Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Entrevista a António Lobo Antunes



Anónio Lobo Antunes, (Benfica - Porttugal, 1942)
 
   (publicado en la edición de Quimera de junio de 2015, número 379) 
Posteado el 9 de noviembre de 2017 por Fernando Clemot 
Por Ginés S. Cutillas, Fernando Clemot, Cinta Moreso y Jordi Gol 
Fotografías: Fernando Clemot © 




Cuando el festival MOT se puso en contacto con la redacción de Quimera ofreciéndonos entrevistar al maestro Lobo Antunes, enseguida dijimos que sí, no sin cierto aire de incredulidad. Tras haberlo perseguido en numerosas ocasiones, al fin parecía que el encuentro se iba a producir. Cuatro de nosotros nos metimos en un coche y fuimos a Olot una tarde de viernes. Buscamos la Carbonera, lugar donde se estaba celebrando el festival y, al girar la última esquina, allí estaba sentado el autor portugués, eterno candidato al Nobel, hablando tranquilamente en una mesa al sol. No le gustan demasiado las entrevistas ni los interiores (porque le gusta fumar mientras habla) por lo que nos sentamos con él y, simplemente, dejamos que nos contara. 
¿Cómo prefiere la entrevista, en castellano o en portugués? 
En castellano está bien. Lo aprendí simplemente escuchando, aunque aún cometo muchos errores. Si tienes buen oído para la música… Mis hermanos y yo hablábamos un búlgaro inventado [risas]. 
Publicó su primera novela con treinta y siete años, una edad tardía para lo que suele ser habitual.  
Ya tenía una novela cuatro o cinco años antes, pero nadie la quería. Todas las editoriales la rechazaban y, finalmente, la acabó publicando una editorial pequeñita. La primera semana vendió cien mil ejemplares. Con la segunda recibí una carta de un agente americano diciendo que quería representarme. Pensé que era una broma y no contesté. Escribió una segunda carta. Pensé que era chic tener un agente en Nueva York y acepté. Dos años después me llamó diciendo que una gran editorial la iba a publicar y que tenía que ir a Nueva York. Fuimos a un edificio muy grande; me esperaba el editor, quien me dijo que la quería publicar. Yo le pregunté si le había gustado la novela y me contestó que no se la había leído. Entonces le pregunté que si no la había leído cómo es que la quería publicar. Contestó que si la novela era mala no volvería a comprar ningún libro más a mi agente. Así de simple, a la americana. Luego el libro salió y aparecimos en la primera página del New York Times, del Washington Post, del Chicago Tribune, etc. Si tienes esto, tienes el mundo. De pronto todo el mundo estaba interesado. Mis novelas comenzaron a salir en otros países con críticas hiperbólicas. Luego cambié a la agencia de Carmen [Balcells]. Ella me gusta mucho, es una mujer muy inteligente. Después comenzaron las traducciones, los premios y todo eso. Al principio, cuando acababa los libros, pensaba que lo que había escrito no era aún lo que quería decir y los rompía, y comenzaba otros. Esto me pasó desde los quince años hasta los treinta y dos más o menos. No eran lo que yo quería que fuesen. [Da una calada a su sempiterno cigarrillo.] Luego todo ha sido muy sencillo. He pasado por Barcelona para firmar contratos con Corea, Irán… Más de sesenta idiomas. Cuando mi amigo José Cardoso Pires me decía que tenía que dejar la medicina para escribir, yo no me veía ganándome la vida con los libros. Trabajaba en el hospital por la mañana y por la tarde en una clínica privada hasta las nueve. Era muy difícil dedicarse a escribir. Tenía miedo de dejar la medicina. «¿Y si esto se acaba?», me preguntaba. Todo me parecía un sueño. Cuando me dieron el premio Jerusalem decidí dejar la medicina. Hasta hoy. Todos los años voy a ganar el Nobel, como si el Nobel fuera importante. El año pasado, estando en Rumanía, en los Cárpatos, cuando salió Patrick Modiano, todos me miraron porque empecé a reírme… Es un premio tan desacreditado ahora… Y aquí estoy sin saber cómo [risas], pero me gusta mucho. Ahora estoy conociendo el mundo de la escritura, traductores, editores, periodistas. Un mundo pequeño, más de lo que la gente se piensa. Acabas conociendo a todos. 
¿Su trabajo como psiquiatra ha influido en su obra? 
Yo no quería ser psiquiatra. Con trece o catorce años le dije a mi padre que no quería estudiar, que quería escribir. Ellos veían un futuro de miseria. Mi padre era profesor de Medicina. Con dieciséis años entré en la facultad, era un niño. Mientras, seguía escribiendo, pero a mi familia le preocupaba porque creían que un escritor tiene muchas posibilidades de ser maricón [risas], cosa que les horrorizaba. ¡El hijo mayor! Cuando terminé la universidad me fui a Londres un tiempo y, cuando volví, me enviaron a la guerra: pasé cuatro años en el Ejército. Los horrores de la guerra en África… 
¿Estuvo como médico? 
Como oficial, prestando cuidados médicos. Chicos de veinte años, llenos de salud… Claro que había muertos y heridos, pero no voy a hablar de eso. Situaciones sin solución. Daba apoyo a las poblaciones con brotes de cólera, que era una parte de la política de la dictadura, pero estaba solo. Volví entero, por suerte. Allí me gustaba ejercer la medicina, tenía la sensación de ser útil. Con un libro nunca lo sabes, no conoces al lector. El país por aquel entonces estaba separado en clases sociales. Yo nací en un medio privilegiado. Los escritores son los pobres intelectuales de barba con cara triste y profunda que fuman mucho y van con mujeres feas… Yo no era así, era un chico como los demás. Ahora escribo libros. La gente ha sido muy generosa conmigo: los editores, los críticos, los lectores, quiero decir. Cuando me dieron el Premio Rulfo había tres mil personas. No me acabo de acostumbrar. 
¿Cuándo se acaba de escribir un libro? 
El problema no es escribir, sino corregir. Un libro nunca está acabado —como decía Duchamp de los cuadros—; se puede mejorar siempre. Mira Claudio López, de Mondadori, que ha publicado dos versiones de Guerra y Paz, de Tolstói. Hay catorce versiones del primer capítulo de La muerte de Iván Ilich. Es trabajo, no hay ningún secreto. El libro decide cuándo está acabado. Llega un momento en que empiezas a sentir que el libro ya no te quiere. Es como una mujer que ya no te ama, que se sienta en el cantito de la cama y que, si la tocas, te esquiva; si la intentas besar, te aparta la cara. Comprendes que el libro está harto de ti. Es el libro quien dirige todo. Yo escribo sin plan, él toma sus propias decisiones y tienes que acatarlas. 
También ha afirmado que la anécdota o el argumento no le interesa cuando escribe sus novelas, que la historia no es importante. ¿Qué le interesa entonces? 
Las historias son importantes para las abuelas. Yo no quiero contarle historias a nadie. Es el libro quien manda. Intentas ahondar, bajar al fondo del alma, decir lo que no se ha dicho antes. Escribo porque si no me siento muy culpable. Nunca escribes lo que quieres, el libro es tu dueño. Tienes que estar vigilando para que sea más o menos lo que quieres decir. Yo no sé lo que voy a escribir y, una vez acabo los libros, nunca los vuelvo a leer. De algunos me acuerdo, de otros no. Después paso tres o cuatro meses sin hacer nada, porque acabo muy cansado. Simplemente espero a que venga el próximo, siempre con el miedo de no poder volver a escribir más, de no conseguir escribir o que lo que escriba sea malo. Una parte de mí se cierra y se abre otra que comienza a dictarme; siempre he tenido la sensación de que me dictan. Lo que sí hago antes de escribir un libro es elegir una fecha para comenzar, porque si no siempre tengo miedo a no hacerlo. Siempre tengo miedo de desilusionar a la gente que ha tenido en mí una fe no compartida. Desde el comienzo he tenido por todas partes lectores entusiastas que todavía me dejan conmovido y confundido. Un libro para mí es una sorpresa, un milagro que no entiendo. Sólo cuando empiezas a corregir entiendes algo. Sin embargo, si no piensas que eres el mejor, mejor no escribir. Tienes que vencer a Chéjov, tienes que vencer a Tolstói, tienes que ganarles, ser mejor que ellos. Aunque esto no es una competición deportiva. Y, al final, siempre llegas a la conclusión de que la única cosa importante son los libros, no el autor. Tienes la impresión de que eres apenas un transmisor. Yo no sé cómo nace un libro: son filamentos, fragmentos, sonidos; es muy variable. Y después… mucho miedo. Lo que tienes que decir lo dices en los libros, son ellos los importantes, no los autores. 
Pasó de una literatura más social a una literatura más íntima, más lírica, ya en Manual dos inquisidores, Boa tarde às coisas aquí em baixo…  
Sólo las he escrito, nunca las he leído. Los lectores pueden hablar mejor que yo. Soy una mezcla de razas. Me gusta Portugal, me gusta el idioma, pero podría vivir en cualquier otro lado. Los problemas son siempre los mismos y quizá el más importante sea el de la angustia del hombre en el tiempo. Pero temas, no hay ninguno: el único tema es el viaje. Intentas comprender, tener respuestas, pero sólo tienes preguntas; y cuando crees tener una respuesta, se convierte en pregunta. Y sigues angustiado. Hay como una interrogación permanente. No soy un intelectual, solamente una persona que escribe, que ha tenido la suerte de poder escribir, como otros nacen sin extremidades; es como una enfermedad. Sin escribir, tu vida no tiene sentido. Es curioso que con los escritores que me gustan jamás hablo de libros. Soy muy amigo de Juan Marsé, por ejemplo, y jamás hablamos de libros. Somos muy diferentes, no tenemos nada que ver, y me da pena que no sea traducido como se merece; Javier Marías es un poco especial, a él sí le gusta hablar de libros, a mí no. Hay gente a la que le gusta hacer el amor y hay gente a la que le gusta hablar de cómo lo ha hecho: el placer de contárselo a los amigos es mucho mayor que el placer del acto en sí mismo. Los hombres somos muy infantiles, muy primarios en eso. No comprendo cómo las mujeres tienen paciencia con nosotros. Tengo tres hijas. Mi vida cambió con ellas. Mi respeto por las mujeres lo entendí con ellas. Las mujeres son más maduras que nosotros, más honestas con los sentimientos. En América un médico me dijo: «Los hombres quieren follar, las mujeres quieren amar». Es verdad. Dime un hombre que conozca el corazón de una mujer, son mucho más complejas. Los hombres creemos que hacemos conquistas, y no entendemos que hemos sido elegidos: son las mujeres quienes escogen. Pero son suficientemente maduras e inteligentes para hacerte creer que eres tú quien ha hecho la conquista. 
¿Le interesan más los personajes femeninos que los masculinos? 
¡Qué hay más interesante que una mujer! No estoy pensando en sexo ni nada de eso. Estoy pensando en un estado mental con todas sus contradicciones, con una unidad debajo de todas esas contradicciones. Una vez le dije a un amigo ensayista que me gustaba Cumbres borrascosas. Él me miró en silencio durante mucho rato y me dijo: «¿Pero el libro no es un poco histérico?». Y en el fondo, tenía razón. 
¿Cuáles han sido sus influencias? 
Toda entrevista es un ejercicio de vanidad, y si a un escritor le preguntas eso, te contestará Tolstói, Chéjov, Dostoyevski, y no es verdad: para mí fueron los cómics, el ratón Mickey, el pato Donald… Porque era lo que leía cuando era niño; eso y el periódico. Mi abuelo tenía una casa en un pueblecito e íbamos mucho allí. Al mediodía llegaba el periódico en el tren y me enviaba a por él. No lo leía, sólo lo abría por la página necrológica y, riendo, decía: «Muerto con cuarenta años. ¡Qué gran idiota!»; «Muerto con setenta y nueve años. ¡Estúpido!». Para mí la muerte era una cosa muy alegre porque veía que le hacía reír mucho. Yo escribía la necrológica de Mickey y otros personajes de tebeo porque la muerte le daba mucha alegría. Hasta que se murió —y no creo que se haya reído ya mucho—. Los escritores importantes son aquellos que lees de niño. Libros de aventuras, cómics 
¿Y autores actuales? 
Depende del estado de ánimo. He descubierto una escritora italiana muy buena, Elena Ferrante (publicada en España por Lumen). Nadie sabe quién es, pero sus libros son buenos. Me impresionó. Actualmente hay una gran crisis. Hay muy pocos buenos. ¿Qué escritores franceses buenos ha dado el siglo XX? Dos: Proust y Céline. Cuando le decían a Sartre que el siglo XX era su siglo, en realidad no era así; fue el siglo de Céline. ¿Quién lee ahora a Sartre? Y a Céline se le sigue leyendo. Estamos muy lejos de la edad de oro de la novela del siglo XIX, que tenía más de diez genios en Rusia: Tolstói, Dostoyevski, Turguénev, Gógol, Chéjov, etc. En Francia, Inglaterra, Estados Unidos… En Portugal no. ¿Qué tiene España? Clarín, Galdós… si lo pones al lado de los rusos, no es gran cosa… En poesía, Rosalía de Castro, que murió hace más de cien años y que los españoles leen en traducción del gallego. Por cierto, el premio del que más agradecido estoy fue el de Rosalía de Castro, porque no tenía dotación económica [risas]. Me gusta mucho Lorca. ¿Cómo era? «¡Ay! Qué trabajo me cuesta / quererte como te quiero. / Por tu amor, me duele el aire, / el corazón y el sombrero […]». Una pasión de la adolescencia, junto a Cernuda. Dos grandes poetas. Cervantes era un gran escritor, pero me aburre un poquito. La poesía actual española es muy buena también. Manolo Vázquez Montalbán, Pere Gimferrer, todos mejor que yo [risas]. En Portugal se leía más a los españoles que a los portugueses. Si tuviera que elegir sólo un escritor, después de mí [risas], sería Quevedo. Es maravilloso, muy influido por Camões, hijo de gallegos, un gran poeta. El día de Camões es el día de Portugal. Los escritores portugueses del XVII y XVIII escribían tanto en castellano como en portugués. También Unamuno sigue siendo muy respetado en Portugal. Fue el único que criticó la dictadura. Hay escritores que me gustan y otros que no; y hay libros que son buenos y no me gustan. Por ejemplo, Thomas Mann: me aburre de muerte pero es bueno; Musil me aburre de muerte, pero es bueno. Y hay libros malos que me gustan… 
Ha pasado una temporada en el hospital con un cáncer del que ha salido su último libro Sôbolos rios que vão. ¿Podemos entenderlo como autobiográfico? 
Este libro ha sido tomado como autobiográfico por los críticos y no es así. No inventamos nada, no hay imaginación, sólo hay memoria. La imaginación no es más que preparar los materiales de la memoria. Una vez le preguntaron a Hemingway qué pensaba de la muerte; él contestó: «otra puta». 
Y diciendo esto, da por acabada la entrevista y se levanta, preocupado por habernos aburrido (no tiene ni idea de que acabamos de atesorar esta hora en nuestra memoria). Se dirige a su conferencia, pero antes se vuelve y suelta su última perla: «Quiero que el Barça gane el campeonato». 

Esta entrevista publicada en el número 379 de la revista Quimera, en junio de 2015.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”