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Jesús Enrique Lossada (Maracaibo, 1892 - 1948) |
De su libro intitulado: La Máquina de la felicidad (1938)
Desde la parda soledad de una roqueda desconocida,
el brujo Smerstrom vigilaba al mundo.
Habitaba la torre redonda de un castillo ruinoso y
abandonado, en cuyos muros verdecían las muscineas y brotaban las esponjas
grises del agárico.
Poseía grandes conocimientos, sobre todo en las
ciencias del misterio. Envejecido en el estudio de las cosas naturales y de las
supranormales. Sus ojos inquietos se posaron sobre los lotos del Ganges, sobre
los rojos cártamos del Nilo y sobre las flores del arbérchigo que ornamentan
los valles de Chiraz. Su nariz judaica aspiró los bálsamos de la Arabia Feliz,
los canforeros de Szechuén, las brisas que rozan las aguas del Yarú Dzangbo y
acarician las frentes amarillentas de los monjes del Tibet. Su barba undosa
iluminó la tierra de los mandarines y absorbió el polvo de las truncas piedras salpicadas
de jeroglíficos, de los antiguos infolios cargados de cifras enigmáticas donde
Alberto el Magno y Paracelso encerraron los tesoros de su gnosis.
«¿No hemos oído nosotros mismos -escribió San
Agustín- durante nuestra estada en Italia, contar que en algunos puntos de este
país mujeres hosteleras, iniciadas en las prácticas sacrílegas, guardaban en un
queso que ofrecían a cuantos viajeros podían, el secreto de transformarse al
momento en bestias de carga, en las que cargaban sus equipajes? Terminada esta
tarea, volvían a su estado natural.» Smerstrom conocía la fórmula del bebedizo
de belladona, estramonio y otras plantas que producen esas metamorfosis; la ira
que suscita el beleño, las virtudes de la dulzamara y la mandràgora, y el
empleo del henín diabólico, que aumenta la estatura. Se preservaba de la peste
con la escrofularia recogida en luna llena; con la melisa, daba el talento y la
alegría; y preparaba los ungüentos mágicos de la cincoenrama y de la hierba mora.
Gozaba de la visión en distancia y a través de los cuerpos opacos, como los
sonámbulos lúcidos; como el fakir Papus, podía estar ocho días sin comer, y
conversaba con los espíritus como Swedemborg. Pertenecía a la pléyade de grandes
taumaturgos, entre quienes brillan Apolonio de Tiana, que resucitó a una mujer;
Mésmer, con su célebre cubeta, donde una trágica reina de Francia gimió,
temblorosa y espantada; el conde Cagliostro, en cuya mesa se sentaban a cenar
los fantasmas.
Su conciencia, dilatada y luminosa, no se
conformaba con vivir en el presente: deseaba extenderse y ramificarse por todos
los dominios del tiempo. Penetraba en el pasado por las cien puertas de la
Historia, y descifraba el porvenir en las combinaciones de los astros.
Se abismaba en la consideración de las furias
bélicas y las pavorosas hecatombes que se han sucedido en la vida de los pueblos;
de la saña de los reyes, los tiranos y los conquistadores que han fundado su
poderío sobre la injusticia y la violencia: Sargún, que en una guerra destruyó
cincuenta y cinco pueblos; Ciro, que pasó a cuchillo la ciudad de Babilonia; Darío,
dominador de Asia y África; Tamerlán, que construía pirámides con la cabeza de
los muertos; Alejandro, que llevó hasta Persépolis y hasta el Hifaso sus armas triunfantes; Carlo
Magno, que inmolaba a los prisioneros y condenaba a muerte a todo el que comiera
carne durante la cuaresma; Constantino Cabalino que gustaba de pisotear con los
cascos de su caballo número de ojos humanos; Inocencio III, Hildebrando, Sila,
Julio Cesar, Atila, Mahoma, Carlos IX, Federico II, Napoleón Bonaparte...:
nombres que son como vórtices de sangre, como huracanes de odios y de horrores.
Smerstrom en su torre redonda, bajó la tremulante pedrería
de las estrellas, pensaba que semejantes catástrofes no debían repetirse, y en
vigilia, tenaz y silencioso, trabajaba por la felicidad del género humano.
Buceando en los libros de su biblioteca y en las
profundidades de su espíritu, dónde refluían fuerzas misteriosas, combinando en
sus retortas extraños principios, fusionando el poder de la ciencia moderna con
el de la ciencia esotérica, logró, después de largos años de fracaso y tanteos,
constituir la máquina maravillosa que en su arrebato de amor a los hombres
había imaginado, y que en adelante derramaría la paz, el progreso y la felicidad
sobre las naciones.
Una noche primaveral vio por fin su sueño hecho
verdad, vaciada en la materia, y activa y eficiente, su magna concepción,
triunfo deslumbrante de su inventiva poderosa. En los arbustos florecidos, los
búhos echaron a volar sus isócronas cantaletas. Hubo un estremecimiento de
constelaciones. El viento de la noche desató una sarta de espeluznantes
risotadas sobre las ruinas del castillo.
La desconcertante invención mágica, tanto por sí misma
como en sus efectos, dejaba atrás todas las maravillas del ingenio. El invento
de Graham Bell, que trasmite la voz a distancia; el de Marconi, que trasmite el
pensamiento; el de Daguerre, que eterniza las formas volanderas; el de Edison,
que encadena los sonidos; el de Dumont, que convierte al hombre en pájaro,
etc., etc., parecían simples juguetes al lado de la máquina del brujo.
Aquel artefacto no tenía precedentes. Apenas si
ofrece con él una lejana, levísima semejanza del mecanismo de M. Alrutz, que
entraba en movimiento por medio de un esfuerzo de la imaginación, y que fue
presentado al Sexto Congreso de Psicología reunido en agosto de mil novecientos
nueve en la ciudad de Ginebra.
La máquina de Smerstrom constaba de cuatro piezas
principales: un aparato productor de fuerza eléctrica, consistente en un
depósito bajo de láminas transparentes de aspecto de Islandia, donde el
milagroso agente se desarrollaba por presión; un aparato que transformaba la
energía eléctrica en una atmósfera fluídica susceptible de ser corporizada por
el pensamiento; un mecanismo multiplicador de la emanación fluídica, que era a
éste lo que el carrete de Ruhmkorff es a la corriente eléctrica; y un globo de
cristal claro, lleno de agua magnetizada, en cuyo seno se desarrollaban las
visiones evocadas por el brujo. Remataba la máquina una especie de chimenea de
serpentina, de donde subía un penacho de humos blancos cuando el mecanismo
funcionaba.
Bastábale al brujo para realizar su deseo, dar
vuelta al manubrio de las presiones y oprimir la tecla de contacto; de tal manera
se trasmitían a la dócil materia fluídica las órdenes de su voluntad. La acción
era instantánea y alcanzaba hasta las regiones más remotas. Así, desde unas
ruinas ignoradas, el brujo Smerstrom dominaba al mundo Ya de antaño se habían
observado multitud de fenómenos inexplicables, de esos que en la actualidad
forman el objeto de la Parapsíquica; pero no se había logrado poner en juego de
una manera constante y regular, la gran cantidad de fuerza magnética que reposa
en los acumuladores de la subconciencia. Anotábase el caso de aquel niño
oriundo de la ciudad de San Urbano, en el límite del Loire y el Ardeche, que
aparecía rodeado siempre de un blanco resplandor. Y el no menos notable de
Angélica Cottin, quien, según la nota que M. Arago leyó en la Academia de
Ciencias de París el diez y siete de febrero de mil ochocientos cuarenta y
cinco, repelía los objetos que tocaba, con tal violencia, que no bastó en una
ocasión la fuerza de dos hombres para detener el movimiento.
Pero Smerstrom hacía evidente, palpable, la enorme
potencia del tan controvertido magnetismo humano.
Ningún rey fue tan poderoso como él. Sus
ejércitos, sus cañones, sus armas, eran un poco de dinámica psíquica, capaz de
multiplicarse al infinito.
Y se propuso emplear su mágico poder en la
regeneración de la especie humana, por medio del aniquilamiento del mal, de la
imperfección y del dolor.
El brujo Smerstrom era un soñador benévolo. A su
temperamento de artista y de mago repugnaba el espectáculo del sufrimiento
absurdo, de la inferioridad injusta, de la perversión moral, que estigmatizan a
la humanidad. Reía, como Voltaire, de la afirmación metafísica de Leibnitz,
según quien nuestro mundo es el mejor de los mundos posibles. Y quiso remediar
las aflicciones sociales, las idiosincrasias contrahechas, las dolencias, las
anomalías y las iniquidades humanas, y hacer de la tierra entera una especie de
Edén Bíblico, un refugio de paz y de felicidad, como la sagrada isla nipona
Miyasina (donde se tiene prohibida la entrada a los seres que sufren) sembrada
de árboles intocables, ceñida de musgos y de rosados malvaviscos en flor.
El derrumbamiento del equilibrio político, y
sangriento cataclismo tantas veces repetido, sacudía y trastornaba las naciones
una vez más. Un rey conquistador, un genio de la guerra, un terrible monstruo
de ambición y de crueldad, victimaba a los pueblos. Imponía su trono sobre
millaradas de cadáveres. Los reyes enemigos reunían para combatirlo y derrocarlo,
masas innumerables. Por causa de un solo hombre, lloraban las madres y las novias,
ardían las ciudades, se empurpuraban las campiñas, cesaba el ruido de las
fábricas, se destruían las cosechas.
Smerstrom no pudo soportar indiferente semejantes
calamidades. Su barba grávida, como una bandera de paz, tremía de indignación.
Contraído el entrecejo adusto, frente a su formidable máquina, formuló su orden
mágica, su condenación inapelable. La descarga mental, explosivo con alma, tomó
cuerpo en la atmósfera magnética, y recorrió el espacio, rápida e invisible. El
rey cayó de su trono como flechado por un rayo. El mago, con una sonrisa en los
labios, vio sobre el blanco globo de cristal la mueca del rey agonizante,
vuelto un flácido despojo, ante sus dragones estupefactos. Y se extendió de
nuevo la paz por todo el orbe.
Una doctrina infausta, una mítica irracional e
inhumana, minaba las conciencias. Exaltaba el dolor y el martirio; predicaba
que para tener gratos a los dioses es necesario consagrarles víctimas humanas.
En todas partes se levantaron las hogueras del sacrificio, y los vientos
apagaban con la fetidez de la chamusquina los aromas de las flores de los
campos. Rechinaban afanados los hierros de tortura. Contra los alegres festones
del horizonte se alzaban los negros palos de las horcas. La máquina del brujo
sacudió su penacho de albos humos. Y el horror de aquella bárbara hecatombe
desapareció de la tierra. Smerstrom estaba convencido de que para alcanzar la
regeneración de la especie debían eliminarse los múltiples especímenes de la
infelicidad humana. Era un fervoroso partidario de la eutanasia. Por eso, tras
una breve deliberación compasiva, fulminó legiones de seres lamentables. No hubo
más rictus de dolores físicos, ni más entrañas laceradas, ni más miembros
dislocados, ni más carnes floreadas de llagas purulentas. Huyeron la Tisis
pálida, la tumefacta Elefantiasis, el azogado Tétanos... Restaba una humanidad
lozana y vigorosa.
A la supresión de la enfermedad siguió la de la
miseria. No más desarrapados y miserables. No más contraposición del capital
con el trabajo, del patrono con el proletario, del harto con el hambriento. La
igualdad económica brotaba ahora en la máquina del brujo. Sólo quedaban ya
seres libérrimos, sanos, ricos, fuertes. Habitaban en suntuosas moradas; vivían
en continuas fiestas.
El tiempo transcurría manso, muelle, igual.
Un día el viejo brujo se asomó, curioseando, a su
blanco globo de cristal. Vio una procesión de rostros aburridos que se
alargaban en lentos bostezos. Tuvo un mohín de desagrado. Quiso coronar su
portentosa empresa de establecer el bienestar y la felicidad sobre la tierra.
Una vez más oprimió el botón de su maravillosa máquina. Saltó un copo de humo. El
hastío había desaparecido. Ya no podía encontrarse un solo hombre que sufriera,
un solo hombre que se hastiara y
sintiera el pesado gravitar de las horas bajo el eterno azul del cielo. La magna obra había concluido. Reinaba la felicidad perfecta.
sintiera el pesado gravitar de las horas bajo el eterno azul del cielo. La magna obra había concluido. Reinaba la felicidad perfecta.
El brujo, satisfecho, alumbró con su mirada lúcida
el agua blanca de su globo. Pero al instante lo invadió un sopor creciente, efecto
quizá de una especie de choque de retroceso, o del efluvio reflejado de
aquellas ondas de aniquilación universal. Y bajo la luz vacilante de sus ojos,
que se iban tornando pálidos y fríos con la palidez y la frialdad de la muerte,
desfilaron los campos solitarios, donde las ráfagas mecían altas muchedumbres
de hierbas y gramíneas silvestres; pastaban rebaños abandonados. Pasaron luego
las pobres aldeas encaladas y las grandes ciudades, silenciosas, melancólicas, parecidas
a vastos cementerios. El mundo estaba deshabitado...
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