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Baldomero Lillo Figueroa (Chile, 1867 - 1923) |
En una sala
baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo
delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en
aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor
aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y
rápida, por la húmeda abertura del pique.
Los mineros
llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a
las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una
ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada
nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la
puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:
-Quédense
ustedes.
Los obreros
se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros.
El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante
cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el
mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto,
un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con
la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños
trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de
vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los
barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su
procedencia.
La campana
del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un
minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la
misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una
tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo,
señalaba con una cruz el nombre del rezagado.
Después de
algunos minutos de silenciosa espera, el empleado hizo una seña a los obreros
para que se acercasen, y les dijo:
-Son ustedes
carreteros de la Alta, ¿no es así?
-Sí, señor
-respondieron los interpelados.
-Siento
decirles que se quedan sin trabajo. Tengo orden de disminuir el personal de esa
veta.
Los obreros
no contestaron y hubo por un instante un profundo silencio. Por fin el de más edad
dijo:
-¿Pero se
nos ocupará en otra parte?
El individuo
cerró el libro con fuerza y echándose atrás en el asiento con tono serio
contestó:
-Lo veo
difícil, tenemos gente de sobra en todas las faenas.
El obrero
insistió:
-Aceptamos
el trabajo que se nos dé, seremos torneros, apuntaladores, lo que Ud. quiera.
El capataz
movía la cabeza negativamente.
-Ya lo he
dicho, hay gente de sobre y si los pedidos de carbón no aumentan, habrá que
disminuir también la explotación en algunas otras vetas.
Una amarga e
irónica sonrisa contrajo los labios del minero, y exclamó:
-Sea usted
franco, don Pedro, y díganos de una vez que quiere obligarnos a que vayamos a
trabajar al Chiflón del Diablo.
El empleado
se irguió en la silla y protestó indignado:
-Aquí no se
obliga a nadie. Así como Uds. son libres de rechazar el trabajo que no les
agrade, la Compañía, por su parte, está en su derecho para tomar las medidas
que más convengan a sus intereses.
Durante
aquella filípica, los obreros con los ojos bajos escuchaban en silencio y al
ver su humilde continente la voz del capataz se dulcificó.
-Pero,
aunque las órdenes que tengo son terminantes -agregó-, quiero ayudarles a salir
del paso. Hay en el Chiflón Nuevo o del Diablo, como Uds. lo llaman, dos
vacantes de barreteros, pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana sería tarde.
Una mirada
de inteligencia se cruzó entre los obreros. Conocían la táctica y sabían de
antemano el resultado de aquella escaramuza: Por lo demás estaban ya resueltos
a seguir su destino. No había medio de evadirse. Entre morir de hambre o morir
aplastado por un derrumbe, era preferible lo último: tenía la ventaja de la
rapidez. ¿Y dónde ir? El invierno, el implacable enemigo de los desamparados,
como un acreedor que cae sobre los haberes del insolvente sin darle tregua ni
esperas, había despojado a la naturaleza de todas sus galas. El rayo tibio del
sol, el esmaltado verdor de los campos, las alboradas de rosa y oro, el manto
azul de los cielos, todo había sido arrebatado por aquel Shylock inexorable que,
llevando en la diestra su inmensa talega, iba recogiendo en ella los tesoros de
color y luz que encontraba al paso sobre la faz de la tierra.
Las
tormentas de viento y lluvia que convertían en torrentes los lánguidos
arroyuelos, dejaban los campos desolados y yermos. Las tierras bajas eran
inmensos pantanos de aguas cenagosas, y en las colinas y en las laderas de los
montes, los árboles sin hojas ostentaban bajo el cielo eternamente opaco la
desnudez de sus ramas y de sus troncos.
En las
chozas de los campesinos el hambre asomaba su pálida faz a través de los
rostros de sus habitantes, quienes se veían obligados a llamar a las puertas de
los talleres y de las fábricas en busca del pedazo de pan que les negaba el
mustio suelo de las campiñas exhaustas.
Había, pues,
que someterse a llenar los huecos que el fatídico corredor abría constantemente
en sus filas de inermes desamparados, en perpetua lucha contra las adversidades
de la suerte, abandonados de todos, y contra quienes toda injusticia e
iniquidad estaba permitida.
El trato
quedó hecho. Los obreros aceptaron sin poner objeciones el nuevo trabajo, y un
momento después estaban en la jaula, cayendo a plomo en las profundidades de la
mina.
La galería
del Chiflón del Diablo tenía una siniestra fama. Abierta para dar salida al
mineral de un filón recién descubierto, se habían en un principio ejecutado los
trabajos con el esmero requerido. Pero a medida que se ahondaba en la roca,
ésta se tornaba porosa e inconsistente. Las filtraciones un tanto escasas al
empezar habían ido en aumento, haciendo muy precaria la estabilidad de la
techumbre que sólo se sostenía mediante sólidos revestimientos. Una vez
terminada la obra, como la inmensa cantidad de maderas que había que emplear en
los apuntalamientos aumentaba el costo del mineral de un modo considerable, se
fue descuidando poco a poco esta parte esencialísima del trabajo. Se revestía
siempre, sí, pero con flojedad, economizando todo lo que se podía.
Los
resultados de este sistema no se dejaron esperar. Continuamente había que
extraer de allí a un contuso, un herido y también a veces algún muerto
aplastado por un brusco desprendimiento de aquel techo falto de apoyo, y que,
minado traidoramente por el agua, era una amenaza constante para las vidas de
los obreros, quienes atemorizados por la frecuencia de los hundimientos
empezaron a rehuir las tareas en el mortífero corredor. Pero la Compañía venció
muy luego su repugnancia con el cebo de unos cuantos centavos más en los salarios
y la explotación de la nueva veta continuó.
Muy luego,
sin embargo, el alza de los jornales fue suprimida sin que por esto se
paralizasen las faenas, bastando para obtener este resultado el método puesto
en práctica por el capataz aquella mañana.
Muchas
veces, a pesar de los capitales invertidos en esa sección de la mina, se había
pensado en abandonarla, pues el agua estropeaba en breve los revestimientos que
había que reforzar continuamente, y aunque esto se hacía en las partes sólo
indispensables, el consumo de maderos resultaba siempre excesivo. Pero para
desgracia de los mineros, la hulla extraída de allí era superior a la de los
otros filones, y la carne del dócil y manso rebaño puesta en el platillo más
leve, equilibraba la balanza, permitiéndole a la Compañía explotar sin
interrupción el riquísimo venero, cuyos negros cristales guardaban a través de
los siglos la irradiación de aquellos millones de soles que trazaron su ruta
celeste, desde el oriente al ocaso, allá en la infancia del planeta.
Cabeza de
Cobre llegó esa noche a su habitación más tarde que de costumbre. Estaba grave,
meditabundo, y contestaba con monosílabos las cariñosas preguntas que le hacía
su madre sobre su trabajo del día. En ese hogar humilde había cierta decencia y
limpieza por lo común desusadas en aquellos albergues donde en promiscuidad
repugnante se confundían hombres, mujeres y niños y una variedad tal de
animales que cada uno de aquellos cuartos sugería en el espíritu la bíblica
visión del Arca de Noé.
La madre del
minero era una mujer alta, delgada, de cabellos blancos. Su rostro muy pálido
tenía una expresión resignada y dulce que hacía más suave aún el brillo de sus
ojos húmedos, donde las lágrimas parecían estar siempre prontas a resbalar.
Llamábase María de los Ángeles.
Hija y madre
de mineros, terribles desgracias la habían envejecido prematuramente. Su marido
y dos hijos muertos unos tras otros por los hundimientos y las explosiones del
grisú, fueron el tributo que los suyos habían pagado a la insaciable avidez de
la mina. Sólo le restaba aquel muchacho por quien su corazón, joven aún, pasaba
en continuo sobresalto. Siempre temerosa de una desgracia, su imaginación no se
apartaba un instante de las tinieblas del manto carbonífero que absorbía
aquella existencia que era su único bien, el único lazo que la sujetaba a la
vida.
¿Cuántas
veces en esos instantes de recogimiento había pensado, sin acertar a
explicárselo, en el porqué de aquellas odiosas desigualdades humanas que
condenaban a los pobres, al mayor número, a sudar sangre para sostener el
fausto de la inútil existencia de unos pocos! ¡Y si tan sólo se pudiera vivir
sin aquella perpetua zozobra por la suerte de los seres queridos, cuyas vidas
eran el precio, tantas veces pagado, del pan de cada día!
Pero aquellas
cavilaciones eran pasajeras, y no pudiendo descifrar el enigma, la anciana
ahuyentaba esos pensamientos y tornaba a sus quehaceres con su melancolía
habitual.
Mientras la
madre daba la última mano a los preparativos de la cena, el muchacho sentado
junto al fuego permanecía silencioso, abstraído en sus pensamientos. La
anciana, inquieta por aquel mutismo, se preparaba a interrogarlo cuando la
puerta giró sobre sus goznes y un rostro de mujer asomó por la abertura.
-Buenas
noches, vecina. ¿Cómo está el enfermo? -preguntó cariñosamente María de los
Ángeles.
-Lo mismo
-contestó la interrogada, penetrando en la pieza-. El médico dice que el hueso
de la pierna no ha soldado todavía y que debe estar en la cama sin moverse.
La recién
llegada era una joven de moreno semblante, demacrado por vigilias y
privaciones. Tenía en la diestra una escudilla de hoja de lata y, mientras
respondía, esforzábase por desviar la vista de la sopa que humeaba sobre la
mesa.
La anciana
alargó el brazo y cogió el jarro y en tanto vaciaba en él el caliente líquido,
continuó preguntando:
-¿Y
hablaste, hija, con los jefes? ¿Te han dado algún socorro?
La joven
murmuró con desaliento:
-Sí, estuve
allí. Me dijeron que no tenía derecho a nada, que bastante hacían con darnos el
cuarto; pero, que si él moría fuera a buscar una orden para que en despacho me
entregaran cuatro velas y una mortaja.
Y dando un
suspiro agregó:
-Espero en
Dios que mi pobre Juan no los obligará a hacer ese gasto.
María de los
Ángeles añadió a la sopa un pedazo de pan y puso ambas dádivas en mano de la
joven, quien se encaminó hacia la puerta, diciendo agradecida:
-La Virgen
se lo pagará, vecina.
-Pobre Juana
-dijo la madre, dirigiéndose hacia su hijo, que había arrimado su silla junto a
la mesa-, pronto hará un mes que sacaron a su marido del pique con la pierna
rota.
-¡En qué se
ocupaba?
-Era
barretero del Chiflón del Diablo.
-¡Ah, sí,
dicen que los que trabajan ahí tienen la vida vendida!
-No tanto,
madre -dijo el obrero-, ahora es distinto, se han hecho grandes trabajos de
apuntalamientos. Hace más de una semana que no hay desgracias.
-Será así
como dices, pero yo no podría vivir si trabajaras allá; preferiría irme a
mendigar por los campos. No quiero que te traigan un día como trajeron a tu
padre y a tus hermanos.
Gruesas
lágrimas se deslizaron por el pálido rostro de la anciana. El muchacho callaba
y comía sin levantar la vista del plato.
Cabeza de
Cobre se fue a la mañana siguiente a su trabajo sin comunicar a su madre el
cambio de faena efectuado el día anterior. Tiempo de sobra habría siempre para
darle aquella mala noticia. Con la despreocupación propia de la edad no daba
grande importancia a los temores de la anciana. Fatalista, como todos sus
camaradas, creía que era inútil tratar de sustraerse al destino que cada cual
tenía de antemano designado.
Cuando una
hora después de la partida de su hijo María de los Ángeles abría la puerta, se
quedó encantada de la radiante claridad que inundaba los campos. Hacía mucho
tiempo que sus ojos no veían una mañana tan hermosa. Un nimbo de oro circundaba
el disco del sol que se levantaba sobre el horizonte enviando a torrentes sus
vívidos rayos sobre la húmeda tierra, de la que se desprendían por todas partes
azulados y blancos vapores. La luz del astro, suave como una caricia, derramaba
un soplo de vida sobre la naturaleza muerta. Bandadas de aves cruzaban, allá
lejos, el sereno azul, y un gallo de plumas tornasoladas desde lo alto de un
montículo de arena lanzaba una alerta estridente cada vez que la sombra de un
pájaro deslizábase junto a él.
Algunos
viejos, apoyándose en bastones y muletas, aparecieron bajo los sucios
corredores, atraídos por el glorioso resplandor que iluminaba el paisaje.
Caminaban despacio, estirando sus miembros entumecidos, ávidos de aquel tibio
calor que fluía de lo alto.
Eran los
inválidos de la mina, los vencidos del trabajo. Muy pocos eran los que no
estaban mutilados y que no carecían ya de un brazo o de una pierna. Sentados en
un banco de madera que recibía de lleno los rayos del sol, sus pupilas
fatigadas, hundidas en las órbitas, tenían una extraña fijeza. Ni una palabra
se cruzaba entre ellos, y de cuando en cuando tras una tos breve y cavernosa,
sus labios cerrados se entreabrían para dar paso a un escupitajo negro como la
tinta.
Se acercaba
la hora del mediodía y en los cuartos las mujeres atareadas preparaban las
cestas de la merienda para los trabajadores, cuando el breve repique de la
campana de alarma las hizo abandonar la faena y precipitarse despavoridas fuera
de las habitaciones.
En la mina
el repique había cesado y nada hacia presagiar una catástrofe. Todo allí tenía
el aspecto ordinario y la chimenea dejaba escapar sin interrupción su enorme
penacho que se ensanchaba y crecía arrastrado por la brisa que lo empujaba
hacia el mar.
María de los
Ángeles se ocupaba en colocar en la cesta destinada a su hijo la botella de
café, cuando la sorprendió el toque de alarma y, soltando aquellos objetos, se
abalanzó hacia la puerta frente a la cual pasaban a escape con las faldas levantadas,
grupos de mujeres seguidas de cerca por turbas de chiquillos que corrían
desesperadamente en pos de sus madres. La anciana siguió aquel ejemplo: sus
pies parecían tener alas, el aguijón del terror galvanizaba sus viejos músculos
y todo su cuerpo se estremecía y vibraba como la cuerda del arco en su máximum
de tensión.
En breve se
colocó en primera fila, y su blanca cabeza herida por los rayos del sol parecía
atraer y precipitar tras de sí la masa sombría del harapiento rebaño.
Las
habitaciones quedaron desiertas. Sus puertas y ventanas se abrían y se cerraban
con estrépito impulsadas por el viento. Un perro atado en uno de los
corredores, sentado en sus cuartos traseros, con la cabeza vuelta hacia arriba,
dejaba oír un aullido lúgubre como respuesta al plañidero clamor que llegaba
hasta él, apagado por la distancia.
Sólo los
viejos no habían abandonado su banco calentado por el sol, y mudos e inmóviles,
seguían siempre en la misma actitud, con los turbios ojos fijos en un más allá
invisible y ajenos a cuanto no fuera aquella férvida irradiación que infiltraba
en sus yertos organismos un poco de aquella energía y de aquel tibio calor que
hacía renacer la vida sobre los campos desiertos.
Como los
polluelos que, percibiendo de improviso el rápido descenso del gavilán, corren
lanzando pitíos desesperados a buscar un refugio bajo las plumas erizadas de la
madre, aquellos grupos de mujeres con las cabelleras destrenzadas, que
gimoteaban fustigadas por el terror, aparecieron en breve bajo los brazos descarnados
de la cabria, empujándose y estrechándose sobre la húmeda plataforma. Las
madres apretaban a sus pequeños hijos, envueltos en sucios harapos, contra el
seno semidesnudo, y un clamor que no tenía nada de humano brotaba de las bocas
entreabiertas contraídas por el dolor.
Una recia
barrera de maderos defendía por un lado la abertura del pozo, y en ella fue a
estrellarse parte de la multitud. En el otro lado unos cuantos obreros con la
mirada hosca, silenciosos y taciturnos, contenían las apretadas filas de
aquella turba que ensordecía con sus gritos, pidiendo noticias de sus deudos,
del número de muertos y del sitio de la catástrofe.
En la puerta
de los departamentos de las máquinas se presentó con la pipa entre los dientes
uno de los ingenieros, un inglés corpulento, de patillas rojas, y con la
indiferencia que da la costumbre, paseó una mirada sobre aquella escena. Una
formidable imprecación lo saludó y centenares de voces aullaron:
-¿Asesinos,
asesinos!
Las mujeres
levantaban los brazos por encima de sus cabezas y mostraban los puños ebrias de
furor. El que había provocado aquella explosión de odio lanzó al aire algunas
bocanadas de humo y volviendo la espalda, desapareció.
La noticias
que los obreros daban del accidente calmó un tanto aquella excitación. El
suceso no tenía las proporciones de las catástrofes de otras veces: sólo había
tres muertos de quienes se ignoraban aún los nombres. Por lo demás, y casi no
había necesidad de decirlo, la desgracia, un derrumbe, había ocurrido en la
galería del Chiflón del Diablo, donde se trabajaba ya hacía dos horas en
extraer las víctimas, esperándose de un momento a otro la señal de izar en el
departamento de las máquinas.
Aquel relato
hizo nacer la esperanza en muchos corazones devorados por la inquietud. María de
los Ángeles, apoyada en la barrera, sintió que la tenaza que mordía sus
entrañas aflojaba sus férreos garfios. No era la suya esperanza sino certeza:
de seguro él no estaba entre aquellos muertos. Y reconcentrada en sí misma con
ese feroz egoísmo de las madres oía casi con indiferencia los histéricos
sollozos de las mujeres y sus ayes de desolación y angustia.
Entretanto
huían las horas, y bajo las arcadas de cal y ladrillo la máquina inmóvil dejaba
reposar sus miembros de hierro en la penumbra de los vastos departamentos; los
cables, como los tentáculos de un pulpo, surgían estremecientes del pique
hondísimo y enroscaban en la bobina sus flexibles y viscosos brazos; la maza
humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una res desangrada y
moribunda, y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya el
meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios y
una calma y serenidad celestes se desprendían del cóncavo espejo del cielo,
azul y diáfano, que no empañaba una nube.
De improviso
el llanto de las mujeres cesó: un campanazo seguido de otros tres resonaron
lentos y vibrantes: era la señal de izar. Un estremecimiento agitó la
muchedumbre, que siguió con avidez las oscilaciones del cable que subía, en
cuya extremidad estaba la terrible incógnita que todos ansiaban y temían
descifrar.
Un silencio
lúgubre interrumpido apenas por uno que otro sollozo reinaba en la plataforma,
y el aullido lejano se esparcía en la llanura y volaba por los aires, hiriendo
los corazones como un presagio de muerte.
Algunos
instantes pasaron, y de pronto la gran argolla de hierro que corona la jaula
asomó por sobre el brocal. El ascensor se balanceó un momento y luego se detuvo
por los ganchos del reborde superior.
Dentro de él
algunos obreros con las cabezas descubiertas rodeaban una carretilla negra de
barro y polvo de carbón.
Un clamoreo
inmenso saludó la aparición del fúnebre carro, la multitud se arremolinó y su
loca desesperación dificultaba enormemente la extracción de los cadáveres. El primero
que se presentó a las ávidas miradas de la turba estaba forrado en mantas y
sólo dejaba ver los pies descalzos, rígidos y manchados de lodo. El segundo que
siguió inmediatamente al anterior tenía la cabeza desnuda: era un viejo de
barba y cabellos grises.
El tercero y
último apareció a su vez. Por entre los pliegues de la tela que lo envolvía
asomaban algunos mechones de pelos rojos que lanzaban a la luz del sol un
reflejo de cobre recién fundido. Varias voces profirieron con espanto:
-¡El Cabeza
de Cobre!
El cadáver
tomado por los hombros y por los pies fue colocado trabajosamente en la camilla
que lo aguardaba.
María de los
Ángeles al percibir aquel lívido rostro y esa cabellera que parecía empapada en
sangre, hizo un esfuerzo sobrehumano para abalanzarse sobre el muerto; pero
apretada contra la barrera sólo pudo mover los brazos en tanto que un sonido
inarticulado brotaba de su garganta.
Luego sus
músculos se aflojaron, los brazos cayeron a lo largo del cuerpo y permaneció
inmóvil en el sitio como herida por el rayo.
Los grupos
se apartaron y muchos rostros se volvieron hacia la mujer, quien con la cabeza
doblada sobre el pecho, sumida en una insensibilidad absoluta, parecía absorta
en la contemplación del abismo abierto a sus pies.
Un rayo de luz,
pasando a través de la red de cables y de maderos, hería oblicuamente la húmeda
pared del pozo. Atraídas por aquel punto blanco y brillante las pupilas de la
anciana, espantosamente dilatadas, claváronse en el círculo luminoso, el cual
lentamente y como si obedeciera a la inexorable, escrutadora mirada, fue
ensanchándose y penetrando en la masa de roca como a través de un cristal
diáfano y transparente.
Aquella
rendija, semejante al tubo de un colosal anteojo, puso a la vista de María de
los Ángeles un mundo desconocido; un laberinto de corredores abiertos en la
roca viva, sumergidos en tinieblas impenetrables y en las cuales el rayo del
sol esparcía una claridad vaga y difusa.
A veces el
haz luminoso, cual una barrera de diamantes, agujereaba los techos de lóbregas
galerías a las que se sucedían redes inextricables de pasadizos estrechos por
los que apenas podría deslizarse una alimaña.
De pronto
las pupilas de las ancianas se animaron: tenía a la vista un largo corredor muy
inclinado en el que tres hombres forcejeaban por colocar dentro de la vía una
carretilla de mineral. Una lluvia copiosa caía desde la techumbre sobre sus
torsos desnudos. María de los Ángeles reconoció a su hijo en uno de aquellos
obreros en el instante en que se erguían violentamente y fijaban en el techo
una mirada de espanto: siguióse un chasquido seco y desapareció la visión.
Cuando las
tinieblas se disiparon, la anciana vio flotar sobre un montón de escombros una
densa nube de polvo, al mismo tiempo que un llamado de infinita angustia, un
grito de terrible agonía subió por el inmenso tubo acústico y murmuró junto a
su oído:
-¡Madre mía!
……………………………………………………………………………………………
Jamás se
supo cómo salvó la barrera. Detenida por los cables niveles, se la vio por un
instante agitar sus piernas descarnadas en el vacío, y luego, sin un grito,
desaparecer en el abismo. Algunos segundos después, el ruido sordo, lejano,
casi imperceptible, brotó de la hambrienta boca del pozo de la cual se
escapaban bocanadas de tenues vapores: era el aliento del monstruo ahíto de
sangre en el fondo de su cubil.
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