La enfermedad infantil del amor a los animales
Victor Sosa (Uruguay, 1956 - México, 2020) |
El perro de Gladis parece una rata. Lo encontró en un barco, en el baúl de un barco, y él le mordisqueó las alpargatas. Cuando lo llevó a casa todos creyeron que se trataba de un insecto, o de un cobayo, pero el animalito igual se aquerenció. Descubrieron qué era cuando levantó la pata. Incineró, con ese gas, a los tres gatitos siameses de la madre. Desde entonces, lo atan. Le cablean el paladar con fibra óptica para que no muerda a las visitas. Pero lo jugos gástricos (ni el veterinario supo cómo) disolvieron la fibra y secretaron una pasta resinosa parecida al resistol. Con eso en el hocico ni el pater familias se le acerca. Gladis sí. Se inmunizó contra el mareo, y el cosquilleo de la náusea la desaletarga, un poco, y le da una razón para vivir. El perro se llama Vivekananda aunque, para abreviar, le dicen Swami. Cuando ladra expresa profundos contenidos, pero el pentotal lo mantiene en un estado de duermevela permanente – por decirlo de una manera diplomática –. En verdad, sólo se despierta para el paseo dominical. En Central Park parece ser feliz. Por el contrario, en el desierto de Gobi se desespera: tira tarascones a la arena, vibra como hidroavión pero no tiene dónde acuatizar. Gladis sabe que es una carga para la familia – peor que la primita tetrapléjica – más deshacerse de él sería como desasirse de sí misma, perder pie y aplomo, acabar nuevamente en la parapsicología (con lo que le costó rehabilitarse). El médico de cabecera aconseja cambiarle el perro por un poni. Sin que se percate, cuando esté dormida, o aprovechando el apagón contra el calentamiento global. Pero el padre se opone (en el fondo le tomó cariño a la alimaña) y propone terapia sin shock: digitopuntura en los talones y en grupo una lectura de Aurobindo. La tía – vieja arpía – saca a relucir el trinchador y quiere hacer con el can un estofado, un populoso asado, un – en Tlatelolco – chicharrón. La bestia capta el aroma de holocausto y escarba como topo desenraizando el cempasúchil del porchecito familiar. Murió en esos intentos de inframundo, atragantado por un sable gladiador o – según otra versión – por un disparo de mosquete toledano. Gladis lloró tanto que el esnórquel, pavonado en su sal, se infló cual berenjena para hundirse, lentamente, abisal.
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