Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Ensayo: PROSERPINA: Y el resurgimiento psíquico del amante por Gilberto Aranguren Peraza. in memoriam a Armando Rojas Guardia




Junto a Armando Rojas Guardia y Luisa Helena Calcaño



 Autor: Gilberto Aranguren Peraza


A:

Armandito, quién guardó todo en su memoria.


Mundo sin sol
lavado por la lluvia.
La luz recobra el aire.
Es transparencia.
Un minuto se enciende
-          y cae la noche

José Emilio Pacheco
Transfiguraciones
De: Irás y no volverás
(1969 – 1972)



En la lectura de Proserpina, cuento escrito por el poeta y ensayista venezolano Armando Rojas Guardia, se descubre que el objeto del relato surge desde el autor como un “ente” literario necesariamente a ser admirado. El asombro ante un acontecimiento significativo coloca el pensamiento en marcha desde un primer momento de la historia, no sólo desde la confusión y la perplejidad que nos dejan las tragedias, sino también desde la experiencia mística que dejan los asombros. Lo que es capaz de maravillarnos, hasta hacerse irresistible en el pensamiento, se afirma con las metáforas y ficciones elaboradas. Ellas hacen que el relato sea en sí mismo una forma de alabanza y admiración por el objeto trágico que una vez nos sorprendió, convirtiéndose en algo tan parecido a un destello en nuestras vidas.
Como ficción, el relato nos conduce a conocer lo posible y lo imposible, no lo realmente verdadero en el mundo de las apariencias, sino lo auténtico en el pensamiento, en esa otra realidad, que siendo inventada a partir de la experiencia, abona los deseos no realizados por la imaginación, convirtiendo todo el relato en una réplica de lo que pudo ser la vida, donde el autor coloca todo aquello que sus deseos mandan y dominan, desde un orden único que elabora mediante una ilusión caracterizada por una vida en el desasosiego. Esto hace de Proserpina, no sólo un invento o una ficción, sino una realidad en el mundo del pensamiento, de manera que su comprensión posee sentido en la especulación como construcción mental, donde cada información que se aporta está dada para encontrar un lugar fenomenológico preciso, donde el autor convive, en todo el relato, con la dicotomía de amante – autor.
La imaginaria ficción de la relación entre Proserpina y el amante está definida en el futuro. En lo que podría ser, no en lo que es o lo que fue, si no en la posibilidad. Una posibilidad dada sólo, significativamente, en la llamada época de “la guerra fría”. El momento histórico nos coloca ya en una situación difícil, en una relación desde lo imposible. Una relación marcada por arranques liberadores que sólo puede ocurrir a la sombra de la imaginación. Es por ello, que este contexto psíquico del amante nos conduce, con facilidad, por lo que podría denominarse el tiempo imaginario.
En la física cuántica, el tiempo imaginario no distingue las direcciones espaciales. Cualquiera puede hacer un viaje según la dirección que tome su imaginario, situación que en el tiempo “real” es imposible, por ello el amante crea a su antojo la dirección del tiempo, descubriéndose un asunto bastante curioso en el relato, y es que por lo general, en el tiempo real somos capaces de recodar el pasado, pero no el futuro. Pero el hecho es que aquí no se recuerda el futuro, sino que se construye y se habla de él como sí se estuviera recordando. Este ejercicio sólo puede ser posible en la imaginación, no en otro contexto.  
Cuando el amante se entrega a la construcción imaginaria del relato, lo hace desde un contexto real que pudo haber sido mucho menor que el transcurrido en el tiempo mental, pero también es capaz en el tiempo imaginario de manejar sin tapujos la vida y la muerte, inventando, por ejemplo, un accidente, sólo por la necesidad de experimentar que su pasión trasciende la presencia física de la amada: “como si ella viniera a ser solo el pretexto para la revelación de una alegría más intangiblemente sólida y más impronunciable que la de nuestros contactos” (p. 17), pero esto también revela la necesidad de asombrarse o “aumentar (su) propio pasmo, y más allá de la primera y dolorosa sorpresa”. Esta gracia del tiempo imaginario coloca el tiempo de convalecencia de Proserpina, después del accidente, en algo breve. Por ello, le es fácil creer, y no sólo imaginarse “el tiempo feliz (sic) en que no pasa nada/ sino su propio transcurrir dichoso[1].
En cualquier posición que estuviese el amado pensando su vida con Proserpina, él será capaz de vestirla y desvestirla para las fiestas y le colocará las joyas que quiera. Así, él poseerá la totalidad de Proserpina. Un amor totalizador, a diferencia de la imaginada relación con María Eugenia (su esposa) y con Arturo (su hijo), quienes son otros que la ficción permite que existan para hacer más sufrible el dolor y la tristeza del amante. Pero también para hacer más imposible el amor por Proserpina.
Toda la totalización afectiva del amante, por el objeto amado, proporciona un gran conocimiento que lo confunde consigo mismo, haciéndolo capaz de sentir cada sensación y emoción de la mujer imaginada. De manera, que Proserpina se revela como un viaje a un mundo imaginario que busca liberarlo de una realidad – que fue y ha sido – terrible para quien narra, por lo que lo fantaseado es parte esencial de una experiencia íntima y potencialmente realizable en un futuro incierto y desafiante.


El amor entre Proserpina y el amante desviste una tríadica relación con Dios, es un secreto bien guardado, ya sea no sólo, porque no podría ser confesado, ya sea por la responsabilidad profesional del autor y su compromiso conyugal, ya sea por la relación parental entre Proserpina y el autor, revelada al final de la obra, pero también porque es una relación dada en el mundo de las ideas, por ello posee una realidad caótica y desenfrenada. Es un amor sin ataduras a las normas y a las leyes, es atemporal – aunque hace alusión al futuro – no se aferra a que los hechos puedan ser parte, exclusiva, de lo impredecible. No. Más bien, nos da la oportunidad de pensar que ese futuro posee un pretérito insólito. Por todo ese movimiento caótico, el amante requiere transitar hacia una calma equilibrada “casi geométrica”, porque para amar a Proserpina no sólo se requiere de la libertad, sino también de una tranquilidad perfecta, tan igual al Universo, recordándonos la idea antigua de que Dios formó las cosas haciendo uso de la geometría. El amante intenta colocar cada cosa en su lugar, sabe que cada acontecimiento tiene un orden específico. Utiliza la intuición como un compás que le facilita esa lucha entre el caos y la construcción de un nuevo orden psíquico.  
Aquí el amor aparece como un “fenómeno espiritual” que transforma a Proserpina convirtiéndola en otro tipo de mujer. Ella deja de ser la sumisa y responsable, la que tolera los compromisos del marido y acepta – sin condiciones – la aventura misteriosa en la mente de un amor no permitido, pero que la transforma y la hace capaz de valorar sus emociones e intuiciones más profundas. Por otra parte, amar a Proserpina es un acontecimiento que responde a una ficción desbordada, en ella se rebosa toda la necesidad psíquica del sexo.
Entre Proserpina y el Secretario de la Delegación se mueve una relación concretada en el acto de una unión sagrada, ahí aparecen el hombre y la mujer en presencia de una tercera persona: Dios. Ocurre un llamado matrimonio sagrado, donde la psique experimenta un movimiento hacia la totalidad o integración de lo que podría suponerse el estado mental. Es un matrimonio sagrado entre los opuestos: lo masculino y lo femenino, es una conjunción de lo consciente y lo inconsciente, del espíritu y la materia. Todo ello es un proceso místico, por lo que estos seres “desconectados” se unen para llegar a la integración deseada. De manera, que esta relación afecta profundamente a la persona de estos dos amantes ocultos.    
El amante nos sorprende con la descripción de la presencia musical del “Kyrie del Réquiem de Fauré”, la solemnidad de la pieza nos prepara para el desenlace y el inicio de la historia; a sabiendas que la imagen de Proserpina es una construcción de la ficción, la llegada del Réquiem a los oídos del amante, en medio del acto amatorio, es una preparación que nos permite comprender el final, pero a la vez la necesaria fe de que Proserpina estará bien – esté donde esté – con el sólo amor y el recuerdo del amante. De manera, que las vibraciones que llegaban a la habitación inventada, cumplían una misión salvífica, convirtiéndose en un lugar de transfiguración, tan igual como el monte donde Jesús de Nazareth experimentó la transparencia[2], como una preparación para la resurrección. En la habitación, como espacio de transfiguración donde “La luz recobra el aire / (y) Es transparencia[3] como dice el poeta mexicano José Emilio Pacheco. En el amor los seres son transparentes, los amantes son seres transfigurados. La transfiguración se presenta como un estado vibratorio del alma que permite – en el relato – que el Réquiem de Fauré se introduzca en los cuerpos y la nueva posesión pueda producirse lenta y parsimoniosa y en sí misma sagrada, tal cual danza mística.
Esta tríadica relación nos permite comprender que el marco de la alianza entre Proserpina y su amante, no es más que un culto divino; el amante lo llega denominar “acto litúrgico”, pensando que dicha unión y el amor desbordado en ella forma parte de la obra de Dios. El conocimiento del cuerpo tanto de uno como del otro, se ve sublimado en la actividad sexual, en una fiesta donde el alma y Dios se funden en una celebración liturgizada, ya sea por la imaginación, por la música o por el deseo como vía realizadora del amor. Y en esto el amante se materializa, dejando de estar en el pensamiento, para decirse a sí mismo: “Esta celebración auditiva y plástica tendrá como objetivo ensanchar y profundizar la resonancia interior de cada uno de nuestros orgasmos” (p. 36), es aquí donde parece tener sentido la vida en el amor con Proserpina, porque el resonar no es más que la picaresca actitud atómica de vivir excitado, y dicha excitación nos conduce de un nivel de creatividad y dicha a otro de mayor profundidad en este sentido. Porque no es sólo colocar los cuerpos en el altar para el sacrificio y complacer las almas. No. Es también atreverse, en el imaginario proserpiano, morder el fruto del conocimiento.
El sexo desenfrenado y cultivado por lo sagrado, y en especial el fellatio, se convertirán en el intranquilo mecanismo para recordar que así pudieron haberlo hecho siempre, porque el falo, el “lingam” o la representación simbólica del dios Shivá del Kamasutra, brillará como el oro o como el sol, y de su orificio emanará “el gas expansivo del placer” (39).



Una sorpresa nos revela el relato de Proserpina con la cuestión de la estabilidad emocional y el estado mental, y es que la felicidad en este último estado, sólo es posible en el amado en el estado caótico de su mente. El encuentro con Proserpina coloca al amante en una situación caótica, la cual redunda en felicidad.
Para el amante, Proserpina es Isis (la diosa más significativa de la iconografía egipcia), en este sentido, es la gran maga del contexto celeste egipcio. Es el lugar donde se asienta el padre. Isis es la diosa que busca a su esposo – hermano Osiris en el Nilo -, el cual debido a la traición de Set, había sido desplazado, descuartizado y lanzado, cada una de sus partes, al río. Isis logra reunir cada uno de sus miembros, menos el pene que había sido consumido por un pez, pero la diosa hizo uso de la magia y construyó un falo vegetal. Construido todo el cuerpo de Osiris le dio vida y mantuvo relaciones sexuales con él y de esa unión surgió Horus.
Proserpina rescata al amante en toda aquella muerte psíquica que experimenta con una vida aburrida y comprometida con innumerables responsabilidades. A la vez, el amante rescata a Proserpina de las aguas, y la reconstruye psíquicamente hasta darle vida, convirtiéndose él en un Isis psíquico, o sea en la diosa capaz de traer de la muerte a su amante. Aquí el amante es el dios del río y a su vez un gran mago. En la iconografía occidental a Isis se le relaciona con la Sacerdotisa o la Papisa en las cartas del Tarot francés, atribuyéndosele las imágenes arquetípicas de la “gran maga” o la gran benefactora, es el arcano de la gnosis, la que nos sumerge en el sentido de la contemplación.  
Proserpina surgió de las aguas psíquicas del amado con todo el poder  de recibir y construir que poseen las aguas, pero también el amante resurgió de las mismas aguas para reconstruir la historia en su mente y convertirse, en un amante – benefactor – y en la dual condición diosa – dios. O sea, todo un proceso de resurrección.
Todo este imaginario posee una intencionalidad salvadora ante la desgracia, que no sólo llega en la ficción, sino es vivida en la propia carne. Proserpina, Isis, Osiris, Shivá, Horus, una mezcla de diosas y dioses que se conjugan para hundirse con facilidad en la creación del pensamiento.

Siempre se verá al primo Armandito, con sus ojos abiertos esperanzados que su eterna Proserpina resurja de entre las aguas. Siempre estará ahí esperando.
 

[1] Verso del poema “Piedras de sol” de Octavio Paz.
[2] Mt, 17 1 – 3/ Mc, 9 1 – 10
[3] Verso del poema Transfiguraciones de José Emilio Pacheco Del poemario intitulado: Irás y no volverás (1969 – 1972).

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”