Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Prufrock y otras observaciones de T.S. Elliot

 

Thomas Stearns Eliot (Estados Unidos, 1888 - Reino Unido, 1965)

PRUFROCK Y OTRAS OBSERVACIONES

de: T.S. Elliot

 

Traducción de Felipe Benítez Reyes

 

La canción de amor de J. Alfred Prufrock

 

S'io credessi che mia risposta fosse

a persona che mai tornasse al mondo,

questa fiamma staria senza più scose.

Ma per ciò che giammai di questo fondo

non tornò vivo alcun, s'i'odo il vero,

senza tema  d'infamia ti rispondo.   

 

 

Vayamos pues, tú y yo,

cuando la tarde se desparrama por el cielo

como un paciente anestesiado en la camilla;

vayamos por ciertas calles casi desérticas,

los rumorosos retiros de esas noches en blanco

en baratos hoteles de una noche

y restaurantes sembrados de serrín y conchas de ostras;

calles que se prolongan igual que una tediosa discusión

de intención insidiosa

para llevarte a una pregunta abrumadora…

Oh, no me preguntes cuál.

Vayamos a cumplir nuestra visita. 

 

Las mujeres, por la habitación, van de aquí para allá

hablando de Miguel Ángel.

 

La niebla amarilla que se rasca la espalda en las ventanas,

el humo amarillo que refriega su hocico en el cristal de las ventanas

metió la lengua en los rincones de la tarde,

se detuvo en los charcos que forman los husillos,

dejó que el hollín de las chimeneas le tiznase la espalda,

resbaló en la terraza, pegó un salto de pronto

y, al percatarse de la templanza de la noche de octubre,

se ovilló alrededor de la casa y se durmió.

 

Y en verdad habrá tiempo

para el humo amarillo que se expande en la calle

y se rasca la espalda en las ventanas;

habrá tiempo, habrá tiempo

para componer un rostro con el que encarar los rostros que

te encaren;

tiempo para asesinar y tiempo para crear,

y tiempo para todos los trabajos y días de esas manos

que alzan y dejan caer en tu plato una pregunta;

tiempo para ti y tiempo para mí,

y tiempo incluso para un centenar de indecisiones,

para un centenar de visiones y revisiones,

antes de tomar té con tostadas.

 

Las mujeres, por la habitación, van de aquí para allá

hablando de Miguel Ángel.

 

Y habrá tiempo en verdad

para preguntarse «¿Me atrevo?» y de nuevo «¿Me atrevo?»

Tiempo para volverse y bajar las escaleras

con una calva en mitad de mi pelo.

(Y dirán: «¡Cómo está clareándole el pelo!»)

Mi chaqué, el cuello duro que escala firmemente mi barbilla,

mi cara pero discreta corbata, sujeta con sencillo alfiler.

(Y dirán: «¡Pero qué piernas y qué brazos tan delgados!»)

¿Me atrevo

a perturbar el universo?

En un solo minuto hay tiempo suficiente

para decisiones y revisiones que un minuto más tarde serán vueltas

del revés.

 

Pues a todas he conocido ya, he conocido a todas:

las mañanas, las tardes y las noches.

He medido mi vida con cucharillas de café.

Conozco las voces que mueren con muriente desfallecimiento

bajo la música que viene de una lejana habitación.

¿Qué saco  pues, en claro?

 

Y he conocido ya los ojos, los conozco ya todos.

Los ojos que te clavan en una frase formulada,

y cuando esté yo reducido a una fórmula despatarrado sobre

un alfiler,

cuando esté yo clavado con un alfiler en la pared, retorciéndome,

entonces, ¿de qué forma podría comenzar

a escupir las colillas de mis días y costumbres?

¿Y qué saco yo en claro?

 

Y he conocido ya los brazos, los conozco ya todos.

Brazos con pulseras y blancos y desnudos

(pero, a luz de la lámpara. ¡con vello castaño claro!)

¿Es el perfume que emana de un vestido

lo que me hace divagar?

Brazos que reposan sobre una mesa, o envueltos en un chal.

¿Y qué saco yo entonces en claro?

¿Y de qué modo podría comenzar?

 

……

 

¿Diré que he ido en el crepúsculo por callejas

y que he observado el humo elevado de las pipas

de solitarios hombres en mangas de camisa asomados

a las ventanas?

 

Yo debería haber sido un par de zarpas afiladas

que huyeran por el fondo de mares silenciosos.

 

……

 

¡Y la tarde, al caer, duerme tan felizmente!

Acariciada por largos dedos,

dormida… cansada… o haciéndose la enferma,

echada sobre el suelo, aquí, junto a nosotros.

¿Tendría yo, después del té, los pasteles y helados,

la fuerza suficiente para violentar el momento hasta su crisis?

Pero, aunque he llorado y ayunado, llorado y rezado,

aunque he visto mi cabeza (ya ligeramente calva) llevada

en una bandeja,

no soy un profeta - lo que no constituye un gran problema

de por sí -;

he visto el momento de la consunción de mi grandeza

y he visto al eterno Lacayo sostenerme el abrigo con risa simulada

y, en resumidas cuentas, sentí miedo.

 

Hubiera merecido la pena, después de todo,

después de las tazas, el té, la mermelada,

entre la porcelana, entre un comentario sobre nosotros,

hubiera merecido la pena

haber arrancado de un mordisco el asunto con una sonrisa,

haber comprimido el universo dentro de una pelota

para echarlo a rodar hacia alguna pregunta abrumadora

y decir: «Soy Lázaro venido de la muerte,

vuelvo para deciros a todos que os contaré»,

si alguna mujer, mientras se coloca una almohada bajo la cabeza,

dijese: «No es esa, en absoluto, mi intención.

No se trata de eso. En absoluto».

 

Y hubiera merecido la pena, después de todo,

hubiera merecido la pena,

después de los crepúsculos y los porches y las calles regadas,

después de la lectura de novelas, de las tazas de té,

de faldas arrastradas por el suelo

- ¿aun esto y mucho más?

¡Es imposible decir precisamente lo que procuro decir!

A no ser como una especie de linterna mágica que estampase

el entramado de los nervios en una pantalla;

hubiera merecido la pena

si alguna mujer, ajustándose una almohada

o arrancándose un chal, se volviese hacia la ventana y dijese:

«No es esa, en absoluto, mi intención.

No se trata de eso. En absoluto». 

 

……

 

¡No! No soy el príncipe de Hamlet, y nadie ha dicho que lo sea;

soy un noble del cortejo, el que hará bulto en el desfile,

el que iniciará una o dos escenas,

el que aconsejará al príncipe; no hay duda, un cómodo utensilio,

deferente, contento de ser útil,

meticuloso, cauto y diplomático;

hinchado de retórica, aunque un poquito obtuso;

casi ridículo a veces en verdad.

Casi, a veces, el Bufón.

 

Me hago viejo… Envejezco…

Llevaré pantalones con dobladillo vuelto.

 

¿Me peinaré hacia atrás? ¿Me atreveré a comer melocotón?

Llevaré pantalones blancos de franela, y andaré por la playa.

He oído a las sirenas cantarse unas a otras.

 

No creo que cantasen para mí.

 

Sobre las olas las he visto mar adentro cabalgar,

peinando el pelo blanco de olas empujadas por el viento

cuando arrastra el viento el agua blanca y negra.

 

No hemos demorado en las estancias marinas

junto a ninfas ornadas con algas bermejas y pardas,

hasta que voces humanas nos despierten, y nos ahoguemos.   

 

Retrato de una dama

 

Has cometido

fornicación, pero eso fue en otro país,

y la fulana además está ya muerta.

 

El judío de Malta

 

I

 

Entre el humo y la niebla de una tarde de diciembre,

ya tienes el arreglo escénico resuelto por sí mismo - según

parecerá -

tan sólo con decir: «Me reservé esta tarde para usted»;

cuatro velas encendidas en el cuarto penumbroso,

cuatro anillos de luz allá en el techo:

atmósfera de tumba de Julieta

dispuesta para todo aquello de lo que vaya a hablarse o

dejarse sin mención.

No tenemos más remedio, digamos que oír al último polaco

transmitir los Preludios a través de su pelo y las yemas de

sus dedos.

«Este Chopin es tan íntimo, que pienso que su alma

debería tan sólo resucitar entre dos o tres  amigos

que no manosearan esa flor

que es restregada y diseccionada en la sala de conciertos.»

- Y de ese modo,

entre veleidades y escrupulosamente escogidas lamentaciones,

a través de los tenues tonos de los violines

mezclados con lejanas cornetas,

la conversación comienza y se desliza.

«Usted no sabe lo mucho que significa para mí mis

amigos

y qué insólito, qué extraño me resulta

encontrar, en una vida tan, tan esforzadamente elaborada con retales

(Por supuesto que no me gusta… ¿Lo sabía? ¡Tiene usted muy

buen ojo!

¡Qué agudo es usted!),

encontrar, decía, un amigo que posea esas cualidades,

que posea y que ofrezca

esas cualidades de las que la amistad se nutre.

Qué significativo que yo le diga esto:

sin esas amistades, la vida ¡qué cauchemar 

 

Entre las serpentinas de los violines

y las arietas

de las cornetas cascadas,

dentro de mi cerebro un sordo tamtan comienza

absurdamente a martillear su propio preludio,

monotonía caprichosa

que al menos es una definida «nota falsa»

-Tomemos aire en medio de un delirio de tabaco,

admiremos los monumentos,

discutamos los acontecimientos recientes y pongamos

en hora nuestros relojes con los relojes públicos.

Luego, sentémonos durante media hora a tomar unas jarras

de cerveza. 

 

II

 

Ahora que es el tiempo de las lilas,

tiene un jarrón con lilas en su cuarto

y juguetea con una entre los dedos mientras habla.

«Ah, usted no sabe, amigo mío, usted no sabe

lo que es la vida. Usted que tiene la vida misma entre las manos.»

(Lentamente, hace girar el tallo de la lila.)

«Usted deja que la vida fluya a su través, la deja fluir,

y es cruel la juventud, no tiene remordimientos

y se ríe de aquello que no logra entender.»

Me río, por supuesto,

y sigo bebiendo el té.

 

«Pero estos ocasos de abril, que de algún modo me traen a

la memoria

mi ya sepultada vida y París en primavera,

hacen que aún me sienta desmedidamente en paz y vea

el mundo como algo maravilloso y renovado, a pesar de todo.»

 

La voz vuelve como la terca desafinación

de un violín roto en una tarde de agosto:

«Estoy siempre segura de que usted

 

comprende mis sentimientos, de que es usted sensible;

segura de que, desde el otro lado del abismo, usted sería de los

que tienden una mano.

Usted es invulnerable. No tiene talón de Aquiles. 

 

Usted seguirá adelante y, cuando triunfé,

podré decir: al llegar hasta aquí, muchos cayeron.

Pero ¿qué tengo yo?  Pero ¿qué tengo yo

que ofrecerle, amigo mío, que usted quiera de mí?

Tan sólo la amistad y simpatía

de alguien que se dispone a dar por acabado su viaje.

 

Me quedará sentada aquí, sirviéndoles el té a las amistades…»

 

Cojo mi sombrero: ¿de qué modo enmendar cobardemente

lo que ella me ha dicho?

Ustedes me verán cualquier mañana en el parque

leyendo la tira cómica y la página deportiva del diario.

De manera especial, compruebo

que una condesa inglesa se ha hecho actriz.

Que un griego resultó asesinado en el transcurso

de una fiesta polaca,

que un nuevo estafador bancario ha confesado.

Mantengo la compostura

soy aún dueño de mí

excepto cuando un organillo callejero, mecánico y cansino,

repite una vulgar canción pasada ya de moda,

mientras huele a jacintos el jardín,

y rememora cosas que otra gente ha anhelado.

¿Son estas ideas buenas o malas?     

 

III

 

Cae la noche de octubre. Cuando vuelvo,

me siento igual que antes, a no ser

por una ligera sensación de malestar,

y subo y, al girar la manivela de la puerta,

me noto igual que si hubiera subido la escalera gateando.

«¿De modo que se marcha al extranjero? ¿Y cuándo vuelve?

Pero es preguntar por preguntar:

ni usted mismo sabrá cuándo regresa.

Encontrará cosas tan interesantes que aprender…? »

Mi sonrisa se desploma entre el batiburrillo de los muchos objetos.

 

«Tal vez pueda escribirme.»

Mi serenidad, por un instante, estalla;

esto es exactamente como lo había imaginado.

«Últimamente, me he preguntado a menudo

(¡pero nunca sabemos en qué terminarán nuestros propósitos!)

por qué no hemos logrado ser amigos.»

Me siento como alguien que sonríe y que, al volverse,

observará de pronto su expresión reflejada en un cristal.

Mi aplomo se va ya desvaneciendo, y estamos en completa

oscuridad.

 

«¡Pensar que todo el mundo lo decía, todos nuestros amigos,

tan convencidos ellos de que nuestros sentimientos se aliarían

estrechamente! Yo misma apenas puedo entender nada.

Debemos confiarlo ahora al destino.

De cualquier forma, espero que me escriba.

Quizás aún no sea tarde.

Me quedaré sentada aquí, sirviéndoles el té a las amistades.»

 

Y tengo que adoptar cualquier mueca cambiante

para lograr una expresión… Baila, baila

como un oso bailarín,

grita como un loro, chaparrea como un mono.

Tomemos aire en medio de un delirio de tabaco.

 

¡Bien! Y qué si ella muriera cualquier tarde,

una tarde grisácea y humeante, un amarillo y rosa atardecer,

si muriese y me dejase sentado, pluma en mano,

con el humo que cae de los tejados;

dudoso, no sabiendo qué hacer

durante un rato o si lo entiendo

o si bien soy un sabio o soy un tonto, o torpe o muy sagaz…

¿No llevaría ella esa ventaja, a fin de cuenta?

Esta música triunfa gracias a una «caída agonizante»

ahora que hablamos del morir.

¿Y tendré yo derecho a sonreír?    

 

PRELUDIOS

 

I

 

En los pasadizos, se establece la tarde del invierno

con olor a filete.

Las seis en punto.

Colillas de los días humeantes.

Y ahora un chaparrón

ventoso arremolina entre tus pies

los residuos mugrientos

de hojarasca marchita

y periódicos volados de solares vacíos.

Los chaparrones baten

persianas rotas, chimeneas,

y en la esquina de la calle

un solitario caballo de tiro piafa y bufa.

 

Y se encienden entonces las farolas.

 

II

 

La mañana recobra su conciencia

de los tenues y rancios

olores de cerveza que provienen

del serrín pisoteado en las calles

por todos esos pies

fangosos que se agolpan

en los madrugadores kioscos de café.

 

Con las otras mascaradas

que hace suya el tiempo,

uno piensa en todas esas manos

que levantan persianas deslustradas

en un millar de cuartos de alquiler.

 

III

 

Arrojaste la manta de la cama

te tumbaste de espaldas y esperaste;

adormilada, viste

de qué modo la noche revelaba

el millar de sórdidas imágenes,

titilantes en el techo,

que constituían tu alma.

Y cuando el mundo entero volvió

y la luz se filtró sigilosa

por las contraventanas

y oíste a los gorriones en las cornisas,

tuviste una visión tal de la calle

que la calle difícilmente entiende;

sentada al borde de la cama, enrollaste

los bigudíes de tu pelo,

o te masajeaste las plantas

amarillas de los pies

con las palmas sucias de tus manos. 

 

IV

 

Su alma tensamente se alargaba

a través de los cielos

desvanecidos detrás de una manzana de edificios,

o bien con pies urgentes caminaba

a las cuatro, a las cinco y a las seis;

y cortos y cuadrados dedos

que rellenaban pipas de fumar,

periódicos vespertinos, y ojos

seguros de una cierta certidumbres,

la conciencia de una calle ennegrecida

impaciente por apropiarse del mundo.

 

Movido soy por quimeras que se enroscan

en torno a esas imágenes, y se adhieren a ellas:

la noción de algo infinitamente amable

que infinitamente sufre.

 

Pásate la mano por la boca , y ríe;

los mundos dan vueltas como ancianas mujeres

que recogen la leña en los derribos. 

 

Rapsodia en noche de viento

 

Las doce en punto.

A lo largo de los extremos de la calle

sostenida en una síntesis lunar,

los susurrantes conjuros de la luna

disuelven los sustratos de la memoria

y todas sus claras relaciones,

divisiones y precisiones.

Cada farola que dejo atrás

redobla como un tambor fatalista

y, a través de los dominios de lo oscuro,

la medianoche agita la memoria

como agita un demente el cadáver de un geranio.  

 

La una y media.

La farola chisporroteó,

la farola murmuró,

la farola dijo: «Mira a esa mujer

que titubea ante ti a la luz de la puerta

que se abre ante ella como una mueca.

Puedes ver que la cenefa de su vestido

está hecha jirones y manchada de arena,

que el rabillo de su ojo

se retuerce  como un alfiler doblado». 

 

La memoria vomita hasta vaciarse

un enorme tropel de cosas retorcidas;

en la playa una rama retorcida,

sus pulidas aristas devoradas,

como si en ella el mundo revelase

el enigma de su esqueleto,

rígido y blanco.

Un muelle roto en la explanada de una fábrica,

herrumbre que conserva la forma que la antigua fuerza

ha dejado

sólida y enroscada y lista para saltar. 

 

Las dos y media.

La farola dijo:

«Observa al gato que, despatarrado junto a la alcantarilla,

saca la lengua con naturalidad

y devora una porción de mantequilla rancia».

Así, la mano automática del niño

se deslizó para apropiarse de un juguete que corría por el puerto.

Nada pude yo ver tras la mirada de ese niño.

He visto ojos por la calle

que intentaban mirar a través de las contraventanas luminosas,

y un cangrejo una tarde en una charca,

un anciano cangrejo con percebes en su caparazón

que se agarró a la punta del palo que le tendí.

 

Las tres y media,

la farola chisporroteó,

la farola murmuró en la oscuridad.

La farola canturreó: «Mira la luna,

la lune ne garde aucune rancune,

que guiña un ojo feble,

que ríe en los rincones

y que alisa el cabello de la hierba.

La luna ya ha perdido su memoria.

Una lechosa viruela le agrieta la cara,

con su mano retuerce una rosa de papel

que huele a polvo y agua de colonia,

está sola

con todos los antiguos olores nocturnales

que una vez y otra vez recorren su cerebro».

Llega la reminiscencia

de los secos geranios sin sol

y del polvo en las grietas,

el olor a castañas en las calles,

los olores de hembra en los cuartos cerrados,

un olor a tabaco en los pasillos

y a cóctel en los bares.

 

La farola dijo:

«Las cuatro.

He aquí el número de la puerta.

¡Memoria!

Tú tienes la llave,

el farolillo expande un círculo en la escalera.

Sube.

La cama está destapada; el cepillo de dientes cuelga de la pared,

deja tus zapatos a la puerta, duerme, prepárate para vivir».

 

El último retorcimiento del cuchillo.  

 

La mañana vista a través de la ventana

 

Ellas entrechocan los platos del desayuno en

las cocinas de los sótanos

y, a lo largo de los bordillos desgastados de la calle,

me apercibo del alma húmeda de esas sirvientas

que brotan abatidas tras las verjas.

 

Pardas olas de niebla lanzan contra mí

rostros deformes desde el fondo de la calle

y arrancan a la transeúntes de la falda embarrada

una inútil sonrisa que levita en el aire

y que a la altura de los tejados se disipa.

 

El Boston Evening Transcrip

 

Los lectores del Boston Evening Transcrip

se balancean con el viento como un maizal granado.

 

Cuando la tarde se aviva delicada por la calle,

despertando la sed de vida en unos

y a los otros llevándoles el Boston Evening Transcrip,

subo las escaleras, toco el timbre y, fatigadamente,

me doy vuelta, igual que uno se volvería

para saludar con una inclinación de cabeza a La

Rochefoucauld

si la calle fuera tiempo y estuviese él al fondo de la calle,

y digo: « Prima Harriet, aquí tienes el Boston Evening

Transcrip»

 

Tía Helen

 

La señorita Helen Slingsby, mi tía solterona,

vivía en una casita cercana a una distinguida plaza

por un total de cuatro sirvientes atendida.

Cuando murió, quedó el cielo en silencio

y silencioso el extremo de su calle.

Cerraron los postigos y el agente funerario

- que daba por corriente ese tipo de sucesos -

se restregó los pies en el felpudo.

El porvenir de los perros fue generosamente estipulado,

pero al poco murió también el loro.

Sobre la chimenea, el reloj de Dresde prosiguió su tic - tac,

y el mayordomo se sentó sobre la mesa del comedor

con la segunda doncella montada en las rodillas

- ella, que siempre tan modosa fue en vida de su señora.

 

La prima Nancy

 

La señorita Nancy Ellicott

daba zancadas por las colinas, destrozándolas.

Cabalgaba destrozando las colinas

- estériles colinas de Nueva Inglaterra -,

guiando las jaurías de sabuesos

por las zonas de pasto de las vacas.

 

La señorita Nancy Ellicott fumaba

y bailaba los ritmos más modernos.

Sus tías no sabían del todo qué pensar

acerca de esas cosas, aunque sabían

que en eso consistía lo moderno.

 

Sobre los acristalados anaqueles vigilaban

Matthew y Waldo, guardianes de la fe,

ejército de la ley inalterable. 

 

El señor Apollinax

 

Cuando el señor Apollinax visitó los Estados Unidos

tintineaba su risa entre las tazas de té.

Me acordé de Fragilión, aquella tímida figura entre abedules,

y asimismo de Príapo, entre arbustos,

mirando boquiabierto columpiarse a una dama.

En el palacio de la señora Phlaccus y en casa del profesor

Channing - Cheetah

reía como un feto irresponsable.

Submarina y profunda era su risa

como la de un viejo lobo de mar

oculto  bajo islas de corales

donde cuerpos inquietos de hombres ahogados

a la deriva fuesen por el verde silencio,

cayendo de los dedos de las olas.

 

Buscaba la cabeza del señor Apollinax, extraviada debajo

de una silla

o burlona y sonriente sobre una mampara,

con algas en el pelo.

Oí el triscar de sus pezuñas de centauro en el duro césped

y su árida y apasionada charla devoraba la tarde.

«Es un hombre encantador.» «Pero, a fin de cuentas, ¿de

qué hablabas?»

«Sus orejas puntiagudas… Debe de estar trastornado.»

«Hubo algo que dijo que pondría yo en duda.»

De la viuda Phlaccus, el profesor y de la señora Cheetah

recuerdo una rodaja de limón, y un mordisqueado pastel de

almendras.        

 

Histeria

 

Mientras ella se reía, era consciente yo de que me iba atrapando en su risa y haciéndome parte de ella, hasta que sus dientes fueron sólo estrellas  fortuitas con talentos para adiestrar a un pelotón. Fui atraído por breves gritos sofocados, aspirado por cada momentánea mejoría, finalmente perdido en las cuevas oscuras de su garganta, herido por la reverberación de unos músculos ocultos. Un camarero mayorcito, de manos temblorosas, apresuradamente extendía sobre la mesa verde de hierro oxidado un mantel a cuadros rosa y blanco, diciendo: «Si la dama y el caballero desean tomar el té en el jardín, si la dama y el caballero desean tomar el té en el jardín…» Decidí que sí la palpitación de sus pechos pudiese ser detenida, algunos de los trozos de la tarde podrían recomponerse, y concentré mi atención con cuidadosa sutileza en lograr ese objetivo.

      

Conversación galante

 

Hago esta observación:«¡Nuestra sentimental amiga la luna!

O quizás (una mera fantasía, lo confieso)

pudiera ser el farol del Preste Juan

o una vieja farola colgante

que ilumina el camino de la miseria a los pobres viajeros».

Y dice entonces ella: «¡Cómo divaga usted!»

 

Y le digo: «Alguien enmarca en un teclado

este exquisito nocturno, gracias al cual nos explicamos

la noche y el claro de luna; música que apresamos

para dar corporeidad a nuestra propia vacuidad».

Ella entonces: «¿Lo dice usted por mí?»

«Oh, no, soy yo quien es inane».

 

«¡Usted, señora, es la eterna bromista,

la eterna enemiga de lo absoluto,

la que da nuestros cambiantes humores el giro más trivial!

Con su aire de indiferencia y poderío,

de un golpe echa por tierra nuestras poéticas insensatas.»

Y: «¿Somos realmente así de serios?»

 

La Figlia che Piange

 

 

O quam te memorem virgo…

 

 

Quédate de pie en el más alto peldaño de la escalera.

Apóyate en la urna del jardín.

Teje, teje la luz del sol con tus cabellos.

Estrecha tus flores contra ti con afligido asombro,

arrójalas al suelo y vuélvete

con un resentimiento fugaz en la mitrada.

Pero teje, teje la luz del sol con tus cabellos.

 

De ese modo le habría yo obligado a él a marcharse,

de ese modo le habría hecho a ella quedarse y apenarse,

de ese modo se habría marchado él

como el alma abandona el cuerpo lacerado y lívido,

como la mente abandona el cuerpo que ya ha usado.

Yo podría encontrar

algún modo incomparablemente leve y hábil,

algún modo que ambos comprendiésemos,

sencillo y desleal como una sonrisa y un apretón de manos.

 

Ella se apartó, pero el otoño

forzó mi imaginación durante días,

muchos días y horas:

su pelo sobre sus brazos, sus brazos llenos de flores.

¡Me pregunto cómo habrían estado juntos ellos!

Me habría perdido un detalle y una postura.

A veces, estas modificaciones aún asaltan

la medianoche turbulenta y la quietud del mediodía.     

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”