Autor: Octavio Paz
Tomado de: Las peras del olmo
Este texto fue leído en un ciclo de conferencias organizados, por la Editorial Séneca para conmemorar el cuarto centenario del nacimiento de San Juan de la Cruz.
La realidad — todo lo que somos, todo lo que nos
envuelve, nos sostiene y, simultáneamente, nos devora y alimenta— es más rica y
cambiante, más viva, que los sistemas que pretenden contenerla. A cambio de
reducir la rica y casi ofensiva espontaneidad de la naturaleza a la rigidez de
nuestras ideas, la mutilamos de una parte de sí, la más fascinante: su
naturalidad. El hombre, al enfrentarse con la realidad, la sojuzga, la mutila y
la somete a un orden que no es el de la naturaleza — si es que ésta posee,
acaso, algo equivalente a lo que llamamos orden — sino el del pensamiento. Y
así, no es la realidad lo que realmente conocemos, sino esa parte de la
realidad que podemos reducir a lenguaje y conceptos. Lo que llamamos
conocimiento es el saber que tenemos sobre cualquier cosa para dominarla y
sujetarla.
No quiero decir, naturalmente, que la técnica sea el conocimiento.
Pero aun cuando sea imposible extraer de todo conocimiento una técnica — o sea:
un procedimiento para transformar la realidad — todos los conocimientos son la
expresión de una sed de apoderarnos, en nuestros propios términos y para
nuestros propios fines, de esa intocable realidad. No es exagerado llamar a
esta actitud humana una actitud de dominación. Como un guerrero, el hombre
lucha somete a la naturaleza y a la realidad. Su instinto de poder no sólo se
expresa en la guerra, en la política, en la técnica; también en la ciencia y en
la filosofía, en todo lo que se ha dado en llamar, hipócritamente, conocimiento desinteresado.
No es ésta la única actitud que el hombre puede asumir
frente a la realidad del mundo y de su propia conciencia. Su contemplación
puede no poseer ninguna consecuencia práctica y de ella es posible que no se
pueda derivar ningún conocimiento, ningún dictamen, ninguna salvación o
condenación. Esta contemplación inútil, superflua, inservible, no se dirige al
saber, a la posesión de lo que se contempla, sino que sólo intenta abismarse en
su objeto. El hombre que así contempla no se propone saber nada; sólo quiere un
olvido de sí, postrarse ante lo que ve, fundirse, si es posible, en lo que ama.
El asombro ante la realidad lo lleva a divinizarla; la fascinación y el horror
lo mueven a unirse con su objeto. Quizá la raíz de esta actitud de adoración
sea el amor, que es un instinto de posesión del objeto, un querer, pero también
un anhelo de fusión, de olvido, y disolución del ser en «lo otro». En el amor no sólo interviene el instinto que nos impulsa
a sobrevivir o a reproducirnos; el instinto de la muerte, verdadero instinto de
perdición, fuerza de gravedad del alma, también es parte de su contradictoria naturaleza.
En él alientan el arrobo silencioso, el vértigo, la seducción del abismo, el
deseo de caer infinitamente y sin reposo, cada vez más hondo, y la nostalgia de
nuestro origen, oscuro movimiento del hombre hacia su raíz, hacia su propio
nacimiento. Porque en el amor la pareja intenta participar otra vez de ese
estado en el que la - muerte y la vida, la necesidad y la satisfacción, el
sueño y el acto, la palabra y la imagen, el tiempo y el espacio, el fruto y el
labio, se confunden en una sola realidad. Los amantes descienden hacia estados
cada vez más antiguos y desnudos; rescatan al animal humillado y al vegetal
soñoliento que viven en cada uno de nosotros; y tienen el presentimiento dé la
pura energía que mueve el universo y de la inercia en que se transforma el
vértigo de esa energía.
A estas dos actitudes pueden reducirse, con todos los peligros
de tan excesiva simplificación, las innumerables y variadas posturas del hombre
frente a la realidad. Las dos se dan con cierta pureza en la magia y la
religión de las sociedades arcaicas (aunque, en rigor, ambas sean inseparables,
pues en toda actividad mágica hay elementos religiosos y a la inversa). Si el
sacerdote se postra ante el dios, el mago se alza frente a la realidad y,
convocando a los poderes ocultos, hechizando a la naturaleza, obliga a las fuerzas
rebeldes a la obediencia. Uno suplica y ama; otro, adula o coacciona. Ahora
bien, la operación poética ¿es una actividad mágica o religiosa? Ni lo uno ni
lo otro. La poesía es irreductible a cualquier otra experiencia. Pero el espíritu
que la expresa, los medios de que se vale, su origen y su fin, muy bien pueden
ser mágicos o religiosos. La actitud ante lo sagrado cristaliza en el ruego, en
la oración, y su más intensa y profunda manifestación es el éxtasis místico: el
entregarse a lo absoluto y confundirse con Dios. La religión — en este sentido
— es diálogo, relación amorosa con el Creador. También el poeta lírico entabla
un diálogo con el mundo; en ese diálogo hay dos situaciones extremas: una, de soledad; otra, de comunión. El poeta siempre intenta comulgar,
unirse (reunirse, mejor dicho), con su
objeto: su propia alma, la amada, Dios, la naturaleza… La poesía mueve al poeta
hacia lo desconocido. Y la poesía lírica, que principia como un íntimo
deslumbramiento, termina en la comunión o en la blasfemia. No importa que el
poeta se sirva de la magia de las palabras, del hechizo del lenguaje, para
solicitar a su objeto: nunca pretende utilizarlo, como el mago, sino fundirse a
él, como el místico.
En la fiesta o representación religiosa el hombre
intenta cambiar de naturaleza, despojarse de la suya y participar de la divina.
La misa no sólo es una actualización o representación de la Pasión de Jesucristo;
es también una liturgia, un misterio en donde el diálogo entre el hombre y su Creador
culmina en la comunión. Si mediante el bautismo los hijos de Adán adquieren esa
libertad que les permite dar el salto mortal entre el estado natural y el
estado de gracia, por la comunión los cristianos pueden, en las tinieblas de un
misterio inefable, comer la carne y beber la sangre de su Dios. Esto es,
alimentarse con una substancia divina, con la sustancia divina. El festín
sagrado diviniza, lo mismo al azteca que al cristiano. No es diverso este
apetito al del enamorado y al del poeta. Novalis ha dicho: «El deseo sexual no
es quizá sino un deseo disfrazado de carne humana.» El pensamiento del poeta
alemán, que ve en «la mujer el alimento corporal más elevado», nos ilumina
acerca del carácter de la poesía y del amor: se trata, por medio del
canibalismo ritual, de readquirir nuestra naturaleza paradisíaca.
No es extraño que la poesía haya provocado el recelo, cuando
no el escándalo, de algunos espíritus que veían latir en ella, en una actividad
profana, el mismo apetito y la misma sed que mueven al hombre religioso. Frente
a la religión, que sólo existe si se socializa en una iglesia, en una comunidad
de fieles, la poesía se manifiesta sólo si se individualiza, si encarna en un
poeta. Su relación con lo absoluto es privada y personal. Religión y poesía
tienden a la comunión; las dos parten de la soledad e intentan, mediante el alimento
sagrado, romper la soledad y devolver al hombre su inocencia. Pero en tanto que
la religión es profundamente conservadora, puesto que torna sagrado el lazo
social al convertir en iglesia a la sociedad, la poesía rompe el lazo al consagrar
una relación individual, al margen, cuando no en contra, de la sociedad. La
poesía siempre es disidente. No necesita de la teología ni de la clerecía. No
quiere salvar al hombre, ni construir la ciudad de Dios: pretende darnos el
testimonio terrenal de una experiencia. Respuesta a las mismas preguntas y
necesidades que la religión satisface, la poesía se nos aparece como una forma
secreta, ilegal, irregular, de la religión: como una heterodoxia, no porque no admita
los dogmas, sino porque se manifiesta de un modo privado y muchas veces
anárquico. En otras palabras: la religión es siempre social — excepto cuando se
transforma en mística —, mientras que la poesía, al menos en nuestra época, es
individual.
¿Qué clase de testimonio es el de la palabra poética, extraño
testimonio de la unidad del hombre y el mundo, de su origina] y perdida
identidad? Ante todo, el de la inocencia innata del hombre, como la religión es
el de su perdida inocencia. Si una afirma el pecado, la otra lo niega. El poeta
revela la inocencia del hombre. Pero su testimonio sólo vale si llega a
transformar su experiencia en expresión, esto es, en palabras. Y no en
cualquier clase de palabras, ni en cualquier orden, sino en un orden que no es
el del pensamiento, ni el de la conversación, ni el de la oración. Un orden que
crea sus propias leyes y su propia realidad: el poema. Por eso ha podido decir
un crítico francés que «en tanto que el poeta tiende a la palabra, el místico
tiende al silencio». Esa diversidad de direcciones distingue, al fin, la experiencia
mística de la expresión poética. La mística es una inmersión en lo absoluto; la
poesía es una expresión de lo absoluto o de la desgarrada tentativa para llegar
a él. ¿Qué pretende el poeta cuando expresa su experiencia? La poesía, ha dicho
Rimbaud, quiere cambiar la vida. No intenta embellecerla, como piensan los
estetas y los literatos, ni hacerla más justa o buena, como sueñan los
moralistas. Mediante la palabra, mediante la expresión de su experiencia,
procura hacer sagrado el mundo; con la palabra consagra la experiencia de los
hombres y las relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y la
mujer, entre el hombre y su propia conciencia. No pretende hermosear, santificar o idealizar lo que toca, sino volverlo sagrado. Por eso no es moral
o inmoral; justa o injusta; falsa o verdadera; hermosa o fea. Es, simplemente,
poesía de soledad o de comunión. Porque la poesía, que es un testimonio del éxtasis,
del amor dichoso, también lo es de la desesperación. Y tanto como un ruego
puede ser una blasfemia.
La sociedad moderna no puede perdonar a la poesía su naturaleza:
le parece sacrílega. Y aunque ésta se disfrace, acepte comulgar en el mismo
altar común y luego justifique con toda clase de razones su embriaguez, la
conciencia social la reprobará siempre como un extravío y una locura peligrosa.
El poeta tiende a participar en lo absoluto, como el místico; y tiende a
expresarlo, como, la liturgia y la fiesta religiosa. Esta pretensión lo convierte
en un ser peligroso, pues su actividad no beneficia a la sociedad; verdadero
parásito, en lugar de atraer para ella las fuerzas desconocidas que la religión
organiza y reparte, las dispersa en una empresa estéril y antisocial. En la
comunión el poeta descubre la fuerza secreta del mundo, esa fuerza que la
religión intenta canalizar y utilizar, a través de la burocracia eclesiástica.
Y el poeta no sólo la descubre y se hunde en ella: la muestra en toda su
aterradora y violenta desnudez al resto de los hombres, latiendo en su palabra,
viva en ese extraño mecanismo de encantamiento que es el poema. ¿Habrá que
agregar que esa fuerza, alternativamente sagrada o maldita/ es la del éxtasis,
la del vértigo, que brota como una fascinación en la cima del contacto carnal o
espiritual? En lo alto de ese contacto y en la profundidad de ese vértigo el
hombre y la mujer tocan lo absoluto, el reino en donde los contrarios se
reconcilian y la vida y la muerte pactan en unos labios que se funden. El
cuerpo y el alma, en ese instante, son lo mismo y la piel es como una nueva
conciencia, conciencia de lo infinito, vertida hacia lo infinito... El tacto y
todos los sentidos dejan de servir al placer o al conocimiento; cesan de ser
personales; se extienden, por decirlo así, y lejos de constituir las antenas,
los instrumentos de la conciencia, la disuelven en lo absoluto, la reintegran a
la energía original. Fuerza, apetito que quiere ser hasta el límite y más allá
del límite del ser, hambre de eternidad y de espacio, sed que no retrocede ante
la caída, antes bien busca palpar en su exceso vital, en su desgarramiento de
sí, ese despeñarse sin fin que le revela la inmovilidad y la muerte, el reino
negro del olvido, hambre de vida, sí, pero también de muerte.
La poesía es la revelación de la inocencia que alienta
en cada hombre y en cada mujer y que todos podemos recobrar apenas el amor
ilumina nuestros ojos y nos devuelve el asombro y la fertilidad. Su testimonio
es la revelación de una experiencia en la que participan todos los hombres, oculta
por la rutina y la diaria amargura. Los poetas han sido los primeros que han
revelado que la eternidad y lo absoluto no están más allá de nuestros sentidos
sino en ellos mismos. Esta eternidad y esta reconciliación con el mundo se
producen en el tiempo y dentro del tiempo, en nuestra vida mortal, porque el
amor y la poesía no nos ofrecen la inmortalidad ni la salvación. Nietzsche
decía: «No la vida eterna, sino la eterna vivacidad: eso es lo que importa.» Una
sociedad como la nuestra, que cuenta entre sus víctimas a sus mejores poetas;
una sociedad que sólo quiere conservarse y durar; una sociedad, en fin, para la
que la conservación y el ahorro son las únicas leyes y que prefiere renunciar a
la vida antes que exponerse al cambio, tiene que condenar a la poesía, ese
despilfarro vital, cuando no puede domesticarla con toda clase de hipócritas
alabanzas. Y la condena, no en nombre de la vida, que es aventura y cambio,
sino en nombre de la máscara de la vida: en nombre del instinto de conservación.
En ciertas épocas la poesía ha podido convivir con la sociedad
y su impulso ha alimentado las mejores empresas de ésta. Poesía, religión y
sociedad forman una unidad viviente y creadora en los tiempos primitivos. El
poeta era mago y sacerdote; y su palabra era divina. Esa unidad se rompió hace
milenios — precisamente en el momento en que la división del trabajo creó una
clerecía y nacieron las primeras teocracias — pero la escisión entre poesía y
sociedad nunca fue total. El gran divorcio comienza en el siglo xviii y coincide con el derrumbe de las creencias que fueron
el sustento de nuestra civilización. Nada ha sustituido al cristianismo y desde
hace dos siglos vivimos en una suerte de interregno espiritual. En nuestra
época la poesía no puede vivir dentro de lo que la sociedad capitalista llama sus
ideales: las vidas de Shelley, Rimbaud, Baudelaire o Bécquer son pruebas que
ahorran todo razonamiento. Si hasta fines del siglo pasado Mallarmé pudo crear
su poesía fuera de la sociedad, ahora toda actividad poética, si lo es de
verdad, tendrá que ir en contra de ella. No es extraño que para ciertas almas sensibles
la única vocación posible sean la soledad o el suicidio; tampoco es extraño que
para otras, hermosas y apasionadas, las únicas actividades poéticas imaginables
sean la dinamita, el asesinato político o el crimen gratuito. En ciertos casos,
por lo menos, hay que tener el valor de decir que se simpatiza con esas
explosiones, testimonio de la desesperación a que nos conduce un sistema social
basado sólo en la conservación de todo y especialmente de las ganancias
económicas.
La misma fuerza vital, lúcida en medio de su tiniebla,
mueve al poeta de ayer y al de hoy. Sólo que ayer era posible la comunión,
gracias quizás a esa misma Iglesia que ahora la impide. Y habrá que decirlo:
para que la experiencia se realice otra vez, será menester un hombre nuevo y
una sociedad en la que la inspiración y la razón, las fuerzas irracionales y
las racionales, el amor y la moral, lo colectivo y lo individual, se reconcilien.
Esta reconciliación se da plenamente en San Juan de la Cruz. En el seno de esa sociedad
en la que, acaso por última vez en la historia, la llama de la religiosidad
personal pudo alimentarse de la religión de la sociedad, San Juan realiza la más
intensa y plena de las experiencias: la de la comunión. Un poco más tarde esa
comunión será imposible.
Las dos notas extremas de la poesía lírica, la de la
comunión y la de la soledad, las podemos contemplar con toda su verdad en la
historia de nuestra poesía. Nuestra lengua posee dos textos igualmente
impresionantes: los poemas de San Juan y un poema de Quevedo, «Lágrimas de un
penitente», poco estudiado hasta ahora por la crítica. Los de San Juan de la
Cruz relatan la experiencia mística más profunda de nuestra cultura; no parece
necesario extenderse sobre su significación porque son de tal modo perfectos que
impiden toda tentativa de análisis poético. Naturalmente que no me refiero a la
imposibilidad del análisis psicológico, filosófico o estilístico, sino a la
absurda pretensión que intenta explicar la poesía; la poesía, cuando alcanza la
plenitud del «Cántico espiritual», se explica por sí misma. No sucede lo mismo
con los poemas de Quevedo. En las silvas y sonetos que forman las «Lágrimas de
un penitente», Quevedo expresa la certidumbre de que el poeta ya no es uno con
sus creaciones; está moralmente dividido. Entre la poesía y el poeta, entre
Dios y el hombre, se opone algo muy sutil y muy poderoso: la conciencia, y lo
que es más significativo: la conciencia de la conciencia, la conciencia de sí.
Quevedo expresa este estado demoníaco en dos versos:
Las
aguas del abismo
donde
me enamoraba de mí mismo.
Al principio del poema el poeta, pecador lúcido, se
niega a ser salvado, se rehúsa a la gracia, prendido a la hermosura del mundo.
Frente a Dios se siente solo y rechaza la redención, hundido en las
apariencias:
Nada
me desengaña,
el
mundo me ha hechizado.
Mas el pecador se da cuenta de que el mundo que lo encanta
y al que se siente prendido con tal amor... no existe. La nada del mundo se le
revela como algo real, de suerte que se siente enamorado de la nada. No es, sin
embargo, la hermosura vacía e inexistente del mundo la que le impide ir más
allá de sí y comulgar, sino su conciencia de sí. Este rasgo da un carácter
excepcional al poema de Quevedo en el paisaje poético del siglo XVII; hay otros
poetas más inspirados, más perfectos y puros, pero en ninguno alienta esta
lucidez ante su propio desgarramiento. Lucidez que no hay más remedio que
llamar «baudeleriana». En efecto, Quevedo afirma que la conciencia de sí es un
saberse en el mal y en la nada, una gozosa conciencia del mal. Así, atribuye un
contenido pecaminoso a la conciencia, no tanto por lo que peca en sus
imaginaciones sino porque pretende sustentarse en sí misma, bastarse sola y
sola saciar su sed de absoluto. Mientras San Juan ruega y suplica al amado, Quevedo
es solicitado por su Dios; pero prefiere perderse y perderlo, antes que ofrecerle
el único sacrificio que acepta: el de su conciencia. Al final del poema surge
la necesidad de la expiación, que consiste en la humillación del yo: sólo a
este precio es posible la reconciliación con Dios. La historia de esta
reconciliación da la impresión de ser un artificio retórico y teológico, ya
porque la comunión no se haya producido realmente, ya porque el poeta no haya
podido expresarla con la intensidad con que ha relatado su encantamiento y el
goce fúnebre que le proporciona saberse en la nada del pecado, en la nada de sí
mismo. En realidad, la respuesta de Quevedo es intelectual y estoica: se abraza
a la muerte, no para recobrar la vida sino como resignación.
Entre estos dos polos de inocencia y conciencia, de soledad
y comunión, se mueve toda poesía. Los hombres modernos, incapaces de inocencia,
nacidos en una sociedad que nos hace naturalmente artificiales y que nos ha
despojado de nuestra substancia humana para convertirnos en mercancías,
buscamos en vano al hombre perdido, al hombre inocente. Todas las tentativas
valiosas de nuestra cultura, desde fines del siglo XVIII, se dirigen a
recobrarlo, a soñarlo. Incapaces de articular en un poema esta dualidad de
conciencia e inocencia (puesto que corresponde a antagonismos irreductibles de
la historia), la sustituimos por un rigor externo, puramente verbal, o por el
balbuceo del inconsciente. La sola participación del inconsciente en un poema
lo convierte en un documento psicológico; la sola presencia del pensamiento,
con frecuencia vacío o especulativo, lo deshabita. Ni discursos académicos ni
vómitos sentimentales. ¿Y qué decir de los discursos políticos, de las arengas,
de los editoriales de periódico, que se enmascaran con el rostro de la poesía?
Y sin embargo, la poesía sigue siendo una fuerza capaz
de revelar al hombre sus sueños y de invitarlo a vivirlos en pleno día. El
poeta expresa el sueño del hombre y del mundo y nos dice que somos algo más que
una máquina o un instrumento, un poco más que esa sangre que se derrama para
enriquecer a los poderosos o sostener a la injusticia en el poder, algo más que
mercancía y trabajo. En la noche soñamos y nuestro destino se manifiesta,
porque soñamos lo que podríamos ser. Somos ese sueño y sólo nacimos para
realizarlo. Y el mundo — todos los hombres que ahora sufren o gozan — también
sueña y anhela vivir a plena luz su sueño. La poesía, al expresar estos sueños,
nos invita a la rebelión, a vivir despiertos nuestros sueños: a ser no ya los
soñadores sino el sueño mismo.
Para revelar el sueño de los hombres es preciso no
renunciar a la conciencia. No un abandono, sino una mayor exigencia consigo
mismo, se le pide al poeta. Queremos una forma superior de la sinceridad: la
autenticidad. En el siglo pasado un grupo de poetas, que representan la parte
hermética del romanticismo — Novalis, Nerval, Baudelaire, Lautréamont — nos
muestran el camino. Todos ellos son los desterrados de la poesía, los que
padecen la nostalgia de un estado perdido, en el que el hombre es uno con el
mundo y con sus creaciones. Y a veces de esa nostalgia surge el presentimiento
de un estado futuro, de una edad inocente. Poetas originales no tanto — como
dice Chesterton — por su novedad sino porque descienden a los orígenes. Ellos
no buscaron la novedad, esa sirena que se disfraza de originalidad; en la
autenticidad rigurosa encontraron verdadera originalidad. En su empresa no
renunciaron a tener conciencia de su delirio, osadía que les ha traído un
castigo que no vacilo en llamar envidioso; en todos ellos se ha cebado la
desdicha, ya en la locura, ya en la muerte temprana o en la fuga de la civilización.
Son los poetas malditos, sí, pero son algo más también: son los héroes
vivientes y míticos de nuestro tiempo, porque encarnan — en sus vidas
misteriosas y sórdidas y en su obra precisa e insondable — toda la claridad de
la conciencia y toda la desesperación del apetito. La seducción que sobre
nosotros ejercen estos maestros, nuestros únicos maestros posibles, se debe a
la veracidad con que encarnaron ese propósito que intenta unir dos tendencias
paralelas del espíritu humano: la conciencia y la inocencia, la experiencia y
la expresión, el acto y la palabra que lo revela. O para decirlo con las palabras de uno de ellos: El matrimonio del Cielo y del Infierno.
México, 1942
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