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Fernando Pessoa (Portugal, 1888 - 1935)
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Autor: Fernando Pessoa
1
Prefacio
Hay en Lisboa unos
pocos restaurantes o casas de comidas en los que, encima de una tienda con
hechuras de taberna decente, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero
y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren. En esos entresuelos poco
visitados, excepto los domingos, es frecuente encontrar tipos curiosos, caras
sin interés, una serie de apartes en la vida.
El deseo de sosiego y
la conveniencia de los precios me han llevado, durante un período de mi vida, a
ser parroquiano de uno de esos entresuelos. Sucedía que, cuando tenía que cenar
a las siete, casi siempre encontraba a un individuo cuyo aspecto, que al
principio no me interesó, empezó a interesarme poco a poco.
Era un hombre que
aparentaba unos treinta años, magro, más alto que bajo, encorvado
exageradamente cuando estaba sentado, pero menos cuando estaba de pie, vestido
con cierto descuido no totalmente descuidado. A la cara pálida y sin facciones
interesantes, un aire de sufrimiento no le añadía interés, y era difícil
definir qué especie de sufrimiento indicaba aquel aire; parecía indicar varios:
privaciones, angustias y ese sufrimiento que nace de la indiferencia de haber
sufrido mucho.
Cenaba siempre poco, y
terminaba fumando tabaco de hebra. Observaba de manera extraordinaria a las
personas que había allí, no de modo sospechoso, sino con un interés especial;
pero no las observaba como escrutándolas, sino como si le interesasen y no quisiera
fijarse en sus facciones o analizar las manifestaciones de su carácter. Fue
este rasgo curioso el que primero hizo que me interesase por él.
Pasé a verle mejor. Me
di cuenta de que un aire inteligente animaba de cierto modo incierto sus
facciones. Pero el abatimiento, la inercia de la angustia fría, ocultaba tan
regularmente su aspecto que era difícil entrever, además de éste, cualquier
otro rasgo.
Supe incidentalmente,
por un camarero del restaurante, que era un empleado comercial, de una firma de
allí cerca.
Un día sucedió algo en
la calle, por debajo de las ventanas: una escena de pugilato entre dos
individuos. Los que estaban en el entresuelo corrieron hacia las ventanas, y yo
también, y también el individuo del que estoy hablando. Cambié con él una frase
casual, y me respondió en el mismo tono. Su voz era empañada y trémula, como la
de las criaturas que no esperan nada, porque es perfectamente inútil esperar.
Pero resultaba, por ventura, absurdo conceder esa importancia a mi compañero
vespertino de restaurante.
No sé por qué,
empezamos a saludarnos desde aquel día. Un día cualquiera, en el que tal vez
nos aproximó la circunstancia absurda de coincidir el que ambos fuésemos a
cenar a las nueve y media, empezamos una conversación accidental. A cierta altura,
me preguntó si escribía. Respondí que sí. Le hablé de la revista «Orpheu»(1), que había aparecido hacía
poco. La elogió, la elogió mucho, y yo me quedé verdaderamente pasmado. Me
permití hacerle la observación de que me extrañaba, porque el arte de los que
escriben en «Orpheu»(2) suele ser para pocos. Por lo demás, añadió, aquel arte
no le había ofrecido verdaderas novedades: y tímidamente observó que, no
teniendo dónde ir ni qué hacer, ni amigos a los que visitar, ni interés en leer
libros, solía gastar sus noches, en su cuarto alquilado, escribiendo también
(3).
(1) La revista Orpheu
fue fundada por Fernando Pessoa, Mário de Sá-Carneiro y Luis de Montalvor en
1915. Figuraba como editor del primer número Antonio Ferro. En el segundo y
último, figuraron como directores Fernando Pessoa y Mário de Sá-Carneiro. A
pesar de su corta vida, esta publicación fue decisiva para la evolución de la
literatura portuguesa. Para más detalles, puede verse la «Introducción» a
Fernando Pessoa, El poeta es un fingidor (Antología poética), Traducción,
selección, introducción y notas por Ángel Crespo, Selecciones Austral,
Espasa-Calpe, Madrid,
(2) Orpheu rompió con
la tradición literaria de su tiempo.
(3) Parece evidente
que este «Prefacio» debía ir firmado por Fernando Pessoa, en cuanto publicista
del libro de Bernardo Soares. Se conserva, en efecto, una nota pesoana en la
que se lee: «Do "Livro do Desasocego, / composto por Bernardo / Soares,
ajudante de guarda- / livros na cidade de Lisboa", / por / Fernando
Pessoa». La nota tiene, además, el interés de dar a entender que Soares no es
más que un personaje creado por Pessoa, y no un heterónimo. Todos los
fragmentos que siguen fueron atribuidos por Pessoa a Bernardo Soares.
(Trecho
Inicial)
He nacido en un tiempo
en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la
misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces,
porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no
porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como
sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están
siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la
que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he
abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la
Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo,
pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no
significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración
que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de
Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos
antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de
animales.
Así, no sabiendo creer
en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como otros
de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama
la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la
inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se
pararía.
A quien como yo, así,
viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la
renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida
religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo
tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella
ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación
estética de la vida. Y, así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos,
indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos
fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureismo
sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales.
Reteniendo, de la
ciencia, solamente aquel precepto suyo central de que todo está sujeto a leyes
fatales, contra las cuales no se reacciona independientemente, porque
reaccionar es haber hecho ellas que reaccionásemos; y comprobando que ese
precepto se ajusta al otro, más antiguo, de la divina fatalidad de las cosas,
abdicamos del esfuerzo como los débiles del entretenimiento de los atletas, y
nos inclinamos sobre el libro de las sensaciones con un gran escrúpulo de
erudición sentida.
No tomando nada en
serio, ni considerando que nos fuese dada, por cierta, otra realidad que
nuestras sensaciones, en ellas nos refugiamos, y a ellas exploramos como a
grandes países desconocidos. Y, si nos empleamos asiduamente, no sólo en la
contemplación estética, sino también en la expresión de sus modos y resultados,
es que la prosa o el verso que escribimos, destituidos de voluntad de querer
convencer al ajeno entendimiento o mover la ajena voluntad, es apenas como el
hablar en voz alta de quien lee, como para dar objetividad al placer subjetivo
de la lectura.
Sabemos bien que toda
obra tiene que ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras
contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero, imperfecto y
todo, no hay poniente tan bello que no pudiese serlo más, o brisa leve que nos
dé sueño que no pudiese darnos un sueño todavía más tranquilo. Y así,
contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los
días como de los libros, soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra
íntima substancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez
hechos, pasarán a ser cosas ajenas que podemos disfrutar como si viniesen en la
tarde.
No es éste el concepto
de los pesimistas, como aquel de Vigny, para quien la vida es una cárcel, en la
que él tejía paja para distraerse. Ser pesimista es tomar algo por trágico, y
esa actitud es una exageración y una incomodidad. No tenemos, es cierto, un concepto
de valía que apliquemos a la obra que producimos. La producimos, es cierto,
para distraernos, pero no como el preso que teje la paja, para distraerse del
Destino, sino como la joven que borda almohadones para distraerse, sin nada
más.
Considero a la vida
como una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del
abismo. No sé a dónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta
posada una prisión, porque estoy compelido a aguardar en ella; podría
considerarla un lugar de sociabilidad, porque aquí me encuentro con otros. No
soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. Dejo a lo que son a los que se
encierran en el cuarto, echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño;
dejo a lo que hacen a los que conversan en las salas, desde donde las músicas y
las voces llegan cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y embebo mis ojos en
los colores y en los sonidos del paisaje, y canto lento, para mí solo, vagos
cantos que compongo mientras espero.
Para todos nosotros
caerá la noche y llegará la diligencia. Disfruto la brisa que me conceden y el
alma que me han dado para disfrutarla, y no me interrogo más ni busco. Si lo
que deje escrito en el libro de los viajeros pudiera, releído un día por otros,
entretenerlos también durante el pasaje, estará bien. Si no lo leyeran, ni se
entretuvieran, también estará bien.
3
Cuando nació la generación a la que pertenezco,
encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo
tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había
hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden
religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en
el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia
moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas exteriores, de los
meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos
precedieron derrocaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su
crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los textos a la crítica
mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía de los judíos a un
montón dudoso de mitos, de leyendas y de mera literatura; y su crítica
científica señaló gradualmente los errores, las ingenuidades salvajes de la
«ciencia» primitiva de los evangelios; y, al mismo tiempo, la libertad de
discusión, que sacó a pública discusión todos los problemas metafísicos,
arrastró con ellos a los problemas religiosos donde perteneciesen a la
metafísica. Ebrias de algo, dudoso, a lo que llamaron «positividad», esas
generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y
de tal choque de doctrinas sólo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no
existir esa seguridad. Una sociedad indisciplinada así en sus fundamentos
culturales no podía, evidentemente, ser otra cosa que víctima, en la política,
de esa indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades
sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabía lo
que era, de un progreso que nunca definió.
Pero el criticismo ordinario de nuestros padres,
si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el contentamiento
con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las fórmulas morales
establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las reglas de vivir
humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó indiferente a nuestro
espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros padres destruyeron
alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez
del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la
sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros
heredamos la destrucción y sus resultados.
En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los
estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar
se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el
internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la
hiperexcitación.
Pertenezco a una generación que ha heredado la
incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de
todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que
transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la
igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la
ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a
Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia,
sin ella hueca, de meramente vivir. Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas
consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea
íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por
fin, perderlas a todas. Nosotros perdimos ésta, y también las otras. Nos quedamos, pues,
cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un
barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar
a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que
deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera
de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso. Sin ilusiones,
vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener ilusiones.
Viviendo de nosotros mismos, nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre
que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin esperanza no tenemos
propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de
hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un prólogo del futuro.
La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque nosotros nacimos sin
el entusiasmo de la lucha. Unos de nosotros se estancaron en la conquista
necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de cada
día, y queriendo obtenerlo sin trabajo sentido, sin la conciencia del esfuerzo, sin
la nobleza de la consecución. Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la
cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando llevar hasta el
calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible esfuerzo en quien no
tiene, como el portador de la Cruz, un origen divino en la conciencia. Otros se entregaron,
atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y del ruido, creyendo
vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra las exterioridades
del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos vivos: morir, no nos
aterraba, porque habíamos perdido la noción normal de la muerte. Pero otros, Raza del
Final, límite espiritual de la Hora Muerta, no tuvieron el valor de la negación
y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en el desconocimiento y
en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos, encerrados siempre,
por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los
cuatro muros de no saber hacer.
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