Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Louise Glück: Poemas de Las siete edades

 

 

 

Louise Glück (Estados Unidos, 1943)


 

Poemas de: Las siete edades

de Louise Glück

 

Traducción: Mirta Rosenberg

 

 

Thou earth, Thou Speak

 

The Tempest

 

LAS SIETE EDADES

 

En mi primer sueño el mundo parecía

lo salado, lo amargo, lo prohibido, lo dulce

En mi segundo sueño descendía,

 

era humana, no veía nada de nada

bestia como soy

 

debía tocarlo, contenerlo

 

me escondí en la arboleda,

trabajé en los campos hasta que quedaron yermos

 

un tiempo

que nunca volverá -

el trigo seco en gavillas, cajones

de higos y aceitunas

 

Hasta amé alguna vez, a mi manera

repugnante, humana

 

y como todo el mundo llamé a ese logro

libertad erótica,

por absurdo que parezca

 

El trigo cosechado, almacenado, seca

la última fruta: el tiempo

que se acumula, sin usar,

¿también termina?

 

En mi primer sueño el mundo parecía

lo dulce, lo prohibido

pero no había ningún jardín, sólo

la materia prima

 

Era humana:

había rogado descender

la sal, lo amargo, lo difícil, lo preventivo

 

Y como todos tomé, fui tomada

soñé

 

fui traicionada:

 

la tierra me fue dada en un sueño

En un sueño la poseí. 

 

RAYO DE LUNA

 

Se alzó la niebla con un sonido ahogado. Como un

golpe seco.

Que era el latido del corazón. Y se alzó el sol, diluido por

un rato.

Y después de lo que parecieron años, volvió a hundirse

y la penumbra bañó la orilla y se hizo más profunda.

Y de la nada salieron los amantes,

gente que aún tenía cuerpo y corazón. Que aún tenía

brazos, piernas, boca, aunque de día fueran

amas de casa y empresarios.

 

La misma noche produjo también gente como nosotros.

Eres como yo, te guste o no.

Insatisfecho, meticuloso. Y tu hambre no es hambre de

experiencia

sino de comprensión, como si pudiera comprender en

abstracto.

 

Entonces otra vez amanece y el mundo vuelve a ser

normal.

Los amantes se arreglan el cabello; la luna reanuda su

fútil existencia.

Y la playa es otra vez de misteriosos pájaros

que pronto aparecerán en los sellos postales.

 

Pero, ¿qué hay de nuestra memoria, la memoria de los

que dependen de imágenes?

¿No sirve de nada?

 

Se alzó la niebla, borrando de toda prueba de amor.

Sin la cual sólo tenemos el espejo, tú y yo.  

 

EL MUNDO SENSUAL

 

Te hablo a través de un río monstruoso o un abismo

para advertirte, para prepararte.

 

La tierra te seducirá, lenta, imperceptible,

sutilmente, por no decir con tu consentimiento.

 

Yo no estaba preparada: de pie en la cocina de mi abuela,

sosteniendo mi vaso. Ciruelas en compota, damascos en

compota…

 

el jugo vertido en el vaso de hielo.

Y el agua agregada con paciencia, un poco cada vez,

 

los diversos primos opinando, probando

con cada agregado…

 

aroma a fruta de verano, concentrada intensidad:

el líquido coloreado que se volvía más claro

gradualmente, más radiante,

 

atravesado por más luz.

Placer, después solaz. Mi abuela esperando

 

por si alguien quería más. Solaz después

ensimismamiento profundo.

Nada amé más: la profunda intimidad de la vida sensual,

 

el yo fundiéndose en ella o inseparable de ella,

como en suspensión, flotando, todas sus necesidades

 

a la vista, despierto, plenamente vivo…

ensimismamiento profundo, y con él

 

una misteriosa seguridad. A lo lejos, la fruta reluce en sus

cuencos de vidrio.

Fuera de la cocina, se pone el sol.

 

No estaba preparada: puesta del sol, fin del verano.

Manifestaciones

del tiempo como un continuo, como algo que llega a su fin,

 

no una suspensión; los sentidos no me protegerían.

Te advierto lo que nadie me advirtió:

 

nunca bastará, nunca estarás saciado.

Será herido, quedarás marcado, y querrás más.

 

Tu cuerpo se hará viejo, tu necesidad persistirá.

Querrás la tierra, después más de la tierra.

 

Sublime, indiferente, ahí presente, no responderá.

Te circunda, no te atenderá.

 

Es decir: te alimentará, te cautivará,

no te mantendrá vivo.   

 

MADRE E HIJO

 

Todos somos soñadores; ninguno sabe quién es.

 

Alguna máquina nos hizo; la máquina del mundo, la

familia que restringe.

Después, de vuelta al mundo, pulidos por suaves látigos.

 

Soñamos; no recordamos.

 

La máquina de la familia: pelaje oscuro, selvas del

cuerpo de la madre.

La máquina de la madre: blanca ciudad dentro de ella.

 

Y antes de eso: tierra y aire.

Musgo entre las piedras, briznas de hojas y de hierba.

 

Y antes, células en una gran oscuridad.

Y antes de eso, el mundo tras un velo.

 

Para esto naciste: para silenciarme.

Células de mi madre y de mi padre, llegó el momento

de ser fundamentales, de ser la obra maestra.

 

Yo improvisé, nunca recordé.

Ahora es tu turno de entrar en acción;

tú eres el que pide saber:

¿Por qué sufro? ¿Por qué soy ignorante?

Células en una gran oscuridad. Alguna máquina nos

hizo;

es tu turno ahora de exigirle, de volver a preguntarle:

¿para qué existo? ¿Para qué existo? 

 

FÁBULA

 

Cada uno de nosotros tenía un conjunto de deseos.

El número cambiaba. Y lo que deseábamos…

también eso cambió. Porque

teníamos, todos, sueños muy diferentes.

 

Los deseos eran todos diferentes, las esperanzas eran

diferentes.

Y los desastres y catástrofes, siempre diferentes.

 

En grandes oleadas surgían de la tierra,

incluso ese deseo que es siempre una pérdida de tiempo.

 

Oleadas de desesperación, de anhelo sin esperanza y de

dolor.

Oleadas de misteriosos desenfrenados apetitos de

juventud, de sueños de infancia.

Minuciosos, apremiantes; de vez en cuando,

desinteresados.

 

Todos diferentes, salvo por supuesto

el deseo de volver atrás. Inevitablemente

último o primero, repetido

una y otra vez…

 

Y por eso su eco persistió. Y el deseo

nos retuvo, nos atormentó

aunque sabíamos en carne propia

que nunca sería concedido.

 

Lo sabíamos, y en las noches oscuras, lo aceptábamos.

Qué dulce se volvía la noche entonces,

una vez que el deseo nos liberaba,

qué absolutamente silenciosa.

 

SOLSTICIO

 

Cada año, en esta fecha, llega el solsticio de verano.

La consumación de la luz: hacemos planes para eso,

el día en que nos decimos

que el tiempo es larguísimo, casi infinito.

Y en nuestra lectura y escritura, damos preferencia

a lo festivo, a lo extático.

 

Hay en esos rituales algo más que admiración:

hay también una suerte de engreimiento,

como si el genio humano hubiera participado en los

preparativos

y el resultado nos colmara de satisfacción.

 

Lo que sigue a la luz es lo que la precede:

el momento de equilibrio, de oscura equivalencia.

 

Pero esta noche sentados en las sillas de lona del jardín

hasta las tantas de la noche…

¿por qué mirar hacia atrás o hacia adelante?

Por qué estaríamos obligados a recordar:

ese saber lo que llevamos en la sangre.

La brevedad de los días, la oscuridad, el frío del invierno.

Lo llevamos en la sangre y en los huesos: es nuestra

historia.

Hace falta genio para olvidar esas cosas.  

 

ESTRELLAS

 

Estoy despierta, estoy en el mundo:

no espero

más garantía.

Ni protección, ni promesa.

 

El solaz del cielo nocturno,

la esfera casi inmóvil

del reloj.

 

Estoy sola: todas

mis riquezas a mi alrededor.

Tengo una cama, una habitación.

Tengo una cama, un florero

con flores junto a ella.

Y un velador, un libro.

 

Estoy despierta, estoy a salvo.

La oscuridad como coraza, los sueños

postergados, tal vez

desvanecidos para siempre.

 

Y el día,

la insatisfactoria mañana que dice

soy tu futuro,

aquí está tu cargamento de dolor:

¿Me rechazas? ¿Pretendes

despacharme porque no soy

plena, como dices,

porque en mí ves implícita

la negra figura?

 

Jamás seré desterrada. Soy la luz,

tu humillación, tu angustia personal.

¿Te atreves

a despacharme como si

esperaras algo mejor?

 

No hay mejor.

Sólo (por un rato)

el cielo nocturno como

una cuarentena que te aparta

de tu tarea.

 

Sólo (suave, orgullosamente)

las estrellas que brillan. Aquí,

en la habitación, el dormitorio.

Diciendo Fui valiente, resistí,

me prendí fuego. 

 

JUVENTUD

 

Mi hermana y yo en los dos extremos del sofá,

leyendo (supongo) novelas inglesas.

La televisión encendida; diversos libros escolares

abiertos,

o marcados en ciertos sitios con hojas de cuaderno.

Euclides, Pitágoras. Como si hubiéramos explorado

los orígenes del pensamiento y preferido las novelas.

 

Tristes sonidos de nosotras, creciendo…

una penumbra de violonchelo. Ni rastros

de una flauta, de un piccolo. Y entonces parecía

casi imposible concebir que algo de eso

fuera a cambiar o fuera maleable.

 

Tristes sonidos. Anécdotas

que eran en realidad naturalezas muertas.

Las páginas de las novelas que van pasando;

los dos perros que roncan suavemente.

 

Y desde la cocina,

los sonidos de nuestra madre,

olor a romero, a cordero que se asa.

 

Un mundo en proceso

de cambio, de construcción o desaparición,

y sin embargo no era así como vivíamos;

todos vivíamos nuestras vidas

como la simultánea promulgación ritualizada

de un  gran principio, algo

sentido sin entender.

Y los comentarios que hacíamos

eran como parlamentos de teatro,

dichos con convicción pero no por decisión propia.

 

Un principio, un aterrador mandato familiar

que implicaba oponerse al cambio, a la variación,

un rechazo incluso a hacer preguntas…

 

Ahora ese mundo empieza

a cambiar y a girar a nuestro alrededor, sólo ahora

que ya no existe más.

Se ha convertido en el presente interminable y sin forma.

 

IMAGEN EXALTADA

 

No un animal, sino dos.

No un plato, empequeñecido por los cubiertos,

sino un par de platos, un mantel.

Y en el mercado , el carrito

ni penosamente vacío ni

desesperadamente lleno. Y en el teatro a oscuras

dos manos que se buscan entre sí.

 

Parte de un altar, como un altar de iglesia

desdibujado por las velas.

 

¿Y de quién es esta idea? Quién se arrodilla allí

sino el niño que no encaja,

el imperfecto para quien

el recreo es un suplicio.

 

Más tarde, concentrado en su trabajo

mientras todos los demás se pasan notas,

dedicando con seriedad eso que su maestra llama

su buena cabeza a la tarea…

¿qué es lo que protege? ¿Otra vez su corazón,

completamente perdido

en los márgenes del bordes del cuaderno?

 

¿Con qué se llena una vida vacía?

Figuras amorosas, el yo

soñado, el yo

reproducido en otro yo, ambos

apilados, aunque los brazos y las piernas

estén siempre perfectamente sombreados

como en una urna o en un bajorrelieve.

 

Dentro, cenizas de la vida real.

Cenizas, desilusión:

 

y todo lo que él pide

es completar su tarea, estar

suspendido en el tiempo como

una rodaja de naranja en un cubo de hielo…

 

Sombras sobre el paso oscuro. El viento

súbitamente inmóvil. Y el tiempo, que es tan impaciente,

que quiere proseguir, echando ahí inmóvil, como un

animal.

Y los amantes yaciendo uno en brazos del otro,

sus corazones rotos otra vez enteros, como jamás

ocurrirá en la vida, por supuesto, el instante

del deleite consumado, de la unión, capaz de sostenerse.

¿Para ellos tendrá vida? Él los ha visto.

Él ha visto, en su determinación, en su aparente abstracción,

ni perturbado ni ahuyentado

por los espasmos de placer, por los gemidos…

 

Y has entendido; lo ha restituido todo,

la exaltada figura del poeta, la figura del soñador.    

 

REUNIÓN

 

Descubren, después de veinte años, que se agradan

mutuamente,

a pesar de las enormes diferencias (uno psiquiatra, uno

funcionario municipal),

diferencias que podrían haber sido, que fueron, predecibles:

diferencias de gustos, inclinaciones y, ahora, de riqueza

(uno literario, uno absolutamente práctico y sin embargo

deliciosamente irónico; las dos esposas cordiales y con

mutua curiosidad).

Y este descubrimiento es, también, descubrimiento del

yo, de nuevas capacidades:

son, en esta conversación, como los grandes sabios,

los filósofos que solían leer (nunca juntos), hombres

de logros en el mundo y de sabiduría, hablando

con todo el encanto y la efervescencia y la franqueza

entusiasta

que hacen tan injustamente famosa a la juventud. Y a eso

se ha añadido

una vasta tolerancia y generosidad, un alejamiento de

cualquier clase de desdén o de recelo.

Es un placer, ahora, hablar de la manera en que sus vidas

se han desarrollado, semejantes en algunos aspectos, en

otros

profundamente diferentes (aunque cada una con su

núcleo de dolor,

manifiesto o implícito): hablar de la diferencia ahora,

hablar de todo lo que fue, antes, parte

de una suerte de terror al acecho, es hacer valer su

derecho a un tema. En tanto

el tema crece y engendra diálogo, provoca en ellos (dada

su grandeza)

una amabilidad y buena voluntad que ninguno hasta

entonces

parecía poseer. El tiempo ha sido bueno con ellos, y ahora

pueden reunirse a hablar de eso, por así decirlo, desde

adentro,

cosa que, antes, no habrían podido hacer.    

 

RADIO

 

Cuando el verano acabase, mi hermana iba a ir a la

escuela.

Basta de quedarse en casa con los perros,

esperando que le llegara el momento. Basta

de jugar a la casita con mi madre. Se estaba haciendo

mayor,

ya podía ir en coche con los padres que se turnaban para

llevarnos.

 

Nadie quería quedarse en casa. La vida real

era el mundo: uno descubría el radio,

bailaba la reina de los cisnes. Nada

 

justificaba a mi madre. Nada justificaba

dejar de lado el radio porque una advirtiera finalmente

que era más interesante hacer las camas,

tener hijas como mi hermana y yo.

 

Mi hermana vigilaba los árboles; las hojas

no cambiaban de color con suficiente rapidez. No cesaba

de preguntar

¿ya era otoño, hacia bastante frío?

 

Pero todavía era verano. Yo yacía en la cama

escuchando la respiración de mi hermana.

Alcanzaba a ver su pelo rubio a la luz de la luna;

bajo las sábanas blancas, su pequeño cuerpo de duende.

 

Y sobre el escritorio, podía ver mi nuevo cuaderno.

Estaba como mi cerebro: limpio, vacío. En seis meses

lo que estuviera escrito allí estaría también en mi

cerebro.

 

Contemplaba el rostro de mi hermana, un lado enterrado

en su oso de peluche.

La estaba guardando en mi cabeza, como un recuerdo,

como los hechos que figuran en un libro.

 

No quería dormir. Nunca quería dormir

en esa época. Después no quería despertar. No quería

que las hojas cambiaran de color, que la noche cayera

más temprano.

No quería amar mi ropa nueva, mi cuaderno.

Sabía lo que eran: un soborno, una distracción.

Como la excitación de la escuela: la verdad era

que el tiempo avanzaba en una dirección, como una ola

alzando

la casa entera, el pueblo entero.

 

Encendí la luz, para despertar a mi hermana.

Quería a mis padres despiertos y alertar; quería

que dejarán de mentir. Pero nadie despertó. Me senté en

la cama

a leer mis mitos griegos a la luz del velador.

 

Las noches eran frías, las hojas cayeron.

Mi hermana estaba cansada de la escuela, extrañaba

estar en casa.

Pero era demasiado tarde para volver, demasiado tarde

para detenerse.

El verano había pasado, las noches eran oscuras. Los

perros

usaban mantas de lanas para salir.

 

Y después acabó el otoño, el año acabó.

Estábamos cambiando, crecíamos. Pero

no era algo que uno decidiera hacer;

era algo que ocurría, que una

no podía controlar.

 

Pasaba el tiempo. El tiempo nos llevaba

cada vez más rápido hacia la puerta del laboratorio,

y después del otro lado de la puerta hacia el abismo, la

oscuridad.

Mi madre revolvía la ropa. Las cebollas,

por milagro, se convirtieron en parte de las papas.       

 

CUMPLEAÑOS

 

Parece mentira, pero puedo mirar atrás

y ver cincuenta años. Y allí, al final de la mirada,

un ser humano ya completamente reconocible,

las manos apretadas en el regazo, los ojos

clavados en el futuro con la mezcla

de terror y desesperanza de alguien que espera su

aniquilación.

 

Completamente familiar aunque todavía, por supuesto,

muy joven.

Mirando ciegamente hacia adelante, con la expresión de

alguien que clava los ojos en la más completa

oscuridad.

Y pensando: algo que significa, lo recuerdo , los

esfuerzos de la mente

por impedir el cambio.

 

Familiar, reconocible, pero más profundamente sola, más

abatida.

En su opinión, no cumple con la definición

de niña, una persona que puede esperarlo todo del

futuro.

 

Eso es lo que aparentan los otros; eso es, por lo tanto, lo

que son.

Constantemente amistosos

con la cámara, muchos de ellos sonríen realmente

con verdadera convicción…

 

Recuerdo esa edad. Plagada de inseguridades, de

disgusto por mí misma,

y al mismo tiempo inundada

de desprecio hacia lo común y corriente; eternamente

relegada a la soledad, al oscuro solaz de la percepción, a

un futuro

completamente dominado por lo trágico, en el que la

inmensa voluntad de vivir

sólo es algo a rechazar…

 

Ese es el problema del silencio:

una no puede poner a prueba sus ideas.

Porque no son ideas, son la verdad.

 

Todas las defensas, la rigidez espiritual, la insistencia

en desenmascarar lo cotidiano para revelar lo trágico,

eran en realidad inocencia del mundo.

 

Es decir de lo parcial, lo cambiante, lo mudable …

todo eso que el absoluto excluye. Me senté a oscuras, en

la sala.

El cumpleaños había terminado. Pensaba, naturalmente,

en el tiempo.

Recuerdo cómo, casi en el mismo instante,

mi corazón daba brinco, exultante, y caía

en la desolación y la angustia. El brinco exultante  - la

mitad sin importancia -

era la felicidad; eso era lo que significaba la palabra.

 

TEXTO ANTIGUO

 

Qué vida tan afortunada la mía, todas mis plegarias

escuchadas por los ángeles.

 

Pedí la tierra; la tierra recibí, bajo la forma

de polvo en la cara.

 

Recé para aliviar el sufrimiento; recibí sufrimiento.

¿Quién puede decir que mis plegarias no fueron

escuchadas? Fueron

 

traducidas, revisadas… y si ciertas

palabras importantes quedaron fuera o se

malentendieron, si se borró

 

algún artículo crucial, no obstante fueron recibidas,

estudiadas como textos antiguos.

Tal vez eran textos antiguos, recreados

 

en el vernáculo de un período en particular.

Y como mi vida se consagró, en cierto sentido, cada vez

más a la plegaria,

 

la tarea de los ángeles fue, según creo, dominar esta

lengua

que todavía no manejaban con fluidez ni confianza.  

 

Y si me sentí, en la juventud, rechazada, abandonada,

acabé por sentir, finalmente, que nuestra función, la de

todos nosotros,

 

era ser maestros, posiblemente

maestros de los sordos, ayudantes benévolos cuya

virtuosa paciencia

 

se sostiene en una pasión duradera.

¡Finalmente comprendí! Éramos ayudantes, instructores,

 

nuestras obras maestras extrañamente útiles, como

manuales.

Qué sencilla se volvió la vida entonces; qué clara, en los

errores infantiles,

 

la tarea perpetua: noche y día los ángeles

discutían el significado de mis palabras. Noche y día, yo

revisaba mis súplicas,

 

haciendo que cada oración fuera mejor, más clara, como

si fuera posible

evitar para siempre cualquier malinterpretación. Qué

perfectas se hicieron…

 

impecables, bellas, permanentemente malentendidas. Si

yo era, en un sentido,

una obsesiva tropezando a través del tiempo, en otro

sentido

 

era una obsesiva alada, mis plumas

iluminadas por la luna eran de papel. Casi no vivía entre

hombres y mujeres:

 

sólo hablaba con los ángeles. Que afortunados mis días,

qué cargados de sentido el persistente silencio y la

opacidad de las noches.   

 

DE UN DIARIO

 

Tuve un amante una vez,

dos veces tuve una amante,

fácilmente tres veces amé.

Y entre medio

mi corazón se reconstruyó perfectamente

como una lombriz.

Y también mis sueños se reconstruyeron.

 

Al cabo de un tiempo, advertí que mi vida

era completamente idiota.

Idiota, malgastada…

Y un poco más tarde, tú y yo

empezamos a escribirnos, inventando

una forma completamente nueva.

 

¡Profunda intimidad a larga distancia!

Keats a Fanny Brawne, Dante a Beatriz…

 

No se puede inventar

una nueva forma para

un viejo personaje. Las cartas que envié siguieron siendo

inmaculadamente irónicas, distantes

aunque directas. Mientras tanto, escribía

cartas diferentes en mi cabeza,

algunas de las cuales se convirtieron en poemas.

 

¡Tanto sentimiento auténtico!

¡Tantas intensas declaraciones

de añoranza apasionada!

 

Amé una vez, amé dos veces

y de repente

la forma se derrumbó: fui

incapaz de sostener la ignorancia.

 

Qué triste haberte perdido, haber perdido

toda oportunidad de conocerte de verdad

o de recordarte en el tiempo

como una persona real, como alguien a quien

hubiera podido llegar a unirme estrechamente, tal vez

el hermano que nunca tuve.

 

Y qué triste pensar

en morir antes de descubrir

nada. Y advertir

que ignorantes somos casi todo el tiempo,

viendo las cosas

solamente desde la propia ventaja, como un

francotirador.

 

Y hubo tantas cosas

que nunca llegué a decirte sobre mí,

cosas que te podrían haber hecho cambiar de opinión.

Y la foto que nunca te envié, tomada

la noche en que me veía casi esplendida.

 

Quería que te enamoraras. Pero la flecha

seguía chocando contra el espejo y volviendo a mí.

Y las cartas siguieron dividiéndose

y ninguna de sus mitades era totalmente verdadera.

 

Y tristemente, nunca te imaginaste

nada de esto, aunque siempre respondías

con tanta prontitud, siempre la misma carta elusiva.

 

Amé una vez, amé dos veces,

y aunque en nuestros casos

las cosas nunca pasaron a mayores

que bueno haberlo intentado.

Y, por supuesto, aún tengo las cartas.

Alguna vez me tomaré unos años

para releerlas en el jardín,

con un vaso de té helado.

 

Y a veces me siento parte de algo

muy grande, profundísimo y ubicuo.

 

Amé una vez, amé dos veces,

fácilmente tres veces amé.

 

ISLA

 

Las cortinas se abrieron. La luz

entrando. Luz de luna, después de sol.

No cambiaba por el paso del tiempo

sino porque cada momento tenía muchos aspectos.

 

Lisiantos blancos en un florero cascado.

Sonido del viento. Sonido 

del agua que lame la costa. Y las horas que pasan, las

blancas velas

luminosas, el barco anclado que se mece.

 

Movimiento aún no encauzado en el tiempo.

Las cortinas que se mueven o flamean; el momento

centelleante, una mano

que se retira, luego avanza. Silencio. Y después

 

una palabra, un nombre. Y después de palabras más:

otra vez, otra vez. Y el tiempo

rescatado, como un pulso

entre la inmovilidad y el cambio. El final de la tarde. Lo

que pronto

 

se perderá convirtiéndose en recuerdo: la mente

abrazándolo. El cuarto

otra vez reclamado, como una posesión. Luz de sol,

después de luna. Los ojos acristalados por las lágrimas.

Y después la luna que se deslíe, las blancas velas

hinchándose.

 

PUNTO DE DESTINO

 

Tuvimos apenas unos pocos días, pero fueron muy

largos,

la luz cambiaba constantemente.

Unos pocos días, repartidos en varios años,

en el curso de una década.

 

Y cada encuentro se cargó de una sensación de exactitud,

como si cada uno hubiera viajado, por su cuenta,

una gran distancia; como si hubiera habido,

después de todo, un punto de destino

en todos esos años errabundos.

No un lugar, sino un cuerpo, una voz.

 

Unos pocos días. Intensidad

a la que nunca se le permitió convertirse

en tolerancia o afecto aletargado.

 

Y durante años creí que esto era una absoluta maravilla;

en mi cabeza, volvía una y otra vez a esos días,

convencida de que eran el centro de mi vida amorosa.

 

Los días eran muy largos, como son largos ahora.

Y los intervalos, las separaciones, puro embeleso,

teñidas por una suerte de júbilo apasionado que parecía,

de alguna manera, extender esos días, inseparable de

ellos.

Así que unas pocas horas podían ser toda una vida.

Unas pocas horas, un mundo que no se ampliaba ni se

reducía,

al que, en cualquier momento, era posible entrar.

 

Por eso, mucho después del fin podía volver a él sin

problemas

vivir casi por completo en mi imaginación.         

 

EL BALCÓN

 

Era una noche como ésta, al final del verano

 

Habíamos alquilado, lo recuerdo, un cuarto con balcón.

¿Cuántos días y noches? Cinco, tal vez… no más.

 

Hasta cuando no nos tocábamos estábamos haciendo el

amor.

Salíamos a nuestro pequeño balcón en la noche de

verano.

Y lejos, en algún lugar, los sonidos de la vida humana.

 

Éramos monarcas que pronto serían coronados,

con la mejor disposición hacia nuestros súbditos. Debajo,

el sonido de una radio, un aria que entonces no

conocíamos.

 

Alguien muriendo de amor. Alguien a quien el tiempo le

había quitado

la única felicidad, que había quedado sola,

empobrecida, sin belleza.

 

Las arrobadoras notas de un dolor insoportable, de

aislamiento y terror,

las lentas frases de la melodía ascendente, figuras casi

imposibles de sostener,

flotaban sobre el agua negra

como un éxtasis.

 

Un error tan pequeño. Y muchos años más tarde,

lo único que quedó de esa noche, de las horas en esa

habitación.                  

 

HAYA ROJA

 

¿Por qué la tierra está enojada con el cielo?

Si hay una pregunta, ¿hay una respuesta?

 

En la calle Dana, una haya roja.

Inmensa, como el árbol de mi infancia,

pero con una violencia que entonces no estaba preparada

para ver.

 

Yo era una niña como un dedo acusador,

después una explosión de oscuridad;

mi madre no podía hacer nada conmigo.

Interesante, ¿no?

el lenguaje que usó.

 

El haya roja encabritada como un animal.

 

Frustración, rabia, el terrible orgullo herido

del amor rechazado… recuerdo

 

que ascendí de la tierra a los cielos. Recuerdo

que tuve dos progenitores,

uno severo, otro invisible. Pobre

padre borroso, que trabajó

solamente en oro y plata.

 

BOCETO DE MI HERMANA

 

Aquí en Norteamérica respetamos

lo concreto, lo visible. Preguntamos

¿Para qué sirve? ¿Qué nos ofrece?

 

Mi hermana

dejó el tenedor. Se sentía, dijo,

como para arrojarse a un precipicio.

 

Se ha cometido un crimen

contra un ser humano

 

como contra la niña pequeña

que se pasa todo el día entretenida

con los bloques de colores

 

hasta que alza la vista

finalmente radiante,

ofreciéndose como un regalo,

entregándose a sus padres nuevamente

 

y ellos le dicen

¿Qué construiste?

y después, como ella parece

tan perpleja, tan confundida,

le repiten la pregunta.  

 

AGOSTO

 

Mi hermana se pintaba las uñas de fucsia,

con un color que tenía nombre de fruta.

Todos los colores tenían nombres de alimentos:

escarchado de café, sorbete de mandarina.

Nos sentábamos en el jardín a esperar que nuestras vidas

reanudaran

el ascenso interrumpido por el verano:

triunfos, victorias para las que la escuela

era una suerte de práctica.

 

Los profesores nos sonreían, mirándonos con

superioridad, al concedernos la distinción.

Y en nuestra cabeza, éramos nosotras las que les

concedíamos una sonrisa de superioridad.

 

Teníamos la vida almacenada en la cabeza.

Aún no había empezado; ambas estábamos seguras

de que cuando empezara lo sabríamos.

Seguramente no era esto.

 

Nos sentábamos en el jardín trasero, observando cómo

cambiaban nuestros cuerpos:

de un rosa brillante al principio, después bronceados.

Yo me pasaba aceite para bebés sobre las piernas; mi

hermana

frotaba quitaesmaltes sobre las uñas de su mano

izquierda,

probaba otro color.

 

Leíamos, escuchábamos la radio portátil.

Obviamente la vida no era esto, estar sentadas

en coloridas sillas de jardín.

 

Nada estaba a la altura de los sueños.

Mi hermana seguía probando para encontrar un color de

su gusto:

era verano, todos eran escarchados.

Fucsia, naranja, madreperla.

Alzaba la mano izquierda ante sus ojos,

de un lado a otro la movía.

 

Por qué era siempre así…

los colores tan intensos en sus envases de vidrio,

tan definidos, y en las uñas

casi exactamente iguales,

una tenue película plateada.

 

Mi hermana sacudió el envase. El naranja

no dejaba de acumularse en el fondo; tal vez

ese fuera el problema.

Lo sacudió una y otra vez, lo alzó a la luz,

estudió las palabras de la revista.

 

El mundo era un detalle, una cosita que aún

no estaba exactamente bien. O como una ocurrencia de

último momento,

todavía rudimentaria o aproximada.

Lo real era la idea:

Mi hermana añadió otra capa, acercó el pulgar

al envase del esmalte de uñas.

Seguíamos creyendo que veríamos

disminuir la diferencia, aunque en realidad persistía.

Cuanto más tenazmente persistía,

tanto más intensa nuestra convicción.

 

VERANO EN LA PLAYA

 

Antes de empezar el campamento, íbamos a la playa.

 

Largos días, antes de que el sol fuera peligroso.

Mi hermana yacía boca abajo, leyendo novelas de

misterio.

Yo me sentaba en la arena, mirando el agua.

 

Se podía usar la arena para cubrir

las partes del cuerpo que no te gustaban.

Yo me cubría los pies, para hacer mis piernas más largas;

la arena subía hasta mis tobillos.

 

Bajé los ojos y miré mi cuerpo, lejos del agua.

Yo era como las revistas decían que debía ser:

una potranca. Era una potranca inmóvil.

 

Mi hermana ni se molestaba en probar esas

transformaciones.

Cuando le dije que se cubriera los pies, lo intentó un par

de veces.

pero se aburrió: no tenía suficiente fuerza de voluntad

para sostener un engaño.

 

Yo miraba el mar; escuchaba a las otras familias.

Había bebés por todas partes: ¿qué tenían en la cabeza?

No me imaginaba a mí misma de bebé;

no podía concebirme a mí misma como alguien que no

piensa.

Tampoco podía imaginarme como adulta.

Todos ellos tenían cuerpos terribles: flojos, grasientos,

completamente

comprometidos con ser masculinos y femeninos.

 

Los días eran todos iguales.

Cuando llovía, nos quedábamos en casa.

Cuando brillaba el sol, íbamos a la playa con mi madre.

Mi hermana yacía boca abajo, leyendo sus novelas de

suspense.

Yo me sentaba con las piernas acomodadas para

parecerme

a lo que veía en mi cabeza, a lo que creía era mi

verdadero yo.

 

Porque era verdad: cuando no me movía era perfecta.      

 

LLUVIA DE VERANO

 

Se suponía que éramos, todos nosotros,

un círculo, una línea cuyos puntos

tenían igual peso, igual tensión, estaban

igualmente próximos al centro. A mí

no me parecía así. En mi opinión, mis padres

eran el círculo; mi hermana y yo

estábamos atrapadas dentro.

 

Long Island. Terribles

tormentas del Atlántico, lluvias de verano

que azotaban las tejas grises. Yo miraba

el haya roja, las hojas oscuras convertidas

en una suerte de ébano laqueado. Parecía ser

un lugar seguro, tan seguro como la casa.

 

Tenía sentido quedarse encerrada en casa.

Igual lo estábamos: no podíamos cambiar quiénes éramos.

No podíamos cambiar siquiera los detalles minúsculos:

nuestro cabello largo con raya al medio,

sujeto con dos hebillas. Encarnábamos

esas ideas de mi madre

inapropiadas para la vida adulta.

 

Ideas sobre la infancia: qué aspectos tener, cómo

comportarse.

Ideas sobre el espíritu: que dones reclamar, desarrollar.

Ideas sobre el carácter: cómo tener empuje, cómo dominar;

cómo triunfar con verdadera grandeza

sin aparentar mover un solo dedo.

 

Todo estaba durando demasiado:

la infancia, el verano. Pero estábamos a salvo;

vivíamos en una forma cerrada.

 

Lecciones de piano. Poemas, dibujos. La lluvia de verano

machacando el círculo. Y la mente

desarrollando en condiciones rígidas

unas pocas suposiciones trágicas: nos sentíamos a salvo,

es decir que el mundo nos parecía peligroso.

Podíamos dominar o conquistar, es decir

que el amor era para nosotras rendir homenaje.

 

Mi hermana y yo mirábamos afuera

la violencia de la lluvia de verano.

Para nosotras era obvio que dos personas no podían

dominar al mismo tiempo. Mi hermana

me aferró la mano, extendiendo la suya sobre los cojines

de flores.

 

Ninguna de las dos alcanzaba a ver, todavía,

el costo de todo eso.

Pero ella tenía miedo, confiaba en mí.     

 

CIVILIZACIÓN

 

Nos llegó demasiado tarde:

la percepción de la belleza, el deseo de conocimiento.

Y en las grandes mentes, las dos cosas solían configurarse

en una sola.

 

Percibir, hablar, incluso sobre temas intrínsecamente

crueles

- hablar con firmeza aunque los hechos fueran, en sí

mismos, dolorosos o atroces -

parecía inaugurar entre nosotros algún gesto nuevo,

algo relacionado con la obsesión humana, la pasión

humana.

 

Y sin embargo, en ese gesto, algo sonaba a concesión.

Y eso ofendía lo que quedaba en nosotros de animal:

era una esclavitud hablar, asignarle

poder a fuerzas ajenas a nosotros.

En consecuencia los que hablaban fueron exiliados y

silenciados,

repudiados en las calles.

 

Pero los hechos persistían. Seguían repitiéndose entre

nosotros,

aislados y sin pauta regular; pero se repetían entre

nosotros,

determinándonos…

 

Oscuridad. Aquí y allá algunos fuegos en los zaguanes,

el viento azotando las esquinas de los edificios…

 

¿Dónde estaban los silenciados que concibieron esas

imágenes?

En la luz tenue, recordados al fin, resucitados.

Los repudiados fueron alabados, los que nos habían

señalado

esas verdades, los que habían discernidos su presencia,

los que las habían percibido con claridad en medio de la

tiniebla y el horror

y las habían ordenado para que pudieran comunicar

alguna imagen de su ausencia, de su magnitud…

 

En la que los hechos mismos eran de pronto

serenos, gloriosos. Seguían existiendo entre nosotros

pero no aislados, como en el caos, sino encadenados

en secuencias o siguiendo un orden, como si la vida en la

tierra

pudiera, de esa única forma, comprenderse en toda su

profundidad

aunque jamás pudiéramos llegar a dominarla.

 

DÉCADA

 

¿Qué júbilo roza

el consuelo del ritual? Un vacío

 

aparece en la vida.

Una conmoción tan profunda, tan terrible,

que su fuerza arrasa

la percepción del mundo. Eras

 

un animal al borde de su cueva, puro

dormir y despertar. Entonces

el minúsculo cambio: algo

 

atrapa el ojo.

Primavera: lo imprevisto

inunda el abismo.

 

Y la vida

vuelve a llenarse. Y finalmente

cada cosa

encuentra su lugar. 

 

EL VASO VACÍO

 

Pedí mucho; recibí mucho.

Pedí mucho; recibí poco, recibí

casi nada.

 

¿Y en el medio? Unos pocos paraguas abiertos bajo techo.

Unos zapatos puestos por error sobre la mesa de la cocina.

 

Oh error, error, era mi naturaleza. Era

despiadada, remota. Era

egoísta, rígida hasta el punto de tiranizar.

 

Pero siempre fui esa persona, hasta en la infancia.

Pequeña, de pelo oscuro, temida por los otros niños.

No cambié nunca. Dentro del vaso, la abstracta

marea de la fortuna pasó

de pleamar a bajamar de la noche a la mañana.

 

¿Fue el mar? ¿Respondiendo, tal vez,

a las fuerzas celestiales? Para estar a salvo,

recé. Traté de ser mejor persona.

Muy pronto me pareció que lo que había empezado

siendo terror y madurado en narcisismo moral

podría haberse convertido de hecho

en auténtico desarrollo humano. Tal vez

a eso se referían mis amigos,

al aferrarme la mano, al decirme que entendían

el maltrato, toda esa increíble mierda que acepté,

dando a entender (eso pensé entonces) que yo era un

poco  enferma

por dar tanto a cambio de tan poco.

Pero ellos querían decir que yo era buena (apretándome

la mano con intensidad)

una buena amiga y persona, no una criatura llena de

patetismo.

 

¡Entonces no era patética! Era alguien de magnitud,

como una gran reina o santa.

Muy bien, todo eso da lugar a interesantes conjeturas.

Y se me ocurre que lo crucial es creer

en el esfuerzo, creer que algo bueno saldrá incluso del

intento,

un bien no contaminado del corrupto impulso inicial

de convencer o seducir…

 

¿Qué somos sin eso?

Girando en el universo a oscuras,

solos, temerosos, incapaces de influir sobre el destino…

 

¿Qué tenemos en realidad?

Pobres trucos con zapatos y escaleras,

trucos con la sal, intentos recurrentes y espuriamente

motivados

de forjar nuestro carácter.

¿Qué tenemos para aplacar las grandes fuerzas?

 

Y creo que al final esa fue la pregunta

que destruyó a Agamenón, allí en la playa,

los barcos griegos preparados, el mar

invisible más allá del puerto en calma, el futuro

letal, inestable: fue un necio al pensar

que lo controlaría. Tendría que haber dicho

No tengo nada, estoy a tu merced.      

 

MEMBRILLO

 

Al final, sólo nos quedó el tiempo como tema.

Por suerte, vivíamos en un mundo con estaciones,

sentíamos que, disponíamos, todavía, de variedad:

oscuridad, euforia, diversas clases de espera.

 

Supongo que, en un sentido estricto, nuestros diálogos

no podían considerarse una conversación,

gobernados como estaban por la repetición, el acuerdo.

 

Y sin embargo sería erróneo imaginar

que uno no significaba nada para el otro o

que el mundo no significaba nada para nosotros, como

sería erróneo creer

que nuestras vidas eran estrechas, o vacías.

 

Teníamos una riqueza enorme.

Teníamos de hecho, todo lo que veían nuestros ojos

y aunque es cierto que nuestros ojos

no veían a gran distancia, ni los detalles más sutiles,

lo que podíamos discernir lo captábamos

con un hambre que los jóvenes casi no pueden concebir,

como si toda experiencia se transmitiera

en esas pocas percepciones.

 

Se transmitiera sin memoria.

Porque habíamos perdido el pasado como referente,

lo habíamos perdido como imagen, como relato. ¿Qué

había contenido?

¿Había amor en él? ¿Hubo, alguna vez,

un trabajo constante? O fama… ¿había habido

algo semejante?

 

Al final, ya ni necesitábamos preguntarnos. Porque

sentíamos el pasado; estaba, de algún modo,

en estas cosas, el jardín del frente y el trasero,

las invadía, daba al pequeño membrillo

un peso y un significado casi insoportables.

 

Completamente perdida y extrañamente viva, toda

nuestra existencia humana:

sería erróneo creer

que porque nunca salíamos del jardín

lo que sentíamos era de algún modo parcial o reducido.

En su magnificencia y esplendor, el mundo

estaba al fin presente.

 

Y ese era el tema que tratábamos o al que hacíamos

alusión

cuando teníamos ganas de hablar.

El tiempo. El membrillo.

Tú, en tu inocencia, ¿qué sabes de este mundo?    

 

EL VIAJERO

 

Lo que yo deseaba estaba en la copa del árbol.

Por fortuna, había leído libros:

sabía que me estaban poniendo a prueba.

 

Sabía que nada serviría:

ni trepar hasta lo alto, ni forzar la fruta

a caer. Una de estas tres cosas ocurriría en consecuencia:

la fruta no es la que una imaginó,

o lo es pero no consigue saciarte.

O se lastima al caer

y por ser algo destrozado te atormenta eternamente.

 

Pero me negué a ser

superada por la fruta. Me quedé bajo el árbol,

esperando que mi mente me salvara.

Me quedé allí, hasta mucho después de que la fruta se

pudrió.

 

Y después de muchos años, junto a mí pasó un viajero

allí donde me había quedado, y me saludó con cariño,

como se saludaría a un hermano. Y le pregunté por qué,

por qué le resultaba tan familiar,

si nunca lo había visto.

 

Y me dijo: "Porqué soy como tú,

por lo tanto te reconozco. Consideré toda experiencia

como una prueba espiritual o intelectual

donde exhibir o demostrar mi superioridad

sobre mis predecesores. Elegí

vivir en hipótesis; el deseo me sostuvo.

 

De hecho, lo que más necesitaba era desear, algo que tú

pareces

haber logrado en la inmovilidad,

pero que yo encontré en el cambio, en la partida."

 

ARBORETO

 

Teníamos el problema de la edad, el problema de

querer quedarnos.

Sin necesitar ya, siquiera, hacer algún aporte.

Simplemente, queríamos quedarnos: ser, estar aquí.

 

Y mirar las cosas, pero sin verdadera avidez.

Curiosear, sin comprar nada.

Pero éramos demasiados; consumíamos tiempo. Dejamos

sin lugar

a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros amigos.

Hacíamos mucho daño,

sin intención de hacerlo.

 

Seguíamos planeando cosas, arreglando las cosas que se

rompían.

Reparando, mejorando. Viajábamos, hacíamos jardines.

Y descaradamente seguíamos plantando árboles y

perennes.

 

Pedíamos tan poco del mundo. Entendíamos

que dar consejo era una ofensa, hablar de más. Nos

reprimíamos:

éramos correctos, callábamos.

Pero no podíamos curarnos del deseo, no del todo.

Nuestras manos, cruzadas, hedían a deseo.

 

¿Cómo fue que hicimos tanto daño, simplemente

sentados y observando,

paseando, los días de sol, en el parque, por el arboreto

o sentados en los bancos frente a la biblioteca pública,

dándoles a las palomas el alimento que llevábamos en

bolsas de papel?

 

Éramos correctos, y sin embargo el deseo nos perseguía.

Como una gran fuerza, un dios. Y los jóvenes

se ofendían: como reacción sus corazones

se enfriaban. Pedíamos

 

tan poco del mundo, las pequeñas cosas nos parecían

una gran riqueza. Tan solo oler una vez más las primeras

rosas

del arboreto: pedíamos

tan poco, y nada reclamábamos. Y los jóvenes

igual se marchitaban.

 

O se asemejaban a las piedras del arboreto: como si

seguir existiendo, o pidiendo tan poco durante tantos

años, significara

que lo pedíamos todo.       

 

SUEÑO LASCIVO

 

Después de una de esas noches, un día:

la mente obediente, despertándose, calzándose las

pantuflas,

y el espíritu impaciente, mascullando

cuánto más me gustaría, cuánto más…

 

¿De dónde salió,

tan súbito, tan feroz,

un animal inesperado? ¿Quién

era esa figura misteriosa?

Eres ridículamente joven, le dije.

 

El día calmo, bello, la atención expectante.

La noche perturbadora y prohibida:

y no puedo volver,

ni siquiera en busca de información.

 

Rosas en flor, matas de penstemon, las ardillas

preocupadas por el instante.

Y de pronto no vivo aquí, vivo en un misterio.

 

Él tenía una rara torpeza desmañada

que se convirtió en gracia erótica.

 

Es lo que pensaba y lo que pensaba que no:

el mundo no es mi mundo, el cuerpo humano

es un punto muerto, un obstáculo.

Desgarbado, con vaqueros, después de pronto

haciendo las cosas más sorprendentes

como si fueran por completo invento suyo…

 

Pero el después al final de lo eterno:

café, pan negro, los ritos nutritivos

que ya vienen de tan lejos…

 

el cuerpo humano una compulsión, un imán,

el sueño que persiste

obstinado, el espíritu

incapaz de dejarlo ir…

 

todavía no vale la pena

perder el mundo.   

 

GRACIA

 

Nos enseñaron, en esos años,

a no hablar nunca de buena suerte.

A no hablar, a no sentir:

era un paso ínfimo para una niña

con un poco de imaginación.

 

Y sin embargo se hacía una excepción

con el lenguaje de la fe;

nos entrenaban en los rudimentos de esa lengua

como una precaución.

 

No hablar con arrogancia en el mundo

sino hablar como homenaje, abyectamente, en privado…

 

¿Y si una no tenía fe?

Si una creía, ya en la infancia, solamente en el azar…

 

¡qué palabras tan potentes usaban los maestros!

Desgracia, castigo: muchos

preferíamos quedarnos mudos, aun en presencia de lo

divino.

 

Nuestras voces eran esas que se alzaban en lamentos

contra las crueles vicisitudes.

Nuestras eran las sombrías bibliotecas, los tratados

sobre la aflicción. En la oscuridad, nos reconocíamos

mutuamente;

Veíamos, en la mirada de los otros,

la experiencia nunca expresada en palabras.

 

Lo milagroso, lo sublime, lo inmerecido:

el simple alivio de despertarse una vez más a la

mañana… 

sólo ahora, a las puertas de la vejez,

nos atrevemos a hablar de esas cosas, o a confesar, con

entusiasmo,

incluso nuestras más pequeñas alegrías. En cualquier

caso,

pronto desaparecerán: nuestras vidas son aquellas

en las que este saber llega de regalo.

 

FÁBULA

 

El clima se templó, se fundió la nieve.

La nieve se fundió, y en su lugar

las flores de la primavera temprana:

prímula, gloria de las nieves. Por error,

la tierra se hizo azul.

 

Urgencia, había tanta urgencia…

 

de cambiar, de escapar del pasado.

 

Hacía frío, era invierno:

temía por mi vida…

 

Después, era primavera, la tierra

se volvió de un sorprendente azul.

 

El clima se templó, se fundió la nieve…

la primavera la avasalló.

Y después el verano. Y el tiempo se detuvo

porque nosotros dejamos de esperar.

 

Y el verano duró. Duró

porque éramos felices.

 

El clima se templó, como

si el pasado volviera una y otra vez

procurando ser amable, como

una forma de lo eterno.

 

Después terminó el sueño.

Lo eterno comenzó. 

 

LA MUSA DE LA FELICIDAD

 

Las ventanas cerradas, el sol que asoma.

El sonido de unos pocos pájaros;

el jardín empañado por un ligero vaho de humedad.

Y la inseguridad de la gran esperanza

esfumada de repente.

Y el corazón aún alerta.

 

Y mil pequeñas esperanzas que nacen,

no nuevas pero sí recién admitidas.

Afecto, comer con amigos.

Y la estructura de ciertas

tareas adultas.

 

La casa limpia, en silencio.

La basura que ya no es necesario sacar.

 

Es un reino, no un acto de la imaginación:

y todavía muy temprano,

se abren los capullos blancos de penstemon.

 

¿Es posible que por fin hayamos pagado

con suficiente amargura?

¿Qué no se exija sacrificio,

que la angustia y el terror se hayan considerado

suficientes?

 

Una ardilla corre sobre el cable del teléfono,

con una corteza de pan en la boca.

Y la estación demora la llegada de la oscuridad.

De manera que parece

parte de un gran don

que ya no hay por qué temer.

 

El día despliega, pero muy gradualmente, una soledad

que ya no hay por qué temer, cambios

leves, apenas percibidos…

el penstemon que se abrió.

La posibilidad

de seguir viéndolo hasta el fin.

  

DURAZNO MADURO

 

1

 

En una época,

sólo la certeza me daba

alegría. Imagínense…

la certeza, una cosa muerta.

 

2

 

Y después el mundo,

la experimentación.

La boca obscena

famélica de amor…

es como el amor:

la abrupta, dura

certeza del final.

 

3

 

En el centro de la mente,

el duro carozo,

la conclusión. Como si

la fruta misma

nunca existiera, sólo

el fin, el punto

a mitad de camino entre

la expectativa y la nostalgia…

 

4

 

Tanto miedo.

Tanto terror del mundo físico.

La mente frenética

protegiendo el cuerpo de

lo pasajero, lo provisorio,

el cuerpo dándole batalla… 

 

5

 

Un durazno sobre la mesa de la cocina.

Una réplica. Es la tierra,

la misma

dulzura que se pierde

alrededor del contorno de la piedra,

y como la tierra

a nuestro alcance…

 

6

 

Una ocasión

para la felicidad: no podemos

poseer la tierra

sólo experimentarla. Y ahora

la sensación: la mente

silenciada por la fruta…

 

7

 

No están

reconciliados. El cuerpo

aquí, la mente

aparte, no

un guardián tan sólo

tiene sus propias alegrías.

Es el cielo nocturno,

las estrellas más intensas son sus

inmaculadas distinciones…

 

8

 

¿Puede sobrevivir? Acaso hay luz

que sobreviva al final

en el que el impulso de la mente

sigue viviendo: el pensamiento

volando por el cuarto

sobre el cuenco de frutas…

 

9

 

Cincuenta años. El cielo nocturno

colmado de estrellas fugaces.

Luz, música 

a lo lejos… Debo de estar

casi muerta. Debo de ser

piedra, dado que la tierra

me circunda…

 

10

 

Había

un durazno en una canasta de mimbre.

Había un cuenco de fruta.

Cincuenta años. Tan larga caminata

desde la puerta hasta la mesa.

 

LA PUERTA DESPINTADA

 

Finalmente, en la edad madura,

sentí la tentación de volver a la infancia.

 

La casa era la misma, pero

la puerta era diferente.

Ya no era roja… madera sin pintar.

Los árboles eran los mismos: el roble, el haya roja.

Pero la gente - todos los habitantes del pasado -

ya no estaban: perdidos, muertos, mudados a otra parte.

Los niños de enfrente,

hombres y mujeres viejos.

 

El sol era el mismo, los jardines

agostados, pardos en verano.

Pero el presente estaba lleno de extraños.

 

Y en cierta forma todo era exactamente correcto,

exactamente como lo recordaba: la casa, la calle,

el próspero pueblito…

 

No para volver ni reclamar,

sino para legitimar

el silencio y la distancia,

la distancia del lugar, del tiempo,

la desconcertante fidelidad de la imaginación y el sueño…

 

Recuerdo mi infancia como un largo deseo de estar en

otra parte.

Ésta es la casa; esta debe de ser

la infancia de la que hablaba. 

 

MITOSIS

 

Nadie las recuerda

cuando no estaban divididas. Quien diga que recuerda

está mintiendo.

 

Nadie recuerda. Y en cierto modo

todo el mundo lo sabe:

 

eran así, al principio, igualmente simples,

embarcadas en el camino más directo.

Al final, sólo el cuerpo siguió

avanzando implacablemente, tal como había de hacer

para seguir con vida.

 

Pero en algún momento la mente quedó atrás.

Quería más tiempo junto al mar, más tiempo en el campo

recogiendo flores silvestres. Quería

más noches para dormir en su propia cama; quería

su propio velador, su trago favorito.

Y más mañanas… posiblemente quería eso

más que ninguna otra cosa. Más

de la primera luz, el penstemon en flor, la milenrama

aún cubierta por sus joyas nocturnas, la lluvia de la noche

adherida a ella todavía.

 

Y después, más radicalmente, quería regresar.

Simplemente anhelaba repetir todo el pasaje,

como el director jubiloso que solo siente

que el violín podría haber sido un poco más suave, más

plañidero.

 

Y durante todo esto, el cuerpo

sigue adelante en su trayectoria de flecha

como debe hacerlo para seguir vivo.

 

Y si eso significa llegar al fin

(la mente enterrada como la cabeza de una flecha), ¿qué

alternativa

tiene, qué sueño salvo el sueño del futuro?

 

¡Ilimitado mundo! El panorama se despeja, las nubes se

disipan.

El agua azul, las plantas marinas se mecen y suspiran

entre los arrecifes de coral, las hoscas sirenas

repentinamente ángeles, o como ángeles. Y  la música

se alza sobre mar abierto…

 

Exactamente como lo sueña la mente.

El mismo mar, los mismos campos centelleantes.

El plato de fruta, el violín

idéntico (en el pasado y en el futuro) pero

ahora más suave, por fin

suficientemente triste.       

 

EROS

 

Había acercado la silla a la ventana del hotel, para

mirar la lluvia.

 

Estaba en una suerte de sueño o trance…

enamorada, y sin embargo

nada quería.

 

Tocarte parecía innecesario, volver a verte.

Sólo quería esto:

la habitación, la silla, el sonido de la lluvia al caer,

hora tras hora, en la tibieza de la noche de primavera.

 

No necesitaba nada más; estaba completamente saciada.

Mi corazón se había vuelto pequeño, se colmaba con muy

poco.

Miré la lluvia que caía en una densa cortina sobre la

ciudad oscurecida…

 

Nada de esto te concernía: podía dejarte vivir

tal como necesitaras vivir.

 

Al amanecer cesó la lluvia. Hice las cosas

que se hacen de día, me puse en movimiento,

pero como una sonámbula.

 

Había bastado y ya no era cosa tuya.

Unos pocos días en una ciudad desconocida.

 

Una conversación, el roce de una mano.

Y después, me quité mi alianza de matrimonio.

 

Eso era lo que quería: estar desnuda.     

 

EL ARDID

 

Se sentaban muy separados

deliberadamente, para experimentar, a diario,

el placer de verse mutuamente

a gran distancia. Entendían

 

instintivamente que la pasión erótica

crece con la distancia, ya sea

real (uno es casado, uno

ya no ama al otro) o

espuria, engañosa, un ardid

 

que remeda la subordinación

de la pasión a las convenciones sociales,

pero un ardid, que no demostraba

el poder de las convenciones sino más bien

 

el poder de eros para aniquilar

la realidad objetiva. El mundo, el tiempo, la distancia

agostándose como un campo seco ante

el fuego de la mirada….

 

Nunca antes. Nunca con nadie más.

Y después los ojos, las manos.

Experimentados como una gloria, como consagración…

 

Dulce. Y después de tantos años

absolutamente imposible de imaginar.

 

Nunca antes. Nunca con nadie más.

Y después todo el asunto

repetido exactamente con otra persona.

Hasta que finalmente resultó obvio

que la única constante

era la distancia, sierva de la necesidad.

Que era usada para alimentar

el fuego, cualquiera haya sido, que ardía en cada uno de

nosotros.

 

Los ojos, las manos… eran menos importantes

que lo que creíamos. Finalmente,

bastaba la distancia, por sí misma. 

 

TIEMPO

 

Siempre había demasiado, después demasiado poco.

Infancia: enfermedad.

Junto a la cama tenía una campanita…

al otro extremo, mi madre.

 

Enfermedad, lluvia gris. Los perros la pasaban

durmiendo. Dormían sobre la cama,

a los pies, y me parecía que entendían

de infancia: mejor permanecer inconsciente.

 

La lluvia dibujaba listones grises sobre las ventanas.

Yo estaba sentada con mi libro, la campanita a mi lado.

Sin escuchar una voz, me hice aprendiz de una voz.

Sin ver ni un signo del espíritu, decidí

vivir en el espíritu.

 

La lluvia iba y volvía.

Mes tras mes, en el espacio de un día.

Las cosas se convirtieron en sueños, los sueños en cosas.

 

Después me curé; la campanita volvió al armario.

La lluvia cesó. Los perros estaban junto a la puerta,

desesperados por salir.

 

Me curé, después fui adulta.

Y el tiempo siguió su marcha… era como la lluvia,

tanto, tanto, como si fuera un peso imposible de mover.

 

Era una niña, semidormida.

Estaba enferma, estaba protegida.

Y vivía en el mundo del espíritu,

el mundo de la lluvia gris,

de lo perdido, lo recordado.

 

Luego de repente brillaba el sol.

Y el tiempo seguía, aun cuando ya casi no quedaba nada.

Y lo percibido se convirtió en lo recordado,

lo recordado en lo percibido.

   

MEMORIA

 

Nací prudente, bajo el signo de Tauro.

Crecí en una isla, próspera,

en la segunda mitad del siglo veinte;

la sombra del Holocausto

apenas nos rozó.

 

Tuve una filosofía del amor, una filosofía

de la religión, ambas basadas

en mis primeras experiencias de familia.

 

Y cuando escribí sólo usé unas pocas palabras 

fue porque el tiempo siempre me pareció corto,

como si pudieran arrancármelo

en cualquier momento.

 

Y mi historia, de todos modos, no era única

aunque, como todo el mundo, tenía una historia,

un punto de vista.

 

Unas pocas palabras fueron todo lo que necesité:

nutrir, sostener, atacar.    

 

SANTA JUANA

 

Cuando tenía siete años, tuve una visión:

creí que moriría. Moriría

a los diez años, de polio. Vi mi muerte:

fue una visión, una intuición…

fue lo mismo que tuvo Juana, para salvar a Francia.

 

Lloré amargamente. Me birlaban

la tierra, me birlaban

una infancia completa, los grandes sueños de mi corazón

que jamás se harían realidad.

 

Nadie supo nada de todo esto.

Y después, viví.

 

Seguí con vida

cuando debería haber estado en llamas:

yo era Juana, era Lázaro.

 

El monólogo

de la infancia, de la adolescencia.

Era Lázaro, me habían devuelto el mundo.

Por las noches yacía en mi cama, esperando que me

descubrieran.

Y las voces volvieron, pero el mundo

se negaba a desaparecer.

 

Yacía despierta, escuchando.

Cincuenta años atrás, en mi infancia.

Y por supuesto ahora.

¿Qué era eso que me hablaba? El terror

a la muerte, el terror al deterioro gradual;

el miedo a la enfermedad con su blanco nupcial…

 

Cuando tenía siete años, creí que moriría;

sólo la fecha estaba equivocada. Escuché

una oscura predicción

que se alzaba en mi propio cuerpo.

 

Te di tu oportunidad.

Te escuché, creí en ti.

No te dejaré volver a poseerme. 

 

ALBADA

 

Hubo un verano

que regresó muchas veces

había una flor que al abrirse

adoptaba muchas formas

 

El carmesí de las bergamota, el oro pálido de las últimas

rosas

 

Había un amor 

Había amor y hubo muchas noches

 

Aroma del arbusto del celindo

Corredores de jazmines y azucenas

Aunque soplara viento

 

Hubo muchos inviernos pero yo cerré los ojos

El aire frío blanco de alas que se disipaban

 

Había un jardín cuando la nieve se fundía

Azul y blanco; yo no podía distinguir

mi soledad del amor…

 

Había un amor; tenía muchas voces

Había un alba; a veces

la contemplábamos juntos

 

Yo estaba aquí

Yo estaba aquí

 

Hubo un verano que regresó muchas veces

había un alba

y envejecí contemplándola   

 

GALERÍA

 

Las estrellas eran tontas, no valía la pena esperarlas.

La luna estaba velada, incompleta.

Una penumbra cenagosa cubría las montañas.

En ninguna parte era evidente el gran drama de la vida

humana…

pero eso no hay que buscarlo en la naturaleza.

 

La terrible y angustiosa historia de una vida humana,

el salvaje triunfo del amor: esas cosas no tienen lugar

en la noche de verano, panorama de estrellas y

montañas.

 

Nos sentamos en nuestras terrazas, en nuestras galerías,

como si esperáramos conseguir, incluso ahora,

nueva información o compasión. Las estrellas

centelleaban un poco por encima del paisaje, las

montañas

aún teñidas de una débil luz retroactiva.

Oscuridad. Tierra luminosa. Mirábamos fijo hacia fuera,

hambrientos de saber,

y encontramos, en su lugar, un sustituto:

una indiferencia que parecía benévola.

 

El solaz del mundo natural. Un panorama

de lo eterno. Las estrellas

eran tontas, pero de algún modo tranquilizaban. La luna

se presentaba como una línea curva.

 

Y seguíamos proyectando sobre las montañas encendidas

las cualidades que necesitábamos: fortaleza, el potencial

del progreso del espíritu.

 

La inmunidad al tiempo, al cambio. La sensación

de seguridad perfecta, el sentimiento de estar

protegidos de lo que amábamos…

 

Y nuestra intensa necesidad era absorbida por la noche

y volvía a nosotros como sustento.     

 

NOCHE DE VERANO

 

Metódicamente, por el hábito de muchos años, mi

corazón sigue latiendo.

De noche, cuando me despierto, lo escucho por encima

del leve zumbido del aire acondicionado.

Como solía escucharlo por encima del corazón del

amado, o

de sus diversos corazones, ya que fueron varios.

Y mientras late, sigue estimulando una emoción ridícula.

 

¡Tantas cartas apasionadas que nunca se enviaron!

Tantos viajes urgentes concebidos en noches de verano,

visitas sorpresivas a hombres que eran casi perfectos

desconocidos.

Los billetes que nunca se compraron, las cartas nunca

despachadas.

Y el orgullo a salvo. Y la vida, en cierto sentido, jamás

vivida por completo.

Y el arte siempre en riesgo de volverse repetitivo.

 

¿Por qué no? ¿Por qué no? ¿Por qué mis poemas no

deberían imitar mi vida?

Cuya enseñanza no es la apoteosis sino la serie, cuyo

significado

no radica en el gesto sino en la inercia, la ensoñación.

 

El deseo, la soledad, el viento sobre el almendro en flor…

con seguridad esos son los grandes temas, inagotables,

a los que mis predecesores sirvieron como aprendices.

Los escucho como un eco en mi propio corazón

disfrazados de convencionalismo.

 

Bálsamo de la noche de verano, bálsamo de lo normal,

majestuosa dicha y pena de la existencia humana,

lo soñado y también lo vivido…

¿qué podría ser más caro que esto, dada la cercanía de la

muerte?    

 

FÁBULA

 

Después miré hacia abajo y vi

el mundo al que llegaba, que sería mi hogar.

Y me dirigí a mi compañero y le dije ¿Dónde estamos?

Y él respondió Nirvana.

Y yo le dije otra vez Pero la luz no nos dejará en paz.

         

3 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Gracias por acercárte a LA ISLA INQUIETA, espero que tu paseo por estas tierras hayan sido de tu agrado. Gracias por tu comentario.

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    2. Si lo deseas descargar lo puedes hacer en pdf en la sección POEMAS INQUIETANTES Y DESCARGABLES, el cual se encuentra en el Blogg.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”