Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Miguel Hernández. Poemas



Miguel Hernández (España, 1910 - 1941)


Poemas 
 de Miguel Hernández

Vuelo


Sólo quien ama vuela. Pero, ¿quién ama tanto
que sea como el pájaro más leve y fugitivo?
Hundiendo va este odio reinante todo cuanto
quisiera remontarse directamente vivo.

Amar... Pero, ¿quién ama? Volar... Pero, ¿quién vuela
Conquistaré el azul ávido de plumaje,
pero el amor, abajo siempre, se desconsuela
de no encontrar las alas que da cierto coraje.

Un ser ardiente, claro de deseos, alado,
quiso ascender, tener la libertad por nido.
Quiso olvidar que el hombre se aleja encadenado.
Donde faltaban plumas puso valor y olvido.

Iba tan alto a veces, que le resplandecía
sobre la piel el cielo, bajo la piel el ave.
Ser que te confundiste con una alondra un día,
te desplomaste otro como el granizo grave.

Ya sabes que las vidas de los demás son losas
con que tapiarte: cárceles con que tragar la tuya.
Pasa, vida, entre cuerpos, entre rejas hermosas.
A través de las rejas, libre la sangre afluya.

Triste instrumento alegre de vestir; apremiante
tubo de apetecer y respirar el fuego.
Espada devorada por el uso constante.
Cuerpo en cuyo horizonte cerrado me despliego.

No volarás. No puedes volar, cuerpo que vagas
por estas galerías donde el aire es mi nudo.
Por más que te debatas en ascender, naufragas.
No clamarás. El campo sigue desierto y mudo.

Los brazos no aletean. Son acaso una cola
que el corazón quisiera lanzar al firmamento.
La sangre se entristece de debatirse sola.
Los ojos vuelven tristes de mal conocimiento.

Cada ciudad, dormida, despierta, loca, exhala
un silencio de cárcel, de sueño que arde y llueve
como un élitro ronco de no poder ser ala.
El hombre yace. El cielo se eleva. El aire mueve.


Muerte Nupcial
 

El lecho, aquella hierba de ayer y de mañana:
este lienzo de ahora sobre madera aún verde,
flota como la tierra, se sume en la besana
donde el deseo encuentra los ojos y los pierde.

Pasar por unos ojos como por un desierto:
como por dos ciudades que ni un amor contienen.
Mirada que va y vuelve sin haber descubierto
el corazón a nadie, que todos la enarenen.

Mis ojos encontraron en un rincón los tuyos.
Se descubrieron mudos entre las dos miradas.
Sentimos recorrernos un palomar de arrullos
y un grupo de arrebatos de alas arrebatadas.

Cuanto más se miraban más se hallaban: más hondos
se veían, más lejos, más en uno fundidos.
El corazón se puso, y el mundo, más redondos.
Atravesaba el lecho la patria de los nidos.

Entonces, el anhelo creciente, la distancia
que va de hueso a hueso recorrida y unida,
al aspirar del todo la imperiosa fragancia,
proyectamos los cuerpos más allá de la vida.

Espiramos del todo. ¡Qué absoluto portento!
¡Qué total fue la dicha de mirarse abrazados,
desplegados los ojos hacia arriba un momento,
y al momento hacia abajo con los ojos plegados!

Pero no moriremos. Fue tan cálidamente
consumada la vida como el sol, su mirada.
No es posible perdernos. Somos plena simiente.
Y la muerte ha quedado, con los dos, fecundada.


Eterna sombra

Yo que creí que la luz era mía
precipitado en la sombra me veo.
Ascua solar, sideral alegría
ígnea de espuma, de luz, de deseo.

Sangre ligera, redonda, granada:
raudo anhelar sin perfil ni penumbra.
Fuera, la luz en la luz sepultada.
Siento que sólo la sombra me alumbra.

Sólo la sombra. Sin astro. Sin cielo.
Seres. Volúmenes. Cuerpos tangibles
dentro del aire que no tiene vuelo,
dentro del árbol de los imposibles.

Cárdenos ceños, pasiones de luto.
Dientes sedientos de ser colorados.
Oscuridad del rencor absoluto.
Cuerpos lo mismo que pozos cegados.

Falta el espacio. Se ha hundido la risa.
Ya no es posible lanzarse a la altura.
El corazón quiere ser más de prisa
fuerza que ensancha la estrecha negrura.

Carne sin norte que va en oleada
hacia la noche siniestra, baldía.
¿Quién es el rayo de sol que la invada?
Busco. No encuentro ni rastro del día.

Sólo el fulgor de los puños cerrados,
el resplandor de los dientes que acechan.
Dientes y puños de todos los lados.
Más que las manos, los montes se estrechan.

Turbia es la lucha sin sed de mañana.
¡Qué lejanía de opacos latidos!
Soy una cárcel con una ventana
ante una gran soledad de rugidos.

Soy una abierta ventana que escucha,
por donde ver tenebrosa la vida.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.


Me tiraste un limón, y tan amargo

Me tiraste un limón, y tan amargo, 
con una mano cálida, y tan pura, 
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin embargo.

Con el golpe amarillo, de un letargo
dulce pasó a una ansiosa calentura
mi sangre, que sintió la mordedura 
de una punta de seno duro y largo.

Pero al mirarte y verte la sonrisa 
que te produjo el limonado hecho,
a mi voraz malicia tan ajena,

se me durmió la sangre en la camisa,
y se volvió el poroso y áureo pecho
una picuda y deslumbrante pena.

Por tu pie, la blancura más bailable

Por tu pie, la blancura más bailable
donde cesa en diez partes tu hermosura,
una paloma sube a tu cintura
baja a la tierra un nardo interminable.

Con tu pie vas poniendo lo admirable 
del nácar en ridícula estrechura,
y a donde va tu pie va la blancura,
perro sembrado de jazmín calzable.

A tu pie, tan espuma como playa,
arena y mar me arrimo y desarrimo
y al redil de su planta entrar procuro.

Entro y dejo que el alma se me vaya
por la voz amorosa del racimo:
pisa mi corazón que ya es maduro.

Tengo estos huesos hechos a las penas

Tengo estos huesos hechos a las penas
y a las cavilaciones estas sienes:
pena que vas, cavilación que vienes
como el mar de la playa a las arenas.

Como el mar de la playa a las arenas, 
voy a este naufragio de vaivenes, 
por una noche oscura de sartenes
redondas, pobres, tristes y morenas.

Nadie me salvará de este naufragio
si no es tu amor, la tabla que procuro
si no tu voz, el norte que pretendo.

Eludiendo por eso el mal presagio
de que ni en ti siquiera habré seguro
voy entre pena y pena sonriendo.

Nanas de la cebolla

Dedicado a su hijo, araíz de recibir 
una carta de su mujer, en la que le decía 
que no comía más que pan y cebolla

La cebolla es escarcha 
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla, 
hielo negro y escarcha 
grende y redonda.

Es la cuna del hambre 
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena 
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa, 
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, el oírte, 
bata el espacio.

Tu risa me hace libre, 
me pone alas.
Soledades me quita, 
cárcel me arranca,
Boca que vuela, 
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa, 
vencedor de las flores 
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpadeo, 
y el niño como nunca 
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea, 
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño: 
nunca despiertes.
Triste llevo tu boca
Ríete siempre. 
Siempre en la cuna, 
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tal alto, 
tan extendido, 
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes 
con cinco azahares, 
con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana, 
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
hincando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla, 
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

El pez más viejo del río

El pez más viejo del río
de tanta sabiduría
como amontonó, vivía 
brillantemente sombrío
y el agua le sonreía.

Tan sombrío llegó a estar
(nada el agua le divierte)
que después de meditar,
tomó el camino del mar, 
es decir, el de la muerte.

Reíste tú junto al río
niño solar. Y ese día
el pez más viejo del río 
se quitó el aire sombrío.
Y el agua se sonreía.  

Elegía

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se
ha quedado novia por casar la panadera
de pan más trabajado y fino, que le han
muerto la pareja del ya imposible esposo.)

 

Tengo ya el alma ronca y tengo ronco
el gemido de música traidora...
Arrímate a llorar conmigo a un tronco:

retírate conmigo al campo y llora
a la sangrienta sombra de un granado
desgarrado de amor como tú ahora.

Caen desde un cielo gris desconsolado,
caen ángeles cernidos para el trigo
sobre el invierno gris desocupado.

Arrímate, retírate conmigo:
vamos a celebrar nuestros dolores
junto al árbol del campo que te digo.

Panadera de espigas y de flores,
panadera lilial de piel de era,
panadera de panes y de amores.

No tienes ya en el mundo quien te quiera,
y ya tus desventuras y las mías
no tienen compañero, compañera.

Tórtola, compañera de sus días,
que le dabas tus dedos cereales
y en su voz tu silencio entretenías.

Buscando abejas va por los panales
el silencio que ha muerto de repente
en su lengua de abejas torrenciales.

No esperes ver tu párpado caliente
ni tu cara dulcísima y morena
bajo los dos solsticios de su frente.

El moribundo rostro de tu pena
se hiela y desendulza grado a grado
sin su labor de sol y de colmena.

Como una buena fiebre iba a tu lado,
como un rayo dispuesto a ser herida,
como un lirio de olor precipitado.

Y sólo queda ya de tanta vida
un cadáver de cera desmayada
y un silencio de abeja detenida.

¿Dónde tienes en esto la mirada
si no es descarriada por el suelo,
si no es por la mejilla trastornada?

Novia sin novio, novia sin consuelo,
te advierto entre barrancos y huracanes
tan extensa y tan sola como el cielo.

Corazón de relámpagos y afanes,
paginaba los libros de tus rosas,
apacentaba el hato de tus panes.

Ibas a ser la flor de las esposas,
y a pasos de relámpago tu esposo
se te va de las manos harinosas.

Échale, harina, un toro clamoroso
negro hasta cierto punto a tu menudo
vellón de lana blanco y silencioso.

A echar copos de harina yo te ayudo
y a sufrir por lo bajo, compañera,
viuda de cuerpo y de alma yo viudo.

La inaplacable muerte nos espera
como un agua incesante y malparida
a la vuelta de cada vidriera.

¡Cuántos amargos tragos es la vida!
Bebió él la muerte y tú la saboreas
y yo no saboreo otra bebida.

Retírate conmigo hasta que veas
con nuestro llanto dar las piedras grama,
abandonando el pan que pastoreas.

Levántate: te esperan tus zapatos
junto a los suyos muertos en tu cama,
y la lluviosa pena en tus retratos
desde cuyos presidios te reclama.


Tengo estos huesos hechos a las penas
 

Tengo estos huesos hechos a las penas
y a las cavilaciones estas sienes:
pena que vas, cavilación que vienes
como el mar de la playa a las arenas.

Como el mar de la playa a las arenas,
voy en este naufragio de vaivenes,
por una noche oscura de sartenes
redondas, pobres, tristes y morenas.

Nadie me salvará de este naufragio
si no es tu amor, la tabla que procuro,
si no tu voz, el norte que pretendo.

Eludiendo por eso el mal presagio
de que ni en ti siquiera habré seguro,
voy entre pena y pena sonriendo.


Te me mueres de casta y de sencilla

Te me mueres de casta y de sencilla:
estoy convicto, amor, estoy confeso
de que, raptor intrépido de un beso,
yo te libé la flor de la mejilla.

Yo te libé la flor de la mejilla,
y desde aquella gloria, aquel suceso,
tu mejilla, de escrúpulo y de peso,
se te cae deshojada y amarilla.

El fantasma del beso delincuente
el pómulo te tiene perseguido,
cada vez más patente, negro y grande.

Y sin dormir estás, celosamente,
vigilando mi boca ¡con qué cuido!
para que no se vicie y se desmande.


Mi corazón no puede con la carga

Mi corazón no puede con la carga
de su amorosa y lóbrega tormenta
y hasta mi lengua eleva la sangrienta
especie clamorosa que lo embarga.

Ya es corazón mi lengua lenta y larga,
mi corazón ya es lengua larga y lenta...
¿Quieres contar sus penas? Anda y cuenta
los dulces granos de la arena amarga.

Mi corazón no puede más de triste:
con el flotante espectro de un ahogado
vuela en la sangre y se hunde sin apoyo.

Y ayer, dentro del tuyo, me escribiste
que de nostalgia tienes inclinado
medio cuerpo hacia mí, medio hacia el hoyo.


Silencio de metal triste y sonoro

Silencio de metal triste y sonoro,
espadas congregando con amores
en el final de huesos destructores
de la región volcánica del toro.

Una humedad de femenino oro
que olió puso en su sangre resplandores,
y refugió un bramido entre las flores
como un huracanado y vasto lloro.

De amorosas y cálidas cornadas
cubriendo está los trebolares tiernos
con el dolor de mil enamorados.

Bajo su piel las furias refugiadas
son en el nacimiento de sus cuernos
pensamientos de muerte edificados.


Mi sangre es una camino

Me empuja a martillazos y a mordiscos,
me tira con bramidos y cordeles
del corazón, del pie, de los orígenes,
me clava en la garganta garfios dulces,
erizo entre mis dedos y mis ojos,
enloquece mis uñas y mis párpados,
rodea mis palabras y mi alcoba
de hornos y herrerías,
la dirección altera de mi lengua,
y sembrando de cera su camino
hace que caiga torpe derretida.

Mujer, mira una sangre,
mira una blusa de azafrán en celo,
mira un capote líquido ciñéndose en mis huesos
como descomunales serpientes que me oprimen
acarreando angustia por mis venas.

Mira una fuente alzada de amorosos collares
y cencerros de voz atribulada
temblando de impaciencia por ocupar tu cuello,
un dictamen feroz, una sentencia
una exigencia, una dolencia, un río
que por manifestarse se da contra las piedras,
y penden para siempre de mis
relicarios de carne desgarrada.

Mírala con sus chivos y sus toros suicidas
corneando cabestros y montañas,
rompiéndose los cuernos a topazos,
mordiéndose de rabia las orejas,
buscándose la muerte de la frente a la cola.

Manejando mi sangre, enarbolando
revoluciones de carbón y yodo,
agrupando hasta hacerse corazón,
herramientas de muerte, rayos, hachas,
y barrancos de espuma sin apoyo,
ando pidiendo un cuerpo que manchar.

Hazte cargo, hazte cargo
de una ganadería de alacranes
tan rencorosamente enamorados,
de un castigo infinito que me parió y me agobia
como un jornal cobrado en triste plomo.
La puerta de mi sangre está en la esquina
del hacha y de la piedra,
pero en ti está la entrada irremediable.

Necesito extender este imperioso reino,
prolongar a mis padres hasta la eternidad,
y tiendo hacia ti un puente de arqueados corazones
que ya se corrompieron y que aún laten.

No me pongas obstáculos que tengo que salvar,
no me siembres de cárceles,
no bastan cerraduras ni cementos,
no, a encadenar mi sangre de alquitrán inflamado
capaz de despertar calentura en la nieve.
¡Ay qué ganas de amarte contra un árbol,
ay qué afán de trillarte en una era,
ay qué dolor de verte por la espalda
y no verte la espalda contra el mundo!

Mi sangre es un camino ante el crepúsculo
de apasionado barro y charcos vaporosos
que tiene que acabar en tus entrañas,
un depósito mágico de anillos
que ajustar a tu sangre,
un sembrado de lunas eclipsadas
que han de aumentar sus calabazas íntimas,
ahogadas en un vino con canas en los labios,
al pie de tu cintura al fin sonora.

Guárdame de sus sombras que graznan fatalmente
girando en torno mío a picotazos,
girasoles de cuervos borrascosos.
No me consientas ir de sangre en sangre
como una bala loca,
no me dejes tronar solo y tendido.

Pólvora venenosa propagada,
ornado por los ojos de tristes pirotecnias,
panal horriblemente acribillado
como un mínimo rayo doliendo en cada poro,
gremio fosforescente de acechantes tarántulas
no me consientas ser. Atiende, atiende
a mi desesperado sonreír,
donde muerdo la hiél por sus raíces
por las lluviosas penas recorrido.
Recibe esta fortuna sedienta de tu boca
que para ti heredé de tanto padre.


Me llamo barro aunque Miguel me llame

Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame.

Soy un triste instrumento del camino.
Soy una lengua dulcemente infame
a los pies que idolatro desplegada.

Como un nocturno buey de agua y barbecho
que quiere ser criatura idolatrada,
embisto a tus zapatos y a sus alrededores,
y hecho de alfombras y de besos hecho
tu talón que me injuria beso y siembro de flores.

Coloco relicarios de mi especie
a tu talón mordiente, a tu pisada,
y siempre a tu pisada me adelanto
para que tu impasible pie desprecie
todo el amor que hacia tu pie levanto.

Más mojado que el rostro de mi llanto,
cuando el vidrio lanar del hielo bala,
cuando el invierno tu ventana cierra
bajo a tus pies un gavilán de ala,
de ala manchada y corazón de tierra.
Bajo a tus pies un ramo derretido
de humilde miel pataleada y sola,
un despreciado corazón caído
en forma de alga y en figura de ola.

Barro en vano me invisto de amapola,
barro en vano vertiendo voy mis brazos,
barro en vano te muerdo los talones,
dándote a malheridos aletazos
sapos como convulsos corazones.

Apenas si me pisas, si me pones
la imagen de tu huella sobre encima,
se despedaza y rompe la armadura
de arrope bipartido que me ciñe la boca
en carne viva y pura,
pidiéndote a pedazos que la oprima
siempre tu pie de liebre libre y loca.

Su taciturna nata se arracima,
los sollozos agitan su arboleda
de lana cerebral bajo tu paso.
Y pasas, y se queda
incendiando su cera de invierno ante el ocaso,
mártir, alhaja y pasto de la rueda.

Harto de someterse a los puñales
circulantes del carro y la pezuña,
teme el barro un parto de animales
de corrosiva piel y vengativa uña.

Teme que el barro crezca en un momento,
teme que crezca y suba y cubra tierna,
tierna y celosamente
tu tobillo de junco, mi tormento,
teme que inunde el nardo de tu pierna
y crezca más y ascienda hasta tu frente.

Teme que se levante huracanado
del blando territorio del invierno
y estalle y truene y caiga diluviado
sobre tu sangre duramente tierno.
Teme un asalto de ofendida espuma
y teme un amoroso cataclismo.

Antes que la sequía lo consuma
el barro ha de volverte de lo mismo.


Carta
 

El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.

Oigo un latido de cartas
navegando hacia su centro.

Donde voy, con las mujeres
y con los hombres me encuentro,
malheridos por la ausencia,
desgastados por el tiempo.

Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo en deseo.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.

En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.

Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.
Cuando te voy a escribir,
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.

Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.

Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.

Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.

Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.


Sino sangriento
 

De sangre en sangre vengo
como el mar de ola en ola,
de color de amapola el alma tengo,
de amapola sin suerte en mi destino,
y llego de amapola en amapola
a dar en la cornada de mi sino.

Criatura hubo que vino
desde la sementera de la nada,
y vino más de una,
bajo el designio de una estrella airada
y en una turbulenta y mala luna.

Cayó una pincelada
de ensangrentado pie sobre mi vida,
cayó un planeta de azafrán en celo,
cayó una nube roja enfurecida,
cayó un mar malherido, cayó un cielo.

Vine con un dolor de cuchillada,
me esperaba un cuchillo a mi venida,
me dieron a mamar leche de tuera,
zumo de espada loca y homicida,
y al sol el ojo abrí por vez primera
y lo que vi primero era una herida
y una desgracia era.

Me persigue la sangre, ávida fiera,
desde que fui fundado,
y aun antes de que fuera
proferido, empujado
por mi madre a esta tierra codiciosa
que de los pies me tira y del costado,
y cada vez más fuerte, hacia la fosa.

Lucho contra la sangre, me debato
contra tanto zarpazo y tanta vena,
y cada cuerpo que tropiezo y trato
es otro borbotón de sangre, otra cadena.

Aunque leves, los dardos de la avena
aumentan las insignias de mi pecho:
en él se dio el amor a la labranza,
y mi alma de barbecho
hondamente ha surcado
de heridas sin remedio mi esperanza
por las ansias de muerte de su arado.

Todas las herramientas en mi acecho:
el hacha me ha dejado
recónditas señales,
las piedras, los deseos y los días
cavaron en mi cuerpo manantiales
que sólo se tragaron las arenas
y las melancolías.

Son cada vez más grandes las cadenas,
son cada vez más grandes las serpientes,
más grande y más cruel su poderío,
más grandes sus anillos envolventes,
más grande el corazón, más grande el mío.

En su alcoba poblada de vacío,
donde sólo concurren las visitas,
el picotazo y el color de un cuervo,
un manojo de cartas y pasiones escritas,
un puñado de sangre y una muerte conservo.

¡Ay sangre fulminante,
ay trepadora púrpura rugiente,
sentencia a todas horas resonante
bajo el yunque sufrido de mi frente!

La sangre me ha parido y me ha hecho preso,
la sangre me reduce y me agiganta,
un edificio soy de sangre y yeso
que se derriba él mismo y se levanta
sobre andamios de huesos.

Un albañil de sangre, muerto y rojo,
llueve y cuelga su blusa cada día
en los alrededores de mi ojo,
y cada noche con el alma mía,
y hasta con las pestañas lo recojo.

Crece la sangre, agranda
la expansión de sus frondas en mi pecho
que álamo desbordante se desmanda
y en varios torvos ríos cae deshecho.

Me veo de repente,
envuelto en sus coléricos raudales,
y nado contra todos desesperadamente
como contra un fatal torrente de puñales.

Me arrastra encarnizada su corriente,
me despedaza, me hunde, me atropella,
quiero apartarme de ella a manotazos,
y se me van los brazos detrás de ella,
y se me van las ansias en los brazos.

Me dejaré arrastrar hecho pedazos,
ya que así se lo ordenan a mi vida
la sangre y su marea,
los cuerpos y mi estrella ensangrentada.

Seré una sola y dilatada herida
hasta que dilatadamente sea
un cadáver de espuma: viento y nada.


Vecino de la muerte
 

Patio de vecindad que nadie alquila
igual que un pueblo de panales secos;
pintadas con recuerdos y leche las paredes
a mi ventana emiten silencios y anteojos.

Aquí dentro: aquí anduvo la muerte mi vecina
sesteando a la sombra de los sepultureros,
lamida por la lengua de un perro guarda-lápidas;
aquí, muy preservados del relente y las penas,
porfiaron los muertos con los muertos
rivalizando en huesos como en mármoles.

Oigo una voz de rostro desmayado,
unos cuervos que informan mi corazón de luto
haciéndome tragar húmedas ranas,
echándome a la cara los tornasoles trémulos
que devuelve en su espejo la inquietud.

¿Qué queda en este campo secuestrado,
en estas minas de carbón y plomo,
de tantos encerrados por riguroso orden?

No hay nada sin un monte de riqueza explotado.
Los enterrados con bastón y mitra,
los altos personajes de la muerte,
las niñas que expiraron de sed por la entrepierna
donde jamás tuvieron un arado y dos bueyes,
los duros picadores pródigos de sus músculos,
muertos con las heridas rodeadas de cuernos:
todos los destetados del aire y del amor
de un polvo huésped ahora se amamantan.

¿Y para quién están los tiernos epitafios,
las alabanzas más sañudas,
formuladas a fuerza de cincel y mentiras,
atacando el silencio natural de las piedras,
todas con menoscabos y agujeros
de ser ramoneadas con hambre y con constancia
por una amante oveja de dos labios?
¿Y este espolón constituido en gallo
irá a una sombra malgastada en mármol y ladrillo?
¿No cumplirá mi sangre su misión: ser estiércol?
¿Oiré cómo murmuran de mis huesos
me mirarán con esa mirada de tinaja vacía
que da la muerte a todo el que la trata?
¿Me asaltarán espectros en forma de coronas,
funerarios nacidos del pecado
de un cirio y una caja boquiabierta?

Yo no quiero agregar pechuga al polvo:
me niego a su destino: ser echado a un rincón.
Prefiero que me coman los lobos y los perros,
que mis huesos actúen como estacas
para atar cerdos o picar espartos

El polvo es paz que llega con su bandera blanca
sobre los ataúdes y las casas caídas,
pero bajo los pliegues un colmillo
de rabioso marfil contaminado
nos sigue a todas partes, nos vigila,
y apenas nos paramos nos inciensa de siglos,
nos reduce a cornisas y a santos arrumbados.
Y es que el polvo no es tierra.
La tierra es un amor dispuesto a ser un hoyo,
dispuesto a ser un árbol, un volcán y una fuente.

Mi cuerpo pide el hoyo que promete la tierra,
el hoyo desde el cual daré mis privilegios de león y nitrato
a todas las raíces que me tiendan sus trenzas.

Guárdate de que el polvo coloque dulcemente
su secular paloma en tu cabeza,
de que incube sus huevos en tus labios,
de que anide cayéndose en tus ojos,
de que habite tranquilo en tu vestido,
de aceptar sus herencias de notarios y templos.

Úsate en contra suya,
defiéndete de su callado ataque,
asústalo con besos y caricias,
ahuyéntalos con saltos y canciones,
mátalo rodándolo de vino, amor y sangre.

En esta gran bodega donde fermenta el polvo,
donde es inútil injerir sonrisas,
pido ser cuando quieto lo que no soy movido:
un vegetal, sin ojos ni problemas;
cuajar, cuajar en algo más que en polvo,
como el sueño en estatua derribada;
que mis zapatos últimos demuestren ser cortezas,
que me produzcan cuarzos en mi encantada boca,
que se apoyen en mí sembrados y viñedos,
que me dediquen mosto las cepas por su origen.

Aquel barbecho lleno de inagotables besos,
aquella cesta de uvas quiero tener encima
cuando descanse al fin de esta faena
de dar conversaciones, abrazos y pesares,
de cultivar cabellos, arrugas y esperanzas,
y de sentir un beso sobre cada deseo.

No quiero que me entierren donde me han de enterrar.
Haré un hoyo en el campo y esperaré a que venga
la muerte en dirección a mi garganta
con un cuerno, un tintero, un monaguillo
y un collar de cencerros castrados en la lengua,
pata echarme puñados de mi especie.

Las Cárceles
 

I

Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,
van por la tenebrosa vía de los juzgados;
buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,
lo absorben, se lo tragan.

No se ve, que se escucha la pena del metal,
el sollozo del hierro que atropellan y escupen:
el llanto de la espada puesta sobre los jueces
de cemento fangoso.

Allí, abajo la cárcel, la fábrica del llanto,
el telar de la lágrima que no ha de ser estéril,
el casco de los odios y de las esperanzas,
fabrican, tejen, hunden.

Cuando están las perdices más roncas y acopladas,
y el azul amoroso de fuerzas expansivas,
un hombre hace memoria de la luz, de la tierra,
húmedamente negro.

Se da contra las piedras la libertad, el día,
el paso galopante de un hombre, la cabeza,
la boca con espuma, con decisión de espuma,
la libertad, un hombre.

Un hombre que cosecha y arroja todo el viento
desde su corazón donde crece un plumaje:
un hombre que es el mismo dentro de cada frío,
de cada calabozo.

Un hombre que ha soñado con las aguas del mar,
y destroza sus alas como un rayo amarrado,
y estremece las rejas, y se clava los dientes
en los dientes de trueno.

II

Aquí no se pelea por un buey desmayado,
sino por un caballo que ve pudrir sus crines,
y siente sus galopes debajo de los cascos
pudrirse airadamente.

Limpiad el salivazo que lleva en la mejilla,
y desencadenad el corazón del mundo,
y detened las fauces de las voraces cárceles
donde el sol retrocede.

La libertad se pudre desplumada en la lengua
de quienes son sus siervos más que sus poseedores.
Romped esas cadenas, y las otras que escucho
detrás de esos esclavos.

Esos que sólo buscan abandonar su cárcel,
su rincón, su cadena, no la de los demás.
Y en cuanto lo consiguen, descienden pluma a pluma,
enmohecen, se arrastran.

Son los encadenados por siempre desde siempre.
Ser libre es una cosa que sólo un hombre sabe:
Sólo el hombre que advierto dentro de esa mazmorra
como si yo estuviera.

Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.
Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
no le atarás el alma.

Cadenas, sí: cadenas de sangre necesita.
Hierros venosos, cálidos, sanguíneos eslabones,
nudos que no rechacen a los nudos siguientes
humanamente atados.

Un hombre aguarda dentro de un pozo sin remedio,
tenso, conmocionado, con la oreja aplicada.
Porque un pueblo ha gritado ¡libertad!, vuela el cielo.
Y las cárceles vuelan.


Cantar

Es la casa un palomar
y la cama un jazminero.
Las puertas de par en par
y en el fondo el mundo entero.

El hijo, tu corazón
madre que se ha engrandecido.
Dentro de la habitación
todo lo que ha florecido.

El hijo te hace un jardín
y tú has hecho al hijo, esposa,
la habitación del jazmín,
el palomar de la rosa.

Alrededor de tu piel
ato y desato la mía.
Un mediodía de miel
rezumas: un mediodía.

¿Quién en esta casa entró
y la apartó del desierto?
Para que me acuerde yo
alguien que soy yo y ha muerto.

Viene la luz más redonda
a los almendros más blancos.
La vida, la luz se ahonda
entre muertos y barrancos.

Venturoso es el futuro,
como aquellos horizontes
de pórfido y mármol puro
donde respiran los montes.

Arde la casa encendida
de besos y sombra amante.
No puede pasar la vida
más honda y emocionante.

Desbordadamente sorda
la leche alumbra tus huesos.
Y la casa se desborda
con ella, el hijo y los besos.

Tú, tu vientre caudaloso,
el hijo y el palomar.
Esposa, sobre tu esposo
suenan los pasos del mar. 


Guerra

Todas las madres del mundo
ocultan el vientre, tiemblan,
y quisieran retirarse,
a virginidades ciegas,
al origen solitario
y el pasado sin herencia.

Pálida, sobrecogida
la fecundidad se queda.
El mar tiene sed y tiene
sed de ser agua la tierra.
Alarga la llama el odio
y el amor cierra las puertas.

Voces como lanzas vibran,
voces como bayonetas.
Bocas como puños vienen,
puños como cascos llegan.
Pechos como muros roncos,
piernas como patas recias.

El corazón se revuelve,
se atorbellina, revienta.
Arroja contra los ojos
súbitas espumas negras.

La sangre enarbola el cuerpo,
precipita la cabeza
y busca un cuerpo, una herida
por donde lanzarse afuera.
La sangre recorre el mundo
enjaulada, insatisfecha.
Las flores se desvanecen
devoradas por la hierba.
Ansias de matar invaden
el fondo de la azucena.
Acoplarse con metales
todos los cuerpos anhelan:
desposarse, poseerse
de una terrible manera.

Desaparecer: el ansia
general, creciente, reina.
Un fantasma de estandartes,
una bandera quimérica,
un mito de patrias:
una grave ficción de fronteras.

Músicas exasperadas,
duras como botas, huellan
la faz de las esperanzas
y de las entrañas tiernas.
Crepita el alma, la ira.
El llanto relampaguea.
¿Para qué quiero la luz
si tropiezo con tinieblas?

Pasiones como clarines,
coplas, trompas que aconsejan
devorarse ser a ser,
destruirse, piedra a piedra.
Relinchos. Retumbos. Truenos.
Salivazos. Besos. Ruedas.
Espuelas. Espadas locas
abren una herida inmensa.
Después, el silencio, mudo
de algodón, blanco de vendas,
cárdeno de cirugía,
mutilado de tristeza.
El silencio. Y el laurel
en un rincón de osamentas.
Y un tambor enamorado,
como un vientre tenso, suena
detrás del innumerable
muerto que jamás se aleja.

La cantidad de mundos

La cantidad de mundos
que con los ojos abres,
que cierras con los brazos.

La cantidad de mundos
que con los ojos cierras,
que con los brazos abres.


Sonreír con la alegre tristeza del olivo

Sonreír con la alegre tristeza del olivo,
esperar, no cansarse de esperar la alegría.
Sonriamos, doremos la luz de cada día
en esta alegre y triste vanidad de ser vivo.

Me siento cada día más libre y más cautivo
en toda esta sonrisa tan clara y tan sombría.
Cruzan las tempestades sobre tu boca fría
como sobre la mía que aún es un soplo estivo.

Una sonrisa se alza sobre el abismo: crece
como un abismo trémulo, pero batiente en alas.
Una sonrisa eleva calientemente el vuelo.

Diurna, firme, arriba, no baja, no anochece.
Todo lo desafías, amor: todo lo escalas.
Con sonrisa te fuiste de la tierra y del cielo.

Se puso el sol

 
Se puso el sol.
Pero tu temprano vientre
de nuevo se levantó
por el oriente.


Soneto Final
Por desplumar arcángeles glaciales,
la nevada lilial de esbeltos dientes
es condenada al llanto de las fuentes
y al desconsuelo de los manantiales.

Por difundir su alma en los metales,
por dar el fuego al hierro sus orientes,
al dolor de los yunques inclementes
lo arrastran los herreros torrenciales.

Al doloroso trato de la espina,
al fatal desaliento de la rosa
y a la acción corrosiva de la muerte

arrojado me veo, y tanta ruina
no es por otra desgracia ni otra cosa
que por quererte y sólo por quererte.
 


Elegía
 

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,
con quien tanto quería.
)

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.


(10 de enero de 1936)


Elegía con Joan Manuel Serrat


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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”