Hannah Arendt (Alemania, 1906 - USA, 1975) |
Frank Kafka (República Checa, 1883 - Austria, 1924) |
Hannah Arendt
El Schlemihl de Heine y el paria consciente de
Lazare son de concepción judía, e incluso el sospechoso de Chaplin se le nota
clarísimamente su origen judío. La cosa cambia cuando nos encontramos la figura
de paria en su versión más reciente y de momento última: en la obra de Kafka,
donde aparece dos veces (una, en su primer relato, Descripción de una lucha,
y otra, en su última novela, El castillo), K, no viene de ninguna parte
y nunca se habla de su vida anterior. No puede ser "judío" porque, al
igual que todos los héroes kafkianos, no posee atributos caracteriológicos
propios. Los personajes de las novelas kafkiana son abstractos, característica
que en sus obras de juventud queda subrayada por el hecho de que estas personas
sin atributos se dedican permanentemente a algo a lo que, aparte de ellos, no
se dedica nadie: a reflexionar. En la narrativa de Kafka siempre se reconoce al
héroe porque éste quiere saber "qué es propiamente lo que pasa con las
cosas que se derriten a mi alrededor como la nieve mientras para los demás un
vasito de aguardiente ya es firme como un monumento".
Descripción de una lucha trata de una manera muy
general de cómo se agrupa la gente en sociedad y constata que en el interior de
un marco únicamente social el efecto de las buenas relaciones, o incluso
amistosas, es muy perturbador. La sociedad se compone de "absolutos
nadies": "No he hecho nada malo a nadie, nadie me ha hecho
nada malo, nadie quiere ayudarme, nadie en absoluto". Pero a pesar de
ello, aquel a quien la sociedad envía a paseo, como es el caso del paria, no
puede decir que haya tenido suerte, pues la sociedad pretende "ser
real" y quiere "hacerle creer que él es irreal", que es
nadie.
En el conflicto entre sociedad y paria no se
trata sólo de preguntar si la una se ha comportado justa o injustamente con el
otro, sino de si al excluido de la sociedad o al que se opone a ella aún le
corresponde alguna clase de realidad. Pues la mayor herida que la sociedad ha
causado desde siempre al paria que para ella es el judío ha sido dejar que éste
dudase y desesperarse de su propia realidad, hacerlo aparecer a sus propios
ojos con el sello de ese "nadie" que era para la buena sociedad.
En este conflicto que se extiende a lo largo de
más de un siglo, Kafka es el primero que, ya al comienzo de su producción, da
un giro al asunto y hace constar que la sociedad se compone de "absolutos
nadies […] en frac". En cierto sentido tuvo la suerte de haber nacido en
un tiempo en el que ya era obvio que los fracs vestían a "nadies".
Quince años después, Marcel Proust hablaba en El tiempo recobrado de la
sociedad francesa como un baile de máscaras en el que tras cada máscara reía
sarcásticamente la muerte.
Para escapar a la amenaza fundamental de su
conciencia de realidad, los parías del siglo XIX descubrieron dos salidas
salvadoras que a Kafka ya no le sirvieron. La primera conducía a una sociedad
de parias que estaban al mismo nivel y que pensaban lo mismo de su oposición a
la sociedad. En este suelo, lo único que germinó fue una bohemia ajena a la
realidad. La segunda salida salvadora - que eligieron muchos de los judíos
aislados y solitarios de la asimilación - conducía a la realidad imponente de
la naturaleza, del Sol que a todos ilumina, y algunas veces al territorio del
arte en forma de una cultura y de un gusto artístico muy elevado. Naturaleza y
arte son ámbitos que se sustrajeron durante mucho tiempo a las intromisiones
sociales o políticas y se consideraron intocables: en ellos el paria pudo
considerarse durante mucho tiempo invulnerable. Las ciudades, bellamente
construidas y santificadas por la tradición ofrecían al fin sus edificios y
plazas a todo el mundo, pues pervivían en el presente proveniente de un tiempo
pasado y precisamente por eso mantenían un ámbito público del que nadie quedaba
excluido. Al fin los palacios construidos por los reyes para la alta sociedad
abrían sus puertas al mundo; al fin las catedrales construidas para los
cristianos dejaban entrar también a los no creyentes. Como parte de ese
"todo el mundo" que la sociedad dominante llamaba "nadie",
el paria, el judío, tenían acceso a todas las pasadas magnificencias de Europa
(a cuya belleza demostraban muchas veces tener los ojos más abiertos que sus
conciudadanos, escrupulosamente protegidos por la sociedad y el presente).
Kafka en este relato fue el primero en atacar
tanto a la naturaleza como el arte, calificándolos de refugio de los expulsados
de la sociedad. A su conciencia moderna de la realidad ya no le bastaban el
cielo y la tierra, cuya superioridad sólo durará mientras "os deje en
paz" y también discutió que el mundo en el que todos nos movemos
cotidianamente fuera un legado de los muertos santificados por la belleza.
("Ya hace mucho que tú, cielo, eras real; y tú, plaza, nunca has
existido realmente.") A sus ojos, la belleza del arte y de la
naturaleza también era un producto social, ya que la sociedad, desde tiempo
inmemorial, ponía dichos refugios como consuelo convencional a disposición de
aquellos cuya igualdad no reconocí. Por eso a tales cosas no les hace bien que
"se reflexione sobre ellas: [pierden] ánimo y salud", esto es,
significado real y vivo.
Lo que distingue específicamente a Kafka en
nuestra serie de parias es una nueva y agresiva forma de reflexión. Sin ninguna
clase de arrogancia, sin la superioridad majestuoso - irónica del "Señor
del mundo de los sueños" (Heine), sin la astucia inocente del
hombrecillo siempre apurado (Chaplin), los héroes de Kafka se enfrentan a la
sociedad con una agresión consciente deliberada. Por otra parte, a los
personajes de Kafka les faltan las tradicionales cualidades del paria judío, a
saber, la conmovedora inocencia y el carácter cómico del Schlemihl. En El
Castillo, en la novela que uno casi diría dedicada al problema judío, cada
vez queda más claro que el agrimensor K., venido de fuera, es un judío, no
porque detente ninguna de las características típicamente judías, sino porque
cae en determinadas situaciones y ambigüedades típicas. K., es un extraño que
nadie puede clasificar porque no pertenece ni al pueblo ni al gobierno. ("No
es usted del castillo, no es usted del lugar, no es usted nada.") Su
llegada tiene algo que ver con el gobierno, naturalmente, pero un derecho
legítimo a quedarse no lo tiene. A ojos de las autoridades burocráticas menores
su existencia sólo es una casualidad burocrática y su entera existencia
ciudadana corre el peligro de transcurrir entre "columnas de actas"
que, a su vez, "se levantan y se derrumban" (1). Continuamente
se le echa en cara ser superfluo, "sobrante y estar de paso en todas
partes", que al ser un extraño tiene que conformarse con dádivas y que
sólo se le tolera por misericordia.
El mismo K, opina que lo más importante para él
es llegar a ser «indistinguible» y que «todo depende de que eso ocurra muy
deprisa». Pero enseguida dice que el gobierno no deja de ponerle obstáculos
para impedírselo. El gobierno ni siquiera considera que lo que K. quiere (la
completa asimilación, podríamos decir) sea un verdadero propósito. En una carta
del «castillo» se le dice a K. que tiene que decidir si «quiere ser un
trabajador vinculado al castillo (un vínculo que, aunque lo distinga sólo será
aparente) o bien, un aparente lugareño cuya situación laboral decidan en realidad
los comunicados de Barnabas [el mensajero del castillo]».
En ninguna imagen se hubiera podido expresar
mejor la problemática entera del judaísmo asimilador que en esta alternativa: o
pertenecer al pueblo sólo en apariencia y pertenecer en realidad al gobierno o
renunciar totalmente a la protección gubernamental e intentarlo con el pueblo. El
judaísmo oficial había tomado partido por el gobierno, y sus representantes habían
sido siempre «lugareños sólo aparentes». Kafka nos cuenta en esta novela cómo
les fueron las cosas a los judíos que optaron por el segundo camino, el de
buena voluntad, a aquellos que se tomaron realmente en serio lo de la
asimilación (cuyo drama real – que no desfiguración – nos describe). Por él
habla el judío que no quiere sino sus derechos como ser humano: hogar, trabajo,
familia, ciudadanía. Kafka lo describe como si sólo hubiera uno en el mundo,
como si fuera el único judío, como si estuviera realmente sólo. Y en eso
también atina con toda exactitud en la realidad humana concreta, en la
problemática humana concreta, pues si un judío se tomaba en serio de lo de «ser
indistinguible», tenía que comportarse como si sólo estuviera él, tenía que
aislarse radicalmente de todos sus iguales. El K. de la novela de Kafka sólo
hace lo que al parecer todo el mundo exigía de los judíos. Su aislamiento no
hace sino corresponder a la afirmación reiterada de que la asimilación podría
lograrse sin más si los judíos estuvieran aislados, si no se reuniesen en
camarillas. Kafka pone a sus héroes en situaciones tan hipotéticamente ideales
como las descritas para plantear el experimento en estado puro.
Para la pureza del experimento de la asimilación
había sido también necesario renunciar a todos los llamados atributos judíos. Pero
al renunciar a ellos Kafka nos muestra la imagen de un ser humano cuyo
comportamiento resulta nuevo y extensible más allá del horizonte de la
problemática puramente judía. K., que quiere ser indistinguible, sólo está
interesado por lo más universal, por aquello que es común a todos los seres
humanos. Su voluntad se aplica sólo aquello a lo que todos los seres humanos tienen
derecho de manera natural. Si se le quiere describir, difícilmente podría decirse
nada excepto que es un hombre de buena voluntad, pues nunca exige más derecho
que el que corresponde a todo ser humano y tiende a no conformarse nunca con menos.
Toda su ambición se dirige a tener «un hogar, una posición, un verdadero
trabajo», a casarse y «ser miembro de la comunidad». Como es un extraño y no
dispone de estas obviedades de la vida, no puede permitirse el lujo de la
ambición. Tiene que luchar él solo, al menos eso dice al comienzo de la novela,
por lo mínimo, sus derechos humanos, como si encerraran una exigencia
excesivamente atrevida. Y puesto que no quiere sino los derechos humanos mínimo,
no puede dejar – lo que hubiera sido mucho más oportuno – que se le concedan
sus exigencias como «una limosna del castillo», sino insistir en ellas como «su
derecho».
Tan pronto los habitantes de la población se
enteran de que el extraño llegado casualmente goza de la protección del
castillo, su despectiva indiferencia inicial se transforma en una hostilidad respetuosa
y en el deseo de que se vaya al castillo lo más rápidamente posible: con
señores de tanta categoría, mejor no tener nada que ver. Pero cuando K. rechaza
esta posibilidad argumentando que quiere ser libre y declara que prefiere ser
un sencillo trabajador del lugar a un protegido del castillo (un «habitante sólo
aparente del lugar»), el comportamiento de los lugareños se convierte en una
mezcla de desprecio y miedo que a partir de ese momento acompañará todos los
esfuerzos de K. Así pues, lo que les despierta la inquietud no es tanto el
hecho de que el extraño lo sea como su propósito tan especial de negarse a
aceptar «limosnas». Los intentos de los lugareños de hacerle ver su «ignorancia»,
su desconocimiento de la situación, son incansables. Intentan transmitirle la
experiencia del mundo y de la vida – del que es muy evidente que él carece –
contándole todos los sucesos acaecidos entre los lugareños y los habitantes del
castillo. Y así se da cuenta K., para su creciente espanto, de que lo
simplemente humano, los derechos humanos, la normalidad, todo lo que consideraba
tan obvio para los demás, no existe en absoluto.
En su esfuerzo por ser indistinguible, K. se
entera de que la vida de los lugareños es una única cadena de historias
horribles que destruyen toda la naturalidad humana. Ahí está la historia de la
mesonera, que en su juventud había tenido el breve honor de ser la amante de
unos de los empleados del castillo y nunca ha podido olvidar esa elevada
posición (con lo que su matrimonio, por lo tanto, es una pura patraña). Ahí
está la propia novia de K., a la que habiéndole sucedido lo mismo pero estando
a pesar de ello realmente enamorada de K., no soporta una vida sencilla a largo
plazo, sin «relaciones elevadas», y con la ayuda de dos empleados de poca monta
del castillo rechaza a K. Y, sobre todo, ahí está la magnifica e inquietante
historia de la familia Barnabas, sobre cuyos miembros pesa una «maldición» y por
eso tienen que vivir como outlaws en su propio pueblo (donde los tratan
como leproso y ellos mismos se sienten leprosos). La terrible desgracia de la
familia es culpa de una hija guapa que osó rechazar las solicitudes obscenas y
desvergonzadas de un poderoso empleado del castillo: «Así cayó la maldición
sobre nuestra familia». Los lugareños, dominados hasta en los detalles más íntimos
por el gobierno y sus empleados, esclavizados hasta el último de sus
pensamientos por aquellos que tienen poder, han comprendido desde hace mucho
tiempo cuál es, justa o injustamente, su «destino», un destino que nada puede
cambiar. No es el responsable de una carta obscena el que se pone en evidencia sino
su destinataria la que queda deshonrada a pesar de su total inocencia. Esto es
pues, lo que los lugareños denominan su «destino». A K., «eso le parece injusto
y monstruoso, opinión completamente única en el lugar».
Esta historia fulmina la ignorancia de K. A
partir de ese momento ve claro que su propósito de hacer realidad lo humano,
tener trabajo, ser útil, fundar un hogar, ser miembro de una comunidad, no
depende de ser «indistinguible». Es evidente que lo que él quiere, la
normalidad, se ha convertido en algo excepcional que los seres humanos ni
siquiera pueden conseguir de una manera sencilla y natural. Todo lo que de una
manera natural y normal está encomendado al ser humano, en el sistema del lugar
le es arrebatado a traición y presentado como venido de fuera (o, en el sentido
de Kafka, de «arriba»), como destino, regalo o maldición: en cualquier caso
como un suceso impenetrable que puede contarse pero no entenderse, ya que en sí
mismo nadie ha hecho nada. El propósito de K., lejos de ser banal y obvio es,
dada la relación entre pueblo y castillo, verdaderamente extraordinario y escandaloso.
Mientras el lugar esté bajo el dominio de los habitantes del castillo, lo que
suceda en él será cosa sólo del destino y no habrá sitio en él para un ser
humano que, lleno de buena voluntad, quiera decidir su propia vida. A los
lugareños, la simple pregunta por lo justo y lo injusto les parece un argumento
respondón que no valora debidamente la «magnitud» de los acontecimientos ni la
magnitud del poder del castillo. Y cuando K., indignado, dice
despreciativamente «¡Así son, pues, los funcionarios!» para expresar su desilusión,
el pueblo entero se agita, como si se le despojara de un secreto sublime, el contenido
más auténtico de su vida.
K., una vez perdida la inocencia del paria, no
abandona la lucha. No es que se ponga a impulsar un nuevo orden revolucionario
del mundo, como el héroe de la última novela de Kafka , América, ni a
soñar con un «teatro de la naturaleza» en el que cada uno tuviera sitio según sus
capacidades y su voluntad. Al parecer, K. es de la opinión de que ya se ganaría
mucho con que un ser humano, aunque sólo fuera uno, pudiera vivir como un ser
humano. Él se queda en el pueblo e intenta, a pesar de todo, apañárselas en las
circunstancias con que se encuentra. Por un breve momento vuelve a brillar ante
él la vieja y majestuosa libertad del paria, del Schlemitl, del Señor del mundo
de los sueños, pero en comparación con su propósito enseguida le parece que no
hay «nada más absurdo, nada más desesperado que esta libertad, esta espera, esta
invulnerabilidad». La libertad del paria es absurda porque no tiene propósito,
porque no tiene en cuenta la voluntad del ser humano de fundar algo en este
mundo, aunque sólo sea la propia existencia. Por eso se somete al profesor
tiránico, acepta el «puesto miserable» de bedel de la escuela, se esfuerza
arduamente por una conversación con Klamm, se hace vulnerable y participa de la
gran «necesidad» y las fatigas de los lugareños.
Mirándolos desde fuera, todos estos esfuerzos son
en vano, ya que hay algo de lo que K. no puede desistir, a saber, llamar justo
a lo justo e injusto a lo injusto, y algo de lo que no quiere desistir, a
saber, rehusar obtener como regalo de «arriba» el derecho que le corresponde como
ser humano. Por eso todas las historias de los lugareños no pueden enseñarle a
sentir ese temor que todo lo falsea y con el que suelen envolverlas dándoseles
esa profundidad inquietante y poética que tan a menudo caracteriza las
historias de los pueblos esclavos. K. no puede ser uno de los suyos porque no
es capaz de aprender a temer. Que este temor no tiene un objeto real, por mucho
que le haya atrapado a todos en su círculo mágico, queda claro cuando los
grandes recelos de los lugareños por lo que respecta a K. nunca se convierten
en realidad. A K. no le pasa absolutamente nada, excepto que el castillo se
resiste con miles de excusas a darle el permiso de residencia reglamentario que
exige. La lucha queda sin decidir y K. muere de muerte totalmente natural, de
agotamiento. Lo que él había querido sobrepasa las fuerzas de un hombre solo.
Sin embargo, de algo ha servido K. al pueblo
antes de morir o, al menos, a algunos de sus habitantes. «Nosotros [los
habitantes del pueblo] […] con nuestras tristes experiencias y temores nos
asustamos hasta del crujir de la madera […] Así no puede llegarse a ningún
juicio certero […] Que suerte para nosotros que hayas venido.»
En su epílogo a El Castillo, cuenta Max Brod con qué emoción llamó Kafka su atención sobre una anécdota referida a Flaubert, según la cual éste, volviendo a casa después de visitar a una familia sencilla, feliz y numerosa, habría dicho: «Ils sont dans le vrai» [«Están en lo cierto»]. Lo cierto, la verdad humana nunca puede estar en la excepción, ni siquiera en la excepción del perseguido, sino sólo en lo que es o debería ser la regla. De esta conclusión surge la inclinación de Kafka al sionismo. Se hizo seguidor del movimiento que quería liquidar la posición excepcional del pueblo judío para convertirlo en un «pueblo como los demás». Él seguramente el último de los grandes poetas europeos, no podía desear de verdad ser un nacionalista. Su genialidad, su modernidad, fue específicamente su propósito de ser un ser humano entre seres humanos, un miembro normal de una sociedad humana. No era culpa suya que esta sociedad no fuera humana y considerara al desorientado ser humano de buena voluntad una excepción (un «santo» o un loco). Si los judíos de la Europa Occidental del siglo XIX se hubieran tomado en serio el reto de la asimilación, si hubieran intentado realmente saldar la anomalía del pueblo judío y el problema del individuo judío haciéndose «indistinguibles», convirtiendo la igualdad con todos los demás en su propósito último, no sólo la desigualdad, sino también la progresiva caída de esta sociedad en un sistema de relaciones inhumano les hubiera resultado algo tan obvio como al agrimensor de la novela de Kafka el horror de la situación del lugar adonde llega.
Tomado de: Arendt, Hannah (2020). La tradición oculta. En: La tradición oculta. Paidós.
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