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Virginia Woolf (Reino Unido, 1882 - 1941) |
Vaga e indolente, removiendo sencilla el espacio de sus alas, sabedora de su rumbo, la garza sobrevuela la iglesia bajo el cielo. Blanco y distante, ensimismado, el cielo incesantemente se cubre y se descubre, se desplaza y permanece. ¿Un lago? ¡Oculta sus orillas! ¿Una montaña? Oh, perfecto, el sol dorado en sus laderas. Cae de lo alto. Helechos, o plumas blancas, por los siglos de los siglos...
Anhelando la verdad, esperándola, destilando laboriosamente unas pocas palabras, anhelando siempre –(un grito a la izquierda, otro a la derecha. Ruedas trastabillantes. Autobuses conglomerados en conflicto) –anhelando siempre– (el reloj asevera con doce inequívocas campanadas que es mediodía; la luz derrama sus escamas de oro; los niños hormiguean), anhelando siempre la verdad. Roja es la cúpula; penden monedas de los árboles; el humo trepa por las chimeneas; ladrido, chillido, grito «Plancha se vende» –¿Y la verdad?
Irradiando a un mismo punto, pies de hombres, pies de mujeres, negros o con incrustaciones de oro –(Este clima neblinoso... ¿Azúcar? No, gracias... La mancomunidad del futuro)– la luz del fuego crepitando y enrojeciendo la habitación, salvo las siluetas negras y sus ojos brillantes, mientras una camioneta descarga afuera, la señorita Thingummy sorbe té en su escritorio y las vitrinas guardan abrigos de piel.
Desplegadas, leves como hojas, dobladas en sus bordes, pasadas por ruedas, con salpicaduras de plata, en casa o fuera de ella, reunidas, esparcidas, derrochadas en sentidos varios, traídas y llevadas, rasgadas, hundidas, ensambladas... ¿Y la verdad?
Ahora, a recolectarlas junto al fuego del hogar, sobre la blanca mesa de mármol. Desde las profundidades ebúrneas, las palabras se elevan y vierten su negrura, florecen y penetran. Caído el libro; en la llama, en el humo, en las chispas fugaces –o ya viajando, el pendiente cuadrado de mármol, alminares debajo y los mares de la India, mientras el espacio se torna azul y las estrellas fulguran– ¿la verdad?, ¿y ahora, satisfecho con la proximidad?
Vaga e indolente retorna la garza; el cielo cubre sus estrellas; luego las borra.
Fin
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