EL DECAMERÓN
De. Giovanni Boccaccio
Primera Jornada (En Florencia, 1353)
En el año
1348 llegó a la ciudad de Florencia, Italia, la mortífera peste que fue enviada
como castigo sobre los mortales por la justa ira de Dios. Había comenzado
algunos años antes en el Oriente, privándolos de gran cantidad de vivientes, y
continuó sin descanso de un lugar a otro y se extendió miserablemente a
Occidente.
Y no
valió contra ella ningún saber humano, como la limpieza de la ciudad de muchas
inmundicias ordenada por los encargados de ello ni la prohibición de entrar en
ella a todos los enfermos ni los muchos consejos dados para conservar la
salubridad. Ni valieron tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por las
personas devotas, no una vez sino muchas, ordenadas en procesiones o de otras
maneras. Casi al principio de la primavera del año antes dicho empezó la peste
a mostrar sus dolorosos efectos horriblemente y en asombrosa manera.
Y no era
como en Oriente, donde a quien salía sangre de la nariz le seguía muerte
inevitable, sino que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras
semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas
crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y
algunas menos, que eran llamadas “bubas” por el pueblo. Y de las dos dichas
partes del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezaba la pestífera buba a
extenderse a cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente
comenzaba la calidad de la enfermedad a cambiarse en manchas negras o lívidas que
aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del
cuerpo, a unos grandes y raras, y a otros menudas y abundantes.
Y así
como la buba había sido y seguía siendo indicio certísimo de muerte futura, lo
mismo eran estas para quienes sobrevivían. Y para curar tal enfermedad no
parecía que valiese ni aprovechase consejo de médico o virtud de medicina
alguna. Ya fuera porque la naturaleza del mal no lo sufriese o porque la
ignorancia de quienes lo medicaban no supiese cuál era la causa y, por
consiguiente, no tomase el debido remedio, no solamente eran pocos los que
curaban sino que casi todos morían antes del tercer día de la aparición de las
señales, aunque algunos morían antes y otros después, la mayoría sin fiebre
alguna ni otro síntoma.
Y esta
pestilencia tuvo mayor fuerza porque los que estaban enfermos se abalanzaban
sobre los sanos con quienes se comunicaban, no de otro modo que como hace el
fuego sobre las cosas secas y engrasadas cuando se le avecina mucho. Y más allá
llegó el mal: que no solamente el hablar y el tratar con los enfermos daba a
los sanos enfermedad o motivo de muerte común, sino también el tocar los paños
o cualquier otra cosa que hubiera sido tocada o usada por los enfermos.
Y
asombroso es escuchar lo que debo decir, que si por los ojos de muchos y por
los míos propios no hubiese sido visto, apenas me atrevería a creerlo, y mucho
menos a escribirlo. Digo que de tanta virulencia era la calidad de la
pestilencia narrada que no solamente pasaba del hombre al hombre, sino lo que
es mucho más: que las cosas que habían sido del hombre, no solamente lo
contaminaban con la enfermedad sino que en brevísimo espacio lo mataban.
De lo
cual mis ojos, como he dicho hace poco, fueron entre otras cosas testigos un
día porque, estando los despojos de un pobre hombre muerto de tal enfermedad
arrojados en la vía pública, y tropezando con ellos dos puercos, y como según
su costumbre se agarrasen y le tirasen de las mejillas primero con el hocico y
luego con los dientes, un momento más tarde, tras algunas contorsiones y como
si hubieran tomado veneno, ambos cerdos cayeron muertos en tierra sobre los
maltratados despojos.
De tales
cosas, y de bastantes más semejantes a estas y mayores, nacieron miedos
diversos e imaginaciones en los que quedaban vivos, y casi todos se inclinaban
a un remedio muy cruel como era esquivar y huir a los enfermos y a sus cosas.
Haciéndolo, cada uno creía que conseguía la salud para sí mismo. Y había
algunos que pensaban que vivir moderadamente y guardarse de todo lo superfluo
debía ofrecer gran resistencia al dicho accidente y, reunida su compañía,
vivían separados de todos los demás recogiéndose y encerrándose en aquellas
casas donde no hubiera ningún enfermo y pudiera vivirse mejor, usando con gran
templanza de comidas delicadísimas y de óptimos vinos y huyendo de todo exceso,
sin dejarse hablar de ninguno ni querer oír noticia de fuera, ni de muertos ni
de enfermos. Se entretenían con tocar instrumentos y con los placeres que
podían tener.
Otros,
inclinados a la opinión contraria, afirmaban que la medicina certísima para
tanto mal era el beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y
divirtiéndose y satisfacer el apetito con todo aquello que se pudiese, y reírse
y burlarse de todo lo que sucediese. Lo ponían en obra como podían, yendo de
día y de noche ora a esta taberna ora a la otra, bebiendo inmoderadamente y sin
medida y mucho más haciendo en los demás casos solamente las cosas que
entendían que les servían de gusto o placer. Todo lo cual podían hacer fácilmente
porque todo el mundo, como quien no va a seguir viviendo, había abandonado sus
cosas tanto como a sí mismo, por lo que la mayoría de las casas se habían hecho
comunes y así las usaba el extraño, si se le ocurría, como las habría usado el
propio dueño.
Y con
todo este comportamiento de fieras, huían de los enfermos cuanto podían. Y en
gran aflicción y miseria estaba la reverenda autoridad de las leyes, de las
divinas como de las humanas, toda caída y deshecha por sus ministros y
ejecutores. Como los otros hombres estaban enfermos o muertos o se habían
quedado tan carentes de servidores que no podían hacer oficio alguno, entendían
que le era lícito a todo el mundo hacer lo que le diera la gana.
Muchos
otros observaban, entre las dos dichas más arriba, una vía intermedia: ni
restringiéndose en las comidas como los primeros ni alargándose en el beber y
en los otros libertinajes tanto como los segundos. Suficientemente, según su
apetito, usaban de las cosas sin encerrarse; salían a pasear llevando en las manos
flores, hierbas odoríferas o diversas clases de especias, que se llevaban a la
nariz con frecuencia por estimar que era óptima cosa confortar el cerebro con
tales olores contra el aire impregnado del hedor de los cuerpos muertos y
cargado y hediondo por la enfermedad y las medicinas.
Algunos
eran de sentimientos más crueles (como si por ventura fuese más seguro)
diciendo que ninguna medicina era mejor ni tan buena contra la peste que huir
de ella. Movidos por este argumento, no cuidando de nada sino de sí mismos,
muchos hombres y mujeres abandonaron la propia ciudad, las propias casas, sus
posesiones y sus parientes y sus cosas, y buscaron las ajenas, o al menos el
campo, como si la ira de Dios no fuese a seguirlos para castigar la perversidad
de los hombres con aquella peste y solamente fuese a oprimir a aquellos que se
encontrasen dentro de los muros de su ciudad. Y aunque estos que opinaban de
diversas maneras no murieron todos, no por ello todos se salvaban. Enfermándose
muchos en cada una de ellas y en distintos lugares (habiendo dado ellos mismos
ejemplo cuando estaban sanos a los que sanos quedaban) abandonados por todos,
languidecían ahora.
Y no
digamos ya que un ciudadano esquivase al otro y que casi ningún vecino ayudara
a otro, y que los parientes raras veces o nunca se visitasen. Con tanto espanto
había entrado esta amargura en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un
hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y
muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los
padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos, evitaban visitar y
atender.
A quienes
enfermaban, que eran una multitud inestimable, tanto hombres como mujeres,
ningún otro auxilio les quedaba: o la caridad de los amigos, de los que había
pocos, o la avaricia de los criados, que por gruesos salarios y abusivos
contratos servían, aunque con todo ello no se encontrasen muchos. Y los que se
encontraban eran hombres y mujeres de tosco ingenio, y además no acostumbrados
a tal servicio, que casi no servían para otra cosa que para llevar a los
enfermos algunas cosas que pidiesen o mirarlos cuando morían; y sirviendo en
tal servicio, se perdían ellos muchas veces con lo ganado.
Y por ser
abandonados los enfermos por los vecinos, los parientes y los amigos, y por
haber escasez de sirvientes, se siguió una costumbre no oída antes: que a
ninguna mujer, por bella o gallarda o noble que fuese, si enfermaba, le
importaba tener a su servicio a un hombre, como fuese, joven o no, ni mostrarle
sin ninguna vergüenza todas las partes de su cuerpo, si se lo pedía la
necesidad de su enfermedad; lo que en aquellas que se curaron fue razón de
honestidad menor en el tiempo que sucedió. Como resultado, siguió la muerte de
muchos que, por ventura, si hubieran sido ayudados se habrían salvado. Por el
defecto de los necesarios servicios que los enfermos no podían tener, era tanta
en la ciudad la multitud de los que de día y de noche morían, que causaba
estupor oírlo decir, cuanto más mirarlo.
Por lo
cual, casi por necesidad, cosas contrarias a las primeras costumbres de los
ciudadanos nacieron entre quienes quedaban vivos. Era costumbre, así como ahora
vemos hacer, que las mujeres parientes y vecinas se reuniesen en la casa del
muerto, y allí, con aquellas que más le tocaban, lloraban; y por otra parte
delante de la casa del muerto con sus parientes se reunían sus vecinos y muchos
otros ciudadanos, y según la calidad del muerto allí venía el clero, y él en
hombros de sus iguales, con funeral pomposo y cantos, a la iglesia elegida por
él antes de la muerte era llevado. Las cuales cosas, luego que empezó a subir
la ferocidad de la peste, en todo o en su mayor parte cesaron casi y otras
nuevas sobrevivieron en su lugar. Por lo que no solamente sin tener muchas
mujeres alrededor se morían las gentes sino que eran muchos los que de esta
vida pasaban a la otra sin testigos. Y poquísimos eran aquellos a quienes los
piadosos llantos y las amargas lágrimas de sus parientes fuesen concedidas,
sino que en lugar de ellas eran más acostumbradas las risas y las agudezas y el
festejar en compañía; la cual costumbre las mujeres, en gran parte pospuesta la
femenina piedad a su salud, habían aprendido óptimamente.
Y eran
raros aquellos cuerpos que fuesen por más de diez o doce de sus vecinos
acompañados a la iglesia. No los llevaban sobre los hombros los honrados y
amados ciudadanos, sino una especie de sepultureros salidos de la gente baja
que se hacían llamar faquines y hacían este servicio a sueldo poniéndose debajo
del ataúd y, llevándolo con presurosos pasos, no a aquella iglesia que hubiese
antes de la muerte dispuesto, sino a la más cercana la mayoría de las veces lo
llevaban, detrás de cuatro o seis clérigos con pocas luces y a veces sin
ninguna. Con la ayuda de los dichos faquines, sin cansarse en una ceremonia
demasiado larga o solemne, en cualquier sepultura desocupada lo metían.
Entre la
gente baja, y tal vez la mediana, el espectáculo estaba lleno de mucha mayor
miseria, porque estos, o por la esperanza o la pobreza retenidos la mayoría en
sus casas, quedándose en sus barrios, enfermaban a millares por día, y no
siendo ni servidos ni ayudados por nadie, sin redención alguna morían todos. Y
bastantes acababan en la vía pública, de día o de noche; y muchos, si morían en
sus casas, antes con el hedor corrompido de sus cuerpos que de otra manera,
hacían sentir a los vecinos que estaban muertos.
Era sobre
todo observada una costumbre por los vecinos, movidos no menos por el temor de
que la corrupción de los muertos no los ofendiese que por el amor que tuvieran
a los finados. Ellos, o por sí mismos o con ayuda de algunos acarreadores
cuando podían tenerla, sacaban de sus casas los cuerpos de los ya finados y los
ponían delante de sus puertas (donde, especialmente por la mañana, hubiera
podido ver un sinnúmero de ellos quien se hubiese paseado por allí). Allí
hacían venir los ataúdes, y hubo tales a quienes por ausencia de ellos pusieron
sobre alguna tabla. Tampoco fue un solo ataúd el que se llevó juntas a dos o
tres personas; ni sucedió una sola vez sino que se habrían podido contar
bastantes veces en que la mujer y el marido, los dos o tres hermanos, o el
padre y el hijo, o así sucesivamente, estuvieron juntos en un mismo ataúd. Y
muchas veces sucedió que, andando dos curas con una cruz por alguno, se
pusieron tres o cuatro ataúdes, llevados por acarreadores, detrás de ella; y
donde los curas creían tener un muerto para sepultar, tenían seis u ocho, o tal
vez más.
Tampoco
eran estos honrados con lágrimas o luces o compañía, sino que la cosa había
llegado a tanto que no de otra manera se cuidaba de los hombres que morían que
se cuidaría ahora de las cabras. Por lo que apareció muy claramente que aquello
que el curso natural de las cosas no había podido con sus daños mostrar a los
sabios que se debía soportar con paciencia, lo hacía la grandeza de los males
aún con los simples, desaprensivos y despreocupados. A la gran multitud de
muertos que era conducida a todas las iglesias, todos los días y a casi todas
las horas, no bastando para las sepulturas la tierra sagrada (y máxime
queriendo dar a cada uno un lugar propio según la antigua costumbre), se hacían
por los cementerios de las iglesias, después que todas las partes estaban
llenas, fosas grandísimas en las que se ponía a centenares de los que llegaban,
y en aquellas estibas, como se ponen las mercancías en las naves en capas
apretadas, con poca tierra se recubrían hasta que se llegaba a ras de suelo.
No se
ahorró pena al campo circundante. Los labradores míseros y pobres y sus
familias, sin trabajo de médico ni ayuda de servidores, por las calles y por
las casas, de día o de noche indiferentemente, no como hombres sino como
bestias morían. Por lo cual, estos, disolutas sus costumbres como las de los
ciudadanos, no se ocupaban de ninguna de sus cosas o haciendas; y todos, como
si esperasen ver venir la muerte en el mismo día, se esforzaban con todo su
ingenio no en ayudar a los futuros frutos de los animales y de la tierra y de
sus pasados trabajos, sino en consumir los que tenían a mano.
Por lo
que los bueyes, los asnos, las ovejas, las cabras, los cerdos, los pollos y
hasta los mismos perros fidelísimos al hombre, sucedió que fueron expulsados de
las propias casas y por los campos, donde las cosechas estaban abandonadas, sin
ser no ya recogidas sino ni siquiera segadas, iban como más les placía. Y
muchos, como racionales, después que habían pastado bien durante el día, por la
noche se volvían saciados a sus casas sin ninguna guía de pastor.
¿Qué más
puede decirse, dejando el campo y volviendo a la ciudad, sino que tanta y tal
fue la crueldad del cielo, y tal vez en parte la de los hombres, que entre la
fuerza de la pestífera enfermedad y por ser muchos enfermos mal servidos o
abandonados en su necesidad por el miedo que tenían los sanos, a más de cien
mil criaturas humanas, entre marzo y el julio siguiente, se tiene por cierto
que dentro de los muros de Florencia les fue arrebatada la vida?
¡Oh,
cuántos grandes palacios, cuántas bellas casas, cuántas nobles moradas llenas
por dentro de gentes, de señores y de damas, quedaron vacías hasta del menor
infante! ¡Oh, cuántos memorables linajes, cuántas amplísimas herencias, cuántas
famosas riquezas se vieron quedar sin sucesor legítimo! ¡Cuántos valerosos
hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros
que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron
con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus
antepasados en el otro mundo!
FIN
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