Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: El hombre y su verde caballo de Antonio Márquez Salas

 

 

 

Antonio Márquez Salas (Venezuela, 1919 - 2002)

El hombre y su verde caballo

de: Antonio Márquez Salas

 

I


Apoyando la muleta sobre la tierra encharcada, avanza el indio Genaro por el rojo camino del río. La muleta se hunde profunda en el fango. El sol húmedo de la mañana, el esfuerzo que hace por sacar la muleta del barro mantienen su rostro goteando espeso sudor.

El camino es de greda roja, muy blanda, despedazada por el continuo pasar de recuas. Antes del mediodía el indio se halla casi desfallecido sobre la tierra, mientras la muleta permanece clavada en el fango. El sol llueve sobre la pobre cabeza del indio. Por el rojo camino cubierto de vapores azulosos nadie pasa. El indio se encuentra solo, con su muleta hundida entre la greda que comienza a endurecerse y con el obligado silencio a que somete todas las cosas aquel sol achicharrante. Nadie pasa. Siente la lengua reseca entre las fauces. La humedad del fango podrido lo mantiene aletargado. Mira hacia arriba y aquel azul parece nunca acabar. No hay en él ni una raya blanca. Una nube de moscas ronda el cuerpo del indio Genaro. Hace dos días que ha salido del hospital, mutilado.

Meses atrás, una astilla de leña le levantó la carne hasta el hueso. Genaro se empeñó con los medios a su alcance, por ver la herida seca, la pierna sana.

La herida sanó aparentemente, pero el mal seguía por dentro. Transcurrieron los días y las semanas y la herida no sanaba del todo. Entonces llegó aquella puerca mosca y le agusanó la carne. El dolor fue insoportable. Se arrancó la carne podrida con las uñas, se exprimió la llaga y vio salir gusanos rechonchos, semejantes a frijoles blancos. Eran todos anillados, con cierta dura movilidad. Alrededor de la herida la carne estaba tensa, tenía un brillo azulino.
Desde luego, no pudo trabajar más. Pocos días después se hallaba con la pierna gangrenada, entonces llegaron unos vecinos de más allá del río y lo bajaron en una hamaca hasta el pueblo, donde nada pudieron hacerle, por lo que hubo de ser trasladado a la ciudad. Genaro llegó casi muerto. El mismo hubiera deseado morir. Los ojos, inmensos por la fiebre, se le hundían profundos en las cuencas.
En la ciudad le cercenaron su pobre pierna podrida. Sólo le quedó un pequeño muñón.

II

Los niños juegan con una vieja rueda, escarchada de orín. Rueda abandonada, prestigio del lugar y blasón de la comarca.

Alrededor de la casa está el sol como un gato echado. El viento enmaraña el pelo de los niños que juegan con la gran rueda del hambre.

Camino abajo se ve llegar, casi a rastras, al indio Genaro. Es un pobre indio viejo. Llega con su único pie. El otro es sólo un muñón lacerado del que aún chorrea sangre. Se le ve llegar con los ojos cansinos. Los niños se disparan sobre él.

 -¡Taita? taita!

Los perros saltan detrás de los niños.

En la cocina se cuecen, al rescoldo, unas batatas terrosas. Casi no hay brasas en el fogón. Los niños tienen hambre, pero juegan con su inmensa rueda de hambre.

-Tenemos hambre.

Detrás de los niños viene una mujer. Es Domitila, la mujer del indio. Camina un poco agachada, con los senos colgantes y los ojos intranquilos. Domitila tiene el cabello grueso y unos enormes pies rajados por la lejía de la tierra. Es una mujer con garrapatas que se prenden en su carne. Siempre tiene un nido de ellas en el fondo de las orejas. En este momento parece un pellejo relleno de paja, con partes gordas y partes flacas.

Pero el indio Genaro llega con una pierna menos. Esto es mucho pedir. Con una pierna menos pero por lo menos llega. Por eso es mucho pedir. Porque los que bajan rara vez vuelven. O vuelven en forma de fantasmas, de apariciones que en las alcobas introducen viejos búhos con piojos, brillantes a la luz de la luna. Pero es un favor de Dios, un verdadero favor de Dios el que Genaro llegue, aún cuando sólo traiga una pierna. Por eso Domitila piensa en eso mientras camina al encuentro del indio que se arrastra por el camino en declive, ansioso de llegar a su rancho. A su rancho de hoja negra, que es como una encía desvestida, como algo lejano para sus ojos de fiebre y legaña. Pero llega. Y no es una ilusión, porque ve los senos flatulentos de Domitila, porque ve chocar las aldabas de rabia contra el vientre que le diera tres hijos que aúllan como perros en medio del lodazal en que se ha convertido su vida.

Indio y con una pierna menos.

Alguien le había cogido y largado lejos. La había largado para que los perros le arrancaran la carne a pedazos. Para que los perros o los zamuros, que daba lo mismo, le levantaran los hollejos de los huesos. Para que esos mismos huesos fuesen lavados por la lluvia y aparecieran en cualquier camino y los triturara alguna perdida errante carreta. Para que una pequeña cruz ardiera alguna vez en torno a sus huesos, roídos de impaciencia, que antes lo llevaron a él sobre la tierra mansa y buena.

Ahora, a su alrededor, sólo hay niños y una mujer con los ojos como garrapatas. Los niños chillan, chillan y embeben todo el paisaje en su hambre que chorrea, que gotea por la pelambre de los burros y las vacas, por los terrones ardidos y por las conchas de los árboles sedientos. Y él mismo llega con la nostalgia, es decir, con el hambre de su otra pierna. De la suya diurna y nocturna. De la suya que excavara la barriga del perro, buscando el anillo de oro que éste había arrancado a Domitila mientras dormía.

Cuando se metía en el fango de la ciénaga, sentía bajo su pie, ahora perdido, una alegre comezón que le llenaba toda la sangre; que lo hacía reír a grandes carcajadas, hasta cloquear como un viejo pato. Entonces sentía su gran sexo poderoso hincharse como una fruta de tuna, como una dura vara de carbón fulgurante entre los recios músculos de la fogata.

Genaro, el indio, con su cara manchada de gruesas larvas de ají, llena de contracciones. Genaro llama a su pie. A su pie, que ha sido cercenado y que ahora navega por las oscuras y polvorientas horas de su pasado. Quiere apoyarse y sólo encuentra el vacío. Quiere saber que tiene su pie, que puede, al llegar a su rancho, meterlo en agua de sal, untárselo con zábila, o simplemente bañárselo con agua. Y su pie no está con él, pero sí el sol rutilante y un pájaro que silba en la arboleda baja y frondosa que se ve verdear allá en la vertiente del río. Eso es lo que con él se halla, y el sol y la sed. Y adelante, casi encima suyo, unos niños que se acercan con su hambre. Que le gritan su nombre y le piden pan.

No oye más que:

-Taita, pan, pan?

Y él ¿qué trae? No trae más que una pierna menos y un palo, un garrote. La muleta quedó allá, pesada, hundida en aquel barro tibio y fétido. Eso trae. Nada más. Una mera huella y la nostalgia de su otra pierna, perdida entre algunos chorros de sudor, de sangre y de alcohol. Que acaso ya humeara entre el estiércol, bajo las duras goteas de las cornisas rotas y en los nidos oscuros y malolientes de las golondrinas.

Eso es lo que trae. Una pierna menos. Pero la mujer, Domitila, dice que por lo menos ha vuelto y eso es mucho traer. Ha vuelto con una pierna menos, con un muñón que no ha sido curado, sangrante y oliváceo, lleno de pústulas blancas y costras falsas. Con un muñón que, maldito, cogió la misma gusanera que le hizo perder su pierna.

Eso trae, porque en el camino se durmió de puro cansancio, y una mosca le puso, él mismo no sabe cómo, larvas que ahora son violentos gusanos taladrantes. Con cuidado, el indio Genaro se hunde en el muñón una astilla de leña, para arrancarse algunos pedazos purulentos, en un afán de aliviarse aquel dolor. La astilla se hunde en los huecos llenos de pus como el garrote en el barro y con un suave movimiento de palanca, hace brotar gusanos que se mueven rabiosamente.

Eso es lo que trae. Nada más. Y ahí frente a él están unos niños que le piden pan y le llaman taita. Y, sobre todo, Domitila, con su vientre bajo, siempre como si estuviera a punto de acurrucarse. Como si continuamente tuviera diarrea y necesitara agacharse. Y en la lejanía, casi en el pasado, su rancho frente al prado, como si fuera una nariz que husmeara el grueso aliento del río. De ese río lento como un buey inservible que baja tres cercados más lejos, pegado a las costras de la tierra.

Ya es algo lejano en su vida aquel toro amarrado a un lento tronco de laurel que alza con cierta majestad algunas ramas sarmentosas; el marrano padrote detrás del almizcle de la hembra, estirando su gran trompa y mostrando sus dientes cortantes y sus berridos, y el caballo escondido en la sombra verdosa del pasado. Su verde caballo, con el negro cabestro dócil, extendido como la hierba, por dentro como la saliva, como los pingajos que le cuelgan de las orejas, o como los pájaros que le danzan en la mañana sobre el lomo, picoteando garrapatas.

Este es su verde caballo, con luz en las patas hinchadas y que por las noches piafa en sueños acordándose de su hermosa y lejana juventud. Allí está con todos los aperos de su alma el indio Genaro, esperando llegar a los costales para tenderse y olvidarse definitivamente de su pierna.

III


Los niños frente a la puerta atajan aquel río de hormigas que pretende desbordar y llegarse hasta la pierna agusanada del hombre. Los niños atajan las hormigas en un juego siniestro. Son los hijos de Genaro, que defienden su derecho a matar hormigas, a comer batatas y auyamas.

Entre tanto, Genaro se halla sobre los viejos costales, bañado de sudor, con aquel muñón gangrenado, lleno de gusanos, que excavan en su pierna, en su sangre, en su vida. Son los gusanos de Genaro. La mujer, con un paño aletea sobre la pierna para impedir que las moscas se sienten sobre ella.

Por las noches, las ranas se quejan en los charcos y Genaro en la choza. Los niños se hallan recogidos sobre sí mismos y duermen con los huecos de las narices llenos de insectos. Por eso tosen y despiertan al indio, que ve avanzar aquella rabia ulcerada de su pierna por su cuerpo.

La mujer comienza de nuevo a manejar el trapo y los gusanos a sorber el líquido putrefacto. Las toses se repiten en la noche y sobre el césped que hace frente a la choza, los perros ladran hacia los árboles que ocultan el resplandor lunar. Por entre ellos llega un viento suave y puro que se cuela por las rendijas de la puerta y baña de frío aluminio la frente afiebrada del indio Genaro. En la cuadra se oye de vez en cuando un fuerte resoplido y un roer la madera con lenta voracidad. Es su viejo y verde caballo de trompa desvaída. Su caballo que sabe que allá en los costales que se apeñuscan al costado de su mundo, está el indio Genaro luchando con los gusanos que son como la gloria.

La fiebre es lenta y rabiosa, pero el aire dulcifica aquel trac-trac de los gusanos. La carne toda le cruje y él siente un dolor agudo.

Las sombras se alzan hasta la mujer que espanta los mosquitos que pretenden posarse en la pierna del indio Genaro. Se alzan hasta sus ojos que brillan en la noche, hasta la saliva que pugna por salir de sus glándulas. Un gallo despierta la noche y corta las sombras con su canto ronco, desesperado.

Los niños tosen encogidos sobre los cueros y la mujer se echa en la tierra apelmazada y parda, doblegada por el cansancio.

El indio comienza a sentir cómo las ratas le están oliendo su pobre pierna gangrenada, cómo roen el hueso tumefacto, cómo escarban en su carne y chillan en la sombra.

El indio Genaro no quiere despertar a su mujer, que yace tendida sobre el suelo, rendida, como una bestia mutilada.

El indio no quiere despertarla, pero las ratas llegan desde la sombra y se tiran encima de su pobre pierna gangrenada. El indio no profiere un solo lamento. No quiere quejarse, pero las ratas suben por su pierna como la muerte. El indio mira indiferente las sombras que salen de su cuerpo y se pierden en la noche. Él sabe que por su cuerpo avanza aquella incendiada úlcera, aquella lenta quemazón como un terrible verano que arrasara la oscura tierra de su cuerpo.

Sabe que por su sangre anda ya aquel estuoso delirio, donde se mezclan hongos de veneno latente creciendo como verrugas, llaves de latas de pescado, tijeras destrozadas, espuelas abandonadas que se hunden en el légamo de los charcos como patas de gallo, objetos de barro ennegrecido, que se deshacen entre los verbenales.

Él sabe que dentro de poco su cuerpo se elevará a una densa y ofuscante columna de humo.

En el pesebre el caballo golpeaba las piedras con los cascos. Sus hondos resoplidos llenan el ambiente de aquel amanecer estrellado. Genaro atisba por entre las junturas del barro, el tenue resplandor de las estrellas. Las nubes pasan a gran altura. Los pájaros comienzan a despertar los insectos que ponen sus huevos en la verde corteza de los árboles.

Genaro no quiere quejarse, pero ve cómo aquellos animales le succionan la sangre, le roen la carne desflecada. Los ve. ¡Acaso no se paran en dos patas y muestran sus dos ojos vivos y frecuentes! ¡Sus hocicos con largos pelos móviles!

Con cuidado va moviendo su garrote, lentamente, porque no son muchas sus fuerzas. Lo coloca casi contra el vientre de una rata que intenta arrancarle algunos hilos de catgut. Con un desesperado y frenético esfuerzo, hunde la punta del garrote en el vientre de la rata, que apenas da un chillido. Ahora en el palo hay un fantástico anillo vivo de vísceras palpitantes, de ojos implorantes en la noche.

El indio se pudre en unos sacos de australes bordes indescifrables.

El resplandor del alba pone un bozal luminoso en la jeta del caballo y baña de listas azulinas su cuerpo desmesurado en la sombra.

El estiércol refulge bajo sus pisadas dementes y por sus ojos baja una luz diáfana y pura.

El indio Genaro recuerda a su verde caballo en los días en que su lomo temblaba bajo la alegría de la lluvia. Cuando los murciélagos dejaban caer sus frutos sobre el pesebre que el caballo mordisqueaba asustado, y cuando con la totuma lo bañaba en el río, raspándole el barro y la mugre con una raqueta.

A su caballo le faltó siempre un poco de orgullo para rebelarse y no conducir sobre su lomo tantas arrobas de lela de café o de panela, por años y años para que el indio Genaro pudiera, finalmente, llevar a su rancho media panelita, un frasquito con kerosene y un pedazo de pescado hediondo. Y de vez en cuando una zaracita para la mujer. Lo que sobraba lo dejaba para el michito el michito que no pueden prohibirle ni su caballo que lo mira, él lo dice, con burla, ni la mujer que ahora yace boca arriba sobre el piso ni los vientres abultados y deformes de sus hijos, que cuando llegó no hicieron más que mirarlo a la cara con las comisuras de los labios llenas de baba verde. Nadie puede impedirle beber su michito. Por eso él, que se hallaba tirado sobre estos costales con la hinchazón que ya llega hasta las ingles y le vetea de rojas manchas el abdomen y sube hacia su garganta como un lento árbol ardoroso, piensa en el michito. Si lo tuviera quizá se sientiera aliviado, quizá pudiera arrastrarse hasta el patio, a donde llega el suave viento de junio rozando la hierba y se escuchan los ruidos intensos del despertar del mundo. Quizá pudiera llegarse hasta el río y lavarse su pierna túmida que le late como un violento corazón desesperado.

Se lavaría la pierna con toda la fuerza de sus uñas, se arrancaría los nervios que le martirizaban, quizá le machacaría contra una piedra y oiría el chasquito de los huesos triturados. Haría cualquier cosa, menos dejar que este dolor que parecía una lenta y profunda cuchillada continuara victimándolo.

Hácese más profunda su soledad, porque la muerte lo rodea con sus lentos pasos de sombra. Lo rodea, lo hiere en lo vivo de los ojos, hora a hora más densos y acuosos, en los cuales los párpados pesan como una vida impura.

Tiene los ojos hinchados y lágrimas que él no llora ruedan por su rostro desmesuradamente pálido y confuso, como si la muerte lo estuviera intimando desde adentro. Como si realmente lo llamara desde las vísceras, como si desde su pierna agusanada le hiciera misteriosas señales.

El muñón podrido es como el ojo absurdo de Dios, lleno de nervios saltados y viscosidades que avanzan hacia la dura realidad de la tierra, en busca del sol deslumbrador de la mañana eterna. Al encuentro de la pierna perdida, peregrina de los anchos mundos del delirio, bajo las estrellas trémulas y frías. En esto piensa el indio Genaro. Cuando el sol ya brilla sobre los árboles en aquel hermoso día de junio. La hierba está mojada y el balde de latón relumbra bajo la luz tibia y fecunda de la mañana. Con golpes de lengua un perro bebe agua de un viejo cántaro. Es un perro lleno de huesos vivos con el pelo del cuello mullido de pulgas y los ojos cansados.

Un olor lento de arena tibia se levanta de la tierra.

Por la boca de la choza aparece primero un niño que comienza a caminar hacia donde el perro se halla. Se sienta frente al sol con los ojos cerrados y la boca abierta, como si esperara algún extraño mendrugo. Más tarde aparece otro niño y detrás de él un tercero apenas vestido.

Dentro de la casa se oye toser angustiosamente a la mujer. El indio Genaro yace con los ojos semiabiertos. La mujer está solícita a su lado como avergonzada de haberlo descuidado. El indio la mira con dulzura, desde una lejana sonrisa. Alza con esfuerzo su mano descarnada y la pasa por los senos exhaustos de la mujer. Esta coge la mano del indio y se la lleva a la cara, como si con ello se proporcionara un raro e inmenso placer. Sin embargo, las manos del indio son duras, callosas, apenas puede darle flexibilidad a los dedos.

Domitila sale fuera de la choza y vuelve en poco tiempo con una taza de agua fresca y con un pedazo de trapo comienza a limpiar el rostro manchado y sudoroso del indio. Este la deja hacer tranquilo. Piensa que ella lo limpia, porque sabe que la muerte está muy cerca y es bueno que los seres que se aman la reciban con el rostro limpio y reconciliado. El indio siente el dulce placer del agua sobre su rostro ardiente.

IV


Los perros ladran camino del río. Sobre el balde de latón que la mujer lleva en la cabeza, el sol brilla alegremente. Algunos pájaros pasan rozando la hierba.

Domitila piensa en el hombre que ha quedado en la choza. Piensa en ella y en la choza y en el hombre que madura su muerte allá, con su propio carburo, con su sangre de lenta corrupción, mientras ella va camino del agua adormecida del río. Piensa en el río con su lomo rojizo de tierra desleída y en los niños que se hunden en el fango hasta las rodillas. La mujer piensa en él, le ve las encías pálidas, los brazos caídos y el pelo de rala ceniza. Piensa en él, Genaro, hombre suyo tantas y tantas veces. Hombre suyo hasta por todas las veces de su vida, hasta por toda su vida, hasta por la primera vez de su vida, suya, tan suya que nadie más la salvaría ya de caer con estos tres hijos suyos, paridos, malditos y benditos todos los días de hambre y de hartazón.

Algún día estos hijos la verían acabarse a ella también. ¿Estarían todos a su lado, como lo están mientras Genaro araña la tierra y la amasa con sus propios orines. Ya no serían niños, serían hombres con los ojos tristes y hambrientos.

Pero ¿morirían ellos también? No podrían crecer, crecer hasta llenar toda la tierra. Hasta que ni los amos de la tierra que tan duramente los habían hecho trabajar a ella y a Genaro, pudieran doblegarles sus cuerpos duros como la piedra, sus cuerpos de árbol de piedra, duros. Sus cuerpos, y más todavía por dentro el corazón como todas las llamas del purgatorio, como todas las llamas que incendian los pajonales, como todas las llamas.

Entonces traerían las manos como hachas, como venganza, como sogas para todas aquellas gargantas, para que todas aquellas cabezas mostraran la lengua roja del miedo, de agonía infinita y salvaje.

Ellos, sus hijos, quizá verían la tierra limpia, donde la luna y las estrellas y los grillos y hasta los alacranes dormirían tranquilos con sus propios ojos, mirarían con los ojos de todos, oirían para siempre con sus orejas aquellos ruidos y señales de la tierra. Vendría entonces la rotura del campo; la siembra y la germinación, las lluvias y las cosechas. Y habría abundancia para todos. Para el estómago ahora macilento y para el lomo cimbrado del caballo. Quizá también podrían conseguirse retazos anchos e hilo y bueno, todo, todo. Y sus hijos serían fuertes como la tierra, con la sabiduría de la tierra y jamás dejarían de volver con sus piernas vivas, fuertes, enteras. Esto piensa Domitila, mientras se acerca al río que pasa como una bala lenta.

V


Ninguno como Genaro sabe, ninguno, que la muerte le hace respirar tan hondo, que la fiebre le exalta sus últimos y definitivos humores. Pero él no quiere morir tirado en aquellos costales como un perro. Porque él, Genaro, tan fuerte siempre, toda su vida, ahora echado allí, con una pierna menos y sin fuerzas, no puede salir afuera de la choza, no puede ver el sol secando la tierra y más allá la tierra verde en suaves olas temblorosas, como el lomo sucio de su caballo.

La tierra es su verde caballo. Su único y auténtico caballo de belfo sangriento. Ella está allí con pájaros y flores, con la hierba alta mecida por los vientos tristes de junio.

La tierra, su verde caballo sin fronteras. Ancha, extensa, hasta donde llaman el mar, para él, Genaro, moribundo, y para todos, todos, hasta para las negras hormigas que beben los líquidos de su pierna podrida.

De todos. Todos cabalgarían sobre aquel lomo, en la noche intensamente azul, viento a las estrellas refundirse en el horizonte.

El, Genaro, marcharía entonces, con su pierna sana y firme, llevando a su mujer y a sus hijos sobre el lomo de su verde caballo, al encuentro del sol glorioso de la noche.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”