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Giovanni Boccacio, (?, 1313-Certaldo, actual Italia, 1375) |
Autor: Giovanni Boccaccio
En nuestra ciudad hubo un riquísimo mercader llamado Arriguccio
Berfinghieri, el cual neciamente, tal como ahora hacen cada día los mercaderes,
pensó ennoblecerse por su mujer y tomó a una joven señora noble (que mal le
convenía) cuyo nombre fue doña Sismonda. La cual, porque él tal como hacen los
mercaderes andaba mucho de viaje y poco estaba con ella, se enamoró de un joven
llamado Roberto que largamente la había cortejado; y habiendo llegado a tener
intimidad con él, y teniéndola menos discretamente porque sumamente le
deleitaba, sucedió (o porque Arriguccio oyese algo o como quiera que fuese) que
se hizo el hombre más celoso del mundo y dejó de ir de viaje y todos sus demás
negocios, y toda su solicitud la había puesto en guardar bien a aquella, y
nunca se hubiera dormido si no la hubiese sentido antes meterse en la cama; por
la cual cosa la mujer sintió grandísimo dolor, porque de ninguna manera podía
estar con su Roberto.
Pero habiendo dedicado muchos pensamientos a encontrar algún modo de
estar con él, y siendo también muy solicitada por él, le vino el pensamiento de
hacer de esta manera: que, como fuese que su alcoba daba a la calle y ella se
había dado cuenta muchas veces de que a Arriguccio le costaba mucho dormirse,
pero que después dormía profundísimamente, ideó hacer venir a Roberto a la
puerta de su casa a medianoche e ir a abrirle y estarse con él mientras su
marido dormía profundamente. Y para sentir ella cuándo llegaba de manera que
nadie se apercibiese, inventó echar una cuerdecita fuera de la ventana de la
alcoba que por uno de los extremos llegase cerca del suelo, y el otro extremo
bajarlo hasta el pavimento y llevarlo hasta su cama, y meterlo bajo las ropas,
y cuando ella estuviese en la cama atárselo al dedo gordo del pie; y luego,
mandando decir esto a Roberto, le ordenó que, cuando viniera, tirase de la
cuerda y ella, si su marido durmiese, lo soltaría e iría a abrirle, y si no
durmiese, lo cogería y lo tiraría hacia sí, a fin de que él no esperase. La
cual cosa agradó a Roberto; y habiendo ido muchas veces, alguna le sucedió
estar con ella y alguna no.
Por último, continuando con este artificio de esa manera, sucedió una
noche que, durmiendo la señora, y estirando Arriguccio el pie por la cama, dio
con este cordel; por lo que, llevando a él la mano y encontrándolo atado al pie
de su mujer, se dijo a sí mismo: «Por cierto que esto debe ser algún engaño».
Y dándose cuenta luego de que el cordel salía por la ventana lo tuvo por
cierto; por lo que cortándolo quedamente del dedo de la mujer, lo ató al suyo,
y estuvo atento para ver qué quería decir esto. No mucho después vino Roberto,
y tirando del cordel como acostumbraba, Arriguccio lo sintió; y no habiendo
sabido atárselo bien, y habiendo Roberto tirado fuertemente y habiéndose
quedado con el cordel en la mano, entendió que debía esperar; y así hizo.
Arriguccio, levantándose prestamente y cogiendo sus armas, corrió a la
puerta para ver quién era aquel y para hacerle daño. Ahora, Arriguccio era,
aunque fuese mercader, un hombre fiero y fuerte; y llegado a la puerta, y no
abriéndola suavemente como solía hacer la mujer, y Roberto, que esperaba,
sintiéndolo, se dio cuenta de que era quien era, es decir, que quien abría la
puerta era Arriguccio; por lo que prestamente comenzó a huir y Arriguccio a
perseguirlo. Hasta que por fin habiendo Roberto huido un gran trecho y no cesando
él de seguirlo, estando también Roberto armado, sacó la espada y se volvió
hacia él, y comenzaron el uno a querer herir al otro y a defenderse.
La mujer, al abrir Arriguccio la alcoba, desvelándose y encontrándose
cortado el cordel del dedo, al instante se dio cuenta de que su engaño estaba
descubierto; y sintiendo que Arriguccio había corrido tras de Roberto,
levantándose prestamente, dándose cuenta de lo que podía suceder, llamó a su
criada, la cual sabía todo, y tanto le rogó que la puso en su lugar en la cama,
rogándole que, sin darse a conocer, los golpes que le diera Arriguccio
recibiese pacientemente porque ella se los devolvería con tamaña recompensa que
no tendría razón de quejarse.
Y apagada la luz que en la alcoba ardía, se fue de allí y, escondida en
un lugar de la casa, se puso a esperar lo que iba a suceder. Siguiendo la riña
entre Arriguccio y Roberto, los vecinos del barrio, sintiéndola y levantándose,
comenzaron a insultarlos, y Arriguccio, por temor a ser reconocido, sin haber
podido saber quién fuese el joven ni herirlo de alguna manera, airado y de mal
talante, dejándolo en paz, se fue hacia su casa; y llegando a la alcoba,
airadamente comenzó a decir:
-¿Dónde estás, mala mujer? ¡Has apagado la luz para que no te encuentre,
pero te equivocas!
Y yendo a la cama, creyendo coger a la mujer, cogió a la criada, y
cuando pudo menear las manos y los pies tantos puñetazos y tantas patadas le
dio que le marcó toda la cara, y por último le cortó los cabellos, diciéndole
siempre las mayores injurias que jamás se han dicho a una mala mujer. La criada
lloraba mucho como quien tenía de qué, y aunque alguna vez dijese: «¡Ay! ¡Por
el amor de Dios!» o «¡Basta!», estaba la voz tan rota por el llanto y
Arriguccio tan ciego de furor que no podía distinguir que aquella fuese de otra
mujer que la suya.
Apaleándola, pues, y cortándole los cabellos, como decimos, dijo:
-Mala mujer, no entiendo tocarte de otro modo, sino que iré por tus
hermanos y les contaré tus buenas obras; y luego que vengan por ti y que hagan
lo que crean que corresponde a su honor y te lleven de aquí, que en esta casa
ten por cierto que no estarás nunca más.
Y dicho esto, saliendo de la alcoba, la cerró por fuera y se fue él
solo. Cuando doña Sismonda, que todo había oído, sintió que el marido se había
ido, abrió la alcoba y, encendida la luz, encontró a su criada toda machacada
que lloraba fuertemente; a la cual, como mejor pudo la consoló y la llevó a su
alcoba, donde después ocultamente haciéndola cuidar y curar, tanto con lo de
Arriguccio mismo la recompensó que ella se tuvo por contenta. Y cuando a la
criada hubo llevado a su alcoba, rápidamente hizo la cama de la suya y la
arregló toda y la puso en orden, como si ninguna persona se hubiera acostado
allí esa noche, y volvió a encender la lámpara, y se vistió y arregló, como si
todavía no se hubiese acostado; y encendiendo un candil y tomando sus telas, se
fue a sentar arriba de la escalera y se puso a coser y a esperar en qué paraba
aquello.
Arriguccio, al salir de su casa, lo antes que pudo se fue a la casa de
los hermanos de la mujer, y allí tantos golpes dio que le sintieron y le
abrieron. Los hermanos de la mujer, que eran tres, y su madre, sintiendo que
era Arriguccio se levantaron todos, y haciendo encender las luces vinieron a su
encuentro y le preguntaron qué iba buscando a aquella hora y tan solo. A
quienes Arriguccio, empezando con el cordel que había encontrado atado al dedo
del pie de doña Sismonda hasta lo último que encontrado y hecho había, se lo
contó; y para darles entero testimonio de lo que había hecho, los cabellos que
creía haberle cortado a su mujer se los puso en las manos, añadiendo que
viniesen por ella y que le hiciesen lo que creyeran que correspondía a su
honor, porque él no pensaba tenerla más en casa.
Los hermanos de la mujer, muy enojados de lo que habían oído y
teniéndolo por cierto, contra ella enardecidos, hechas encender antorchas, con
intención de jugarle una mala partida, con Arriguccio se pusieron en camino y
fueron a su casa. Lo que viendo su madre, llorando comenzó a seguirlos, ora a
uno ora al otro rogando que no creyesen aquellas cosas tan súbitamente sin ver
ni saber nada más, porque el marido podía por alguna razón estar enojado con
ella y haberle hecho daño, y ahora decirles aquello en excusa de sí mismo,
diciendo además que ella se maravillaba mucho de cómo podía haber sucedido
aquello porque conocía bien a su hija, como quien la había criado desde
pequeñita, y muchas otras cosas semejantes.
Llegados, pues, a casa de Arriguccio y entrando dentro, comenzaron a
subir las escaleras; y oyéndolos venir doña Sismonda, dijo:
-¿Quién anda ahí?
A quien uno de los hermanos repuso:
-Bien lo sabrás tú, mala mujer, quién es.
Dijo entonces doña Sismonda:
-¿Pero qué querrá decir esto? ¡Señor, ayúdame!
Y poniéndose en pie, dijo:
-Hermanos míos, sed bien venidos; ¿qué andáis buscando a esta hora los
tres aquí dentro?
Ellos, habiéndola visto sentada y cosiendo y sin ninguna marca en el
rostro de haber sido golpeada, cuando Arriguccio había dicho que la había
dejado machacada, algo al primer embite se maravillaron y refrenaron el ímpetu
de su ira, y le preguntaron cómo había sido aquello de lo que Arriguccio se
quejaba de ella, amenazándola mucho si no les decía todo.
La mujer dijo:
-No sé qué deba deciros, ni de qué tenga que haberse quejado de mí
Arriguccio.
Arriguccio, al verla, la miraba como estupidizado, acordándose de que le
había dado tal vez mil puñetazos en la cara y la había arañado y le había hecho
todas las maldades del mundo, y ahora la veía como si no hubiera pasado nada de
aquello. En resumen, los hermanos le dijeron lo que Arriguccio les había dicho
del cordel y de los golpes y de todo.
La mujer, volviéndose a Arriguccio, dijo:
-¡Ay, marido mío! ¿Qué es lo que oigo? ¿Por qué haces tenerme por mala
mujer para tu gran vergüenza, cuando no lo soy, y a ti por hombre malo y cruel,
que no eres? ¿Y cuándo has estado esta noche en casa, no ya conmigo? ¿O cuándo
me pegaste? En cuanto a mí, no me acuerdo.
Arriguccio comenzó a decir:
-¿Cómo, mala mujer, no nos fuimos a la cama juntos anoche? ¿No he vuelto
luego, después de haber estado corriendo tras tu amante? ¿No te he dado muchos
golpes y cortado los cabellos?
La mujer repuso:
-En esta casa no te acostaste anoche tú, pero dejemos esto, que no puedo
dar otro testimonio que mis palabras verdaderas, y vengamos a lo que dices que
me pegaste, y cortaste los cabellos. A mí no me has pegado nunca, y cuantos hay
aquí y tú también, fijaos en mí, si en todo el cuerpo tengo alguna señal de paliza;
ni te aconsejaría que fueses tan atrevido que me pusieses la mano encima que,
por la cruz de Cristo te abofetearía. Ni tampoco me cortaste los cabellos, que
yo lo haya sentido o lo haya visto, pero tal vez lo hiciste sin que me diese
cuenta; déjame ver si los tengo cortados o no.
Y quitándose los velos de la cabeza, mostró que cortados no los tenía,
sino enteros; las cuales cosas viendo y oyendo los hermanos y la madre,
comenzaron a decirle a Arriguccio:
-¿Qué dices, Arriguccio? Esto no es ya lo que nos viniste a decir que
habías hecho; y no sabemos cómo puedes probar lo que queda.
Arriguccio estaba como quien soñase, y quería hablar; pero viendo que lo
que creía que podía probar no era así, no se atrevía a decir nada.
La mujer, volviéndose a sus hermanos, dijo:
-Hermanos míos, veo que ha andado buscando que yo haga lo que no querría
haber hecho nunca, esto es, que os cuente sus miserias y su maldad; y lo haré.
Creo firmemente que lo que os ha contado le haya pasado, y oíd cómo. Este
hombre de pro, a quien por mi mal me disteis por mujer, que se dice mercader y
que quiere ser respetado y que debería tener más templanza que un religioso y
más honestidad que una doncella, pocas son las noches que no vaya
emborrachándose por las tabernas, y ahora con esta mala mujer, ahora con
aquella enredándose; y a mí se me hace hasta medianoche y a veces hasta el
amanecer esperándole de la manera que me habéis encontrado. Estoy segura de
que, estando bien borracho, se fue a la cama con alguna mujerzuela y a ella, al
despertarse, le encontró el cordel en el pie y luego hizo todas esas gallardías
que dice, y por último volvió a ella y le pegó y le cortó los cabellos; y no
habiendo vuelto en sí todavía, se creyó, y estoy segura de que lo cree todavía,
que estas cosas me las había hecho a mí; y si os fijáis bien en su cara,
todavía está medio borracho. Pero sea lo que haya dicho de mí, no quiero que se
lo toméis en cuenta más que como a un borracho; y que como yo le perdono lo
perdonéis vosotros también.
Su madre, oyendo estas palabras, comenzó a alborotarse y a decir:
-Por la cruz de Cristo, hija mía, eso no debía hacerse sino que debía
matarse a ese perro fastidioso y desconsiderado, que no es digno de tener una
tal moza como tú. ¡Bueno está! ¡Ni aunque te hubiese recogido del fango! Mal
rayo le parta si debes aguantar las podridas palabras de un comerciantucho en
heces de burro que vienen del campo y salen de las pocilgas vestidos de
pardillo con las calzas de campana y con la pluma en el culo y en cuanto tienen
tres sueldos quieren a las hijas de los gentileshombres y de las buenas damas
por mujeres, y usan armas y dicen: «Soy de los tales» y «Los de mi casa
hicieron esto». Bien querría que mis hijos hubiesen seguido mi consejo, que tan
honorablemente te podían colocar en casa de los condes Guido por un pedazo de
pan; y en cambio quisieron darte esta valiosa joya que, siendo tú la mejor moza
de Florencia y la más honesta, no se ha avergonzado de decir a medianoche que
eres una puta, como si no te conociésemos; pero a fe que si me hiciesen caso se
le haría un escarmiento que lo pudriese.
Y volviéndose a sus hijos, dijo:
-Hijos, bien os decía yo que esto no podía ser. ¿Habéis oído cómo
vuestro cuñado trata a vuestra hermana, ese comerciantuelo de cuatro al cuarto?
Que, si yo fuese vosotros, habiendo dicho lo que ha dicho de ella y haciendo lo
que hace, no estaría contenta ni satisfecha mientras no lo hubiera quitado de
en medio; y si yo fuese hombre en vez de mujer no querría que otro en mi lugar
lo hiciese. ¡Señor, haz que le pese, borracho asqueroso que no tiene vergüenza!
Los jóvenes, vistas y oídas estas cosas, volviéndose a Arriguccio le
dijeron las mayores injurias que nunca se le han dicho a ningún malvado, y por
último dijeron:
-Te perdonamos esta porque estás borracho, pero cuida de que en toda tu
vida de aquí en adelante no oigamos más noticias de estas, que si alguna nos
viene a los oídos por cierto que nos la pagarás por esta y por aquella.
Y dicho esto, fueron.
Arriguccio, que se quedó como estúpido, no sabiendo él mismo si lo que
había hecho era verdad o si lo había soñado, sin decir una palabra más dejó a
su mujer en paz; la cual no solamente con su sagacidad escapó al peligro
inminente sino que se abrió el camino para poder hacer en el tiempo por venir
todos sus gustos sin tener miedo al marido nunca más.
FIN
Séptima Jornada, Narración octava, El decamerón, 1353
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