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Gabriela Mistral (Chile, 1889 - USA, 1957) |
Gabriela Mistral
Vida
El pensador de Rodin
A Laura Rodig.
Con el mentón caído sobre la mano ruda,
el Pensador se acuerda que es carne de la huesa,
carne fatal, delante del destino desnuda,
carne que odia la muerte, y tembló de belleza,
Y tembló de amor, toda su primavera ardiente,
y ahora, al otoño, anégase de verdad y tristeza.
El «de morir tenemos» pasa sobre su frente,
en todo agudo bronce, cuando la noche empieza.
Y en la angustia, sus músculos se hienden, sufridores.
Cada surco en la carne se llenara de terrores.
Se hiende, como la hoja de otoño, al Señor fuerte
que le llaman en los bronces... Y no hay árbol torcido
de sol en la llanura, ni león de flanco herido,
crispados como este hombre que medita en la muerte.
La cruz de Bistolfi
Cruz que ninguno mira y que todos sentimos,
la invisible y la cierta como una ancha montaña:
dormimos sobre ti y sobre ti vivimos;
tus dos brazos nos mecen y tu sombra nos baña.
El amor nos fingió un lecho, pero era
sólo tu garfio vivo y tu leño desnudo.
Creímos que corríamos libres por las praderas
y nunca descendimos de tu apretado nudo.
De toda sangre humana fresco está tu madero,
y sobre ti yo aspiro las llagas de mi padre,
y en el clavo de ensueño que lo llagó, me muero.
¡Mentira que hemos visto las noches y los días!
Estuvimos prendidos, como el hijo a la madre,
a ti, del primer llanto a la última agonía!
Al oído del Cristo
A Torres Rioseco.
I
Cristo, el de las carnes en gajos abiertas;
Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:
estas pobres gentes del siglo están muertas
de una laxitud, de un miedo, de un frío!
A la cabecera de sus lechos eres,
si te tienen, forma demasiado cruenta,
sin esas blanduras que aman las mujeres
y con esas marcas de vida violenta.
No te escupirían por creerte loco,
no fueran capaces de amarte tampoco
así, con sus ímpetus laxos y marchitos.
Porque como Lázaro ya hieden, ya hieden,
por no disgregarse, mejor no se mueven.
¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!
II
Aman la elegancia de gesto y color.
y en la crispadura tuya del madero,
era tu sudar sangre, tu último temblor
y el resplandor cárdeno del Calvario entero,
les parece que hay exageración.
y plebeyo gusta; el que Tú lloraras
y tuvieras sed y tribulación,
no cuaja en sus ojos dos lágrimas claras.
Tienen ojo opaco de infecunda yesca,
sin virtud de llanto, que limpia y refresca;
tienen una boca de suelto botón
mojada en lascivia, ni firme ni roja,
¡y como de fines de otoño, así, floja
e impura, la poma de su corazón!
III
¡Oh Cristo! un dolor les vuelva a hacer viva
l´alma que les diste y que se ha dormido,
que se la devuelva honda y sensitiva,
cara de amargura, pasión y alarido.
¡Garfios, hierros, zarpas, que sus carnes hiendan
tal como se hienden quemadas gavillas;
llamas que a su gajo caduco se prendan
llamas de suplicio: argollas, cuchillas!
¡Llanto, llanto de calientes raudales
renueve dos ojos de turbios cristales
y les vuelva el viejo fuego del mirar!
¡Retóñalos desde las entrañas, Cristo!
Si ya es imposible, si tú bien lo has visto,
si son paja de eras... ¡desciende a aventar!
Al pueblo hebreo
(Matanzas de Polonia)
Raza judía, carne de dolores,
raza judía, río de amargura:
como los cielos y la tierra, dura
y crece aún toa selva de clamores.
Nunca haya dejado orearse tus heridas;
nunca han dejado que a sombrear te tiendas,
para estrujar y renovar tu venda,
más que ninguna rosa enrojecida.
Con tus gemidos se loa arrullado el mundo,
y juega con las hebras de tu llanto.
Los surcos de tu rostro, que amo tanto,
son cual llagas de sierra de profundos.
Temblando mecen su hijo las mujeres,
temblando siega el hombre su gavilla.
En tu soñar se hincó la pesadilla
y tu palabra es sólo el «¡miserere!»
Raza judía, y aun te resta pecho
y voz de miel, para alabar tus lares,
y decir el Cantar de los Cantares
con lengua, y labio, y corazón deshechos.
En tu mujer camina aún María.
Sobre tu rostro va el perfil de Cristo;
por las laderas de Sion le han visto
llamarte en mano, cuando muere el día...
Que tu dolor en Dimas le miraba
y Él dijo a Dimas la Palabra inmensa
y para ungir sus pies busca la trenza
de Magdalena ¡y la halla ensangrentada!
¡Raza judía, carne de dolores,
raza judía, río de amargura:
como los cielos y la tierra, dura
y crece tu ancha selva de clamores!
Viernes Santo
El sol de Abril aun es ardiente y bueno
y el surco, de la espera, resplandece;
pero hoy no llenes l'ansia de su seno,
porque Jesús padece.
No remuevas la tierra. Deja, mansa
la mano y el arado; echa las mieses
cuando ya nos devuelvan la esperanza,
que aun Jesús padece.
Ya sudó sangre bajo los olivos,
y oyó al que amó que lo negó tres veces.
Más, rebelde de amor, tiene aún latidos,
¡aún padece!
Porque tú, labrador, siembras odiando
y yo tengo rencor cuando anochece,
y un niño hoy va como un hombre llorando,
Jesús padece.
Está sobre el madero todavía
y sed tremenda el labio le estremece.
¡Odio mi pan, mi estrofa y mi alegría,
porque Jesús padece!
Ruth
A González Martínez.
I
Ruth moabita a espigar va a las eras,
aunque no tiene ni un campo mezquino.
Piensa que es Dios dueño de las praderas
y que ella espiga en un predio divino.
El sol caldeo su espalda acuchilla,
baña terrible su dorso inclinado;
arde de fiebre su leve mejilla,
y la fatiga le rinde el costarlo.
Booz se ha sentado en la parva abundosa.
El trigal es una onda infinita,
desde la sierra hasta donde él reposa,
que la abundancia ha cegado el camino...
Y en la onda de oro la Ruth moabita
viene, espigando, a encontrar su destino!
II
Booz miró a Ruth, y a los recolectores.
dijo: «Dejad que recoja confiada»...
Y sonrieron los espigadores,
viendo del viejo la absorta mirada...
Eran sus barbas dos sendas de flores,
su ojo dulzura, reposo el semblante;
su voz pasaba de alcor en alcores,
pero podía dormir a otra infante...
Ruth lo miró de la planta a la frente,
y fue sus ojos saciarlos bajando,
como el que bebe en inmensa corriente...
Al regresar a la aldea, los mozos
que ella encontró la miraron temblando.
Pero en su sueño Booz fue su esposo...
III
Y aquella noche el patriarca en la era
viendo los astros que laten de anhelo,
recordó aquello que a Abraham prometiera
Jehová: más hijos que estrellas dio al cielo.
Y suspiró por su lecho baldío,
rezó llorando, e hizo sitio en la almohada
para la que, como baja el rocío,
hacia él vendría en la noche callada.
Ruth vio en los astros los ojos con llanto
de Booz llamándola, y estremecida,
dejó su lecho, y se fue por el campo...
Dormía el justo, hecho paz y belleza.
Ruth, más callada que espiga vencida,
puso en el pecho de Booz su cabeza.
La mujer fuerte
Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días,
mujer de saya azul y de tostada frente,
que era mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía
vi abrir el surco negro en un Abril ardiente.
Alzaba en la taberna, ebrio, la copa impura
el que te apegó un hijo al pecho de azucena,
y bajo ese recuerdo, que te era quemadura,
caía la simiente de tu mano, serena.
Segar te vi en Enero los trigos de tu hijo,
y sin comprender tuve en ti los ojos fijos,
agrandados al par de maravilla y llanto.
Y el lodo de tus pies todavía besara,
porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara
¡y aun tu sombra en los surcos la sigo con mi canto!
La mujer estéril
La mujer que no mece un hijo en el regazo,
cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas,
tiene una laxitud de mundo entre los brazos,
todo su corazón congoja inmensa baña.
El lirio le recuerda unas sienes de infante;
el Angelus le pide otra boca cosa ruego;
e interroga la fuente de seno de diamante
por qué su labio quiebra el cristal en sosiego.
Y al contemplar sus ojos se acuerda de la azada;
piensa que en los de un hijo no mirará extasiada,
cuando los suyos vacíen, los follajes de Octubre.
Con doble temblor oye el viento en los cipreses.
¡Y una mendiga grávida, cuyo seno florece
cual la parva de Enero, de vergüenza la cubre!
El niño solo
A Sara Hübner
Como escuchase un llanto, me paré en el repecho
y me acerqué a la puerta del rancho del camino.
Un niño de ojos dulces me miró desde el lecho
¡y una ternura inmensa me embriagó como un vino!
La madre se tardó, curvada en el barbecho;
el niño, al despertar, buscó el pezón de rosa
y rompió en llanto... Yo lo estreché contra el pecho,
y una canción de cuna me subió, temblorosa...
Por la ventana abierta la luna nos miraba.
El niño ya dormía, y la canción bañaba,
como otro resplandor, mi pecho enriquecido...
Y cuando la mujer, trémula, abrió la puerta,
me vería en el rostro tanta ventura cierta
¡que me dejó el infante era los brazos dormido!
Canto del justo
Pecho, el de mi Cristo,
más que los ocasos,
más, ensangrentado:
¡desde que te he visto
mi sangre he secado!
Mano de mi Cristo,
que como otro párpado
tajeada llora:
¡desde que te he visto
la mía no implora!
Brazos de mi Cristo,
brazos extendidos
sin ningún rechazo:
¡desde que os he visto
existe mi abrazo!
Costado de Cristo,
otro labio abierto
regando la vida:
¡desde que te he visto
rasgue mis heridas!
Mirada de Cristo,
por no ver su cuerpo,
al cielo elevada:
¡desde que te he visto
no miro mi vida
que va ensangrentada!
Cuerpo de mi Cristo,
te miro pendiente,
aún crucificado.
¡Yo cantaré cuando
te hayan desclavado!
¿Cuándo será? ¿Cuándo?
¡Dos mil años hace
que espero a tus plantas
y espero llorando!
El suplicio
Tengo ha veinte años en la carne hundido
-y es caliente el puñal-
un verso enorme, un verso con cimeras
de pleamar.
De albergarlo sumisa, las entrañas
cansa: su majestad.
¿Con esta pobre boca que ha mentido
se ha de cantar?
Las Palabras caducas de los hombres
no han el calor
de sus lenguas de fuego, de su viva
tremolación.
Como un hijo, con cuajo de mi sangre
se sustenta él,
y un hijo no bebió más sangre en seno
de una mujer.
¡Terrible don! ¡Socarradura larga
que hace aullar!
El que vino a clavarlo en mis entrañas
¡tenga piedad!
In memoriam
Amado Nervo, suave perfil, labio sonriente;
Amado Nervo, estrofa y corazón en paz:
mientras te escribo, tienes losa sobre la frente,
baja en la nieve tu mortaja inmensamente
y la tremenda albura cayó sobre tu faz.
Me escribías: «¡Soy triste como los solitarios,
pero he vestido de sosiego mi temblor,
mi atroz angustia de la mortaja y el osario
y el ansia viva de Jesucristo, mi Señor!»
¡Pensar que no hay colmena que entregue tu dulzura;
que entre las lenguas de odio eras lengua de paz;
que se va el canto mecedor de la amargura,
que habrá tribulación y no responderás!
De donde tú cantabas se me levantó el día.
Cien noches con tu verso yo me he dormido en paz.
Aun era heroica y fuerte, porque aún te tenía;
sobre la confusión tu resplandor caía.
¡Y ahora tú callas, y tienes polvo, y no eres más!
No te vi nunca. No te veré. Mi Dios lo ha hecho.
¿Quién te juntó las manos? ¿Quién dio, rota la voz,
la oración de los muertos al borde de tu lecho?
¿Quién te alcanzó en los ojos el estupor de Dios?
Aun me quedan jornadas bajo los soles. ¿Cuándo
verle, dónde encontrarte y darte mi aflicción,
sobre la Cruz del Sur que me mira temblando,
a más allá, donde los vientos van callando,
y, por impuro, no alcanzará mi corazón?
Acuérdate de mí -lodo y ceniza triste-
cuando estés en tu reino de extasiado zafir.
A la sombra de Dios, grita lo que supiste:
que somos huérfanos, que vamos solos, que tú nos viste,
¡que toda carne con angustia pide morir!
Futuro
El invierno rodará blanco,
sobre mi triste corazón.
Irritará la luz del día;
me llegaré en toda canción.
Fatigará la frente el gajo
de cabellos, lacio y sutil.
¡Y del olor de las violetas
de Junio, se podrá morir!
Mi madre ya tendrá diez palmos
de ceniza sobre la sien.
No espigará entre mis rodillas
un niño rubio como mies.
Por hurgar en las sepulturas,
no veré ni el cielo ni el trigal.
De removerlas, la locura
en mi pecho se ha de acostar.
Y como se van confundiendo
los rasgos del que he de buscar,
cuando penetre en la Luz Ancha,
no lo podré encontrar jamás.
A la Virgen de la Colina
A beber luz en la colina,
te pusieron por lirio abierto,
y te cae una mano fina
hacia el álamo de mi huerto.
Y he venido a vivir mis días
aquí, bajo de tus pies blancos.
A mi puerta desnuda y fría
echa sombra tu mismo manto.
Por las noches lava el rocío
tres mejillas como una flor.
¡Si una noche este pecho mío
me quisiera lavar tu amor!
Más espeso que el musgo oscuro
de las grutas, mis culpas son;
es más terco, te lo aseguro,
que tu peña, mi corazón!
¡Y qué esquiva para tus bienes
y qué amarga hasta cuando amé!
El que duerme, rotas las sienes,
era mi alma ¡y no lo salvé!
Pura, pura la Magdalena
que amó ingenua en la claridad.
Yo mi amor escondí en mis venas.
¡Para mí no ha de haber piedad!
¡Oh! creyendo haber dado tanto
ver que un vaso de hieles di!
El que vierto es tardío llanto.
Por no haber llorado ¡ay de mí!
Madre mía, pero tú sabe:
más me hirieron de lo que herí.
En tu abierto manto no cabe
la salmuera que yo bebí;
en tus manos no me sacudo
las espinas gane hay en mi sien.
¡Si a tu cuello mi pena anudo
te pudiera ahogar también!
¡Cuánta luz las mañanas traen!
Ya no gozo de su zafir.
Tus rodillas no más me atraen
como al niño que ha de dormir.
Y aunque siempre las sendas llaman
y recuerdan mi paso audaz,
tu regazo tan sólo se ama
porque ya no se marcha más...
Ahora estoy dando verso y llanto
a la lumbre de tu mirar.
Me hace sombra tu mismo manto.
Si tú quieres, me he de limpiar.
Si me llamas subo el repecho
y a tu peña voy a caer.
Tú me guardas contra tu pecho.
(Los del valle no han de saber...)
La inquietud de la muerte ahora
turba mi alma al anochecer.
Miedo extraño en mis carnes mora.
¡Si tú callas, que voy a hacer!
A Joselín Robles
(En el aniversario de su muerte)
¡Pobre amigo!, yo nunca supe
de tu semblante ni tu voz;
sólo tus versos me contaron
que en tu lírico corazón
la paloma de los veinte años
tenía cuello gemidor!
(Algunos versos eran diáfanos
y daban timbre de cristal;
otros tenían como un modo
apacible de sollozar).
¿Y ahora? Ahora en todo viento
sobre el llano o sobre la mar,
bajo el malva de los crepúsculos
o la luna llena estival,
hinchas el dócil caramillo
-mucho más leve y musical-
¡sin el temblor incontenible
que yo tengo al balbucear
la invariable pregunta lívida
con que araño la oscuridad!
Tú, que ya sabes, tienes mansas
de Dios el habla y la canción;
yo muerdo un verso de locura
en cada tarde, muerto de sol.
Dulce poeta, que en las nubes
que ahora se rizan hacia el sur,
Dios me dibuje tu semblante
era dos sobrios toques de luz.
Y yo te escuche los acentos
en la espuma del surtidor,
para que sepa por el gesto
y te conozca por la voz,
¡si las lunas llenas no miran
escarlata tu corazón!
Credo
Creo en mi corazón, ramo de aromas
que mi Señor como una fronda agita,
perfumando de amor toda la vida
y haciéndola bendita.
Creo en mi corazón, el que en no pide
nada porque es capaz del sumo ensueño
y abraza en el ensueño lo creado
¡inmenso dueño!
Creo en mi corazón, que cuando canta
hunde en el Dios profundo el flanco herido,
para subir de la piscina viva
como recién nacido.
Creo en mi corazón, el que tremola
porque lo hizo el que turbó los mares,
y en el que da la Vida orquestaciones
como de pleamares.
Creo en mi corazón, el que yo exprimo
para teñir el lienzo de la vida
de rojez o palor, y que le ha hecho
veste encendida.
Creo en mi corazón, el que en la siembra
por el surco sin fin fue acrecentado.
Creo en mi corazón siempre vertido
pero nunca vaciado.
Creo en mi corazón en que el gusano
no ha de morder, pues mellará a la muerte;
creo en mi corazón, el reclinado
en el pecho de Dios terrible y fuerte.
Mis libros
(Lectura en la Biblioteca
mexicana Gabriela Mistral)
Libros, callados libros de las estanterías,
vivos en su silencio, ardientes en su calma;
libros, los que consuelan, terciopelos del alma,
y que siendo tan tristes nos hacen la alegría!
Mis manos en el día de afanes se rindieron;
pero al llegar la noche los buscaron, amantes
en el hueco del muro donde como semblantes
me miran confortándome aquellos que vivieron.
¡Biblia, mi noble Biblia, panorama estupendo,
en donde se quedaron mis ojos largamente,
tienes sobre los Salmos como lavas hirvientes
y en su río de fuego mi corazón enciendo!
Sustentaste a mis gentes con tu robusto vino
y los erguiste recios en medio de los hombres,
y a mí me yergue de ímpetu sólo decir tu nombre;
porque yo de ti vengo he quebrado al Destino.
Después de ti, tan sólo me traspasó los huesos
con su ancho alarido, el sumo Florentino.
A su voz todavía como un junco me inclino;
por su rojez de infierno fantástica atravieso.
Y para refrescar en musgos con rocío
la boca, requemada en las llamas dantescas,
busqué las Florecillas de Asís, las siempre frescas
¡y en esas felpas dulces se quedó el pecho mío!
Yo vi a Francisco, a Aquel fino como las rosas,
pasar por su campiña más leve que era aliento,
besando el lirio abierto y el pecho purulento,
por besar al Señor que duerme entre las cosas.
¡Poema de Mistral, olor a surco abierto
que huele en las mañanas, yo te aspiré embriagada!
Vi a Mireya exprimir la fruta ensangrentada
del amor y correr por el atroz desierto.
Te recuerdo también, deshecha de dulzuras,
versos de Amado Nervo, con pecho de paloma,
que me hiciste más suave la línea de la loma,
cuando yo te leía en mis mañanas puras.
Nobles libros, de hojas amarillentas,
sois labios no rendidos de endulzar a los tristes,
sois la vieja amargura que nuevo manto viste:
¡desde Job hasta Kempis la misma voz doliente!
Los que cual Cristo hicieron la Vía-Dolorosa,
apretaron el verso contra su roja herida,
y es lienzo de Verónica la estrofa dolorida;
¡todo libro es purpúreo como sangrienta rosa!
¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos,
que deshechas en polvo me seguís consolando,
y que al llegar la noche estáis conmigo hablando,
junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemidos!
De la página abierta aparto la mirada
¡oh muertos! y mi ensueño va tejiéndoos semblantes:
las pupilas febriles, los labios anhelantes
que lentos se deshacen en la tierra apretada.
Gotas de hiel
No cantes; siempre queda
a tu lengua apegado
un canto: el que debió ser entregado.
No beses: siempre queda,
por maldición extraña,
el beso al que no alcanzan las entrañas.
Reza, reza que es dulce; pero sabe
que no acierta a decir tu lengua avara
el sólo Padre Nuestro que salvara.
Y no llames la muerte por clemente,
pues en las carnes de blancura inmensa,
un jirón vino quedará que siente
la piedra que te ahoga,
el gusano voraz que te destrenza.
El Dios triste
Mirando la alameda, de otoño lacerada,
la alameda profunda de vejez amarilla,
como cuando camino por la hierba segada
busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.
Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto
por la alameda de oro y de rojez yo siento
un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto
¡y lo conozco triste, lleno de desaliento!
Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte
Señor, al que cantara de su fuerza embriagada,
no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte
tiene la mano laxa, la mejilla cansada.
Se oye en su corazón un rumor de alameda
de otoño: el desgajarse de la suma tristeza;
su mirada hacia mí como lágrima rueda
y esa mirada mustia me inclina la cabeza.
Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente,
plegaria que del polvo del mundo no ha subido:
«Padre, nada te pido, pues te miro a la frente
y eres inmenso ¡inmenso!, pero te hallas herido».
Teresa Prats de Sarratea
Y ella no está y por más que hay sol y primaveras
es la verdad que soy más pobre que mendiga.
Aunque en Febrero esponjándose las parvas en las eras,
el sol es menos sol y menos luz la espiga.
Era la mansa, la silenciosa, la escondida,
y de la carne sólo llevaba la apariencia;
pero cuando ella hablaba se hacía honda la vida
y el saberla en el mundo limpiaba la existencia.
Tenía aquellos ojos enormes que turbaran
como dos brechas trágicas del infinito. Pienso
que arriba donde se abren de nada se asombraron:
todo lo habían visto, lo mínimo y lo inmenso.
Estaba más cansada que el que marchase treinta
siglos por una estepa que el sol tremendo inunda.
Era todas las fuentes y se hallaba sedienta;
era también la fuente y estaba moribunda.
Yo no pregunto ahora si es lámpara o ceniza.
Como la sé gloriosa la canto sollozando;
pero lloro por mí, mezquina e indecisa,
que me mancho si caigo y que vacilo si ando.
Su huesa aroma más que esta acre primavera;
su rostro es el sereno del que por fin ha visto.
Sé que limpiase mi alma si hacia mí lo volviera;
sé que si abre los ojos me entrega entero a Cristo.
La sombra inquieta
I
Flor, flor de la raza mía, Sombra Inquieta,
¡que dulce y terrible tu evocación!
El Perfil de éxtasis, llama la silueta,
las sienes de nardo, l´habla de canción;
Cabellera luenga de cálido manto,
pupilas de ruego, pecho vibrador;
ojos hondos para albergar más llanto;
pecho fino donde taladrar mejor.
Por suave, por alta, por bella ¡precita!
fatal siete veces; fatal ¡pobrecita!
por la honda mirada y el hondo pensar.
¡Ay! quien te condene, vea tu belleza,
mire el mundo amargo, mida tu tristeza,
¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!
II
¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada,
cuánta generosa y fresca merced
de aguas, para nuestra boca socarrada!
¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!
Jadeante de sed, loca de infinito,
muerta de amargura la tuya en clamor,
dijo su ansia inmensa por plegaria y grito;
¡Agar desde el vasto yermo abrasador!
Y para abrevarte largo, largo, largo,
Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo,
y lo apegó a su ancho caño saciador...
El que en maldecir tu duda se apure,
que puesta la mano sobre el pecho jure:
-«Mi fe no conoce zozobra, Señor».
III
Y ahora que su planta no quiebra la grama
de nuestros senderos, y en el caminar
notamos que falta, tremolante llama,
su forma, pintando de luz el solar,
cuantos la quisimos abajo, apeguemos
la boca a la tierra, y a su corazón,
vaso de cenizas dulces, musitemos
esta formidable interrogación:
Hay arriba tanta leche azul de lunas,
tanta luz gloriosa de blondos estíos,
tanta insigne y honda virtud de ablución
que limpien, que laven, que albeen las brunas
manos que sangraron con garfios y era ríos
¡oh, Muerta! ¿la carne de tu corazón?
Elogio de la canción
(Prólogo de «Canciones»
del mexicano Torres Bodet)
¡Boca temblorosa,
boca de canción:
boca, la de Teócrito
y de Salomón!
La mayor caricia
que recibe el mundo,
abrazo el más vivo,
beso el más profundo.
Es el beso ardiente
de una canción:
la de Anacreonte
o de Salomón.
Como el pino mana
su resina suave,
como va espesándose
el plumón del ave,
entre las entrañas
se hace la canción,
y un hombre la vierte
blanco de pasión.
Todo ha sido sorbo
para las canciones:
cielo, tierra, mares,
civilizaciones...
Cabe el mundo entero
en una canción:
se trenza hecha mirto
con el corazón.
Alabo las bocas
que dieron canción:
la de Omar Kayyan,
la de Salomón.
Hombre, carne ciega
el rostro levanta
a la maravilla
del hombre que canta.
Todo lo que tu amas
en tierra y en cielo,
está entre tus labios.
pálidos de anhelo.
Y cuando te pones
su canto a escuchar,
tus entrañas se hacen
vivas como el mar.
Vivió en el Anahuac,
también en Sión:
es Netzahualcoyotl
como Salomón.
Aguijón de abeja
lleva la canción:
aunque va enmielada
punza de aflicción.
Reyes y mendigos
mecen sus rodillas:
él mueve sus almas
como las gavillas.
Amad al que trae
boca de canción:
el cantor es madre
de la Creación.
Se llamó Petrarca,
se llama Tagore:
numerosos nombres
del inmenso amor.
Envío
México, te alabo
en esta garganta
porque hecha de limo
de tus ríos canta.
Paisaje de Anáhuac,
suave amor eterno,
en estas estrofas
te has hecho falerno.
Al que te ha cantado
digo bendición:
¡por Netzahualcoyotl
y por Salomón!
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