Armando Rojas Guardia |
Autor: Armando Rojas
Guardia
Intentaba mi oración, sentado
en el balcón abierto a la mañana,
una oración empapada por el sueño,
subacuática a fuerza de arrastrar
desgarrados líquenes de ideas,
sensaciones sinuosas como peces,
corrientes de frases en la mente,
arborescencias últimas de imágenes
que rozan los monstruos paleolíticos:
el terror de ser, el de ser hombre, el de vivir
vertebrado sin más por la conciencia
(ella no pidió llegar al universo
íngrima brotando de lo informe
y cargada de faunas todavía).
Cerrados los ojos, intentaba
convertirme en silencio mineral
donde cupiera la mudez de los objetos,
en comunión callada con la silla,
las paredes, los estantes, esa forma
humilde que es la mesa, la extensión
granítica del piso. Se trataba
de apagar en mí toda palabra,
toda elocuencia contumaz, todo deseo
atrapado en las redes del lenguaje.
Luchaba mi oración por ser silencio
a pesar de mis abismos submarinos
bajo el discurso en vaivén, infatigable.
Batallaba la conciencia por dormirse
más allá de sí misma, despertada
sobre la arena sola de ese yermo
que redime en mudez, en horizonte
nítido y filoso los deseos.
Intentaba mi oración. Y
no lograba
desbrozar esta selva que
me habita
tejida con lianas de
palabras.
El balcón era mi cárcel, mi derrota.
Mis nervios irritados
hormigueaban
bajo el estruendo de la
luz.
Me levanté de la silla.
... Me contuve,
porque un azulejo
repentino,
ligero en el patio
despoblado,
me miraba de lejos,
frente a frente.
Ignorante de sí, me
alivianaba.
Ignorante de sí, su azul
juzgó
mi propio estupor
agradecido.
Terminé mi oración. A
Dios le gusta
traducir a veces su
silencio.
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