Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: Amores enclaustrados. La princesa encantada de Milagros Mata Gil

 

MIlagros Mata Gil (Venezuela, 1951 - 2023)

Milagros Mata Gil

 

Amores enclaustrados. La princesa encantada

 

Entreabro los ojos y la reverberación de la luz en las paredes me penetra como un estilete quirúrgico, despertando mi cerebro, devolviéndome al tiempo. Es muy fácil perder la noción estos días. Mi habitación de alquiler es poco más que una gran cama, las mesas donde tengo la PC, la impresora, el escáner, el televisor y el equipo de fotografía. Dos sillas plásticas de color verde. Un armario. Un baño minúsculo que huele a moho. Una cocineta con utensilios mínimos. La habitación, con una ventana, da a un hermoso y cuidado jardín. Ajeno. Todo me es ajeno desde que el desdén de mi mujer me lanzó a la errancia. No es por otro hombre, me dijo, es porque después de un cuarto de siglo ya no siento nada por ti. Me aburro contigo y no tiene sentido que sigamos juntos. A continuación, finiquitamos los escasos bienes y enseres que habíamos juntado. Ella, tan práctica, se quedó con su mitad del producto de la venta, aceptó que no podía reclamar algo de la herencia de mis padres, contrató el abogado de divorcio y se fue al exilio europeo con el hijo que nos quedaba. Así que, después del desconcierto, opté por volver a la ciudad que había abandonado y casi olvidado quince años atrás, y alquilar estos espacios insignificantes, eludiendo contactos cercanos, estableciendo solo relaciones de negocio. Solo gente para utilizar y obtener ganancias. Casi siempre monetarias, pero también están esas mujeres que se ilusionan, desviviéndose por lavarme, plancharme y coserme la ropa a cambio de una muestra de atención, una mirada intensa: es que tú eres bello, catire, dicen, esperanzadas con la posibilidad de lucirme: trofeo, el gran artista de ojos verdes, heredero de una gran finca ahora improductiva.

Son, quizás las tres de la tarde de algún día laboral. Jueves, tal vez. No hay forma de saberlo ahora, cuando la falta del combustible restringe la circulación de vehículos. A menos, claro, que consulte el celular y eso implica levantarme, sacudir la cómoda modorra que me arropa en esta habitación aburbujeada por el murmullo del acondicionador de aire sin el cual no podría sobrevivir al calor. Hay silencio. El silencio se posa como el polvo sobre los seres y las cosas. El silencio es una materia como esos granitos minúsculos de polvo flotante casi invisible que solo percibimos a veces por medio de un rayo de la luz. En estos días, con las actividades disminuidas, la atmósfera se ha ido limpiando y todo se distingue con más nitidez. Afuera están la vida y la posible muerte.

Alejado de amistades más o menos cercanas, al principio, no sentí mayor diferencia al asumir el enclaustramiento: la cuarentena decretada por causa de la peste. Sin embargo, a medida que se han pausado mis negocios: asesoramientos, trueques, contratos para fotografiar espacios, transacciones, esas cosas, se han alejado socios y clientes. Eso hace muy evidente mi soledad ¿qué pasaría si algo me pasara? Tengo el carro guardado por falta de un repuesto, así que no podría salir a pedir ayuda. Mi casera, una mujer regordeta, afanada siempre en quehaceres como arreglarse las uñas y hablar por teléfono con sus amigas, solo se acerca por aquí para cobrar el alquiler o anunciar alguna restricción: la economía del agua, o del gas, por ejemplo. Y de las cinco habitaciones solo tres están ocupadas: esta, por mí, un solitario sin horas fijas de entrada y salida y dos ingenieros de pozos petroleros que trabajan fuera mucho tiempo y a quienes apenas he saludado. Las mujeres de las que me sirvo ni siquiera saben exactamente dónde vivo, además, también están encerradas. Con sus familias. Me han dicho que ciertos amigos desafían el toque de queda y el distanciamiento social y se reúnen, conversan, toman café o té (yo soy más de té, por supuesto). Son, dicen ellos, artistas e intelectuales. Pero no tengo esos amigos. Me he enorgullecido de mi aislamiento. Me he destacado entre todos diciendo que soy vegetariano y despreciando los hábitos de los otros. Yo creía que me había separado sutilmente, como para no hacerme notorio, pero he sentido las burlas y el menosprecio. Hasta algunos me consideran una especie de viejo maricón, ellos, que se jactan de no discriminar, pero lo hacen.

En medio de todo, he descubierto la naturaleza más íntima, más fiel y profunda del amor entre estas cuatro paredes. Echado en la cama en esta tarde cuyo avance hacia la noche voy notando por el cambio de la luz en las paredes, yo siento su mirada y su presencia. Ella es cálida. Si no hubiera sido por el enclaustramiento, por esta obligación de quedarse en casa, no la hubiera conocido como la conozco, aunque hace casi tres años que vivimos tan cerca como pueden vivir dos extraños que comparten tiempos eventuales. Descubrí un día que ella es bellísima. Su piel asemeja en color y textura el terciopelo de un abrigo que tenía mi madre. Sus formas son alargadas y elegantes, maduras ya por una única maternidad. Su voz es dulce monocordia llena de matices. Ella es tal como se fantasean los niños que son las princesas encantadas. No pretende saber todas las cosas, aunque las sabe con ancestral sabiduría. Sus ojos, de un verde dorado, con pequeños destellos en torno a la pupila, me miran con fijeza, atentos a mis movimientos y a veces con adoración. Cuando se enrosca en mi cama, me inunda de ternura. Y de deseo. Porque he terminado por desearla intensamente. Tórridamente, pero no quiero espantarla con mi excesiva pasión, que he aprendido a mitigar solemnemente. A ella le encanta recostar la cabeza en mis pies y no la ofenden mis olores corporales, como a otros, que rechazan mi costumbre de no usar ningún producto químico que altere la ecología de mi cuerpo, al que solo lavo con agua y jabones neutros de avena y glicerina que yo mismo preparo. Ella entiende mis razones, se las diga, o no. Sus solicitudes son solamente las justas para asegurarse el sustento y no precisa de otras ganancias. Ella me ama por lo que soy, Y yo he aprendido a amarla por lo que es. He descubierto la calidad verdadera del amor en estos días de tan restringida convivencia que compartimos: ella, yo, el televisor a veces, el teléfono celular cada vez más enmudecido, el chico del delivery que trae provisiones dos veces por semana, llamándome, señor Juan ¿qué quiere que le lleve? me dice, y al rato llega en su camioneta, y también estas llamaradas de pasión, incendios controlados entre seres sésiles, obligados a anclarse en sus sustratos.

Sé que ella pudiera irse, si quisiera. Nada le impediría usar su fuerza y su libertad. Cruzar los umbrales, desperezarse bajo el sol, como hace, sentarse en la hierba siempre verde, explorar el jardín y luego correr a las salidas y perderse hacia destinos que me son desconocidos y que siempre me lo serán. Como dice la canción: la prefiero compartida /antes que vaciar mi vida: /no es perfecta mas se acerca/ a lo que yo simplemente soñé. La certeza de estar enamorado me emociona y fortalece mi deseo de vivir. Ya nada es igual. Mi huerto interior ha renacido. No estoy más confinado a mi pasado: cesó aquella cuarentena, más terrible y duradera que esta. Ahora, me incorporo lentamente a este espacio apenumbrado por la hora y tengo frío. Ella salta a la cama desde el suelo, donde ha estado toda la tarde. Acaricio su cuerpo tan suave, tan gracioso, tan tibio. Y ella se restriega contra mis piernas recogidas, maullando dulcemente.

El Tigre, 2021

©milagrosmatagil

 

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”