Wislawa Szymborska (Polonia, 1923 - 2021) |
Poemas de "Sal"
de Wislawa Szymborska
(1962)
Traducción: Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia
Mono
Expulsado del
paraíso antes que el hombre
por tener unos ojos tan contagiosos
que, al pasear la mirada por el jardín,
hundía en una tristeza imprevisible
a los mismos ángeles. Por esa razón
debía, aunque sin su humilde consentimiento,
erigir aquí en la tierra sus nobles linajes.
Saltarín, prensil y atento, hasta hoy tiene gratia
escrita con la t de terciario.
Adorado en el
antiguo Egipto, con una constelación
de pulgas en sus cabellos plateados por la santidad,
escuchaba archicallando, afligido,
lo que querían de él. ¡Ay, la no muerte!
Y se alejaba moviendo su rosado trasero
en señal de que ni aprueba, ni prohíbe.
En Europa le
quitaron el alma,
pero le dejaron las manos por descuido;
y cierto monje, al pintar a una santa,
le puso manos delgaditas, animales.
Y la santa tenía que
tomar la gracia como si fuera una nuez.
Caliente como un recién nacido, tembloroso como un
anciano,
los navíos lo
llevaban a las cortes reales.
Chillaba, brincando con una cadena dorada,
con su frac de marqués con los colores de un loro.
Casandra. De qué reírse aquí.
Comestible en China,
hace sobre el plato
muecas asadas o cocidas.
Irónico como un brillante en un engaste falso.
Parece ser que se cerebro, al que le falta algo,
después de todo no ha inventado la pólvora,
tiene un sabor muy fino.
En las fábula,
solitario en inseguro,
llena el interior de los espejos con sus muecas,
se burla de sí mismo, es decir, nos da un buen ejemplo,
a nosotros, de quienes sabe todo, como un pariente pobre,
aunque no nos saludemos.
La lección
Quien el rey Alejandro hace que corta
el nudo gordiano con qué con su espada.
eso no se le había ocurrido a quien a
nadie.
había cien
filósofos, ninguno lo pudo desatar.
nada raro que ahora se escondan.
Los soldados los pescan de las barbas
de chivo, canosas, desquiciadas
y estalla una estruendosa qué risa.
Basta. El rey se
asoma por debajo del penacho,
se monta en su caballo y marcha
a dónde a la guerra. Y tras él,
entre el trompeteo de las trompetas y el tamborileo
de los tambores
qué un ejército compuesto de qué de
nudos.
Museo
Hay platos, pero no
hay apetito.
Hay alianzas, pero no amor correspondido
desde hace al menos trescientos años.
Hay un abanico,
¿dónde está el rubor?
hay espadas, ¿dónde está la ira?
Y el laúd ni siquiera suena al alba.
A falta de
eternidad,
han reunido diez mil cosas viejas.
El mohoso portero dormita apaciblemente,
sus bigotes cuelgan por encima del escaparate.
Los metales, la
arcilla, una pequeña pluma de pájaro,
triunfan, callados, en el tiempo.
Sólo se ríe la aguja de la risueña de Egipto.
La corona sobrevivió
a la cabeza.
La mano perdió contra el guante.
El zapato derecho venció al pie.
En cuanto a mí,
créanme, vivo.
Mi carrera contra el vestido aún continúa.
Y ¡qué terquedad la suya!
Y ¡qué deseos de sobrevivir!
Momento en Troya
Pequeñas chiquillas
flacas y sin fe
en que las pecas desaparezcan de sus mejillas,
que no atraen la
atención de nadie,
caminando sobre los párpados del mundo,
parecidas a papá o a
mamá,
y sinceramente espantadas por ello,
a la hora de la
comida,
a la hora de la lectura,
cuando están frente al espejo,
en ocasiones son raptadas y llevadas a Troya.
En los grandes
guardarropas de un – abrir – y – cerrar – de – ojos
se transforman en hermosas Helenas.
Suben por escaleras
reales
entre susurros de admiración y de largas colas.
Se sienten ligeras.
Saben que
la hermosura es descanso,
que el habla toma el sentido de la boca
y los gestos se esculpen solos
en una negligencia inspirada.
Sus caritas,
que bien valen la expulsión de los embajadores griegos,
se alzan con orgullo sobre los cuellos
dignos de ser sitiados.
Los morenazos de las
películas,
los hermanos de sus amigas,
el maestro de dibujo,
ay, todos morirán.
Las pequeñas
chiquillas,
desde la torre de la sonrisa,
contemplan la catástrofe.
Las pequeñas
chiquillas
se encogen de hombros
en un embriagador rito de hipocresía.
Pequeñas chiquillas,
sobre un fondo de devastación
con una diadema de ciudad en llamas
con aretes de lamento universal en los oídos.
Pálidas y sin una
lágrima.
Saciadas con el espectáculo. Triunfales.
Tristes sólo por el hecho
de que hay que regresar.
Pequeñas chiquillas,
que regresan.
Mi sombra
Mi sombra, como el
bufón tras la reina:
cuando la reina se levanta de la silla
el bufón se encarama en la pared
y da en el techo con su estúpida cabeza.
Lo que tal vez duela
a su manera
en el mundo de dos dimensiones. Quizá
no se sienta bien el bufón en mi corte
y prefiera otro papel.
La reina se asoma
por la ventana
y el bufón salta hacia abajo.
Así han dividido cada acción,
aunque no precisamente a la mitad.
Ese vulgar se quedó
con los gestos,
con el phatos y con todo su cinismo,
todo para lo que yo no tengo fuerzas:
corona, cetro, capa real.
Seré ligera al mover
los brazos,
ligera al volver la cabeza,
rey mío, en nuestra despedida,
rey mío, en la estación del tren.
Rey mío, en este momento,
rey mío, se tiende el bufón en la vía.
El Resto
Ofelia cantó sus desquiciadas canciones
y salió corriendo de la escena, inquieta:
que si se le quema el vestido, que si sobre los hombros
le cae el cabello de la forma adecuada.
Para verdadero colmo, se lava las cejas
de esa negra desesperación y - como auténtica hija de
Polonio -
cuenta las hojas que han arrancado a su cabello, para mayor
seguridad.
Ofelia, que a ti y a mí nos perdone Dinamarca:
moriré con alas, sobreviviré con prácticas garras.
Non omnis moriar de amor
Clochard
En París, en un día matinal hasta el ocaso,
en París como
en París que
(¡oh, santa ingenuidad de lo descrito, ayúdame!)
en un jardín junto a una catedral de piedra
(no construida, no,
tocada en un laúd)
en pose de sarcófago se ha quedado dormido
un clochard, un monje secular, un renegado.
Si es que tenía algo, lo perdió,
y no quiere recuperar lo perdido.
Le deben todavía el salario por la conquista de las Galias,
ya no le importa, se ha resignado.
Y en el siglo quince tampoco le pagaron
por posar como ladrón de la izquierda,
lo ha olvidado, ha dejado de esperar.
Gana para vino tinto
pelando a los perros del rumbo.
Duerme con cara de inventor de sueños
con el enjambre imaginario de su barba al sol.
Las grises quimeras se despetrifican
(volátidos, bajogueros, monógalos y palomíferos,
hongorranas, derrepentes, cabezapiernas
y multiespecímenes, allegro, vivace gótico)
y lo ven con una curiosidad
que no sienten por ninguno de nosotros,
sensato Pedro,
activo Miguel,
ingeniosa Eva,
Bárbara, Clara.
Palabras
-¿La Pologne? ¿La Pologne? Allí hace un frío terrible, ¿verdad? - me pregunta y suspira con alivio. Porque han aparecido tantos de esos nuevos países, que lo más seguro es hablar del clima.
-Imagínese usted, señora - quiero responderle -, los poetas de mi país escriben con los guantes puestos. No digo que nunca se los quiten; si la luna calienta un poquito, entonces sí. En estrofas compuestas de alaridos estruendosos, pues sólo eso se abre paso entre el aullido de los vientos, cantan la vida sencilla de los pastores de focas. Los clásicos esculpen con carámbano de tinta sobre montones de nieve pisoteada. El resto, los decadentes, llora su destino con estrellitas de escarcha. Quien quiera ahogarse, debe tener un hacha para horadar el hielo. Imagínese usted, señora, mi querida señora.
Así quiero responderle. Pero no recuerdo cómo se dice foca en francés y no estoy segura en cuanto a carámbano y horado.
-¿La Pologne? ¿La Pologne? Allí hace un frío terrible, ¿verdad?
-Pas de tout - le digo gélidamente.
Elegía viajera
Todo es mío, nada en propiedad,
nada en propiedad para la memoria
y mío sólo mientras miro.
Apenas recordabas, ya inseguras,
diosas de sus cabezas.
De la ciudad de Samokov sólo lluvia
y nada excepto lluvia.
París, desde el Louvre hasta la uña,
cubierto por una catarata.
Del Boulevard Saint Martin quedan las escaleras
y conducen a la nada.
Apenas un puente y medio
del Leningrado de puentes.
Pobre Uppsala,
con un poco de la gran catedral.
Desdichado danzante de Sofía,
cuerpo sin rostro.
Por una parte, su cara sin ojos,
por otra, sus ojos sin pupilas
por otra, sus pupilas de gato.
Un águila caucasiana planea
sobre la reconstrucción de un desfiladero,
el oro impuro del sol
y las piedras falsas.
Todo es mío, nada en propiedad,
nada en propiedad para la memoria,
y mío sólo mientras miro.
Innumerables, infinitos,
y únicos hasta la fibra,
hasta el grano de arena, hasta la gota de lluvia,
los paisajes.
No retendré ni una brizna de hierba
totalmente de acuerdo con su imagen.
La bienvenida y la despedida
en una mirada.
Para el exceso y para la carencia,
un movimiento del cuello.
Sin Titulo
Tanto se quedaron solos,
tanto sin una palabra,
en tal desamor, que merecen un milagro:
un rayo desde una nube alta, convertirse en piedra.
Dos millones de ejemplares de la mitología griega
y no hay salvación para ella ni tampoco para él.
Si cuando al menos alguien estuviera de pie junto a la puerta,
si cualquier cosa apareciera, cuando menos un momento,
y desapareciera:
algo triste, optimista, de donde sea, de ningún lado,
que provocara risa o miedo.
Pero no va a pasar nada. Ninguna espontánea
improbabilidad. Como en un drama burgués,
será una separación correcta hasta el final,
no honrada ni siquiera por un hoyo en el cielo.
En el fondo inconmovible de la pared,
deplorables el uno para el otro,
están de pie frente al espejo, en el que
no hay nada más que un consecuente reflejo.
Nada más que el reflejo de dos cuerpos.
La materia está todo el tiempo en guardia.
Que larga, amplia y alta,
en la tierra, en el cielo y a los lados
cuida de los destinos innatos,
como si por un corzo inesperados en este cuarto
tuviera que desplomarse el universo.
Encuentro Inesperados
Somos muy amables el uno con el otro,
decimos que es bonito encontrarse después de tantos años.
Nuestros tigres beben leche.
Nuestros azores va a pie.
Nuestros tiburones se ahogan en el agua.
Nuestros lobos bostezan ante una jaula vacía.
Nuestras víboras se han sacudido los relámpagos,
los monos la inspiración, los pavos reales las plumas.
¡Cuánto hace que dejaron nuestro pelo los murciélagos!
Callamos sin terminar la frase,
sonriendo sin remedio.
Nuestras personas
no saben cómo hablarse.
Bodas de Oro
Seguro que una vez fueron distintos,
fuego y agua, se distinguían violentamente,
se robaban y obsequiaban
en el deseo, en el asalto a la no semejanza.
Abrazados, se apropiaron y expropiaron
tanto tiempo
que en sus brazos sólo quedó un aire
transparente, después de que volaran los relámpagos.
Un día, la respuesta llegó antes que la pregunta.
Una noche, adivinaron la expresión de sus ojos
por el tipo de silencio, en la oscuridad.
El sexo se difumina, los secretos se marchitan,
las diferencias se encuentran en las semejanzas
como en el blanco todos los colores.
¿Cuál de ellos es doble y quién falta aquí?
¿Quién sonríe con dos sonrisa?
¿La voz de quien suena a dos voces?
¿En qué asentimiento se inclinan las cabezas?
¿De quién es el gesto que lleva las cucharas a la boca?
¿Quién le arrancó la piel a quién aquí?
¿Quién vive aquí y quién ha muerto
enredado en las líneas de la mano de quién?
Lentamente, de mirar fijamente nacen gemelos.
La familiaridad es la mejor de las madres:
no favorece a ninguno de sus hijos
y apenas si recuerda quién es quién.
En sus bodas de oro, en ese día solemne,
una paloma, vista idénticamente, se posó en la ventana.
Campo de hambre cerca de Jaslo
Escríbelo. Escribe. Con tinta normal
en un papel normal: no les dieron de comer,
todos murieron de hambre. Todos. ¿Cuántos?
Es una pradera grande. ¿Cuánta hierba
le tocó a cada uno? Escribe: no sé.
La historia redondea los esqueletos por decenas.
Mil y uno siguen siendo mil.
Ese uno es como si no existiera:
feto imaginario, cuna vacía,
cartilla abierta para nadie,
aire que ríe, grita y crece,
escalera hacia el vacío que baja al jardín,
lugar de nadie en la fila.
Estamos en la pradera donde se hizo hombre.
Y ella calla como un testigo comprado.
Al sol. Verde. Allá, cerca de un bosque
para mascar la madera, para beber por debajo de la corteza:
ración de paisaje de una jornada,
hasta que uno pierda la vista. En la altura, un pájaro
que pasaba por la boca con una sombra
de sus alas nutritivas. Se abrían las mandíbulas
golpeaba diente contra diente.
De noche, en el cielo, brillaba la hoz
y segaba para los panes soñados.
Llegaban volando las manos de ennegrecidos íconos,
con vacíos cálices en los dedos.
En las púas del alambre
se balanceaba el hombre.
Cantaban con tierra en la boca. Un bello canto
que habla de cómo la guerra llega directamente al corazón.
Escribe qué silencio hay aquí.
Sí.
Parábola
Ciertos pescadores sacaron del fondo una botella.
Había en la botella un papel, y en el papel estas palabras:
"¡Socorro, estoy aquí! El océano me arrojó a una isla desierta.
Estoy en la orilla y espero ayuda. ¡Dense prisa, estoy aquí!"
- No tiene fecha. Seguramente es ya demasiado tarde.
La botella pudo haber flotado mucho tiempo, dijo el pescador primero.
- Y el lugar no está indicado. Ni siquiera se sabe en qué océano,
dijo el pescador segundo.
- Ni demasiado tarde ni demasiado lejos. La isla Aquí está en todos lados,
dijo el pescador tercero.
El ambiente se volvió incómodo, cayó el silencio.
Las verdades generales tienen ese problema.
Balada
Esta es la balada de una muerta
que de repente se alzó de la silla.
Compuesta con buena voluntad
escrita en el papel.
Con las ventanas descubiertas
todo ocurrió a la luz de una lámpara.
Todo el que quiso pudo verlo.
Cuando se cerró la puerta
y el asesino huyó por la escalera,
ella se levantó como los vivos
que el repentino silencio despierta.
Se levantó, mueve la cabeza
y con unos ojos duros como un anillo
mira por los rincones.
No se eleva en el aire
anda por el simple suelo
por las crujientes tablas.
Todas las huellas del asesino
las quema en un fuego. Hasta los restos
de la fotografía, hasta los residuos
de los cordones en el fondo del cajón.
No está asfixiada.
No está tiroteada.
Ha sufrido una muerte invisible.
Puede dar signos de vida,
llorar por distintos y pequeños motivos,
gritar incluso de pánico
al ver un ratón.
Tantas
son las debilidades y ridiculeces
fáciles de imitar.
Se ha levantado, como se levanta uno.
Anda, como se anda.
Incluso canta peinándose el cabello,
que crece.
Tomando vino
Me miró, me dio belleza,
y yo la creí mía.
Feliz, me tragué la estrella.
Permití ser pensada
a imagen del reflejo
producido en sus ojos. Bailo, bailo
al compás de repentinas alas.
La mesa es una mesa, el vino, vino
en una copa, que es una copa
y está estando en la mesa.
Y yo soy imaginaria,
increíblemente imaginaria,
imaginaria hasta la médula.
Le habló de lo que quiere, de las hormigas
que mueren de amor
bajo la constelación del diente de león.
Juro que una rosa blanca
salpicada de vino, canta.
Me río, inclino la cabeza
con cuidado, como si comprobara
un invento. Bailo, bailo
en una sorprendida piel, en un abrazo,
que me crea.
La Eva de la costilla, la Venus de la espuma,
la Minerva de la cabeza de Júpiter
eran más reales.
Cuando él no me mira,
busco mi reflejo
en la pared. Y sólo veo
un clavo del que has descolgado un cuadro.
Las mujeres de Rubens
Titánides, fauna femenina,
desnudas como estruendo de toneles.
Hacen su nido en lechos aplastados
y duermen con la boca abierta en forma de chillido.
Sus pupilas han huido hacia el fondo
y penetran al interior de sus glándulas
desde las que gotea levadura como sangre.
Hijas del barroco. Se infla la masa en la artesa,
se llenan de vapor los baños, se ruborizan los vinos,
por el cielo galopan puerquitos de nubes,
relinchan las trompetas ante el peligro físico.
¡Oh acalabazadas, oh excesivas,
duplicadas al rechazar los vestidos,
triplicadas por la impetuosidad de la pose,
grasosos platillos de amor!
Sus flacas hermanas se levantaron antes,
antes de que alboreara en el cuadro
y nadie las vio avanzar en fila
por la parte trasera del lienzo.
Desterradas del estilo. Con las costillas contadas
y pies y manos que parecen de ave.
Con sus manos que parecen de ave.
Con sus omóplatos salidos intentan levantar el vuelo.
El siglo trece les daría un fondo dorado.
El veinte, una pantalla a color.
El diecisiete, en cambio, no tiene qué darle a las plantas.
Pues hasta el cielo es protuberante,
protuberantes los ángeles y protuberante dios:
un bigotudo Febo que en un corcel
sudoroso irrumpe en una alcoba hirviente.
Lectura
No ser púgil, Musa, es como no ser nada.
Nos negaste un auditorio enardecido.
Hay doce personas en la sala,
es hora de empezar.
La mitad vino porque llueve,
los demás son parientes. Musa.
Las mujeres podrían desmayarse en esta tarde de otoño,
y lo harán, pero solo frente al ring.
Escenas dantescas sólo allí.
Y el éxtasis. Musa.
No ser un boxeador, ser un poeta,
con una condena a poemas forzados,
y a falta de músculos mostrarle al mundo
- en el mejor de los casos - una lectura escolar en el futuro.
Oh Musa. Oh Pegaso,
ángel equino.
En la primera fila un viejecito sueña dulcemente
que su difunta esposa ha vuelto de la tumba
para hornearle una tarta de ciruelas.
Con fuego, pero no muy alto, porque se quema la tarta,
comenzamos la lectura. Musa.
Epitafio
Aquí yace, como la coma anticuada
la autora de algunos versos. Descanso eterno
tuvo a bien darle la tierra, a pesar de que la muerta
con los grupos literarios no se hablaba.
Aunque tampoco en su tumba encontró nada
mejor que una lechuza, jacintos y este treno.
Transeúnte, quita a tu electrónico cerebro la cubierta
y piensa un poco en el destino de Wislawa.
Prólogo de la comedia
Se hizo un violín de cristal porque quería ver la música. Arrastró su barca hasta la cima de una montaña y esperó a que el mar llegara hasta allí. Por las noches estudiaba el "Horario de trenes"; las estaciones de destino le sacaban lágrimas de emoción. Criaba rosas con dos erres. Escribió un poema para el crecimiento del cabello y otro para lo mismo. Estropeó el reloj del ayuntamiento para detener de una vez por todas la caída de las hojas de los árboles. En una maceta que vio crecer la hierbabuena quiso hacer excavaciones para encontrar una ciudad. Anduvo con la Tierra a sus pies, sonriente, despacito, como dos y dos son dos: feliz. Cuando le dijeron que no existía, al no poder morir de pena, tuvo que nacer. Ya anda viviendo por ahí; parpadea y crece. ¡Justo a tiempo! ¡En un buen momento! A Nuestra Señora del Amor Hermoso. la Dulce Máquina de la Prudencia, pronto le irá bien un bufón para la honesta diversión y la inocente alegría.
Retrato
Si los elegidos de los dioses mueren jóvenes,
¿qué hacer con el resto de la vida?
La vejez es un abismo
ya que la juventud es la cima.
Yo no me muevo de aquí.
Aunque sea de una pierna seguiré siendo joven.
Me aferro al aire
con una especie de bigotes de ratón.
En esta posición vuelvo a nacer constantemente.
No conozco otro truco.
Pero siempre serán yo:
los guantes mágicos,
el cotillón en cruz de la primera mascarada,
el falsete de los manifiestos juveniles,
el rostro del sueño de la costurera con el crupier,
los ojos arrancados que me gustaba pintar
esparciéndolos como garbanzos desde la vaina,
porque ante este espectáculo temblaban los muslos muertos
de la rana pública.
Sorpréndase también ustedes.
Sorpréndase hasta cien toneles de Diógenes,
que le gano en ideas.
Conjuren
un eterno comienzo.
Esto que tengo en los dedos
son arañas que mojo en la tinta
y arrojo al lienzo.
De nuevo estoy en el mundo.
Florece un nuevo ombligo
en el vientre del artista.
***
Estoy demasiado cerca para que me sueñe.
No vuelo sobre él, no me le escapo
por la raíz de los árboles. Estoy demasiado cerca.
El pez en la red no canta con mi voz.
Ni rueda de mi dedo el anillo.
Estoy demasiado cerca. La gran casa se incendia
sin mí pidiendo ayuda. Demasiado cerca,
para que suene la campana en mi cabello.
Demasiado cerca como para poder entrar como invitado
frente al que se apartan las paredes.
Nunca más volveré a morir tan levemente
tan más allá de mi cuerpo, tan sin saberlo,
como alguna vez en su sueño. Estoy demasiado cerca,
demasiado cerca. Oigo el silbido
y veo la reluciente piel de esa palabra
inmovilizada en un abrazo. Él duerme
más accesible en este instante para la cajera
del circo ambulante con un solo león, a la que ha visto una vez
en la vida, que para mí recostada a su lado.
En él crece ahora un valle dorado para ella,
encerrado por una montaña nevada
en el aire azul. Yo estoy demasiado cerca
para caerle del cielo. Mi grito
podría sólo despertarlo. Pobre,
limitada a mi propio personaje;
y fui abedul, y fui lagarto
y salía de los tiempos y del atlas
cambiando mi piel de color. Y tenía
la gracia de esfumarme ante sus sorprendidos ojos,
riqueza de riquezas. Estoy cerca,
demasiado cerca para que me sueñe.
Y saco el brazo de bajo su cabeza,
entumido, lleno agujas imaginarias.
En la punta de cada una de ellas, esperando a ser contado,
reposa un ángel caído.
En la Torre de Babel
-¿Qué hora es? -Sí, soy feliz,
y sólo me falta una campanilla al cuello
que suene encima de ti cuando estés dormido.
-¿Entonces, no has oído la tormenta? El viento ha sacudido el
muro;
la torre ha bostezado, como un león, con su gran puerta
de goznes chirriantes - ¿Cómo? ¿Lo has olvidado?
Yo llevaba un sencillo vestido gris
abrochado en el hombro. -E inmediatamente después
el cielo se rompió en mil destellos. -Cómo iba a centrar,
si no estabas solo. -Vi de repente
los colores anteriores a la existencia de la vista. -Lástima
que no me lo puedes jurar. -Tienes razón,
probablemente fue un sueño. -¿Por qué mientes,
por qué me llamas con su nombre,
la amas todavía? -Oh sí, me gustaría
que te quedarás conmigo -No siento rencor,
tendría que haberlo imaginado. -¿Sigues pensando en él? -No, no estoy llorando.
-¿Y eso es todo? -A nadie como a ti.
-Por lo menos eres sincera. - Puedes estar tranquilo,
me iré de esta ciudad. -Puedes estar tranquila,
me iré de esta ciudad. -Tienes unas manos tan hermosas…
-Es una vieja historia, el filo pasó
sin lesionar el hueso. -No hay de qué,
querido, no hay de qué. No sé,
ni quiero saber, qué hora es.
Sueño
El mío caído, el mío reducido a polvo, el mío tierra,
adoptando la forma que tiene en la fotografía:
con la sombra de una hoja en la cara, con una concha de
mar en la mano,
se dirige hacia mi sueño.
Vaga por oscuridades desde nunca apagadas,
por vacíos abiertos hacia sí para siempre,
por siete veces siete veces siete silencios.
Aparece en la parte interior de mis párpados,
en ese único mundo que le es accesible.
Le late el corazón atravesado por una bala.
Se desata de sus cabellos el primer viento.
Empieza a existir una pradera entre nosotros.
Se acercan volando los cielos con sus nubes y sus pájaros,
en el horizonte estallan las montañas en silencio
y el río corre río abajo en busca del mar.
Se ve ya tan lejos, tan lejos,
que día y noche se vuelven simultáneos
y todas las estaciones del año se sienten al mismo tiempo.
Una luna de cuatro fases abre su abanico,
se arremolinan copos de nieve y mariposas
y caen los frutos de un árbol en flor.
Nos acercamos el uno al otro. No sé si llorando,
o acaso sonriendo. Un paso más
y escucharemos juntos tu concha marina,
y en ella, qué murmullo de miles de orquestas,
qué marcha nupcial la nuestra.
Agua
Una gota de lluvia cayó en mi mano,
venida del Ganges y del Nilo,
de la escarcha del séptimo cielo en los bigotes de una foca,
del agua de los cántaros rotos en las ciudades de Ys y Tiro.
En mi dedo índice
el mar Caspio es un mar abierto,
y el Pacífico desemboca dócilmente en el Rudawa,
el mismo que revoloteaba sobre París como una nube
en el año setecientos sesenta y cuatro,
el día siete de mayo a las tres de la madrugada.
Faltan labios para pronunciar
tus nombres fugitivos, agua.
Tendría que nombrarte en todas las lenguas
pronunciando todas las vocales al mismo tiempo
y tendría que callar al mismo tiempo, por el lago
que esperó en vano cualquier nombre
y que no existe en la tierra, como no existe en el cielo
la estrella reflejada en él.
Alguien se ahogó, alguien te llamó mientras moría.
Fue hace mucho tiempo y fue ayer.
Apagabas casas, arrancabas casas
como si fueran árboles, bosques como ciudades.
Estuviste en las pilas bautismales y en los baños de las
cortesanas.
En los besos, en las mortajas.
Royendo piedras, nutriendo arco iris.
En el sudor y en el rocío de las pirámides, de las lilas.
Qué ligereza en una gota de lluvia.
Qué delicadamente me toca el mundo.
Lo que, cuandoquiera, dondequiera, haya pasado
está escrito sobre el agua de Babel.
Resumen
Job, probado en cuerpo y hacienda, maldice su destino humano. Eso es alta poesía. Vienen sus amigos y rasgándose las vestiduras discuten la culpa de Job ante los ojos del Señor. Job clama que fue justo. Job no sabe por qué lo ha alcanzado el Señor. Job no quiere hablar con ellos. Job quiere hablar con el Señor. Aparece el Señor en un carro de viento, y ante el llagado hasta los huesos elogia su obra: los cielos, el mar, la tierra y los animales. Y en particular a Behemot, y muy especialmente a Leviatán, bestias que llenan de orgullo. Eso es alta poesía. Job escucha - el Señor habla de otra cosa, porque es su voluntad hablar de otra cosa - . Así es que rápidamente se humilla ante el Señor. Ahora los eventos se suceden de prisa. Job recupera los asnos, los camellos, las ovejas y los bueyes aumentados al doble. La piel recubre su cráneo desollado. Y Job lo permite. Job lo acepta. Job no quiere estropear la obra maestra.
En el río de Heráclito
En el río de Heráclito
el pez pesca al pez,
el pez corta el pez con el filo de un pez,
el pez construye un pez, el pez vive en el pez,
el pez escapa el sitiado pez.
En el río de Heráclito
el pez ama el pez,
tus ojos - le dice - resplandecen como peces en el cielo,
quiero nadar hacia un mar compartido,
contigo, la más bella del cardumen.
En el río de Heráclito
el pez inventa al pez de peces,
el pez se arrodilla ante el pez, el pez canta al pez,
le pide al pez un nadar más ligero.
En el río de Heráclito
yo, pez claro, pez distinto
(aunque sea del pez árbol, del pez piedra)
escribo por momentos pececillos
sobre escamas plateadas y por tan corto tiemp0
que, tal vez por eso, parpadea en su turbación la oscuridad.
Poema en honor
Había una vez. Inventó el cero.
En un país incierto. Bajo una estrella
hoy probablemente oscura. Entre fechas
por las que quién juraría. Sin nombre
ni siquiera cuestionable. Sin dejar
bajo su cero ningún pensamiento profundo
sobre la vida, que es como. Ni una leyenda
de que cierto día a una rosa cortada
le agregó un cero y la ató en un ramillete.
Que cuando tenía que morir se fue al desierto
en un camello de cien jorobas. Que se quedó dormido
a la sombra de la palma que se había llevado. Que se despertará
cuando ya todo esté contado
hasta un grano de arena. Qué clase de hombre.
Por la grieta entre el hecho y lo inventado
se escapó nuestra atención. Resistente
a cada sino. Se sacude
cada aspecto que le doy.
Se le adhirió el silencio sin que la voz dejara cicatriz.
La ausencia tomó forma de horizonte.
El cero se escribe solo.
Apuntes
En el primer escaparate
yace una piedra.
Vemos sobre ella
una tenue grieta.
Obra de la casualidad,
como dicen algunos.
En el segundo escaparate,
parte de un hueso frontal.
Difícil determinar….
si animal o humano.
Un hueso como otro.
Sigamos adelante.
Aquí no hay nada.
Quedó solamente
un viejo parecido
de la chispa que salta de la piedra
con la estrella.
Desplegado desde hace siglos
el espacio de comparación
se ha conservado en buen estado.
Es él
quien nos arrancó del interior de la especie,
quien nos sacó del círculo del sueño
anterior a la palabra sueño
en el que lo que está vivo
nace para siempre
y muere sin muerte.
Es él
quien convirtió nuestra cabeza en humana
de la chispa a la estrella,
de una a varias,
de cada una de ellas a todas ellas,
de la sien a la sien
y abrió en nosotros
lo que no tiene párpados.
De la piedra
voló al cielo.
El palo se ramificó
en matorral de extremos.
La serpiente se llevó el aguijón
del ovillo de sus causas.
El tiempo dio vueltas
en los anillos de los árboles.
En el eco se multiplicó
el aullido del despertado.
En el primer escaparate
yace una piedra.
En el segundo escaparate
parte de un hueso frontal.
Dejamos de pertenecer a los animales.
Quién dejará de pertenecer a nosotros.
Por qué similitud.
Comparación de qué con qué.
Conversación con la piedra
Toco la puerta de la piedra.
- Soy yo, déjame entrar.
Quiero meterme en ti,
mirar alrededor,
tomarte como aliento.
- Vete dice la piedra.
Estoy herméticamente cerrada.
Aun hechas pedazos
estaremos herméticamente cerradas.
Aun pulverizadas
no admitiremos a nadie.
Toco la puerta de la piedra.
- Soy yo, déjame entrar.
Vengo sólo por curiosa.
La vida es la única ocasión.
Quiero recorrer tu palacio
y luego visitar a la hoja y a la gota.
Tengo poco tiempo para todo.
Mi mortalidad debería conmoverte.
- Soy de piedra - dice la piedra -
y necesariamente debo conservar la solidez.
Vete de aquí.
No tengo músculos para la risa.
Toco la puerta de la piedra.
- Soy yo, déjame entrar.
He escuchado que hay en ti grandes e inhabitadas salas,
hermosas en vano, nunca vistas,
sordas, sin el eco de los pasos de nadie.
Confiesa que tú misma poco sabes de eso.
- Grandes e inhabitadas salas - dice la piedra -
pero no hay lugar en ellas.
Hermosas, tal vez, pero no para el gusto
de tus pobres sentidos.
Puedes reconocerme, pero no me conocerás nunca.
Dirijo hacia ti toda mi superficie,
interiormente permanezco de espaldas.
Toco la puerta de la piedra.
- Soy yo déjame entrar.
No busco en ti refugio eterno.
No soy infeliz.
No vivo en la calle.
Mi mundo vale el retorno.
Entraré y saldré con las manos vacías.
Y como prueba de que estuve de verdad allí,
no presentaré más que palabras
a las que nadie da fe.
- No entrarás - dice la piedra.
Te falta el sentido de ser parte.
Ningún otro sentido sustituye al de ser parte.
Ni siquiera la vista agudizada hasta ver todo
te servirá de nada sin sentido de ser parte.
No entrarás, habrás si acaso presentido ese sentido,
estará en germen en ti, tendrás su imagen.
Toco la puerta de piedra.
- Soy yo, déjame entrar.
No puedo esperar dos mil siglos
para estar bajo tu techo.
- Si no me crees - dice la piedra -
dirígete a la hoja y te dirá lo mismo.
A la gota de agua y te dirá lo que la hoja.
Pregúntale al final a un cabello de tu propia cabeza.
La risa me dilata, la risa, una risa enorme
con la que no sé reírme.
Toco la puerta de la piedra.
- Soy yo, déjame entrar.
- No tengo puerta - dice la piedra.
Para descargar el poemario de
Poemas de "Sal"de Wislawa Szymborska
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