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Armando Rojas Guardia |
Entrevista realizada por Ana María Del Re
Querido
Armando: desde muy joven has escrito poesía. Te han publicado seis poemarios,
desde Del mismo amor ardiendo (1979) hasta el más reciente, El esplendor y la espera (2000). Además, en 1993,
la editorial Monte Ávila publicó tu Antología poética y en el 2004, apareció tu Obra poética, en la editorial “El otro
el mismo”, que recoge todos tus libros de poesía. Sabemos que durante estos
últimos cuatro años te has dedicado, sobre todo, a tus labores docentes, a
escribir ensayos y otros textos en prosa. Súbitamente, a finales de diciembre
del año pasado, escribiste, en pocos días, un largo y conmovedor poema: “La
desnudez del loco”, publicado hace poco en el Papel Literario de El Nacional (5-2-2005)
¿Cómo podrías explicar este regreso a la escritura poética?
Uno
de mis propósitos para el 2005 era escribir poesía, después de cuatro años de
silencio en esa materia. Yo sentía ya la motivación para emprender la
escritura, lo que nunca imaginé es que el impulso llegara tan pronto. Hacia el
26 de diciembre del año pasado empezó a imponérseme, casi como al dictado, el
texto de La desnudez del loco.
El
tema de la locura ha sido tratado desde las más variadas y complejas perspectivas.
En el caso de este poema, ¿qué motivos te impulsaron a escribirlo?
El
poema está dedicado a Jean Marc Tauszik, que es mi actual terapeuta, porque a
mediados del 2004, después de una magistral interpretación de un sueño que
llevé a la consulta, él me dijo lo siguiente: “Armando, así como Rafael Cadenas
le dedicó un poema a la derrota y otro al fracaso, tú deberías dedicarle un
texto literario a la locura, lo cual ha significado para ti no sólo una fuente
de conflictos interiores, de sufrimientos y de “noches oscuras”, sino también
un impulso psíquico y espiritual hacia niveles superiores de conciencia y
libertad”. Estas palabras se quedaron gravitando en mi memoria, y sin duda
constituyeron la base inconsciente de la motivación que me llevó a escribir el
poema.
Durante
nuestras largas conversaciones, alguna vez me dijiste que este año querías más
bien escribir un poemario sobre la serenidad. Además, me citaste unas hermosas
palabras de Borges con las cuales te sientes ahora identificado...
Yo
había pensado, a finales del año anterior, que durante el 2005 iba a
redactar un poemario que giraría sobre el tema de la serenidad. Me identifico
en este momento de mi vida con aquellas palabras de Borges: “Antes buscaba los
atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora busco la mañana, el centro y la
serenidad”. Pensé que ese poemario tendría como título, “El transcurrir
dichoso”, tomado de dos versos de Octavio Paz en Piedra de sol:
“Tiempo feliz en que no pasa nada/ sino su propio transcurrir dichoso”. Estos
versos, me parece, recogen en buena medida el actual estado psíquico dentro del
cual transcurre mi vida: hace meses que tengo la sensación de estar pisando un
terreno sagrado, como si emergiera a la superficie de mi conciencia la
proximidad de un centro psíquico al que me estoy acercando reverentemente.
Pero
no fue “El transcurrir dichoso” lo que se me impuso en diciembre, sino “La
desnudez del loco”, un poema cuya materia prima no es la serenidad, pero dentro
del cual la manera en que está trabajado el asunto de la locura sí responde a
una óptica en cierto sentido distanciada, y por eso arquitectónicamente serena,
del mismo.
También
me dijiste que antes de escribir “La desnudez del loco”, estuviste releyendo a
otros poetas, a manera de “preparación espiritual y técnica”. ¿A qué poetas
releíste? ¿Consideras que tu poesía tiende más a lo “conceptual”?
Como
labor de preparación espiritual y técnica, previa a la escritura misma del
poema, quise releer los “Cuatro cuartetos”, de Eliot y algunos de los textos
líricos para mí más significativos del poeta cubano Cintio Vitier. Lo hice con
el propósito de ayudarme a mí mismo en la búsqueda de un equilibrio entre lo
imaginativo y lo conceptual. Yo deseaba que en mi poema se diera una tensión lo
más armónica posible entre los dos polos, aun sabiendo que aquella corriente
lírica con la que más me identifico es la que, según Cadenas, los alemanes
llaman una “poesía del pensar” y para que hubiese un contrapeso de esa
inclinación mía hacia una apuesta poética “conceptista”, releí también “Del
país de la pena” de Hanni Ossot y el último libro de Miguel Márquez, titulado Linaje
de ofrenda, un poemario excelente del cual yo suelo decir que representa el
reino de la imaginación simbólica en estado químicamente puro.
¿Cuánto tiempo te llevó escribir el poema?
Con
esta preparación, simultánea a la que significan varias páginas de notas que
escribí cuando ya tenía claro el enfoque temático y procedimental que quería
darle al texto, seguidamente me puse a escribir. La tarea me llevó desde el 26
de diciembre hasta el 31 del mismo mes, inclusive, dedicando la mayor parte de
las horas del día a ella. Luego se fue perfilando la labor de corrección del
texto, la cual acaba de terminar.
El poema está dividido en cuatro partes y en él encontramos varias citas
bíblicas: el Génesis, los Evangelios de San Marcos y San Juan, los Corintios.
Todas esas citas se relacionan justamente con el tema de la desnudez y la
locura. Luego, la segunda parte, a diferencia de las otras, está escrita en
prosa, su tono es narrativo...
Así
es. Al escribir, vi pronto que el poema estaría dividido en cuatro partes. La
primera la constituye, básicamente, la evocación de mi propia desnudez en el
contexto del baño multitudinario al que los pacientes estábamos obligados a las
12 en punto de cada día en el sanatorio. La segunda parte se refiere a la
desnudez del otro, encarnada en ese muchacho a quien el enfermero sacó por la
fuerza de su baño personal, conduciéndolo a un calabozo. La tercera y la cuarta
giran alrededor de una desnudez más arquetipal, por así decirlo, (la que
representa la locura y la del hombre en general) y se centra en la exploración
lírica de una imagen simbólica: la de ese extraño joven que el evangelista
Marcos coloca al lado de Jesús en la noche que transcurre en Getsemaní y que,
como iba vestido sólo con una sábana, puede escapar desnudo a la hora en que
quieren arrestarlo.
La
mirada del Otro, del prójimo, así como la mirada de Dios, son fundamentales en
el desarrollo del poema. ¿Hay en esta recurrencia un reflejo autobiográfico?
Hay
un componente fundamental del poema: es lo que podemos llamar “ingrediente
paranoico”. En el texto es importante la hegemonía que tiene, sobre los
personajes que lo habitan y sobre el mismo hablante lírico, la mirada del Otro.
Ello se explica porque uno de los grandes desafíos terapéuticos de mi vida ha
consistido en trabajar psíquicamente lo que significa la observación ajena.
Desde mi infancia, se creó en mi psiquismo una suerte de ambivalencia frente a
esa mirada. Por una parte, existe en mí la necesidad imperiosa de la aprobación
de la pupila del otro. Y, por otra, simultáneamente tiendo a rechazar esa
pupila como una intromisión inaceptable, indebida, en mi propia privacidad.
Esa mirada del otro no es
sólo la de tu prójimo, sino también la de Dios. ¿Te acuerdas de aquella estampa
en las páginas del catecismo: un triángulo en cuyo centro está una pupila,
siempre abierta, para simbolizar que Dios lo ve y lo examina absolutamente
todo, “hasta nuestros pensamientos más ocultos”?
Si
como cristiano que soy, no supiera, incluso a un nivel muy profundo de mi
experiencia personal, que esa mirada de Dios no es implacable ni punitiva sino
salvadora, porque ella lo que implica es una abismal, literalmente insondable
aceptación de mí mismo, mi adhesión emocional e intelectual a la fe cristiana
se hubiera resquebrajado hace tiempo. Esa aceptación insondable de Dios es lo
que fundamente mi propia autoaceptación.
Me hablaste de un libro de Schopenhauer sobre “el arte de saber vivir”, que
consiste, para el autor, en la visión del hombre que se basta a sí mismo, que
no necesita a los demás. ¿Qué opinas a este respecto?
Con
respecto a la mirada de mi prójimo, yo estaba leyendo, meses atrás, el libro de
Schopenhauer titulado Aforismos sobre el arte de saber vivir. Lo que
allí preconiza el autor como ideal de la existencia humana es una especie de
autarquía, de soledad aristocrática: el hombre cabal y realizado es el que se
basta a sí mismo y no debe necesitar de los demás. Leyendo el libro del
filósofo alemán, me dije a mí mismo que precisamente en virtud de mi propia
experiencia cristiana de la realidad, tiendo a disentir de esa óptica que
encara las relaciones humanas desde el ideal solitario y autárquico. Una bella
formulación de lo que creo y pienso en este ámbito lo constituyen dos versos
del que considero el mejor poema de Ernesto Cardenal, “Coplas a la muerte de
Thomas Merton”. Dicen así: “Todo gozo es unión; / dolor, estar sin los otros”.
Esto
podría llevarnos a una concepción esencialmente cristiana: no el individualismo
solitario sino la comunión con los otros, la fraternidad universal...
En
este sentido, creo que forma parte de esa mencionada experiencia cristiana de
lo real, la percepción de que en algún momento debe cesar la obsesión de
autoafirmar la propia individualidad en contra del orden del mundo y a costa de
los demás, para ingresar en la zona de la comunión jubilosa con Dios, con los
otros y con el universo. La visión cristiana de las relaciones interpersonales
hace hincapié, al contrario del ideal de Schopenhauer, en la comunión, una
comunión que es gozosa.
Entonces,
aunque a un cierto nivel de nuestra existencia tenga vigencia el contenido de
la frase de Sartre: “El infierno son los otros” (cuando la mirada de los otros,
y nuestra propia mirada hacia ellos, se vuelven desatentas, culpabilizadoras,
entrometidas, objetualizadoras), la realización plena de nuestra humanidad
supone superar ese nivel de conflicto interpersonal para entrar en el ámbito de
la comunión que se consigue a través del ejercicio cotidiano del perdón, de la
paciencia y de la benignidad tolerante, que culmina en la autoentrega y el
olvido fértil de sí mismo.
Cuando se habla
del Cristianismo, hay una tendencia general a asociarlo con la culpa, el
pecado, el castigo, el destierro. Se nos dice que vivimos en “un valle de
lágrimas”. En el Libro de Job, éste se dirige a Dios suplicándole: “¡No me
condenes! Hazme saber por qué me afliges así”. ¿Por qué se destaca tan poco el
sentimiento del goce, de la alegría de vivir?
Es
necesario recalcar la importancia que el cristianismo le concede al júbilo y al
gozo. Durante demasiado tiempo hemos padecido una cierta visión cristiana del
mundo en la cual se ha entronizado un Jesús predicador de la “mala conciencia”,
de la definitiva introyección de la culpa, del predominio de las fuerzas
reactivas (odio y venganza) contra la afirmación gozosa de la vida.
Hay
que decir, en primer lugar, que ni la culpa ni la mancha, ni la falta son
nociones judeo-cristianas. Lo propio del judeo-cristianismo para designar la
malignidad humana es la noción del pecado. Y el pecado se refiere
exclusivamente, nada más y nada menos, que a la ruptura voluntaria, y por eso,
consciente, de la comunión interpersonal. Esa ruptura implica, de manera
automática y simultánea, el quiebre de la relación con Dios porque los otros,
con los que hemos entrado en comunión, han sido creados a imagen y semejanza
suya. El pecado ocurre sólo cuando irrespetamos, cosificamos,
instrumentalizamos, aniquilamos, de una u otra manera, al otro. La enumeración
que, según Marcos, en el capítulo 7 de su Evangelio, hace Jesús de los pecados
que, saliendo del corazón, contaminan al hombre, se refiere única y
exclusivamente al deterioro voluntario de la calidad de las relaciones
intersubjetivas. Ese deterioro voluntario es el pecado: el único que existe,
bíblicamente entendido.
¿Podría
entonces decirse que Jesucristo es un profeta de la alegría, de una sagrada
fiesta de bodas, tal como aparece en los Evangelios?
En
ninguna página del Evangelio aparece Cristo buscando el dolor y la muerte.
Un gran teólogo y exegeta holandés habla de la imposibilidad constitutiva de estar tristes ante el Jesús evangélico.
Jesucristo, y esto es palpable en los cuatro relatos canónicos que narran su
vida, se percibió a sí mismo como el profeta de la alegría. “Evangelio” quiere
decir, etimológicamente, “Buena noticia”. Es el anuncio de la inaudita alegría
que supone la inminencia de la llegada del reinado de Dios, alegría que trastoca
todo lo normativizado, estatuido y acostumbrado en el ámbito religioso y moral,
lo que invade íntegramente la palabra y la praxis de Jesús. Cuando los
dirigentes del pueblo comprueban que los discípulos no ayunan, como lo mandaba
a hacer la tradición religiosa de Israel, Cristo les dice: “No pueden ayunar
porque el novio está con ellos”. Se veía a sí mismo, pues, como el novio
protagonista de una sagrada fiesta de bodas. Un banquete de bodas al que todos,
pero principalmente los tenidos por parias, manchados e impuros, estamos
invitados.
¿Y la visión de Cristo sufriente, humillado, condenado
a una mente abyecta? ¿Qué sentido profundo podría darse a la crucifixión?
Pero
también hay que decir, en simultaneidad con lo anterior, que la crucifixión no
quiere decir otra cosa sino que Dios toma radicalmente en serio el sufrimiento
humano. Dios no barniza con ningún fatuo o mágico optimismo la injusticia, el
padecimiento psíquico y corporal, el dolor escandaloso del inocente, la agonía
de un niño, los refinamientos de la tortura, la riqueza ostentosa frente al
hambre de millones, la muerte del ser querido, los desfallecimientos del amor,
la incapacidad de coincidir con nosotros mismos, el desamparo de la
conciencia... Sólo la crucifixión de Cristo, en la cual Dios se identifica
abismalmente con la suerte de los pobres, las víctimas y los marginados, vuelve
creíble la incondicionalidad de su amor. Sí, hemos sido invitados al banquete
de bodas, hemos sido creados para el jubilo, pero sólo a condición de que todos
tomemos tan en serio, tan sin mixtificaciones, la llaga de la pregunta humana: “Dios
mío, ¿por qué me has desamparado?”, que tratemos por todos los medios de
compartirla. La comunión gozosa empieza por ese compartir la llaga del dolor.
Repito: sólo ese compartir vuelve al júbilo creíble.
En
tu poema se observa una continua tensión dialéctica: la locura como culpa y
castigo, y por otra parte, la locura como un regreso a la desnudez originaria,
a la inocencia edénica. También mencionas unos versos del “Rey Lear”, de
Shakespeare, referidos a este mismo tema de la culpa...
Sí.
En el poema quise establecer una tensión dialéctica entre dos polos: por una
parte, la visión de la locura como máxima culpabilización. Es sabido que la
paranoia implica una exacerbación del sentimiento de culpa, a causa de la
mirada punitiva del otro; y, por otra, la visión de la locura como posible
acceso a la desnudez edénica de Adán, sin contaminación culpabilizadora. A este
estadio hacen referencia las palabras de Lear en pleno delirio: “Nadie es
culpable, nadie, digo nadie: yo seré su fiador”. Yo quisiera que el posible
lector del poema no pierda de vista la tensión que busco crear entre las dos
visiones y que, al final del texto, afirmo que combaten entre sí dentro del
cuerpo mismo del loco. La curación deseable, para mí, estriba en romper la
trama aparentemente inextricable que confunde, en el loco, una y otra
visiones.En definitiva, la locura representa una oportunidad privilegiada para
que uno encare y examine estos aspectos cruciales de la condición humana. Sin
ella, lo más probable es que yo no los hubiera encarado ni examinado nunca.
Partiendo
de una experiencia personal, el poema, en su desarrollo, va abarcando niveles
más profundos que nos remiten, entre otras cosas, a una visión histórica y
religiosa, a la vez que a una metáfora existencial: la desnudez del ser humano,
su soledad, su intemperie. Además, el pasado y el presente parecen confluir en
un instante único, detenido, como expresas en unos versos: “...éramos y aún
somos aquel hombre.../ en el Getsemaní de entonces y de ahora”.
La
experiencia creyente vinculada a las religiones históricas, es decir, aquellas
que hacen de la historia el lugar por excelencia donde acaece el contacto con
Dios, permite dos lecturas de los acontecimientos que narran los textos
sagrados. Una es la lectura que podemos llamar diacrónica, o histórica
propiamente dicha, esa lectura que sitúa a los hechos en sus concretas
coordenadas espacio-temporales y, partiendo de éstas, elabora una exégesis que
tiene en cuenta, de manera científica, las especificidades literarias y
lingüísticas del texto. La otra es la lectura que llamamos simbólica, y que
atiende al valor ejemplarmente modélico y paradigmático de los hechos; es una
lectura sincrónica y vertical, anagógica en el sentido de que busca discernir
el significado “intemporal” de los acontecimientos que se entretejen en el
relato.
Así,
al hablar en el poema de que “Nosotros todos éramos y somos aquel evangélico
muchacho”, al hablar de un “inmóvil Getsemaní” y del “Getsemaní de entonces y
de ahora”, me atengo a los parámetros de esa segunda lectura posible del
Evangelio, la simbólica, la que busca el sentido intemporal de los hechos que
Marcos relata. A un cierto nivel, podríamos decir que ahora, en pleno siglo
XXI, seguimos viviendo en las páginas de los evangelios.
Recientemente
se conmemoró, en todo el mundo, los 60 años de la liberación de los judíos del
campo de Auschwitz. En tu poema hay también una mención a ese lugar de
exterminio, así como a Dachau. ¿Qué relación encuentras entre ese ambiente
represivo y asfixiante y los hospitales psiquiátricos?
En
el poema, la mención de Auschwitz y
Dachau se me ocurrió con espontaneidad, porque algo de la atmósfera policial
que retrata mi texto recuerda el clima concentracionario de esos dos campos
nazis de reclusión y exterminio.
Dentro
del racionalista, cartesiano occidente moderno, no hay mayor pecado capital que
el que consiste en “Perder la razón”. Ese pecado capital, visualizado así por
una civilización caracterizada por entronizar de manera absolutista la
racionalidad ilustrada, se castiga a través de mecanismos punitivos, policiales
y represores. Michel Foucault ofrece el diagnóstico más lúcido del asunto: en
toda sociedad la producción del discurso oficial es organizada, controlada y
distribuida por un cierto número de procedimientos de exclusión, de restricción
de otros discursos clandestinos, El discurso científico, lejos de ser neutral,
está animado desde adentro por esa misma voluntad de poder que controla y
reprime a otros discursos que pasan, así, a la marginalidad de la cultura. El enfrentamiento
de las mujeres contra los arquetipos falocráticos y machistas y la lucha de los
homosexuales contra el esquema clínico que los vuelve seres humanos de segunda
categoría, son dos ejemplos de discursos marginales que dan la batalla por
posicionarse, tener un lugar en la superficie de nuestra cultura.
El
saber psiquiátrico, en muchos sentidos, vehicula la voluntad de poder del
Occidente moderno, cuya égida es el predominio incontestable de la razón. La
atmósfera hipervigilada y concentracionaria de la mayoría de los hospitales,
diseñados para encerrar a los llamados “enfermos mentales” no es sino la
consecuencia directa de la mecánica represiva de Occidente en este ámbito.
Caracas, febrero de 2005.
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