Me habían aconsejado no
ir solo y de tarde por esos campos. Partidas de soldados del Gobierno recorrían
los caminos, entraban en los caseríos y en las casas aisladas, en busca del
Comandante. En una de sus frecuentes invasiones el Comandante había llegado por
allí. Había tomado el pueblo cabecera del distrito, había enviado un insolente
telegrama al caudillo, «Si no tiene miedo venga a buscarme», había cogido unos
fusiles viejos en la jefatura, le había repartido a la gente del pueblo carne y
papelón, y había desaparecido. ¿Quién sabe por dónde andaría con su partida?
Pero yo era joven y me
atraía el posible riesgo y el gusto de la aventura.
Iba por el lado del
Algarrobo. Faldas de monte, cubiertas de bosque y arboledas de café, vallecitos
de pasto con algún ganado y quebradas de mucha piedra y agua espumosa. Los
árboles muy tupidos y mucha hoja seca en las veredas que dan vueltas sin dejar
ver a lo lejos. Además estaba oscureciendo a toda prisa.
A poco de tomar el
camino topé con la primera partida de soldados. No eran más de ocho o diez y
los mandaba un hombre mal encarado, con un gran sombrero de fieltro pardo
metido hasta los ojos.
Después de registrarme
me preguntaron con tono mandón y humillante muchas cosas.
—¿Para dónde va? ¿Qué
lleva? ¿Por qué viaja a esta hora? ¿Conoce al comandante? ¿No? ¿No lo ha visto?
¿Nunca?
No lo había visto.
Había oído hablar mucho de él pero no lo había visto. Sabía, como lo sabíamos
todos, que era un antiguo telegrafista. Que se había alzado y había recorrido
una gran parte de territorio sin que las tropas del Gobierno lo hubieran podido
coger. Que había tomado pueblos por sorpresa y había ganado muchas escaramuzas
contra fuerzas aisladas. Que cuando se veía muy apretado pasaba la frontera y
desaparecía por un tiempo.
Pero ahora había
vuelto. Decían que era bajito, flaco, con una barbita larga y delgada de chino,
los ojos grandes y reabiertos y un fuete de mango de plata con el que siempre
se golpeaba las polainas negras.
La gente lo ayudaba. Le
facilitaban alimentos y noticias de las tropas. Y nunca daban información
segura sobre su paradero. A muchos torturaron para que dijeran dónde lo habían visto
y nunca lo revelaron. Siempre daban un dato falso o incompleto, cuando no
podían hacer otra cosa. Y las campesinas rezaban por él.
Hubiera sido mejor para
mí haber salido con la mañana. La verdad era que no había ninguna razón para
salir a aquella hora. Pero me empeñé.
Después que me dejaron
los soldados y que se borraron sus faroles y sus voces en un recodo, todo
pareció ponerse más oscuro y extraño. Sonaban grillos y bichos en la oscuridad del
monte y era difícil seguir la vereda que se borraba y a veces se bifurcaba
entre los matorrales.
Un poco más adelante
fue que sentí como una voz, como un quejido, como una llamada muy débil. Me
paré a oír. Venia de fuera del camino, de entre unos mogotes.
Por esas cosas que le
quedan a uno de muchacho, se me ocurrió que podía ser un aparecido. Me dio
miedo. Uno de esas aparecidos que salen en lo espeso de la noche, cerca del
lugar donde los mataron. Hasta que ponen una cruz y todo el que pasa tira una
piedra para hacer un montón.
Era un hombre que se
quejaba. Me fui acercando con cuidado. Hasta que de pronto me hallé sobre él.
Estaba tendido en el suelo, de costado y encogido. Hizo mucho esfuerzo para tratar
de volver la cabeza y verme. Hablaba entre dientes y se le apagaba la voz.
—Estoy herido. Ayúdeme.
Poco a poco,
habituándome a la sombra, comencé a reconocerlo. La flaca cara barbuda. La
gruesa nariz. Un brazo flaco y ganchudo tendido sobre el suelo. Una vieja
busaca abierta con todo el contenido regado por el suelo. Un viejo sombrero deforme
y volcado.
Era José Gabino. Me
puse en cuclillas para oírlo y reconocerlo mejor. No lo veía desde hacía muchos
años. Desde que yo era niño y junto con mis compañeros lo seguíamos por las calles
del pueblo gritándole: «José Gabino, ladrón de camino.»
Lo habían herido los
soldados. Había sido por la tarde, me dijo. Lo amenazaron, lo torturaron y por
último lo hirieron. Tenía manchada de sangre la vieja chaqueta. Manchas oscuras
como de alquitrán seco.
—Por el Comandante, me
dijo. Querían que les dijera dónde
estaba el Comandante. Como si yo fuera capaz de eso. Yo sí sabía dónde estaba pero no se los dije.
estaba el Comandante. Como si yo fuera capaz de eso. Yo sí sabía dónde estaba pero no se los dije.
Me sonreí.
—Yo sé donde está esta
noche. Pero yo no lo traiciono. Después me dijo:
—No me deje morir así.
Sáqueme de aquí.
Hacía tiempo que no
sabía de él y había llegado a creer que había muerto hacía muchos años. Debía
ser muy viejo, o debió haber sido siempre viejo, como el viejo sombrero, como los
viejos trajes que usaba siempre.
De primer momento no
supe qué hacer. No tenía manera de auxiliarlo allí. Lo acomodé en el suelo lo
mejor que pude. Le puse el sombrero de almohada. Le di agua de una cantimplora que
llevaba y se la dejé. Y le dije que iría rápidamente al pueblo más cercano a
buscar ayuda.
Me puse a andar lo más
rápido que podía en lo oscuro de la trocha. No lograba saber uno lo que era
verdad y lo que era mentira con José Gabino. Lo del Comandante podía ser
cuento, como eran cuento sus andanzas de guerrillero, de saltimbanqui o de
gallero. Aquellos ojos pequeños de roedor que tenía, no sabía uno nunca si
estaban viendo la realidad u otra cosa.
Caminando llegué junto
a una choza cerrada y oscura. Un perro rezongó adentro, toqué y a poco salió un
hombre medio dormido. Traté de explicarle pero le costaba trabajo entenderme o
no quería entenderme.
—¿José Gabino? Ah, José
Gabino.
—¿Herido? Se habrá
caído borracho.
Le dije que sería bueno
que se fuera hasta encontrarlo, para hacerle compañía mientras yo regresaba del
pueblo con más auxilio. Me dijo que bueno, que más tarde. Comprendí que no iba
a ir.
Seguí la marcha. Se iba
a morir el pobre hombre solo y tirado en el monte. Tal vez era mentira lo del
Comandante. Tal vez era mentira lo de los soldados, pero no era mentira que estaba
muriéndose abandonado en aquella soledad. Como un perro.
No iba el Comandante a
confiarse en un hombre como José Gabino. Ni José Gabino iba a tener valor para
soportar el tormento y los maltratos de los soldados. Era embustero y ladrón. Robaba
gallinas y se metía en los ranchos solitarios a llevarse cosas. O se sentaba a
la puerta de una pulpería a contar cuentos
a los peones para que le regalaran aguardiente.
Yo le había oído el
cuento de cuando era saltimbanqui, o el de sus hazañas de gallero, o aquel otro
que parecía complacerlo más que todos, de cuando le ganó a los dados el caballo,
las armas y hasta la querida al famoso Mano de Plomo, que fue dueño de tierras
y jefe de hombres por aquellos contornos.
Todo me parecía más
solo y lejano en aquella noche. Sin duda se estaba muriendo José Gabino y yo
iba caminando con su muerte y con su miedo y con el temor de las patrullas
militares y con la figura del Comandante que debía estar escondido en algún
rincón de aquellos montes.
Yo sabía que todo lo
que decía José Gabino podía ser mentiras. Pero también José Gabino tenía que
morirse un día de verdad verdad. Como se estaba muriendo ahora o como ya se habría
muerto antes de que le llegara ningún socorro.
Toqué en el rancho de
María Chucena. Tenía miedo y no quería abrir. «Es muy tarde. ¿Qué quiere?»
Era José Gabino que se
estaba muriendo en una vuelta del camino, cerca. Asomó la cabeza desconfiada.
Rezongó cosas en torno al nombre del vagabundo. «Con su narizota colorada y su
tufo de borracho.» «Las tropas andan por ahí, ¿usted sabe?» «Después de todo es
un cristiano.» Se persignó María Chucena al asomar por la puerta con su pañolón
oscuro sobre la cabeza y los hombros. «Ya voy a ir. ¿Qué le pasó?»
Vi salir a María
Chucena y seguí el camino hacia el poblado. Me volví para gritarle: «Si
encuentra gente amiga llévesela para que la ayuden a cargarlo.» Algo contestó
que no pudeoírle.
No había barruntos de
aclarar. A la entrada del pueblo, en medio de lo oscuro, estaba encendida una
pulpería y se oían voces altas. Me fui acercando con cautela. Eran soldados con
sus fusiles en la mano y sus capoteras terciadas.
Empecé a oírlos antes
de que me vieran. Hablaban del Comandante. «A ese le echaremos mano esta noche.
Lo tenemos rodeado. ¿Alguno de ustedes lo ha visto?» Todos callaban.
«Si alguno lo ha visto,
dijo uno que parecía el cabo, es mejor
que hable claro. Lo peor que pueda pasar es que quieran engañarnos.»
que hable claro. Lo peor que pueda pasar es que quieran engañarnos.»
«A José Gabino se lo
dijimos.» Paré la oreja al oír el nombre. «Ese viejo loco.» Hablaban
confundidamente y se reían. «Quería engañarnos. Andaba diciendo que sabía dónde
estaba el Comandante. Lo agarramos. Se puso pálido. ¿Dónde está? Lo amarramos.
Era puro hueso.» «Nos quería engañar. Nos tuvo dando vueltas hasta que nos
cansamos.» «El sargento le dio el primer planazo. Se cimbró como burro viejo.»
José Gabino no me dijo
mentira. Habían maltratado y herido al pobre hombre. A lo mejor por culpa de
otra de sus mentiras. Habría visto al Comandante de lejos. O no lo habría visto.
O habría dicho por allí, como decía tantas cosas. «Yo sé dónde está el
Comandante. Hace un ratico estaba con él en su escondite. A ése no le van a
poder encontrar.»
—Yo lo conocía, decía
el cabo. Yo sabía que decía mucha mentira. Pero uno nunca sabe. El andaba por
muchas partes y podía haberse tropezado con el hombre. Uno nunca sabe.
No nombraba al
Comandante.
—¿Usted lo ha visto,
cabo?
—¿Yo? No. Nunca lo he
visto pero sé como es y si me lo tropiezo no me va a engañar. No se para en
ningún lugar. Anda de un lado para otro. Viaja de noche, duerme de día. Anda
como los venados olfateando y con la oreja parada para huir. Por eso es difícil
agarrarlo. Pero quién quita. Va con poca
gente y debe andar por aquí cerca. A lo mejor nos está viendo desde algún
escondite.
Todos vimos hacia los
árboles y el campo. Comenzaba a
clarear la madrugada.
clarear la madrugada.
—José Gabino pudo
haberlo encontrado.
—¿Quién lo mandó a
decir que sabía dónde estaba?
—Nos hizo andar y
andar, dando vueltas, hasta que nos dimos cuenta de que nos estaba engañando.
—O de que no sabía
nada.
Fui yo el que lo dijo y
todos callaron.
—Ya no lo volverá a
hacer.
Salieron los soldados.
—Nos vamos.
Los vimos marcharse y
todos quedamos un buen rato sin hablar.
Después les dije que
había encontrado- al pobre hombre moribundo. Todos empezaron a recordar cuando
lo habían visto por última vez. Uno el día antes, por la tarde. Otro la última semana.
Otro hacía mucho tiempo. Comenzaron a contar, con risas, los engaños y las
desventuras de José Gabino.
—Hay que ir a recoger a
ese hombre. O a enterrarlo si se ha muerto.
No hubo quien quisiera
salir. Estaban sirviendo café. Como en los velorios.
No dije más y me volví
solo. Ya no había esperanza de ir más lejos para buscar ayuda.
Ya no había para qué ir
más adelante. Había empezado a regresar y el camino parecía distinto, más largo
y casi desconocido. Acaso en la oscuridad de la noche no pude advertir todo lo
que ahora podía ver como si lo contemplara por primera vez. No parecía ahora
tan estrecho como cuando lo apretaba la sombra. Me había parecido un angosto
túnel de oscuridad dentro de la oscuridad. Estaban muy cerca unos de otros los
troncos del bosque. El verde de las elevadas copas de los árboles se movía en
el viento lento y entraba en el azul. Ahora parecía un camino familiar. Era el
camino de José Gabino. «José Gabino, ladrón de camino.» Se estaba muriendo José
Gabino o se había muerto ya. El sí debía conocer todas aquellas veredas, las
subidas, las bajadas, los desvíos, los nombres de las corrientes de agua. Las
que tenían agua y las que quedaban secas una parte del año. Era su camino de ir
y de regresar. De pueblo a pueblo, de pulpería a pulpería, de casa a casa.
Debía conocer los nombres de todos los recodos y de todos los rumbos. El camino
que lleva a la casa de pedir y el camino que sale de la casa de huir.
Todo lo que hubiera podido decirme cuando ya no me podía hablar tenía que ver con
ese camino. Era el de sus andanzas, el de sus hambres y el de sus embustes.
Si estaba vivo todavía
debía estar tratando de ver y reconocer las caras de los que habían estado
llegando.
—Eres tú, María Chucena.
Si pudiera le hubiera
contado todo lo que hizo para ayudar y servir al Comandante. Cómo le llevó de
diestro el caballo por donde no había ruta hasta sacarlo a lugar seguro.
Cuando ganemos te vas a
acomodar, José Gabino.
Ya no volvería a
merodear las gallinas de María Chucena. Ni tendría que robar gallos de pelea.
Estaba tumbado como un gallo mal herido.
—Me mataron los hombres
de la comisión, por el Comandante.
Empecé a caminar más de
prisa. Como si estuviera oyendo que me llamaran y me esperaran.
—¡ Ya voy, ya llego!
Era más largo el camino
de lo que me había parecido. Ya se habría muerto José Gabino. O se lo habrían
llevado. Se habría ido como uno de aquellos pájaros sin color que levantaban el
vuelo al sentirme venir.
Aceleré el paso. Debía
ir casi corriendo.
Tuve que detenerme. Por
un cruce de vereda desembocaba un grupo de hombres armados. Tres o cuatro iban
a caballo, el resto a pie. Con cobijas oscuras y fusiles terciados a la cazadora.
Con grandes sombreros que les tapaban la cara. El que iba delante paró su
caballo frente a mí. Era pequeño, delgado y con una barba larga. Se me quedó
viendo con fijeza.
—Para su bien, amigo,
no le diga a nadie lo que ha visto.
Picó espuelas y
comenzaron a alejarse. Fue entonces cuando me di repentinamente cuenta. Era el
Comandante. Lo había tenido frente a mí y no lo había conocido. No pude decirle
nada. Tantas cosas que hubiera podido hablarle.
Ya empezaban a perderse
entre los árboles. Grité entonces.
—Mataron a José Gabino.
Los soldados.
-—¿A quién?
—A José Gabino.
—¿A quién?
Ya no se veían, ni
podrían alcanzarlos mis voces. Acabaron de perderse.
Empecé a caminar
lentamente y poco después ya no sabía para dónde quería ir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario