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Charles Dickens (Reino Unido, 1812 - 1870) |
Confesión encontrada
en una prisión de la época de Carlos II
Charles Dickens
Tenía el grado de
teniente en el ejército de Su Majestad y serví en el extranjero en las campañas
de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y, abandonando
el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos kilómetros
al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi
esposa.
Ésta será la última noche de mi vida, por lo que
expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y
siempre, desde mi niñez, tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca.
Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo
esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la
muerte.
Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único
hermano contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo
dolor alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos
adultos. Él era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto
físico que yo, más satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser
amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras
veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera
conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan
distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración,
pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi
corazón una enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.
Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo
adicional entre nosotros, tal como lo considerarían algunos, en realidad sirvió
sólo para apartarnos más. Su esposa me conocía bien. Nunca, estando ella
presente, mostré mis celos o rencores secretos, pero aquella mujer los conocía
tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos, levanté mi vista sin encontrar
la suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte sin tener la
sensación de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable cuando disputábamos,
y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el extranjero, me enteré
de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era como si se hallara
suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que ha
sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me obsesionaba; su mirada fija
vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño oscuro, haciendo que se
enfríe mi sangre.
Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un
niño. Cuando mi hermano supo que había perdido toda esperanza de recuperación
en su propia enfermedad, llamó a mi esposa junto a su lecho y confió el
huérfano a su protección, un niño de cuatro años. Legó al niño todas las
propiedades que tenía y escribió en el testamento que, en caso de que muriera
su hijo, las propiedades pasaran a mi esposa como único reconocimiento que
podía hacerle de sus cuidados y amor. Cambió conmigo unas cuantas palabras
fraternales, deplorando nuestra prolongada separación y, hallándose agotado, se
hundió en un sueño del que nunca despertó.
Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas
había existido un afecto profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de
una madre para aquel muchacho, lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido.
El niño estaba muy unido a ella, pero era la imagen de su madre tanto en el
rostro como en el espíritu, y desconfió siempre de mí.
No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera
vez aquella sensación, pero sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto
cuando estaba junto a aquel niño. Siempre que salía de mis melancólicos
pensamientos, lo encontraba mirándome con fijeza, pero no con esa simple
curiosidad infantil, sino con algo que contenía el propósito y el significado
que con tanta frecuencia había observado yo en su madre. No se trataba de un
resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con ella en los rasgos
y la expresión. Jamás lo sorprendí con la mirada baja. Me tenía miedo, pero al
mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque retrocediera ante
mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas, aproximándose a la
puerta seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes.
Es posible que me esté ocultando a mí mismo la verdad,
pero no creo que cuando comenzó todo aquello hubiera pensado yo en hacerle mal
alguno. Quizá considerara lo bien que nos vendría su herencia, y hasta puede
que deseara su muerte, pero creo que jamás pensé en lograrla por mis propios
medios. La idea no me llegó de repente, sino poco a poco, presentándose al
principio con una forma difusa, como a gran distancia, de la misma manera que
los hombres pueden pensar en un terremoto, o en el último día de su vida, que
luego se va acercando más y más, perdiendo con ello parte de su horror e
improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la
sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión
de medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el
hecho.
Mientras todo aquello sucedía en mi interior, no podía
soportar que el niño me viera mientras yo lo miraba, pero una fascinación me
arrastraba a contemplar su cuerpo ligero y frágil pensando en lo fácil que me
resultaría hacerlo. A veces me deslizaba escaleras arriba y lo observaba
mientras dormía, pero lo más habitual era que rondara por el jardín cerca de la
ventana de la habitación en la que se hallaba inclinado realizando sus tareas,
y allí, mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de mi esposa,
yo lo miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y
sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido
provocado por una hoja, pero volviendo a mirar de nuevo.
Muy próxima a nuestra casa, pero lejos de nuestra
vista, y también de nuestro oído en cuanto el viento se agitara mínimamente,
había una extensión profunda de agua. Empleé varios días en dar forma con mi
navaja a un tosco modelo de bote, que por fin terminé y dejé donde el niño
pudiera encontrarlo. Me oculté entonces en un lugar secreto por el que tendría
que pasar si se escapaba a solas para hacer navegar el juguetito, y aguardé
allí su llegada. No llegó ni ese día ni al siguiente, aunque esperé desde el mediodía
hasta la caída de la noche. Estaba convencido de haberlo apresado en mi red,
pues lo oí hablar del juguete, y sé que, en su placer infantil, lo guardaba a
su lado en la cama. No sentía cansancio ni fatiga, sino que esperaba
pacientemente, y al tercer día pasó junto a mí corriendo gozosamente con sus
cabellos sedosos al viento y cantando, que Dios se apiade de mí, cantando una
alegre balada cuyas palabras apenas podía cecear.
Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que
crecían allí y sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y
derecho, seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua.
Estaba ya junto a él, había agachado una rodilla y levantado una mano para
empujarlo, cuando vi una sombra en la corriente y me di la vuelta.
El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del
niño. El sol salió de detrás de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra,
en el agua clara y en las gotas centelleantes de lluvia que había sobre las
hojas. Había ojos por todas partes. El inmenso universo completo de luz estaba
allí para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo; procedía de una sangre
valiente y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni trató de
halagarme. No le oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo
de vuelta a casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al
muerto a mis pies con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en
nada diferente del cuerpo que había contemplado mientras dormía... estaba,
además, en la misma actitud, con la mejilla apoyada sobre su manecita.
Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que
estaba muerto, y lo llevé hasta una espesura. Aquel día mi esposa había salido
de casa y no regresaría hasta el día siguiente. La ventana de nuestro
dormitorio, el único que había en ese lado de la casa, estaba sólo a escasos
metros del suelo, por lo que decidí bajar por ella durante la noche y
enterrarlo en el jardín. No pensé que había fracasado en mi propósito, ni que
dragarían el agua sin encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora
por cuanto yo tenía que dar a entender que el niño se había perdido, o lo
habían raptado. Todos mis pensamientos se concentraban en la necesidad
absorbente de ocultar lo que había hecho.
No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de
hombre capaz de concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño
se había perdido, cuando ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me
aferraba tembloroso a cada uno de los que se acercaban. Lo enterré aquella
noche. Cuando separé los matorrales y miré en la oscura espesura vi sobre el
niño asesinado una luciérnaga, que brillaba come el espíritu visible de Dios.
Miré a su tumba cuando lo coloqué allí y seguía brillando sobre su pecho: un
ojo de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que
observaran mi trabajo.
Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia,
dándole también la esperanza de que el niño fuera encontrado pronto. Supongo
que todo aquello lo hice con apariencia de sinceridad, pues nadie sospechó de
mí. Hecho aquello, me senté junto a la ventana del dormitorio el día entero
observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto.
Era un trozo de terreno que había cavado para
replantarlo con hierba, y que había elegido porque resultaba menos probable que
los rastros del azadón llamaran la atención. Los trabajadores que sembraban la
hierba debieron pensar que estaba loco. Continuamente les decía que aceleraran
el trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos, pisaba la hierba con los pies y
les metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea antes de la noche y
entonces me consideré relativamente a salvo.
Dormí no como los hombres que despiertan alegres y
físicamente recuperados, pero dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en
los que era perseguido a visiones de una parcela de hierba, a través de la cual
brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego la cabeza. En esos momentos
siempre despertaba y me acercaba a la ventana para asegurarme de que aquello no
fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así pasé la noche entre
sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y teniendo el
mismo sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto, pues
cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el
niño estaba vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese
sueño significó el mayor dolor de todos.
Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente,
sin apartar nunca la mirada del lugar que, aunque cubierto por la hierba,
resultaba tan evidente para mí, en su forma, su tamaño, su profundidad y sus
bordes mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un
criado pasó por encima creí que podría hundirse. Una vez que hubo pasado miré
para comprobar que sus pies no hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se
posaba allí me aterraba pensar que por alguna intervención extraña fuera decisivo
para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por encima, a mí
me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por
ordinario o poco importante que fuera, que no me aterrara. Y en ese estado de
vigilancia incesante pasé tres días.
Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que
había servido conmigo en el extranjero, acompañado por un hermano suyo,
oficial, a quien nunca había visto. Sentí que no podría soportar dejar de
contemplar la parcela. Era una tarde de verano y le pedí a los criados
que sacaran al jardín una mesa y una botella de vino. Me senté entonces,
colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la seguridad de que nadie podría
turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.
Ellos me desearon que mi esposa se encontrara bien,
que no se viera obligada a guardar cama; esperaban no haberla asustado. ¿Qué
podía decirles, con lengua titubeante, acerca del niño? El oficial al que no
conocía era un hombre tímido que mantenía la vista en el suelo mientras yo
hablaba ¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí idea de que había
visto allí algo que le hacía sospechar la verdad. Precipitadamente le pregunté
si suponía que... pero me detuve.
-¿Que el niño ha sido asesinado? -contestó mirándome
amablemente-. ¡Oh, no! ¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño?
Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía
ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad, aunque me recorrió
un escalofrío.
Entendiendo equivocadamente mi emoción, ambos se
esforzaron por darme ánimos con la esperanza de que con toda seguridad
encontrarían niño -¡qué gran alegría significaba eso para mí!- cuando de pronto
oímos un aullido bajo y profundo, y saltaron sobre el muro dos enormes perros
que, dando botes por el jardín, repitieron los ladridos que ya habíamos oído.
-¡Son sabuesos! -gritaron mis visitantes.
¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi
vida hubiera visto un perro de esa raza, supe lo que eran y para qué habían
venido. Aferré los codos sobre la silla y ninguno de nosotros habló o se movió.
-Son de pura raza -comentó el hombre al que había
conocido en el extranjero-. Sin duda no habían hecho suficiente ejercicio y se
han escapado.
Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para
contemplar a los perros, que se movían incesantemente con el hocico pegado al
suelo, corriendo de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas en círculo,
lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención en todo el
tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya habíamos oído, y
acercando el hocico al suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá. Empezaron
de pronto a olisquear la tierra con mayor ansiedad que nunca, y aunque seguían
igual de inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino
que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que
había entre ellos y yo.
Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me
hallaba y lanzaron una vez más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar
las patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi aspecto en
el rostro de los dos hombres que me acompañaban.
-Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono.
-¡No han olido nada! -grité yo.
-¡Por Dios, apártese! -dijo el conocido mío con gran
preocupación-. Si no, van a despedazarle.
-¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me
apartaré de aquí! -grité yo-. ¿Acaso los perros van a precipitar a los hombres
a una muerte vergonzosa? Ataquémosles con hachas, despedacémoslos
-¡Aquí hay algún misterio extraño! -dijo el oficial al
que yo no conocía, sacando la espada-. En el nombre del rey Carlos, ayúdame a
detener a este hombre.
Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo
luché, mordiéndolos y golpeándolos como un loco. Al poco rato ambos me
inmovilizaron, y vi a los coléricos perros abriendo la tierra y lanzándola al
aire con las patas como si fuera agua.
¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un
castañeteo de dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han
negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen,
me han encontrado culpable y sentenciado. No tengo valor para anticipar mi
destino, o para enfrentarme varonilmente a él. No tengo compasión, ni consuelo,
ni esperanza, ni amigo alguno. Felizmente, mi esposa ha perdido las facultades
que le permitirían ser consciente de mi desgracia o de la suya. ¡Estoy solo en
este calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré mañana!
A Confession Found In A Prison In The Time of Charles
II
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