de primavera.
No necesitaba nada más; estaba completamente saciada.
Mi corazón se había vuelto pequeño, se colmaba con muy
poco.
Miré la lluvia que caía en una densa cortina sobre la
ciudad oscurecida…
Nada de esto te concernía: podía dejarte vivir
tal como necesitaras vivir.
Al amanecer cesó la lluvia. Hice las cosas
que se hacen de día, me puse en movimiento,
pero como una sonámbula.
Había bastado y ya no era cosa tuya.
Unos pocos días en una ciudad desconocida.
Una conversación, el roce de una mano.
Y después, me quité mi alianza de matrimonio.
Eso era lo que quería: estar desnuda.
EL ARDID
Se sentaban muy separados
deliberadamente, para experimentar, a diario,
el placer de verse mutuamente
a gran distancia. Entendían
instintivamente que la pasión erótica
crece con la distancia, ya sea
real (uno es casado, uno
ya no ama al otro) o
espuria, engañosa, un ardid
que remeda la subordinación
de la pasión a las convenciones sociales,
pero un ardid, que no demostraba
el poder de las convenciones sino más bien
el poder de eros para aniquilar
la realidad objetiva. El mundo, el tiempo, la distancia
agostándose como un campo seco ante
el fuego de la mirada….
Nunca antes. Nunca con nadie más.
Y después los ojos, las manos.
Experimentados como una gloria, como consagración…
Dulce. Y después de tantos años
absolutamente imposible de imaginar.
Nunca antes. Nunca con nadie más.
Y después todo el asunto
repetido exactamente con otra persona.
Hasta que finalmente resultó obvio
que la única constante
era la distancia, sierva de la necesidad.
Que era usada para alimentar
el fuego, cualquiera haya sido, que ardía en cada uno de
nosotros.
Los ojos, las manos… eran menos importantes
que lo que creíamos. Finalmente,
bastaba la distancia, por sí misma.
TIEMPO
Siempre había demasiado, después demasiado poco.
Infancia: enfermedad.
Junto a la cama tenía una campanita…
al otro extremo, mi madre.
Enfermedad, lluvia gris. Los perros la pasaban
durmiendo. Dormían sobre la cama,
a los pies, y me parecía que entendían
de infancia: mejor permanecer inconsciente.
La lluvia dibujaba listones grises sobre las ventanas.
Yo estaba sentada con mi libro, la campanita a mi lado.
Sin escuchar una voz, me hice aprendiz de una voz.
Sin ver ni un signo del espíritu, decidí
vivir en el espíritu.
La lluvia iba y volvía.
Mes tras mes, en el espacio de un día.
Las cosas se convirtieron en sueños, los sueños en cosas.
Después me curé; la campanita volvió al armario.
La lluvia cesó. Los perros estaban junto a la puerta,
desesperados por salir.
Me curé, después fui adulta.
Y el tiempo siguió su marcha… era como la lluvia,
tanto, tanto, como si fuera un peso imposible de mover.
Era una niña, semidormida.
Estaba enferma, estaba protegida.
Y vivía en el mundo del espíritu,
el mundo de la lluvia gris,
de lo perdido, lo recordado.
Luego de repente brillaba el sol.
Y el tiempo seguía, aun cuando ya casi no quedaba nada.
Y lo percibido se convirtió en lo recordado,
lo recordado en lo percibido.
MEMORIA
Nací prudente, bajo el signo de Tauro.
Crecí en una isla, próspera,
en la segunda mitad del siglo veinte;
la sombra del Holocausto
apenas nos rozó.
Tuve una filosofía del amor, una filosofía
de la religión, ambas basadas
en mis primeras experiencias de familia.
Y cuando escribí sólo usé unas pocas palabras
fue porque el tiempo siempre me pareció corto,
como si pudieran arrancármelo
en cualquier momento.
Y mi historia, de todos modos, no era única
aunque, como todo el mundo, tenía una historia,
un punto de vista.
Unas pocas palabras fueron todo lo que necesité:
nutrir, sostener, atacar.
SANTA JUANA
Cuando tenía siete años, tuve una visión:
creí que moriría. Moriría
a los diez años, de polio. Vi mi muerte:
fue una visión, una intuición…
fue lo mismo que tuvo Juana, para salvar a Francia.
Lloré amargamente. Me birlaban
la tierra, me birlaban
una infancia completa, los grandes sueños de mi corazón
que jamás se harían realidad.
Nadie supo nada de todo esto.
Y después, viví.
Seguí con vida
cuando debería haber estado en llamas:
yo era Juana, era Lázaro.
El monólogo
de la infancia, de la adolescencia.
Era Lázaro, me habían devuelto el mundo.
Por las noches yacía en mi cama, esperando que me
descubrieran.
Y las voces volvieron, pero el mundo
se negaba a desaparecer.
Yacía despierta, escuchando.
Cincuenta años atrás, en mi infancia.
Y por supuesto ahora.
¿Qué era eso que me hablaba? El terror
a la muerte, el terror al deterioro gradual;
el miedo a la enfermedad con su blanco nupcial…
Cuando tenía siete años, creí que moriría;
sólo la fecha estaba equivocada. Escuché
una oscura predicción
que se alzaba en mi propio cuerpo.
Te di tu oportunidad.
Te escuché, creí en ti.
No te dejaré volver a poseerme.
ALBADA
Hubo un verano
que regresó muchas veces
había una flor que al abrirse
adoptaba muchas formas
El carmesí de las bergamota, el oro pálido de las últimas
rosas
Había un amor
Había amor y hubo muchas noches
Aroma del arbusto del celindo
Corredores de jazmines y azucenas
Aunque soplara viento
Hubo muchos inviernos pero yo cerré los ojos
El aire frío blanco de alas que se disipaban
Había un jardín cuando la nieve se fundía
Azul y blanco; yo no podía distinguir
mi soledad del amor…
Había un amor; tenía muchas voces
Había un alba; a veces
la contemplábamos juntos
Yo estaba aquí
Yo estaba aquí
Hubo un verano que regresó muchas veces
había un alba
y envejecí contemplándola
GALERÍA
Las estrellas eran tontas, no valía la pena esperarlas.
La luna estaba velada, incompleta.
Una penumbra cenagosa cubría las montañas.
En ninguna parte era evidente el gran drama de la vida
humana…
pero eso no hay que buscarlo en la naturaleza.
La terrible y angustiosa historia de una vida humana,
el salvaje triunfo del amor: esas cosas no tienen lugar
en la noche de verano, panorama de estrellas y
montañas.
Nos sentamos en nuestras terrazas, en nuestras galerías,
como si esperáramos conseguir, incluso ahora,
nueva información o compasión. Las estrellas
centelleaban un poco por encima del paisaje, las
montañas
aún teñidas de una débil luz retroactiva.
Oscuridad. Tierra luminosa. Mirábamos fijo hacia fuera,
hambrientos de saber,
y encontramos, en su lugar, un sustituto:
una indiferencia que parecía benévola.
El solaz del mundo natural. Un panorama
de lo eterno. Las estrellas
eran tontas, pero de algún modo tranquilizaban. La luna
se presentaba como una línea curva.
Y seguíamos proyectando sobre las montañas encendidas
las cualidades que necesitábamos: fortaleza, el potencial
del progreso del espíritu.
La inmunidad al tiempo, al cambio. La sensación
de seguridad perfecta, el sentimiento de estar
protegidos de lo que amábamos…
Y nuestra intensa necesidad era absorbida por la noche
y volvía a nosotros como sustento.
NOCHE DE VERANO
Metódicamente, por el hábito de muchos años, mi
corazón sigue latiendo.
De noche, cuando me despierto, lo escucho por encima
del leve zumbido del aire acondicionado.
Como solía escucharlo por encima del corazón del
amado, o
de sus diversos corazones, ya que fueron varios.
Y mientras late, sigue estimulando una emoción ridícula.
¡Tantas cartas apasionadas que nunca se enviaron!
Tantos viajes urgentes concebidos en noches de verano,
visitas sorpresivas a hombres que eran casi perfectos
desconocidos.
Los billetes que nunca se compraron, las cartas nunca
despachadas.
Y el orgullo a salvo. Y la vida, en cierto sentido, jamás
vivida por completo.
Y el arte siempre en riesgo de volverse repetitivo.
¿Por qué no? ¿Por qué no? ¿Por qué mis poemas no
deberían imitar mi vida?
Cuya enseñanza no es la apoteosis sino la serie, cuyo
significado
no radica en el gesto sino en la inercia, la ensoñación.
El deseo, la soledad, el viento sobre el almendro en flor…
con seguridad esos son los grandes temas, inagotables,
a los que mis predecesores sirvieron como aprendices.
Los escucho como un eco en mi propio corazón
disfrazados de convencionalismo.
Bálsamo de la noche de verano, bálsamo de lo normal,
majestuosa dicha y pena de la existencia humana,
lo soñado y también lo vivido…
¿qué podría ser más caro que esto, dada la cercanía de la
muerte?
FÁBULA
Después miré hacia abajo y vi
el mundo al que llegaba, que sería mi hogar.
Y me dirigí a mi compañero y le dije ¿Dónde estamos?
Y él respondió Nirvana.
Y yo le dije otra vez Pero la luz no nos dejará en paz.
bellos poemas
ResponderEliminarGracias por acercárte a LA ISLA INQUIETA, espero que tu paseo por estas tierras hayan sido de tu agrado. Gracias por tu comentario.
EliminarSi lo deseas descargar lo puedes hacer en pdf en la sección POEMAS INQUIETANTES Y DESCARGABLES, el cual se encuentra en el Blogg.
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