Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Poemas del lugar y la circunstancia de Bertolt Brecht

 

 

Bertolt Brecht (Alemania, 1898 - 1956)

Poemas del lugar y la circunstancia

 

Autor: Bertolt Brecht

 

Traducción: José Muñoz Millanes

 

Del trepar a los árboles

 

1

 

Cuando salgáis del agua, ya a la caída de la tarde

- y estéis desnudos, sintiendo la piel tan suave -

trepad a los grandes árboles

al soplo de la brisa, contra el cielo pálido.

Buscad árboles grandes que en el crepúsculo

mezan sus negras cimas lentamente.

Y esperad la noche entre el follaje

donde revolotean apariciones y murciélagos.

 

2

 

Las ásperas hojitas de los matorrales

os arañarán la espalda, al atraparla con fuerza

para subir trepando entre las ramas

casi sin aliento. ¡Es tan hermoso

mecerse sobre un árbol!

¡Pero no os deis impulso con las rodillas!

Tenéis que ser al árbol lo mismo que su cima:

lleva un siglo meciéndola en cada atardecer.  

 

Del trepar a los árboles

 

1

 

En el pálido verano, cuando los vientos ya sólo

susurran en la fronda de los altos árboles

hay que flotar en ríos o en estanques

como esas plantas donde viven los lucios.

El agua aligera los cuerpos. El brazo

se zambulle ágil en el cielo desde la corriente

y la brisa lo mece en el olvido

creyéndose ramaje moreno.

 

2

 

El cielo a mediodía despliega un gran silencio.

Uno cierra los ojos cuando llegan golondrinas.

El barro está caliente. Si brotan frescas burbujas,

ya se sabe: ha cruzado un pez.

El cuerpo, los muslos y los brazos inmóviles

yacemos todos unidos tranquilamente en el agua.

Sólo cuando se nos cruzan los fríos peces

siento que brilla el sol sobre la poza.

 

3

 

Cuando al atardecer, de tanto estar tumbado,

se siente uno tan vago que se le duermen los miembros

conviene arrojarlo todo, sin miramientos,

bruscamente, a los arrebatadores ríos azules.

Lo mejor es quedarse hasta el atardecer.

Porque entonces se acerca el pálido cielo tiburón,

torvo y voraz, sobre el río y los arbustos,

y todas las cosas son como les conviene.

 

4

 

Por supuesto hay que flotar boca arriba

como de costumbre. Y abandonarse

sin nadar, como si uno

simplemente formara parte de la grava.

Hay que mirar el cielo y hacer igual que

cuando nos lleva una mujer, lo que está bien.

Todo ello sin demasiado ajetreo, lo mismo que el buen Dios

cuando al atardecer aún nada en sus ríos.

 

El río canta a las estrellas dispersas entre las plantas

 

¡El río canta a las estrellas dispersas entre las plantas!

¡Aroma de menta y tomillo!

Una brisa nos refresca la frente

niños como somos, Dios nos ha hechizado.

 

Es tierna la hierba: nos amargan las mujeres

la hermosura de los sauces lo alegra todo:

Quien hoy se abandona tiene asegurado el gozo

de que nada de esto se le volverá a escapar.

 

Lo que queda de los viejos tiempos

 

La luna, por ejemplo, todavía asoma

por las noches encima de los edificios nuevos

(de todos los objetos de cobre

ella es el más inservible). Ya

las madres cuentan historias de unos animales

que tiraban de los carros, llamados caballos,

que por supuesto no figuran con su nombre

en las comunicaciones intercontinentales:

las grandes antenas nuevas

ya no transmiten noticias

de los viejos tiempos. 

 

Acerca de la primavera

 

Mucho antes de que

nos ahogáramos en petróleo, hierro y amoníaco

llegaba cada año el tiempo

del verdecer irresistible y vigoroso de los árboles.

Todos recordamos

el alargarse de los días

el cielo más claro

cómo cambiaba el aire

de la primavera ya cierta.

Aún nos hablan los libros

de esta celebrada estación del año

aunque  ya hace mucho que

no se ven en los cielos de nuestras ciudades

las famosas bandadas de pájaros.

La primavera todavía se precipita a sorprender

a gente que viaja en tren.

En las llanuras se deja sentir

igual que antes.

Allá en lo alto, por supuesto,

parecen pasar tormentas:

ya sólo rozan

nuestras antenas.  

 

De todos los objetos

 

De todos los objetos los que más me gustan

son los usados.

Las perolas de cobre con abolladuras y los bordes

achatados

los cuchillos y tenedores con sus mangos de madera

desgastados por tantas manos: tales formas

me parecen las más nobles. Las lanchas de piedra

alrededor de las casas viejas,

pulidas por el paso de tantos pies

y entre las que crecen mechones de hierba,

también son obras felices.

 

Puestos al servicio de los muchos

a menudo alterados, estos objetos han ido perfeccionando

su figura y se han vuelto preciosos

de tanto como han sido disfrutados.

Hasta los pedazos de escultura

con sus manos cortadas me encantan, como si

estuvieran vivos. Pues antes de dejarlos caer, hubo quien

los sostuviera

y se erguía sin exceso antes de que los derribaran.

 

Los edificios medios en ruinas

vuelven a tener el aspecto de grandiosos proyectos

aún sin terminar: ya se adivinan

sus bellas proporciones, aunque sólo sea gracias

a nuestro entendimiento. Además

quedan superados, tras cumplir su cometido. Todo lo cual

me llena de felicidad.    

 

Cuando me hice rico

 

Fui rico durante siete semanas de mi vida.

Con las ganancias de una obra de teatro me compré

una casa rodeada de un gran jardín. Dediqué

a inspeccionarla más semanas de las que viví en ella.

A distintas horas del día

y también de la noche pasaba a su lado para ver cómo

los viejos árboles se elevaban sobre las praderas

al romper el alba

o cómo caía la lluvia matinal sobre el estanque

con las carpas musgosas

para ver los setos a pleno sol de mediodía

y los rododendros blancos al atardecer, después del toque

de vísperas.

Más tarde me mudé a ella con mis amigos. Estacioné

el coche

bajo los abetos. Miramos a nuestro alrededor:

desde ningún lugar

se abarcaban los confines del jardín, los céspedes

en pendiente

y los grupos de árboles impedían que los setos se miraran

entre sí.

La casa también era hermosa. Las escaleras de madera

noble, sabiamente provistas

de peldaños bajos y bien proporcionadas barandillas.

Las habitaciones blanqueadas

tenían artesonados en el techo. Gigantescas estufas

de hierro

de elegantísimas formas ostentaban figuras repujadas:

campesinos trabajando.

Al fresco vestíbulo, con sus bancos y mesas de roble

se accedía por sólidas puertas, cuyas manijas de bronce

habían sido cuidadosamente escogidas, y las lajas que

rodeaban la casa ocre

estaban lisas y hundidas por las pisadas

de sus anteriores habitantes. ¡Qué proporciones tan

satisfactorias! ¡Cada habitación distinta de las otras

y a cada cual mejor! ¡Y cómo iban cambiado todas ellas

según el momento del día!

El cambio de las estaciones, sin duda exquisito, no

llegamos a apreciarlo, ya que

después de siete semanas viviendo como ricos

abandonamos la propiedad para en seguida

huir cruzando la frontera.

 

El placer de ser propietario lo sentí profundamente y me

alegro

de ello. Caminar por mi jardín, tener invitados

discutir proyectos de construcción, como otros de mi

profesión antes que yo

me gustaba, tengo que reconocerlo. Pero siete semanas

me parece suficiente.

Me fui sin una queja, o sin apenas quejarme. Y al escribir

esto

ya me costaba trabajo recordarlo. Cuando me pregunto

cuántas mentiras hubiera estado dispuesto a decir para

conservar esta propiedad

me doy cuenta de que no muchas. Así que espero

que no me haya hecho daño tenerla. No fue

poca cosa, pero

las hay más importantes.     

 

La compradora

 

Soy una anciana.

Al despertarse Alemania

recortaron las pensiones. Mis hijos

me daban dinero de vez en cuando un dinerillo. Pero yo ya

no podía comprar casi nada. Al principio

iba menos a las tiendas donde antes compraba a diario.

Pero un día me lo pensé mejor y volví

a diario a la panadería y a la verdulería

como antigua clienta.

Escogía cuidadosamente entre los comestibles

y no me llevaba ni más ni menos que antes:

añadía los panecillos al pan y los puerros al repollo y sólo

cuando me hacían la cuenta, lanzaba un suspiro

rebuscaba con mis rígidos dedos en el monedero

y confesaba, sacudiendo la cabeza, que no me alcanzaba

el dinero

para pagar aquellas pocas cosas y, con nuevos

movimientos de cabeza,

salía de la tienda, a la vista de los parroquianos.

Y me decía:

si todos los que no tenemos nada

dejamos de aparecer donde se exhibe la comida,

podrían pensar que no necesitamos nada.

Pero si venimos y no podemos comprar nada,

se sabrá cómo están las cosas.

 

En agradecimiento a Mari Hold

el 5 de octubre de 1934

 

Desde el sur, de casa de mi padre

tras los castaños de la Bleichstrasse

donde tu hermana ya había trabajado, viniste

a cuidarme en la gran ciudad.

¿Hace ya cuántos años?

¡Cómo ha pasado el tiempo!

 

Te hiciste cargo de mi pequeña vivienda.

Hablando bávaro, la lengua de mi juventud

mantenías todo en orden, con decisión, pero

discretamente. Cuando volvía a casa por la noche

siempre encontraba mi estudio (que había dejado manga

por hombro)

tan limpio como si lo acabaran de instalar. El humo

se había disipado. Los papeles

aparecían ordenados en montones y cada uno en su

sitio.

En todos aquellos años

nunca se perdió una ficha. Ninguna taza

quedaba a la noche sin lavar ni tampoco

ropa sucia en el armario.

 

El día empezaba

cuando de madrugaba entrabas con los periódicos

en el pequeño dormitorio y subías las cortinas:

también estaba ya el horno encendido; y el té preparado

cuando yo pasaba a mi estudio

y los copos de avena que sólo tú sabes cocinar.

 

Como eres una guapa muchacha

me encantaba verte a mi alrededor y todos

los huéspedes te elogiaban y preguntaban: ¿quién

es esta linda muchacha? Y yo les decía: es de Baviera

que es también mi tierra.

 

Con amabilidad siempre

hacías lo que había que hacer

guardándote tu opinión, aunque

la tuvieras: no había más que mirarte para saber

lo que no te parecía bien. Sin embargo, también servías el té

y los saludables panes a los huéspedes no deseados.

Y tenías una amable sonrisa

hasta para Dudow.

 

¡Cuánta paciencia mostrabas! Sólo cuando la barba

del clásico

ya se estaba pareciendo a la del ladrón a la izquierda

de Cristo

trajiste discretamente el agua de afeitar.

 

También cuidabas de los otros niños. Todas las tardes

te acercabas a la otra casa, sin cansarte

de las nuevas perrerías del pequeño Esteban

ni de la charlatana de Barbarita. Cuando llegaste

de Augsburgo

se te escapó una vez temblando que odiabas a los niños, pero

al aparecer Barbarita no tenías ojos más que para ella y

pronto

te convertiste en su segunda madre.

 

La última vez que nos alejamos en coche

(el coche azul de motor suavemente cantarín

que nos ha robado el pintor de brocha gorda; ¡que la

vergüenza

siga cayendo sobre él!) de la ciudad de Berlín

nos dijimos: por aquí

nos vamos a volver de momento. Ya

las sombras de los crímenes planeaban sobre la ciudad

que ellos iban a devastar.

 

Cuando después, lejos de la ciudad que aguza las

inteligencias, compramos una casa

en medio de un parque con un estanque de peces

(el pintor de brocha gorda nos echó de ella; ¡que la

vergüenza

siga cayendo sobre él!) te separaste un tiempo de

nosotros, pero

al cruzar la frontera hacia lo desconocido, nos seguiste,

ayudándonos a poner la segunda casa, la que era baja y tenía

un remo en el techo de bálago.

 

Allí

conociste al hombre que te llevó a vivir con él. Ahora

te ocupas de tu propia casa.

 

QUIEN ES ÚTIL SIEMPRE CORRE EL PELIGRO

DE QUE DEMASIADO LO NECESITEN.

DICHOSO EL QUE EVITA ESE PELIGRO

SIN DEJAR DE SER ÚTIL.

 

Comprado naranjas

 

Entre la niebla dorada de Southampton Street

de repente un puesto de fruta: a la luz de una lámpara

una mujeruca manipulando cucuruchos de papel.

Me detuve mudo, como a quien le ponen delante

lo que andaba persiguiendo.

 

¡Las naranjas de otras veces! Me soplé

las manos ateridas y busqué agitado

algo de dinero en el bolsillo.

 

Mientras, apretando los peniques en la mano,

miraba el precio garabateado con tizne de carbón

en una hoja de periódico, me sorprendí

de estar ya silbando por lo bajo, aunque de pronto

caí en la cuenta con amargura

de que tú no estás conmigo en esta ciudad.  

 

Todos los años en septiembre, cuando empieza la escuela

acuden las mujeres de las barriadas a las papelerías

y compran los libros de textos y los cuadernos para sus hijos.

Desesperadas rebuscan sus últimos centavos

en los monederos raídos, quejándose

de que el saber cueste tanto. Y no sospechan

lo malo que es el saber

que les espera a sus hijos.

 

Refugio

 

Un remo reposa en el tejado. El viento moderado

no se llevará la paja.

En el patio han clavado palos

para el columpio de los niños.

Hay dos repartos de correos, aquí

donde las cartas serían bienvenidas.

Bajan por el estrecho los transbordadores.

La casa tiene cuatro puertas, para salir huyendo.

 

La actriz en el exilio

(Dedicado a Helene Weigel)

 

Ahora se está maquillando. Sentada en el pobre taburete

del blanco camerino, inclinada ante el espejo

se aplica el maquillaje con gestos leves.

Cuidadosamente elimina del rostro

cualquier rasgo personal: la más mínima emoción

podría alterarlo. De vez en cuando

deja caer hacia adelante los delgados y nobles hombros

como hacen los que trabajan duro. Ya se ha puesto

la blusa basta con las mangas remendadas.

Las alpargatas todavía están sobre el tocador.

Al acabar

pregunta enérgica si ya ha llegado el tambor

que sirve para imitar el cañonazo

y si ya han colgado

la enorme red. Entonces se p0ne en pie, figura diminuta

pero gran luchadora

para, en alpargatas, representar

el combate de la mujer del pescador andaluz

contra los generales. 

 

Primavera 1938

 

1

 

Hoy domingo de Pascua, temprano

una repentina tormenta de nieve barrió la isla.

Entre los setos verdeantes la nieve había cuajado.

Mi joven hijo

me llevó hasta un pequeño albaricoquero apoyado a

la pared de la casa

arrancándome de un poema en el que señalaba con el dedo

a los que están preparando una guerra

que puede borrar del mapa el continente, esta isla,

a mi pueblo, mi familia y a mí mismo. Sin decir una palabra

cubrimos con un saco

el árbol arrecido.

 

2

 

Sobre el estrecho cuelgan nubes de lluvia, pero el sol

todavía dora el jardín. Los perales

tienen ya hojas verdes, aunque no flor; en cambio

los cerezos, que aún

no han echado hojas, lucen floree. Los blancos racimos

parecen brotar directamente de las ramas secas.

Por las aguas rizadas del estrecho

se desliza un barquito con la vela remendada.

Al gorjeo de los estorninos

se mezcla el trueno lejano

de los cañones de las maniobras navales

del Tercer Reich.

 

3

 

En estas noches de primavera

se oye a menudo cantar el cárabo

en los sauces que bordean el estrecho.

Los supersticiosos de los campesinos creen que

el cárabo anuncia a los hombres

que no les queda mucho de vida. A mí

que soy consciente de haber dicho la verdad

de los que nos gobiernan, el pájaro fúnebre no necesita

ni siquiera anunciármelo.    

 

El ladrón de cerezas

 

Una mañana temprano, mucho antes del canto del gallo

me despertó un silbido y me acerqué a la ventana.

En lo alto de mi cerezo (el alba llenaba el jardín)

había sentado un joven con los pantalones remendados

cogiendo alegremente mis cerezas. Al verme

me saludó con la cabeza, sin dejar pasar con las dos manos

las cerezas de las ramas a sus bolsillos.

Todavía un buen rato, de vuelta ya en la cama

le estuve oyendo silbar su alegre cancioncilla.

 

A un poeta amigo, con motivo de sus poesías de tema alemán 

 

De ese país cuyo suelo se nos impide

pisar (aunque no nos pueden impedir

seguir usando su lengua)

hablas como alguien devorado por el amor y el odio

porque, con malas artes, un rival astuto

lo ha sustituido en el favor de la amada

y piensa en la exhuberancia de sus labios y no olvida

la vaharada de sus axilas, aspirada durante tantos años.

 

En poemas muy diversos te veo colocar piedras

para casas hace tiempo destruidas y esforzarte

en construir de nuevo lugares arruinados

y me da miedo de que hayas olvidado que tu mano

apunta a una imagen y no a un país

que tu pie no pisa suelo, sólo palabras.

 

Poemas de la naturaleza 1

(Svendborg)

 

A través de los doce cuadrados de la ventana

veo un nudoso peral con las ramas colgando

sobre un césped desigual, protegido con un poco de paja.

Lo limita una franja de tierra removida

en la que hay plantados arbustos y árboles enanos.

Detrás de este seto, pelado ahora sin invierno

corre el sendero, bordeado por una valla

de tablas blanqueadas que llega hasta la rodilla: sólo un

metro detrás suyo

se levanta una casita de dos ventanas con marcos verdes

de madera

y un tejado de pendiente tan alta como la pared misma.

La pared está pulcramente enjalbegada, así como el par

de metros

añadidos que prolongan la casa hacia un lado.

Lo mismo que a la izquierda, donde retrocede un poco,

también en el anexo hay una puerta verde de madera

y, como por el otro lado da a la ría

cuyas aguas cubre la niebla a mano derecha,

la casita, precedida de leñera y arbustos,

tiene, si no me equivoco, un total de tres salidas.

Lo cual viene bien a los habitantes que se oponen a

las injusticias

y podrían ser detenidos por la policía.     

 

Poemas de la naturaleza II

(Augsburgo)

 

Una noche de primavera en los suburbios.

Las cuatro casas del grupo

parecen blancas en el crepúsculo.

En el patio los obreros siguen sentados

alrededor de las mesas oscuras.

Hablan del peligro amarillo.

Un par de jovencitas van por cerezas

aunque la campana de las ursulinas ya ha sonado.

Sus padres asoman de los alféizares en mangas de camisa.

Los vecinos cubre los melocotoneros juntos a la pared

con trapos blancos por miedo a las heladas.  

 

Palabras del poeta moribundo a los jóvenes

 

Vosotros, jóvenes de tiempos venideros y

de nuevas auroras sobre ciudades

aún por construir, vosotros que tampoco

habéis nacido, escuchad

mi voz ahora que muero

y no lleno de fama

sino

igual que un campesino que no ha cultivado sus campos o

como un carpintero perezoso que ha abandonado

corriendo

el entramado de vigas sin cubrir.

 

Así

he desaprovechado mi tiempo, malgastado mis días y ahora

tengo que pediros

que digáis todo lo que ha quedado sin decir

que hagáis todo lo que ha quedado sin hacer y que me

olvidéis deprisa, os lo ruego, para que tampoco

mi mal ejemplo os seduzca.

 

Pero, ¿por qué tuve que sentarme

en la mesa de los improductivos, compartiendo la comida

que no habían preparado?

 

¿por qué tuve que mezclar

mis mejores palabras en su

cháchara ociosa? Mientras que afuera

los no instruidos pasaban

sedientos de instrucción.

 

¿Por qué mis cantos

no surgen en los lugares de donde

se alimentan las ciudades, allí donde construyen barcos,

por qué

no surgen de las veloces

locomotoras de los trenes igual que humo

rezagado en el cielo?

 

Pues a los útiles y hacendosos

mis frases les saben a ceniza

y a tartamudeo de borracho.

 

Ni una sola palabra puedo ofreceros

generaciones futuras

ni siquiera una indicación con dedo inseguro

podría daros, pues ¡cómo

iba a señalar el camino quien

no lo ha recorrido!

 

Por eso a mí, que he malgastado

mi vida, sólo me queda exhortaros

a no hacer caso a ningún precepto salido

de nuestra indigna boca y a no seguir

ningún consejo de quienes

tanto han fallado: debéis

decidir por vuestra cuenta lo que os resulta bueno y útil,

cultivar la tierra que nosotros dejamos decaer y

volver habitables

las ciudades que nosotros infectamos.  

 

Al refugio danés

 

¡Oh, casa entre el estrecho y el peral!

¿Ha sobrevivido a los bombardeos

la vieja sentencia que en su día el refugiado

grabó en tus paredes: LA VERDAD ES CONCRETA?

 

Dispensa Finlandesa, 1940

 

¡Alimentos en penumbra! Un aroma a abeto

oscuro entra por las noches susurrando

y se mezcla al de la dulce leche de las enormes cántaras

y al del tocino ahumado sobre la piedra fría.

 

¡Cerveza, queso de cabra, pan reciente y frutas del bosque

cogidas en los arbustos grises, mientras cae el rocío!

¡Si pudiera invitaros a los que, más allá de los mares,

la guerra os mantiene los estómagos vacíos!

 

Al pequeño aparato de radio

 

Cajita con la que cargué cuidadosamente en mi huida

de casa al barco y del barco al tren

para que sus lámparas tampoco se me rompiesen

y mis enemigos no dejaran de hablarme

 

en la cabecera de la cama y con gran dolor mío

de sus victorias y mis penalidades

cerrando la noche y empezando la madrugada:

¡prométeme no enmudecer nunca de repente!

 

Las pipas de fumar

 

Al salir corriendo para la frontera, dejé los libros

en manos de mis amigos y renuncié a la poesía

pero me traje las pipas, vulnerando

la regla básica del refugiado: ¡No guardes nada!

 

Los libros no dicen mucho al que ahora

espera a esa gentuza que ya se acerca a capturarlo.

La petaca y las viejas pipas

pueden hacer más por él.

 

Paisaje Finlandés

 

¡Aguas ricas en peces! ¡Bosques de hermosos árboles!

!Aromas de abedules y de bayas!

¡Viento coral que mece un soplo

tan suave como escapado de esas lecheras metálicas

que bajan rodando de la granja blanca!

Olores y sonidos e imagen y sentido se confunden.

Sentado en la hondura de alisos, el fugitivo reanuda

su difícil oficio: mantener la esperanza.

 

Observa con cuidado la espiga bien colmada

y a la robusta criatura que se inclina hacia el agua

pero también a los que ni el grano ni la leche alimentan.

Pregunta a la balsa que transporta los troncos:

¿Es ésta la madera sin la que no habría patas de palo?

Y ve a un pueblo que calla en dos lenguas.   

 

Los accesorios de la Weigel I

 

Aquí están el taburete y el viejo espejo

ante el que ella se transformaba en su personaje

mirad el lápiz de maquillar, el platillo de los colores

y también la red que, como mujer de pescador, tejió.

 

Ved aquí también, de cuando huimos, la moneda de cinco öre

con un agujero en medio y los zapatos gastados, el largo

recipiente

donde cocinaba a los niños los arándanos

la tabla donde amasaba.

 

Las cosas que manejó en la felicidad y en la desgracia

la nuestra y la suya, queden aquí expuestas a la mirada.

¡Criatura maravillosa que nunca se adornaba!

¡Actriz y refugiada, doncella y mujer! 

 

Pensando en el infierno, dicen que

mi colega Shelley se lo imaginaba

bastante parecido a la ciudad de Londres.

Yo, que no vivo en Londres, sino en Los Ángeles

cuando pienso en el infierno, creo que debe

parecerse todavía más a Los Ángeles.

También en el infierno

se ven, sin duda, estos jardines exhuberantes

con flores tan grandes como árboles que, desde luego

no tardan

en marchitarse si no se las riega con agua carísima.

Y mercados

con pirámides de fruta que tampoco

huelen ni saben a nada. E interminables filas de autos

más ligeros que sus propias sombras y más rápidos que

alocados pensamientos, vehículos resplandecientes en los que

gente de piel rosada se desplaza de ningún sitio a

ninguna parte.

Y casas, construidas para hombres felices: vacías, por lo tanto

aunque estén habitadas.

 

Tampoco en el infierno son feas todas las casas.

Pero la inquietud de acabar en la calle

devora a los habitantes de las mansiones con jardín

igual que a los que viven en chabolas.      

 

Otoño californiano

 

1

 

En mi jardín

sólo hay vegetación perenne. Si quiero ver otoño

tengo que desplazarme hasta la casa de campo de mi amigo en

las colinas. Allí

durante cinco minutos puedo ver un árbol

despojado de sus hojas, y sus hojas despojadas del tronco.  

 

2

 

Vi una espléndida hoja otoñal arrastrada

por el viento calle abajo y pensé: ¡Qué difícil

predecir el rumbo futuro de esta hoja! 

 

Leyendo el periódico mientras se hace el té

 

A primera hora de la mañana me informa el periódico

de ambiciosos planes

del papa y de los reyes, de los banqueros y los magnates

del petróleo.

De reojo vigilo el cazo donde el agua del té

se enturbia y rompe a hervir hasta aclararse de nuevo

y apagar el fuego, rebosando.

 

El aparejo de pesca

 

En mi cuarto, de la pared blanqueada

cuelga una corta caña de bambú, con un gancho

de hierro enrollado, destinada

a sacar redes de pescar del agua. La caña

proviene de una almoneda downtown. Mi hijo

me la regaló por mi cumpleaños. Está desgastada.

En el agua salobre la herrumbre del gancho ha

impregnado la sujeción de cáñamo.

Estas huellas del uso y el trabajo

confieren gran dignidad a la caña. Me

agrada pensar que este aparejo

me lo han dejado esos pescadores japoneses

alejados de la costa oeste en campos de concentración

en calidad de extranjeros sospechosos

y que ha venido a parar a mi casa

para recordarme los muchos problemas de la humanidad

sin resolver, aunque no insolubles.   

 

Paisaje del exilio

 

Pero también yo en el último barco

alcancé a ver el alborozo del amanecer en las jarcias

y los cuerpos grisáceos de los delfines, surgiendo

del Mar del Japón.

 

Y los cochecitos de caballos con adornos dorados

y los matones rosa de las matronas

por las calles de Manila, ya amenazada,

también el fugitivo los vio con alegría.

 

Las torres de los campos de petróleo y los jardines

sedientos de Los Ángeles

y los vespertinos barrancos de California y los mercados

de fruta

tampoco al mensajero del infortunio

le dejaron frío.  

 

Sobre el riego del jardín

 

¡Oh el riego del jardín para alegrar el verde!

¡Dar agua a los árboles sedientos! Repártela con creces y

no olvides los arbustos, ni siquiera

a los que no dan bayas, exhaustos

y codiciosos! Y no pierdas de vista

en medio de las flores, las malas hierbas, que también

tienen sed. No mojes sólo

el césped lozano o sólo el agostado:

también a la tierra desnuda dale tu frescor.

 

La obra ha terminado. Perpetraron la función. Lentamente

se vacía el teatro, como una tripa fláccida. En los vestuarios

se limpian el maquillaje y el sudor los ágiles vendedores

de una mímica precipitadamente combinada, de retórica

rancia. Por último

se apagan las luces que delataban la lamentable

chapuza, dejando en penumbra la hermosa

nada del escenario maltratado. Sentado en el patio de butacas

vacíos y con el aire todavía enrarecido, el bueno del autor

intenta insatisfecho recordar. 

 

Garden in progress

 

Encaramado en la costa del Pacífico, a pico

sobre los suaves truenos de las olas y la vibración de

los trenes petroleros

se extiende el jardín del actor.

 

Sombrean la blanca casa gigantescos eucaliptos

restos polvorientos de la desaparecida misión.

Nada más la recuerda, a no ser la cabeza de serpiente india

en granito, que al pie de la fuente

parece esperar con paciencia

la caída de las otras civilizaciones.

 

Y allí, ante los ladrillos del cobertizo

sobre un bloque de madera una escultura mexicana

de toba porosa representaba un niño de párpados

traicioneros.

Y hay un hermoso banco gris de traza china, también

de cara

al cobertizo. Sentado en él, mientras charlas

por encima del hombro

observas fácilmente el limonar.

 

En un secreto equilibrio

descansan y oscilan las distintas partes del jardín,

sin llegar nunca

a interrumpir la fascinación de la mirada. Pero tampoco

la mano maestra

del omnipresente jardinero concede a ninguna de las partes

completa independencia: entre las fucsia, por ejemplo,

puede vivir un cactus. Además, las estaciones imponen

un ritmo a las miradas: en un lugar u otro

florecen o se marchitan los macizos. Toda una vida

no bastaría para abarcar lo que ocurre en este sitio. Y aunque

el jardín crece conforme a un plan

también se desarrolla ese plan a impulsos del jardín.

 

Los poderosos robles en el majestuosos césped

son claramente producto de la fantasía. El dueño del jardín

modela con la afilada sierra

todos los años un nuevo ramaje.

 

Descuidada, en cambio, la hierba crece anárquica más

allá del seto

alrededor del gigante rosal silvestre. Las zinnias y

las variopintas anémonas

se inclinan sobre el precipicio. Judías verdes dulces

y helechos

brotan enroscados a astillas de leña.

 

En el rincón de los abetos

encuentras junto al muro el jardín de las fucsias.

Como inmigrantes

olvidados de su procedencia, estos hermosos arbustos

en plena floración rodean a una pequeña mata nativa

delicada y poderosa, de diminutas campánulas

expresando su sorpresa con mucho rojo atrevido.

 

    Y bajo un abeto escocés (a la sombra, por tanto)

había un jardín dentro del jardín

de diez por doce pies

tan grande como un parque

con un poco de musgo y ciclámenes

y dos camelios.

 

Y el dueño no sólo formaba el jardín

con sus plantas y árboles, sino también

con las plantas y los árboles de los vecinos, y al decírselo

lo reconocía sonriendo: yo robo de todas partes.

(Pero las cosas malas las escondía

con sus propias plantas y árboles).

 

Desparramados por todo el lugar

había pequeños arbustos, pensamientos de una noche

adonde acudíamos, pues buscando

allí se encontraban proyectos de vida escondidos.

 

A la casa conduce un paseo monástico de hibiscos

tan juntos que el caminar se ve obligado

a apartarlos, liberando así

el aroma pleno de sus flores.

 

En ese paseo, junto al farol

está plantado el cactus de Arizona, tan alto como un hombre

que florece anualmente durante una sola noche

(este año al trueno de los cañonazos de las maniobras

navales)

con flores blancas tan grandes como un puño, pero

tan delicadas

como un actor chino.

 

Por desgracia el bello jardín, elevado sobre la costa

está hecho de piedra quebradiza. Los corrimientos de tierra

arrastran sin aviso partes suyas al abismo de repente.

Al parecer

ya no queda tiempo para completarlo.            

 

Una lectura inocente

 

En sus diarios de los años de guerra

menciona Gide un plátano gigantesco

que hace tiempo que admira por su enorme tronco

su vigorosa ramificación y por el equilibrio

logrado mediante la gravedad de sus brazos principales.

 

En la lejana California muevo

la cabeza al leer este apunte.

Las naciones se están desangrando. No existe un plan natural

que proporcione un feliz equilibrio.

 

¡Oh, el placer de empezar! ¡Las primeras

horas de la mañana!

¡La primera hierba, cuando parecía olvidado

cómo es el verde! ¡La primera página del ansiado

libro, tan llena de sorpresas! ¡Recórrela despacio

que demasiado pronto te quedarán pocas

por leer! ¡Y el primer chorro de agua

en la cara sudorosa! ¡El frescor

de la camisa limpia! ¡El amor, al principio! ¡La mirada

perdida!

¡El comienzo del trabajo! ¡Echarle aceite

a la máquina fría! ¡El primer contacto manual y

el primer zumbido

del motor que arranca! ¡Y la primera calada

de humo que llena los pulmones! ¡Y tú también

pensamiento nuevo!  

 

Antígona

 

Sal de la penumbra y llega

hasta nosotros un momento

benévola, con la pisada ligera

de la decisión inquebrantable, terrible

para los que siembran el terror.

 

El gesto de volverte hacia otro lado me recuerda

cómo has temido la muerte, aunque

aún más temías

vivir sin dignidad.

 

Y no hiciste una sola concesión

a los poderosos ni te prestaste

a componendas con los intrigantes, ni nunca

tampoco olvidaste la afrenta. Y sobre sus fechorías

no creció la hierba. 

 

Una casa nueva

 

Al volver de un exilio de quince años 

me he instalado en una hermosa casa.

Aquí he colgado mis máscaras No y el cuadro enrollable

de un hombre dubitativo. El tener que conducir entre

las ruinas

me recuerda a diario la situación privilegiada

a la que debo esta casa, que ojalá

no me vuelva insensible a las covachas

donde tantos miles se cobijan. Encima del armario

sigue estando, con mis manuscritos,

el baúl de viaje.

 

Los accesorios de la Weigel

 

Igual que el cultivador de mijo para sus pruebas

selecciona las semillas más resistentes y para sus versos

el poeta las palabras adecuadas, así también

ella escoge las cosas que van a acompañar

a sus personajes en la escena. La cuchara de estaño

que Madre Coraje se pone

en la solapa de su chaqueta mongol, el carnet del partido

de la generosa Vlassova y la red de pescar

de la otra, la madre española, o la urna de bronce en la que

Antígona recoge las cenizas. ¡Imposible confundir

el ya agrietado bolso donde la obrera esconde

las octavillas de su hijo con el monedero

de la vehemente cantinera! Cada pieza de su oficio

está cuidadosamente elegida: hebillas y correas

las cajas de estaño y la bolsa de las municiones. y también

el capón y el palo que al final

la vieja retuerce en el nudo corredizo

la tabla en la que la mujer vasca cuece el pan

y el cepo de la vergüenza que la griega lleva a la espalda

con agujeros para meter las manos, el tarro de la manteca

de la rusa, tan pequeño en las manos del policía; todo ello

seleccionado según la edad, la función y la belleza

por los ojos de la experta

y las manos de la que ha llegado a conocer la realidad

haciendo pan, tejiendo redes y cocinando la sopa.     

 

El jardín de las flores

 

Junto al lago, en una espesura de abetos y chopos

protegido por un muro y arbustos, hay un jardín

tan sabiamente plantado que florece

sin pausa desde marzo hasta octubre.

 

Aquí, de madrugada, me siento algunas veces

que yo también quisiera

con tiempo bueno o malo

poder siempre ofrecer algo agradable.

  

Abetos

 

Al amanecer

son los abetos cobrizos.

Así los veía yo

hace medio siglo

y dos guerras mundiales

con ojos jóvenes.

 

Sonidos

 

Más adelante, en otoño

se aposentan en los chopos grandes bandadas de cornejas.

Pero durante todo el verano

como en la zona no hay pájaros

sólo escucho sonidos humanos.

Y me pongo contento.

 

A una colega que se ha quedado en el teatro durante las vacaciones de verano

 

Más allá del patio te veo entrar en el edificio dedicado

al teatro y subir hasta el lugar donde

bajo el cartel del camarada Picasso y entre el humo azul

de los cigarros

se reparten papeles, se retocan textos y se preparan

nuevos ensayos, mientras el teléfono

no para de sonar. También te sigo

hasta el estudio fotográfico y te veo

apartar imágenes para la gira por Francia, y vuelvo a

cruzar el patio contigo y miro el escenario

donde los albañiles ahora quizá eliminen las esquinas

sobrantes

para hacer sitio al nuevo ciclorama

de Coriolano, llenando de polvo el lugar donde

se encuentra la silla de Azdak.   

 

La primera mitad del año 1954

 

Ni enfermedades graves ni enemistades serias.

Trabajo suficiente.

Y recibí mi ración de patatas nuevas

pepinos, espárragos y fresas.

Vi las lilas en Buckow, la plaza del mercado de Brujas

los canales de Amsterdam, Le Halles en París.

Disfruté las amabilidades de la encantadora A.T.

Leí las cartas de Voltaire y el escrito de Mao sobre

la contradicción.

Pues El círculo de tiza en el Berliner Ensemble.

 

¿Cómo habría que escribir la rosa diminuta

tan próxima y reciente, y de un repentino rojo oscuro?

No vinimos a verla

pero cuando vinimos ella estaba ahí.

 

Antes de estar ahí, no se la esperaba

y cuando estuvo apenas dimos crédito.

Llegó a la meta sin haberse puesto en marcha.

Pero ¿no pasa esto mismo con todo? 

 

El invernadero

 

Agotado de regar los árboles frutales

entré hace poco en el pequeño invernadero entreabierto

donde las pocas flores que quedan

sobreviven a la sombra de la tela agujerada.

Todavía está en pie la armazón de madera, trapos

y alambre, todavía alzan las guías

los pálidos tallos sedientos; aún se pueden apreciar

los cuidados de tiempos mejores

tantas manipulaciones. En el techo de la carpa

se balancea la sombra de las vulgares plantas perennes

que, al vivir de la lluvia, no necesitan del aire.

Como siempre, las bellezas sensibles

ya han desaparecido.  

 

Comer carne con alegría, un lomo jugoso

y con pan de centeno (bien cocido, aromático)

una tajada del enorme queso, y beber

cerveza fría de la jarra, todo esto

se tacha de vulgar, pero en mi opinión bajar a la sepultura

sin haber disfrutado un bocado de buena carne

es inhumano, y lo digo yo,

que no tengo mucho apetito.

 

Placeres

 

La primera mirada por la ventana al levantarse

el viejo libro recobrado

rostros llenos de entusiasmo

nieve, el cambio de las estaciones

el periódico

el perro

la dialéctica

ducharse, nadar

música antigua

zapatos cómodos

comprender

música nueva

escribir, plantar

viajar

cantar

ser amable.   

 

Tiempos difíciles

 

Al pie de mi escritorio

veo por la ventana el saúco del jardín

y distingo en él algo rojo y algo negro

y me acuerdo de pronto del saúco

de mi infancia en Augsburgo.

Durante unos minutos pienso

muy en serio si debo acercarme a la mesa

en busca de mis gafas para volver a ver

las bayas negras en las diminutas ramas rojas. 

 

Si duráramos para siempre

todo se transformaría

pero como somos finitos

queda mucho como era.

 

Y yo siempre he pensado que las palabras más sencillas

deben ser más que suficientes. Con decir lo que está pasando

a cualquiera se le tendría que romper el corazón.

Que te vas a pique si no sabes defenderte

de eso sin embargo tú mismo te darás cuenta.

 

Cuando en la blanca habitación del Hospital de la Charité  

desperté hacia el amanecer

y oí el mirlo, lo tuve

aún más claro. Ya hace mucho tiempo

que no temía a la muerte, pues nada

puede faltarme si yo

mismo falto. Ahora

también he logrado alegrarme con todos

los mirlos que cantarán cuando yo no esté. 

 

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”