(Traducción: Jordi Dauder)
Entrevista publicada en la Revista Quimera 2013, Nº 353
Juan Goytisolo. Conocer íntimamente a Genet
es una aventura de la que nadie puede salir indemne. Provoca, según los
casos, la rebeldía, una toma de conciencia, afán irresistible de
sinceridad, la ruptura con viejos sentimientos y afectos, desarraigos,
un vacío angustioso, incluso la muerte física. […] Genet
me enseñó a desprenderme poco a poco de mi vanidad primeriza, el
oportunismo político, el deseo de figurar en la vida literario-social
para centrarme en algo más hondo y difícil: la conquista de una
expresión literaria propia.
Se oye decir a menudo: Jean Genet no tiene domicilio, Jean Genet vive en pequeños hoteles…
Por casualidad tengo aquí mi pasaporte. Esta es mi dirección: puede usted leerla.
Es la dirección de la editorial Gallimard: 5, Rue Sébastien Bottin.
No tengo otra; esa es mi dirección oficial.
Vivir sin dirección, sin un apartamento, hace difícil tener amistades; no se puede invitar a nadie a su casa, no se puede cocinar…
No me gusta cocinar.
Se es siempre el invitado de alguien…
¿Y
qué? Evidentemente, eso crea problemas y, en consecuencia, soluciones,
pero al mismo tiempo, permite la irresponsabilidad. Socialmente yo no
soy responsable de nada, lo que permite un tipo de compromiso inmediato,
un alistamiento en el acto. Cuando Bobby Seale fue detenido —Bobby Seale
era el jefe de los Panteras—, me vinieron a ver dos responsables para
pedirme lo que pudiese hacer por él. Eso era por la mañana, y les
contesté: «Lo más sencillo es ir a Estados Unidos para ver allí la
situación». «¿Cuándo?», me dijeron. «Mañana.» «¿Tan rápido?»
Me di cuenta de que los Panteras estaban desconcertados. Tienen
costumbre de ser muy rápidos; pero yo era más rápido que ellos, y eso,
sencillamente, porque vivía en el hotel. Sólo tenía una maleta. ¿Hubiese
podido acaso hacer lo mismo viviendo en un piso? ¿Si tuviese amistades,
dispondría acaso de la misma velocidad de desplazamiento?
¿Teme usted, acaso, verse rodeado, a causa de su fama y de sus recursos, de un cierto lujo burgués?
¡Ja!
Naturalmente, es una tontería. No, no lo creo en absoluto puesto que no
tengo ningún respeto por el lujo burgués. Necesitaría, al menos, un
castillo del renacimiento. Mis derechos de autor no me permiten poseer
la corte de un Borgia. No hay ningún peligro.
La corte de los Borgia.
¿Qué le fascina a usted de la corte de un Borgia?
Genet en el Hotel Imperial de Viena en 1983.
No
me fascina nada; sencillamente, pienso que las últimas manifestaciones
de lujo arquitectónico datan del Renacimiento. Posterior a eso no veo
nada. El siglo XVIII francés no me entusiasma; el XVII tampoco. Yo no
digo que después del Renacimiento la arquitectura haya dejado de
existir. La primera vez que estuve en el palacio de Versalles estaba
asustado. El pequeño castillo de ladrillos es bastante bonito, pero
cuando se entra en el jardín y se vuelve uno, quedando frente a la gran
fachada, es espantoso. Me pregunto por qué aquel tipo — ¿quién era el arquitecto? Mansard,
¿no?—, o en todo caso, por qué Luis XIV no multiplicó los kilómetros de
columnas. Es pesado, tonto, incontable. En Italia hay palacios del
Renacimiento que parecen pequeñitos pero que, en realidad, son inmensos,
muy hermosos y todavía habitables. No conozco las proporciones de la
Galería de los Espejos, pero en Brasilia han hecho cosas mejores.
¿Y Brasilia no le parece incontable, repetible hasta el infinito?
No,
no; hay varias unidades formando parte de un conjunto, y el todo es muy
armonioso. Yo lo he sobrevolado. He conocido Brasilia bajo el sol, bajo
la lluvia, de noche, de día, con el viento, con el frío, con el calor, y
la conozco también desde el noveno piso del Hotel Nacional, y desde la calle. Sin embargo, es curioso que ese tipo que es comunista, me refiero a Oscar Niemeyer,
al crear la ciudad no ha podido impedir que las chabolas de indios
surjan por todas partes, rodeándola. Esos grandes edificios de Brasilia
dan la impresión de estar únicamente habitados por buenos mozos de un
metro noventa, rubios o morenos, tanto da, pero bien plantados, más
cercanos a lo estatuario que a la humanidad; en realidad, están
habitados por pequeños funcionarios, por embajadores, por ministros, y
no por los indios ni por los negros de Brasilia, y, sin embargo, no veo
otras ciudades fabricadas tan completamente como Brasilia y que sean
aparentemente armoniosas. Oscar Niemeyer
no ha comprendido ciertas cosas, no ha triunfado; ni siquiera ha tenido
una idea de urbanista capaz de concebir que podría, que sería necesario
alojar de forma humana a un proletariado, o, entonces, abolir todo lo
que permitiese las diferencias de clase. Su ciudad expulsa al
proletariado, que se aglutina en la periferia. Lo que más me ha
impresionado ha sido el palacio de Asuntos Exteriores. La catedral,
«flor de hormigón», no me ha impresionado nada. He estado, por ejemplo,
en la pequeña iglesia de Matisse, en Vence, la que está dedicada a un tipo que debería odiar: Santo Domingo. Es necesario entrar ahí. La utilización del espacio es algo increíble; estás en el interior de un poema.
Hay una semejante calidad poética en la arquitectura románica.
Sí.
¿Conoce usted la iglesia de cúpulas de Montmajour, en Solignac?
Todas las iglesias románicas tienen cúpulas.
Algunas tienen bóvedas en cañón, etc.
Casi todas tienen cúpulas porque el arco románico exige la cúpula.
Oponiendo la arquitectura de Niemeyer a la pequeña capilla de Matisse, ¿Afirmaría usted que Matisse es un artista revolucionario?
No. Hay que ser prudente cuando se utiliza la palabra revolucionario. Es muy necesario usarla con precisión. Es difícil. Me pregunto si el concepto revolucionario puede
ser separado del concepto de violencia. Hay que emplear otras palabras,
otros términos para designar lo que ha creado, por ejemplo, Cézanne. Creo que los hombres como Cézanne,
los pintores que le siguieron y los músicos que han cuestionado la
noción de tono, han tenido bastante audacia, aunque no mucha, porque el
absolutismo de las nociones de perspectiva, en pintura, o de la gama
cromática, en música, empezaba a estar ya bastante carcomido por las boutades. Bromeando. Alban Berg
compuso sin tomárselo muy en serio; luego, ya fue más elaborado. Era,
pues, algo audaz y tuvo considerable alcance, aunque creo que, en cuanto
que aventura del espíritu, no tenía para ellos la importancia que
nosotros le atribuimos. Es lo que tal vez explique que Cézanne
haya seguido siendo un hombre sencillo. Iba a misa, vivía con una mujer
con la que no estaba casado. El hecho de que Zola, su amigo de
infancia, no lo haya comprendido, debió herirle, pero no estoy seguro de
que Cézanne pensase que iba a tener una posteridad, una gloria póstuma.
Budista o sintoísta
Ayer hablaba usted de Monteverdi: ¿Es acaso ese un arte que rompe brutalmente con la tradición?
Para mí no hay nada más alegre que la misa de la Beata Virgine.
Usted se declara areligioso, ateo: ¿Cómo aprecia, pues, el Vespro della beata Virgine?
También leí la Ilíada hace veinte años, y es muy hermoso: ¿Piensa usted por ello que creo en la religión de Zeus?
En el fondo, y para decir toda la verdad, creo que no está usted lejos de ella.
La última vez que estuve en Japón, hace siete u ocho años, vi un nō
japonés que me conmovió mucho. Ya sabe usted que los personajes
femeninos son representados por hombres. En cierto momento, un actor
llevaba una máscara de vieja: era la última mujer budista. Esa mujer
entra en una caverna, se cubre la cara con un abanico, y aparece de
pronto la cara de una mujer joven, la primera mujer sintoísta. El tema
de la obra era el paso de la religión budista a la sintoísta. ¿Cree
usted que yo soy budista o sintoísta?
Creo que su obra y toda su existencia expresan la fascinación hacia todo lo ritual.
En la Ilíada no hay nada ritual.
En la Ilíada hay el ritual de la descripción, los refranes, los topoi, por ejemplo: «…y cayeron con las tripas por el suelo…».
No, eso es una forma de hablar; incluso le pregunto si son realmente hallazgos homéricos o sólo una forma de ir rápido.
La forma de escribir, en Homero, es casi una forma religiosa.
En la Ilíada sí, pero ya no en la Odisea.
¿Por qué le gusta a usted Fröken Julie, de Strindberg, y no le gusta el Brecht de Galileo Galilei?
Porque Brecht no dice más que chorradas, porque el Galileo Galilei me cita evidencias que hubiese descubierto sin Brecht. Strindberg, al menos en Señorita Julia, no me propone evidencias. Es algo nuevo. No lo esperaba. He visto Señorita Julia después de La danza macabra, ¿cómo lo pronuncia usted?
Dödsdansen.
Y ya me había gustado mucho. Nada de lo que dice Strindberg
puede ser dicho en otra forma que no sea poética, y todo lo que dice
Brecht puede ser dicho, y finalmente ha sido dicho, prosaicamente.
Lo
que era su intención. Brecht llamaba a su teatro «teatro épico», e
introdujo, o pretendió introducir, la distanciación que precisamente Strindberg, en su introducción de Fröken Julie, había ya realizado. Strindberg supone ya al espectador frío, ese mismo espectador de Brecht que tiene un puro en la mano.
En
la elección del gesto —fumar un puro— hay una desenvoltura hacia la
obra de arte que, de hecho, no se puede permitir. La obra de arte no la
permite. Yo no conozco a los Rothschild, pero supongo que se puede hablar con ellos de arte fumando un puro. Pero no se puede ir al Louvre y ver La marquesa de la Solana con el mismo movimiento que se utilizaría en casa de los Rothschild que hablan de arte fumando un puro.
Así pues, ¿le parece que el gesto de Brecht es un gesto burgués, capitalista?
Lo parece.
Al menos frente a la obra de arte, puesto que, en este momento, está usted fumando un cigarrillo.
Si fumo un puro en tanto que fumador de puros, sí puedo ser definido como fumador de puros; si escucho la Misa de Réquiem, de Mozart, y el gesto de fumar un puro es prioritario ante el de escuchar el Réquiem,
entonces ya no se trata sólo de distanciación, sino de ausencia de
sensibilidad. Se trata de falta de oído, y quiere decir que prefiero mi
cigarrillo a la Misa de Réquiem.
La percepción de la obra de arte
Hablaba usted de contemplación frente a la obra de arte.
Pierdo
cada vez más el sentimiento de «mí mismo», el sentimiento del yo, para
no ser más que percepción de la obra de arte. Frente a acontecimientos
subversivos, mi yo, mi yo social se halla, al contrario, cada vez más
satisfecho, se halla hinchado cada vez más, y yo, frente a
acontecimientos subversivos, cada vez tengo menos posibilidades, menos
libertad para… la contemplación, justamente. Un día le pregunté a
Boulez, director de Daphnis et Chloé:
«No llego a saber en qué medida su oído consigue registrar cada
instrumento», y me dijo, Pierre Boulez me dijo: «Sólo puedo controlar un
veinticinco o treinta por ciento», y es uno de los más finos oídos
musicales que existen, y hay que estar enormemente atento cuando se
dirige una orquesta, y cuando se escucha también. Aunque no se tenga el
oído tan fino como el de Boulez. Hay que hacer tal esfuerzo de
concentración que, personalmente en todo caso, en un museo, yo no puedo
ver más que dos o tres cuadros, y en un concierto sólo puedo escuchar
uno o dos fragmentos, para el resto… estoy demasiado cansado.
¿Y leyendo?
Lo mismo. Le puedo decir que tardé dos meses en leer Los hermanos Karamázov.
Estaba acostado. Vivía en Italia; leía una página, y luego… tenía que
reflexionar durante dos horas, y empezar de nuevo; es enorme, te mata.
¿La contemplación absorbe su yo hasta perderse?
No
hasta perderme, no hasta el punto de perder totalmente el yo porque, en
un momento dado, se siente muy claramente el hormigueo en las piernas y
uno vuelve en «sí», pero se tiende hacia la pérdida del «sí».
¿Y en el acto revolucionario?
En
mi opinión sucede lo contrario, porque se trata de acción. También
frente a la obra de arte es necesaria la acción. La atención que se
manifiesta hacia la obra de arte es una acción: si al mismo tiempo que
escucho las vísperas de Beata Virgine, no la compongo, con mis modestos medios, no hago nada, no escucho nada, y si no escribo Los hermanos Karamázov al mismo tiempo que los leo, no hago nada.
Es una doble actitud, pues.
Sí. ¿No le parece a usted que es un poco así?
Sí, pero también la acción revolucionaria es doble.
Pero
no son los mismos medios; en la acción revolucionaria, usted pone en
juego su cuerpo; en la obra de arte y en su reconocimiento posterior,
usted tal vez ponga en juego su reputación, pero su cuerpo no está en
peligro. Si a usted le sale mal un poema, o un concierto o una obra de
arquitectura, tal vez se burlen de usted, o tal vez no alcance la
reputación que merece, pero no está usted en peligro de muerte. Cuando
se hace la revolución, es el propio cuerpo el que está en peligro, y es
toda la aventura revolucionaria la que, al mismo tiempo, también está en
peligro.
Cuando usted escribe, ¿se trata de una acción cercana a la de crear de nuevo los hermanos Karamázov,
cercana a la contemplación, a esta disminución del yo, o se trata más
bien de una acción cercana a la acción revolucionaria, a esta
concentración del yo en un peligro corporal?
La
primera fórmula es más justa. Al escribir nunca pongo… nunca he puesto
mi persona en peligro o, al menos, nunca seriamente. Nunca en sus
implicaciones físicas. Jamás he escrito algo que haya dado ocasión a que
me torturen, me encarcelen o me maten.
Pero
es una literatura que ha puesto en juego y ha influido a toda una
generación. Exagerando, diría que no existe actualmente ningún
homosexual en el mundo que no haya sido, directa o indirectamente,
influenciado, en su condición corporal, por su obra.
Ante
todo, y simplemente por prudencia, desconfío de lo que usted dice. Tal
afirmación corre el riesgo de darme una importancia que, ante mis
propios ojos, no tengo. En segundo lugar, creo también que usted se
equivoca; lo que yo he escrito no ha producido la liberación a la que
usted se refiere, es más bien a la inversa, es la liberación que ha
llegado, y que coincide aproximadamente con la ocupación de Francia por
Alemania y, luego, la liberación, la paz, etc. Es esta especie de
liberación de los espíritus la que me ha permitido escribir mis libros.
Insisto: en Alemania, hasta 1968, existía una ley que prohibía los actos sexuales entre hombres adultos. El proceso contra Genet, en Hamburgo, fue decisivo para la libertad de imprimir obras eróticas, etc.
Aunque
mis libros hayan tenido un cierto eco, el acto de escribir, el singular
acto de escribir en una cárcel, casi no me ha afectado; hay, pues, una
desproporción entre lo que usted me describe —y que sería el resultado
obtenido por mis libros— y la escritura de mis libros; la escritura
hubiera sido la misma si hubiese descrito a un muchacho y a una muchacha
acostándose juntos; para mí no era más difícil. Incluso me pregunto si
no existe un fenómeno de amplificación debido a los medios de
transmisión y de reproducción mecánicos. Hace doscientos años, si un
hombre hubiese hecho mi retrato, hubiera habido un retrato. Hoy, si se
hace una fotografía mía y se tira a doscientos mil ejemplares o más,
¿quiere eso decir que tengo mayor importancia?
No, no mayor importancia, pero sí más significado.
Pero el significado es nuevo, es otro.
El manuscrito de las 120 jornadas del marqués de Sade
hallado en una grieta de un muro de la bastilla era, según Sartre, algo
inexistente, pero una vez se ha hecho de él un tiraje como libro de
bolsillo, influencia a toda una población.
¿Cree usted que el Marqués de Sade
liberó las postrimerías del siglo XVIII gracias a su obra y a su forma
de vivir? Yo pienso, al contrario, que fue la libertad muy luminosa que
ya se iniciaba en la época de los enciclopedistas en la segunda mitad
del siglo XVIII la que permitió la obra de Sade.
Leyendo su obra se descubre una gran admiración por la bella brutalidad, por la brutalidad elegante.
Sí, pero, ¿sabe usted?, cuando escribí mis libros tenía treinta años y ahora tengo sesenta y cinco.
No conozco a mi familia
Y esa admiración por el asesino, por Hitler, por los campos de concentración, que tanto me asombró, ¿también se ha vaciado?
Sí
y no. Se vació, pero su lugar no ha sido ocupado por nada más, es un
vacío. Y es algo extraño para quien vive este vacío. ¿Qué significaba
esta fascinación ante las
bestias o ante los asesinos o ante Hitler? En términos más secos, tal
vez más sencillos también, le recuerdo que yo no tengo ni padre ni
madre, que fui criado en la asistencia pública, que, a muy temprana
edad, supe que no era francés, que no pertenecía al pueblo. Fui criado
en el Macizo Central. Y lo supe de una forma tonta, necia, así: el
maestro de la escuela había pedido que escribiésemos una pequeña
redacción en la que cada alumno debía describir su casa; yo también
describí mi casa, y mi descripción fue, según el maestro, la más
hermosa. La leyó en voz alta y todo el mundo se burló de mí diciendo:
«Pero si no es su casa, es un niño abandonado». ¡Y se produjo entonces
tal vacío, tal abatimiento! ¡Súbitamente era tan extranjero! ¡Oh!
La palabra no es dura: odiar a Francia, eso no es nada, sería necesario
algo más que odiar a Francia, que vomitar a Francia, en fin, yo… y… el
hecho de que el ejército francés —el que tenía mayor prestigio en el
mundo hace treinta años— hubiera capitulado ante las tropas de un cabo
austríaco, eso me encantó. Ya estaba vengado, aunque sé perfectamente
que no fui yo quien
ejecutó mi venganza, que no soy yo el hacedor de mi venganza. Fue
ejecutada por otros, por todo un sistema, y sé también que se trataba de
un conflicto en el seno del mundo blanco que me sobrepasaba, pero la
sociedad francesa había recibido un rudo golpe y sólo podía amar a aquel
que había hecho que la sociedad francesa recibiese tal golpe. Luego, me
sentía súper satisfecho por lo que había sucedido, por la amplitud del
castigo infligido a Francia: en pocos días, el ejército francés e,
incluso, la población, se desplazaron desde cerca de la línea Maubeuge – Bâle hasta
la frontera española. Cuando una nación se ve hasta tal punto sometida a
las virtudes militares, se está obligado a decir que Francia fue
humillada, y yo no podía más que adorar al que había llevado a cabo la
humillación de Francia. Más tarde, yo no podía encontrarme a mí mismo
más que a través de los oprimidos de color y de los oprimidos sublevados
contra el blanco. Tal vez soy un negro de color blanco o rosa, pero un
negro. No conozco a mi familia.
Los Black Panthers: una revolución poética
¿Dice usted que los Panthers hacían una revolución poética?
¡Bastante,
sí! Antes de decirle esto, quisiera que nos pusiésemos de acuerdo, si
es posible. Parece ser que existen, como mínimo, dos clases de
comunicaciones: una racional, reflexionada. ¿Está usted de acuerdo en
reconocer que este mechero es negro?
Sí.
Sí.
Luego, hay otra comunicación menos cierta, pero sin embargo evidente, y
le voy a preguntar si está de acuerdo: este verso de Baudelaire:
«Cabellos azules, pabellón de tensas tinieblas», ¿le parece hermoso?
Sí.
Ya
comunicamos. Bueno, hay, pues, dos clases de comunicaciones; una que es
reconocible, controlable, y una incontrolable. La acción de los Panthers era competencia de la comunicación incontrolable. Yo estaba en un taxi, en San Francisco, con un chófer negro y le dije: «¿Le gustan a usted los Panthers?»,
y me dijo: «Gustarme no, admirarlos sí». Tenía cincuenta años y me
dijo: «Pero a mis hijos les gustan mucho». En realidad, también a él le
gustaban. No se puede admirar sin amar, pero él no podía decirlo porque rechazaba las imágenes de violencia. Se pretendía hacer creer que los Panthers
habían saqueado, matado; es verdad, habían matado a algunos polis,
algunos blancos. En fin, mucha menos violencia que la que han causado
los norteamericanos en Vietnam, en Corea o en otras partes. Era una
revolución de orden afectivo y emocional; entonces, no tiene ninguna
relación… tal vez sí tenga relaciones, aunque muy discretas, con
revoluciones que se intentan en otros lugares y por otras vías.
Se puede constatar que hay un desfase entre revoluciones poéticas, artísticas y revoluciones sociales.
Las
que se llaman revoluciones poéticas o artísticas no son exactamente
revoluciones. No creo que cambien el orden del mundo. Ni siquiera
cambian la visión que tenemos del mundo. Afinan esta visión, la
completan, la hacen más compleja, pero no la transforman en absoluto,
como haría una revolución social o política. Si en el curso de la
entrevista vamos a hablar de revolución artística, que quede claro entre
nosotros que utilizamos una expresión un poco cansada ya, un tanto
perezosa. Como ya le he dicho, las revoluciones políticas se
corresponden raramente —hasta podría decir que no se corresponden jamás—
con las revoluciones artísticas. Cuando los revolucionarios consiguen
un cambio total de sociedad, se hallan frente a este problema: ¿cómo dar
una expresión, cómo expresar su revolución de la forma más adecuada
posible? Me parece que todos los revolucionarios utilizan los medios más
académicos que posee la sociedad que acaban de derrocar o que se
proponen derrocar. Todo sucede como si los revolucionarios se dijesen:
«Vamos a demostrar al régimen que acabamos de derrocar que somos capaces
de hacerlo todo tan bien como él». Entonces, imitan los academicismos,
imitan la pintura oficial, la arquitectura oficial, la música oficial.
Es sólo mucho tiempo después que empiezan a considerar necesaria una
revolución llamada cultural y, entonces, acuden no ya al academicismo,
sino a la tradición y a algunas nuevas formas que permitan utilizar la
tradición.
¿No hay ninguna excepción a esta regla? ¿Danton? ¿Saint-Just?
¡Danton, no! No creo que Danton haya abordado una expresión revolucionaria, una nueva forma de sentir el mundo y de expresarlo. Saint-Just tal vez. Aunque no en sus proclamas, sino más bien en las dos intervenciones
que hizo a propósito de la muerte de Luis XVI. Su estilo es aún el
estilo del siglo XVIII, pero, ¡con tal desfachatez! El ritmo, la
sintaxis, la gramática, todo pertenece al siglo XVIII. Aunque esta
sintaxis parece deformada o transformada, en todo caso, por la audacia
de las posiciones tomadas. Si usted prefiere, Saint-Just
lo dijo todo en lenguaje cortés muy violento. El caso es que la
literatura, incluso la de Diderot y, algunas veces, la de Montesquieu,
era bastante violenta. En su segunda intervención a favor de la
ejecución capital de Luis XVI, Saint-Just
dice: «Si el rey tiene razón, es el soberano legítimo; en consecuencia,
hay que matar al pueblo que se ha rebelado contra él; y si es el pueblo
el soberano legítimo y el rey un usurpador, hay que matar al rey». Es
algo totalmente nuevo. Nadie se atrevía a hablar de forma tan directa.
Usted tenía que ir a Cuba: ¿rechazó también el viaje?
El
problema es que cuando el responsable de Asuntos Culturales me invitó,
yo le dije: «Sí, estoy de acuerdo en ir a Cuba, pero con una condición:
yo me pago mi viaje, pago mi estancia
y voy adonde quiero, vivo donde quiero», y dije: «Estoy de acuerdo en
ir, si es verdaderamente una revolución según mis deseos, es decir, si
ya no hay banderas, porque la bandera, en tanto que signo de
reconocimiento o emblema que reagrupa, se ha convertido en una
teatralidad castradora, que mata —¿y el himno nacional?—. Pide que no
haya ni bandera cubana ni himno nacional cubano». Me dijo: «Es muy
inoportuno, porque nuestro himno nacional lo ha compuesto un negro».
En Cuba, hay una cierta idea de la muerte: «patria o muerte», ¿qué le parece a usted?
Me
parece muy importante porque, ya no digo un artista, sino cualquier
persona adquiere su verdadera dimensión cuando ha muerto. Creo que ese
es el sentido del verso de Mallarmé:
«Tal como en sí mismo al fin la eternidad lo cambia». La muerte lo
transforma todo, las perspectivas cambian; mientras un hombre está vivo,
mientras pueda modificar su pensamiento, mientras, estando vivo, pueda
seguir dando el pego, mientras pueda intentar disimular su verdadera
personalidad a través de negaciones o de afirmaciones, no se sabe muy
bien de quién se trata. Una vez muerto, todo se desinfla. El hombre
queda fijado y su imagen se ve ya de diferente forma.
Impulsos homicidas e impulsos poéticos
¿Por qué usted mismo no ha cometido jamás un crimen?
Probablemente porque he escrito mis libros.
¿Abrigaba usted la idea de cometer un crimen?
¡Claro
que sí! Pero un crimen sin víctima. De todas formas debo hacer un
esfuerzo para aceptar la muerte de un hombre cuando sucede, incluso si
debe necesariamente producirse. O sea
que, tanto si es provocada por mí, por un paro cardíaco normal o por un
accidente de coche, etc., no tiene mucha importancia. No debería
tenerla y, sin embargo, la tiene. Ahora podría usted preguntarme: ¿ha
provocado usted la muerte de alguien?
Sí.
Pero no le contestaré.
Involuntariamente.
No, voluntariamente. La pregunta es esta: ¿ha provocado usted voluntariamente la muerte de alguien?
Sí.
No le contesto.
¿Y esto no le ha atormentado?
No, en absoluto.
¿Cuál fue el recorrido de su pensamiento, el camino que le llevó de su vida a su obra escrita?
Si
acepta una respuesta un poco burda, le diré que los impulsos homicidas
han sido desviados en provecho de los impulsos poéticos.
Una apertura a la violencia
¿Qué importancia concede usted a la violencia?
¡Oh! Habría que hablar de lo que yo no soy. Habría que hablar del potlach (1),
de la embriaguez destructora. Embriaguez destructora, incluso entre los
hombres más conscientes y más inteligentes. Piense en Lenin prometiendo
al pueblo soviético meaderos de oro. En toda revolución, de todas
formas, siempre hay una especie de embriaguez pavorosa, más o menos
contenida, más o menos desencadenada. Esta embriaguez, por ejemplo, se
manifestaba en Francia, y en toda Europa, a través de las jacqueries (motines campesinos) antes de la Revolución francesa y también por otros medios; en una forma ritual o ritualizada, también por el carnaval. En ciertos momentos, el pueblo entero quiere liberarse, librarse al fenómeno del potlach, de destrucciones totales, de derroche total, y necesita la violencia.
¿Están la violencia, el potlach*, sometidos a reglas, a rituales?
Naturalmente.
En su obra, toda violencia, toda catástrofe se mece en un rito. antes de ser asesinado, Pasolini
dijo que la violencia proletaria ha cambiado esencialmente, que tiende,
más que hacia ninguna otra cosa, hacia la sociedad de consumo, que,
hoy, los proletarios italianos asesinan por tener una moto, por un traje
burgués, y que se debería castigarlos como a los neofascistas
italianos. La conclusión me parece totalmente falsa.
Sí, totalmente falsa.
Pero, por otra parte, ¿no existe, acaso, en este momento, una cierta gratuidad del asesinato, un cierto desenfreno, un irritual de matar por un dólar, un desorden que es totalmente diferente a la violencia tal como usted la describe?
Pero usted acaba de decir lo contrario de lo que dice Pasolini. Cuando Pasolini
ha dicho: «La función de la violencia proletaria es la de ejercerse en
vistas a la apropiación de los bienes de consumo», de hecho, lo que me
pregunto —y usted mismo acaba de dar la respuesta—, es si se trata sobre
todo de expresarse violentamente, de ser violento y de encontrar una
salida a esta violencia. Entonces, se dice que es por un dólar o por un
traje. En realidad, es por la violencia en sí.
Así pues, para usted, ¿la violencia de Querelle (2) y la violencia del joven panadero que asesinó a Pasolini no son diferentes?
En el caso del panadero, no lo sé. Pienso que tal vez quería dinero, que estaba espantado por la idea de que Pasolini
quisiese darle por el culo o meterle la mano en el culo. No sé. Todo es
posible entre los adolescentes. Pueden aceptar toda la sexualidad y el
puterío más evidente y, luego, de repente, hacer aparecer una especie de
heterosexualidad. «¡Ah! Soy un macho. ¡No quiero que me toquen así!». No sé.
¿Cree usted que el pretendido fundamento del homicidio cambia su valor psíquico?
Probablemente.
El hombre no puede vivir si no se justifica, y siempre halla en su
conciencia los medios y las facultades justificadores de sí mismo y de
sus actos. Es posible que el joven panadero se diga en su celda, y que
su abogado le anime a decirse a sí mismo y a repetirse: «Después de
todo, he matado a un millonario que se alejaba del pueblo, así pues, mi
causa es justa». No sé. Estoy inventando.
¿Se dirige usted a los demás cuando escribe?
Nunca.
Probablemente no lo he conseguido, pero, para mí, se trataba de mi
actitud hacia la lengua francesa que he querido trabajar y darle una
cierta forma, lo más bella posible; el resto me era totalmente
indiferente.
¿La lengua que usted conocía mejor o la lengua francesa?
La
lengua que mejor conocía, claro, evidentemente, pero también la lengua
francesa porque es con la que fui condenado. Los tribunales me
condenaron en francés.
¿Y usted quería responderles en un grado superior?
Exactamente. Tal vez haya motivaciones más subterráneas pero, finalmente, creo que intervienen poco.
¿Cuáles serían?
¡Bah! Es más bien un psicoanalista quien podría responderle. Porque pienso que es algo bastante inconsciente.
¿Cuándo comenzó usted a emprender esta tarea poética?
Me
obliga usted a una vuelta atrás bastante difícil porque no tengo muchos
puntos de referencia. Creo que tenía entre veintinueve y treinta años.
Estaba en la cárcel. Era, pues, en el 39, en 1939. Estaba solo en el
calabozo, en la celda. Ante todo quiero decir que yo no había escrito
nunca nada, salvo algunas cartas a amigos, a amigas, y creo que las
cartas eran muy convencionales, es decir, frases hechas, escuchadas,
leídas. Nunca sentidas. Luego, mandé una postal de Navidad a una amiga
alemana que estaba en Checoslovaquia. La había comprado en la cárcel, y
el reverso de la postal, la parte reservada a la escritura, era
granulosa. Y esa granulosidad me había conmovido. Y en lugar de hablar
de las fiestas de Navidad, hablé de la granulosidad de la postal y de la
nieve que eso me evocaba. A partir de ahí empecé a escribir. Fue un
desencadenante. Fue el desencadenante registrable.
¿Cuáles eran los libros o las obras literarias que le habían impresionado hasta entonces?
Novelas populares. Novelas de Paul Feval. Libros que hay en las cárceles. No sé. Salvo cuando tenía quince años. Cuando estuve en el reformatorio, en Mettray, tuve entre las manos las poesías de Ronsard y me maravillaron.
¿Y Marcel Proust?
Bien. Leí A la sombra de las muchachas en flor en
la cárcel, el primer tomo. Estábamos en el patio de la cárcel y nos
cambiábamos los libros a escondidas. Era durante la guerra y como yo no
estaba muy preocupado por los libros, era uno de los últimos y me dicen:
«Toma, tú, coge esto». Y veo Marcel Proust. Y me digo: «Debe ser una
mierda de aburrido, esto». Y entonces… Pero, ahora, le pido que me crea:
si no soy siempre sincero con usted, ahora sí. Leí la primera frase del
libro, que es la presentación del señor de Norpois
en una cena en casa del padre y de la madre de Proust, en fin, del que
redacta el libro. Y la frase es muy larga. Y, cuando termino la frase,
cierro el libro y me digo: «Ahora estoy tranquilo, sé que voy a ir de
maravilla en maravilla». La primera frase era tan densa, tan hermosa,
que esta aventura era una primera llamarada que anunciaba un gran
incendio. Y tardé todo un día en reponerme de ello. No volví a abrir el
libro hasta la noche y, efectivamente, luego fui de maravilla en
maravilla.
¿Usted había escrito ya una de sus novelas antes de leer a Proust?
No, no, estaba escribiendo Santa María de las Flores.
¿Hay otro tipo de literatura que le haya impresionado como la de Proust?
¡Sí, claro! ¡Mucho más, incluso! Los hermanos Karamázov.
¿Y Balzac?
Menos. En Balzac hay, de todas formas, un lado un tanto trivial.
¿Stendhal?
Claro, claro. Naturalmente, Stendhal. La cartuja de Parma e, incluso, El rojo y el negro. Pero más La cartuja de Parma. Pero nada de ello vale lo que Los hermanos Karamázov. Hay tantos tiempos diferentes. Había el tiempo de Sonia y el tiempo de Iliucha, había el tiempo de Smerdiakov
y había mi propio tiempo de lectura. Había el tiempo para descifrar y
el tiempo que precedía su aparición en el libro. ¿Qué hacía Smerdiakov antes de que se hablase de él? En fin, todo eso que yo debía reconstituir. Pero era apasionante. Muy hermoso.
La felicidad narcisista
¿Cuándo descubrió usted su inclinación hacia los hombres?
Muy joven: debía tener ocho años, o diez, máximo, en todo caso, muy joven, en el campo y en el reformatorio de Mettray
donde la homosexualidad era reprobada, naturalmente; pero no quedaba
más remedio puesto que no había chicas; todos los chicos tenían entre
quince y veintiún años; no había más recurso que la homosexualidad de
paso o que iba a mantenerse; en todo caso, en la homosexualidad, y eso
es lo que me ha permitido decir que en el reformatorio yo era
verdaderamente feliz.
¿Y sabía usted que era feliz?
Sí,
sí, sí, sí. A pesar de todos los castigos, las injurias, a pesar de los
golpes, de las malas condiciones de vida, del trabajo, a pesar de todo
eso, era feliz.
¿Se daba usted cuenta de que su forma de obrar no era igual a la de los demás?
No, creo que ni siquiera me planteaba esta cuestión. En aquella época de mi vida raramente
me planteé la cuestión de los demás. No, durante mucho tiempo, mi
actitud fue narcisista. Era feliz así. Y se trataba de mi felicidad.
¿Se marginaba usted?
Lo
estaba. Primero porque… pero voy a parecerle contradictorio… a pesar de
la felicidad profunda y grave que sentía por hallarme en este
reformatorio y tener lazos tan calurosos con otros muchachos de mi edad o
un poco mayores, o más jóvenes, no sé… No conocía aún la contestación
de este régimen penitenciario, del régimen social. Piense usted que sólo
al salir, cuando me pusieron en libertad para ir al Ejército, sólo
entonces me enteré de que Lindberg
había atravesado el Atlántico. No lo sabía. No sabía muchas cosas así.
Estábamos aislados, totalmente cortados del mundo. Es una especie de
convento. Bueno. Mi contestación era mucho más dura y mucho más feroz
que la de los más duros. Creo que supe poner muy rápidamente en
evidencia lo irrisorio del intento reeducativo, de las sesiones de rezos
—rezábamos—, de las sesiones de gimnasia, de la buena conducta para
tener derecho a llevar la bandera, en fin, de todas aquellas necedades.
Tal conciencia, ¿le conducía al erotismo y a la realización de la sexualidad? ¿O bien aceptaba usted, en este universo penitenciario, los papeles que el sistema le otorgaba?
No.
Yo nunca he vivido la sexualidad en estado puro. Siempre ha ido
acompañada de ternura, tal vez de una afectividad muy sumaria y muy
rápida, pero hasta el fin de mi vida sexual, siempre ha habido una…
nunca he hecho el amor en forma vacía… quiero decir, sin contenido
afectivo. Se trata de individuos, de tipos, de individuos… pero sin
ningún papel. Me sentía atraído por un muchacho de mi edad… No me
obligue a ir demasiado lejos en las definiciones… No puedo definir lo
que es el amor, claro… pero no podía hacer el amor más que con los
muchachos que amaba, sino… También he hecho el amor con tipos para tener
dinero.
¿Posee usted una concepción revolucionaria del erotismo?
¡Oh,
no! ¡Revolucionaria! No. Frecuentar a los árabes me ha hecho… me ha
dado, en general, mucha satisfacción. En general, los jóvenes árabes no
se avergüenzan de… un viejo cuerpo, de un rostro viejo. Envejecer forma
parte, no digo de la religión, pero sí de la civilización islámica. Si
se es viejo, se es viejo.
La camaradería de los poetas
Volvamos sobre su creación literaria. ¿Existieron otras lecturas importantes paralelamente a la creación de sus novelas?
Dostoyevski.
¿Ya en la cárcel?
Sí, claro, claro. Antes de ir a la cárcel. Cuando era soldado, leí los Recuerdos de la casa de los muertos y Crimen y castigo. Para mí, Raskólnikov era un hombre vivo, mucho más vivo, por ejemplo, que León Blum.
Al salir de la cárcel el mundo literario cayó sobre usted. Fue amigo de Cocteau, incluso le defendió a usted, creo.
Sí, pero eso forma parte de una pequeña historia pseudoliteraria, sin ningún interés, sin importancia.
¿Aprecia usted a Cocteau como poeta?
No. Son muy raros los poetas que me han acompañado. Baudelaire, Nerval, Rimbaud, creo, y nada más.
¿Y Mallarmé?
¡Ah, sí! Claro. Mallarmé.
¿Y Ronsard?
¡No, no, no!
¿Rutebeuf?
Sí, pero Rutebeuf fue algo episódico. Conozco de memoria versos de Mallarmé, de Baudelaire, de Nerval, de Rimbaud, pero no de Rutebeuf.
Está usted preparando una nueva obra. ¿Será teatro?
No puedo hablar de eso. No sé lo que será.
¿Le he molestado hoy con mis preguntas?
No
mucho. Las preguntas que usted me ha hecho hoy me interesaban menos que
las de ayer y antes de ayer. Usted hubiera querido que yo hablase hoy
de mí mismo. Y yo no me intereso mucho por mí mismo.
¿Cree usted, de todas formas, que la entrevista da una idea de lo que usted piensa realmente?
No.
¿Qué le falta?
La
verdad sólo es posible cuando estoy solo. La verdad no tiene nada que
ver con una confesión, no tiene nada que ver con un diálogo, y hablo de
mi verdad. He intentado responder lo más fielmente posible a sus
preguntas. Pero, en realidad, estaba muy lejos de conseguirlo.
¡Es muy duro lo que usted dice!
¿Duro para quién?
Para cualquiera que le aborde.
No
puedo decir nada a nadie. No puedo decir más que mentiras a los demás.
Si estoy solo, tal vez digo un poco la verdad. Si estoy con alguien,
miento. Me mantengo separado.
Pero la mentira contiene una doble verdad.
¡Ah, sí! Descúbrala usted. Descubra usted lo que yo quería esconder al decirle ciertas cosas.
(1) Potlach: Regalos que se hacían las tribus indias de las costas del Pacífico y que eran destruidos en el curso de ciertas ceremonias.
(2) Querelle: El héroe de la obra de Genet Querella de Brest
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