El vecino del siete una vez vació su alacena y como a las 8 de la noche lanzó los alimentos por
la ventana: pollos congelados, trozos de
carne, latas de sardinas, atún, pastas, bolsas
de granos, y el suceso fue divulgado en la parroquia como la proeza de un buen samaritano. Los indigentes se
agruparon y a partir de entonces gritan a las ocho de la noche: “Carne ven a mí, carne ven a mí”.
Y no solo ellos acuden a la cita, también van los
perros callejeros y algún otro
misionero, hambriento y perdido. Todos llegan puntuales y se quedan de pie
mirando hacia la ventana sagrada.
Traición de bruces, como si el punto de llegada
fuera el pavimento mirado desde
un séptimo piso. Los perros se toman la molestia de babear el charco de sangre
y no abonan nada por presenciar esta comilona.
Se relamen de gusto y ni siquiera sus lenguas
le dan importancia al lamer de los otros. Su
erotismo es cosa de empalagarse. Yo no me meto en eso, dice el conserje del edificio. ¿Por qué tendría que
pregonarlo a gritos?
En el piso está mejor el perro acostado de bruces.
Las patas traseras embutidas
debajo del cuerpo esponjoso, despercudido de pulgas. Ni Lalo se hubiera dado
cuenta. Afinaría los detalles por si acaso,
antes de entrar en escena y pasaría de largo.
Cuéntaselo.
En el periódico salió un reportaje: “Llueven
alimentos en el centro de
Caracas”. Pero jamás mencionaron las tripas del
perro, tal vez porque estas también llovieron y fueron absorbidas por los charcos de agua. En todo caso se trataría
de una cena en familia.
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