Publicado en: Quimera, Revista de Literatura. N° 433
El ensayo-ficción rellena al mismo tiempo los espacios de conjetura que crea el ensayo y los huecos ficcionales que crea la autoficción para erigir obras con clara intención literaria.
Las formas
narrativas se agotan de forma cíclica. Hemos asistido, y seguiremos asistiendo
cada tantos años, a la muerte de la novela como modelo óptimo de contar
historias. Incluso en lo visual, el espectador ha cambiado su comportamiento
respecto a las películas, esas unidades estancas de entretenimiento finitas;
ahora quiere alargar su relación con los personajes, hacerles un seguimiento,
acompañarlos en su día a día, en ese momento de relajación al final de la
jornada, justo cuando bajo demanda puede ver el capítulo de la serie de turno
que haya elegido para hacer el exceso de realidad —trabajo, hijos y
obligaciones en general— más llevadero. Esa misma realidad que tanto nos abruma
y que sin embargo le exigimos a los libros que leemos. Sí, sin duda requerimos
veracidad a los textos y paradójicamente «la literatura es un remedio contra lo
real», como afirmó Antoine Compagnon y que vino a respaldar Jean Cocteau: «Soy
una gran mentira que dice siempre la verdad».
En esa
realidad controlada que son los libros, el lector puede convertirse en algo que
nunca será y explorar lo que por su rutina le resulta imposible. Esta
función de fijar los límites de la realidad que ha cumplido siempre la novela
se está viendo desplazado por nuevas formas de narración; en lo visual,
como hemos mencionado, series como Black Mirror fuerzan tales fronteras
en posibles distopías que resultan verosímiles a los ojos del espectador de
hoy; en cuanto a lo literario, el término «Autoficción» —a mitad camino entre
la autobiografía y la novela— acuñado por Serge Doubrovsky en 1977 para
etiquetar su inclasificable obra fils, categorizando de paso las
autobiografías ficcionales de autores de posguerra como Céline, Genet, Miller o
Gombrowicz, ha quedado atrás y aparece una nueva forma narrativa más cercana al
ensayo, el «ensayo-ficción», que mediante un narrador veraz nos alumbra en
algún campo del conocimiento relacionado inequívocamente con el autor. Esto
es, el autor elige un tema vinculado de alguna manera con su vida personal o
laboral y lo desarrolla desde la experiencia, planteando a priori unas dudas y
conjeturas que intentará resolver a lo largo de la obra sin dejar de opinar de
manera subjetiva, utilizándose a sí mismo como personaje, con el fin de
explicar algo y hacer avanzar la trama para llegar o acercarse a un resultado
objetivo siempre desde un prisma literario.
Por tanto,
si colocáramos en un mapa conceptual los géneros puros de la novela,
autobiografía y ensayo, donde a grandes rasgos la voz del narrador corresponde
con la del personaje, sería fácil localizar la nueva forma de narrar en algún
lugar dentro del triángulo que forman. No obstante, no tardaríamos en darnos
cuenta de que trazar líneas directas desde cada unos de los géneros hasta el
ítem de «Ensayo-Ficción» sería poco menos que engañoso: si nos remitimos, ahora
sí, de una manera categórica a la instaurada terna de la ficción
Autor-Narrador-Personaje, veríamos que el personaje se desdibujaría para los
ítems «Ensayo» y «Ensayo-Ficción», pues al igual que el ensayo, esta nueva
forma de narrar establece una analogía directa entre autor y narrador, y sin
embargo el lector ha firmado un contrato de incredulidad en el ensayo-ficción
que no ha suscrito con el ensayo. Resolvemos entonces que esas líneas que
trazábamos desde cada uno de los géneros puros hasta el de «Ensayo-Ficción»
necesitan apoyarse en un modo de narrar intermedio, donde el contrato con el
lector avale esa incredulidad con los hechos relatados: la «Autoficción». Así,
ésta lo franquearía por un lado mientras que por el otro lo haría el «Ensayo».
Ahora, si introdujéramos la segunda terna típica de la ficción
Autor-Texto-Lector, entendiéndose aquí el texto como contrato con el lector,
descubriremos la lucha constante que libra el autor de ensayo-ficción por
quedarse en el segundo nivel de ambas ternas, es decir, en la de simple
narrador que se apoya en el texto como contrato tácito con el lector, sujetando
a un personaje que es él mismo y que le invade constantemente para ilustrar
ejemplos con vivencias propias, ya sean reales o no, y que opina sin cesar del
tema que se esté tratando, cosa que no sucede en el ensayo, donde la voz es
meramente discursiva y reflexiva para dar una visión objetiva del asunto en
estudio.
Entre 1835 y
1836, Stendhal escribe Vida de Henry Brulard, una autobiografía que se
publica finalmente en 1890 y en la que compara este género con un fresco donde
hay trozos «bien conservados» entre «grandes espacios donde sólo se ve el
ladrillo de la pared». Para Stendhal escribir esta autobiografía novelada, o lo
que para él es ya una autoficción —ante el férreo convencimiento de que la
memoria es fragmentaria e incapaz de traer al presente lo que irremediablemente
se perdió, agravado además con la subjetividad propia del recuerdo que se deja
alterar por sentimentalidades engañosas—, le lleva a afirmar: «no pretendo
pintar las cosas como son, sino el efecto que ellas tienen en mí». Para Justo
Serna —quien llama a la nueva forma de narrar «auto-ensayo»—, «autoficcionar»
es reconocer estos huecos en la pared, o más bien la habilidad de crearlos para
a continuación tratar de rellenarlos con un material que no puede ser de otra
naturaleza que ficcional. Por su parte, Rousseau —gran lector de san Agustín,
considerado el inventor del género de la autobiografía— también duda en sus Confesiones
del pacto de verdad que establece la autoficción: sabe que cuando se trae el
pasado al presente «hay lagunas y vacíos que solo puede llenar con la ayuda de
relatos confusos». En toda literatura del yo, la verdad es relativa,
al igual que el tiempo, que se altera a voluntad para ajustar los datos a los
hechos y viceversa. El filósofo entiende que hay una necesidad de
«ornamentar» allá donde haya huecos, así que abraza sin dilación la más pura
invención como herramienta para cubrir dichos espacios, pero antes avisa que
pasará por verdadero lo que «podía haber sido, jamás lo que era falso». Es
necesario pues que lo inventado sea verosímil.
Si
equiparamos este arte de rellenar huecos de la autoficción con el ensayo, vemos
que el ensayista, a su manera, también rellena los espacios que él mismo crea
al intentar responder las preguntas y conjeturas, que por necesidad ha de
plantear al principio de su obra, mediante el proceso de investigación que
acometerá a continuación.
Si
combinamos ambas pretensiones, la de rellenar los espacios ficcionales que crea
la autoficción y los espacios de conjetura que crea el ensayo, desembarcamos en
la nueva manera de relatar que pretende el ensayo-ficción: utilizar dicho
henchimiento de huecos para hacer que avancen a la par la trama del hilo
ficcional extraída de la propia existencia y la investigación sobre el tema que
se esté tratando. Debemos elegir una de las dos tramas como escaleta base sobre
la que encajar la segunda, resultando ser catalizadoras la una de la otra en
pos de una resolución tanto vital como técnica. Vemos entonces que la nueva
forma narrativa toma elementos conocidos de cada uno de los ítems del mapa
conceptual planteado y a su vez presenta características propias.
Del ensayo
hereda una narrador fiable y discursivo, una estructura clara de la obra que
marca el ritmo de la narración, una separación sentimental del tema que se
trate adoptando una postura de investigación y conjeturable sobre el mismo, también anuncia una posición inicial del autor-narrador sobre el
objeto de estudio a la vez que justifica de alguna manera —en la propia
narración o en el paratexto— la acreditación de su voz para hacerlo, presenta
un estilo referencial al dar testimonio por medio de documentos o pruebas, un
abordamiento de lo real y una rigurosidad del que sabe algunas cosas de un tema
pero no todas para, en esencia, crear un estado de opinión presentando
argumentos y opiniones sustentadas.
De la autoficción
toma prestada una voz que suele estar en primera persona, dándose una constante
incursión subjetiva de ésta en el texto, hay una búsqueda del otro mediante el
estudio del yo —esta otredad ya la menciona Rousseau en su Confesiones
al afirmar que «podrá servir como comparación para el estudio de los hombres»—,
un tiempo que se altera al servicio de la narración que no tiene por qué
coincidir con el real, plantea unos huecos ficcionales que rellena con sucesos
inventados, aparte de cubrir una funcionalidad de sanación sobre el autor,
ya sea por implicar un proceso de reflexión, conversión, evocación, confesión,
elevación, expiación, o por simple descarga mental del pasaje vital expuesto.
En este
punto, si cogiéramos el ítem de «Ensayo-Ficción» y lo estiráramos hacia arriba,
arrastraríamos, aparte del ensayo y autoficción ya mencionados, los ítems de
«Autobiografía» y «Novela», de los cuales, y por la propiedad transitiva,
también se alimenta el ensayo-ficción.
De la
autobiografía toma el seleccionar los datos y ordenarlos en un sentido
literario, evitando que suene a currículo y filtrar el dato objetivo a través
de una mirada subjetiva para alejarnos de experiencias similares de otras
personas que hayan pasado por el mismo trance; se identifica claramente al
narrador, que coincide con el personaje y el autor: a los tres los avala la
biografía en el plano real de éste último; la perspectiva suele ser
retrospectiva, ya que enfocamos el pasado desde el presente, lo que implica
inevitablemente una mirada introspectiva. Comparte con el ensayo el estilo
referencial, al intentar dar testimonio por medio de documentos o pruebas de lo
relatado.
En cuanto a
lo aprehendido de la novela: la existencia de una trama ficcional, ya sea en
primer o segundo plano, que vertebra la obra; el que no importe tanto la
verdad que se exponga como la manera novelesca de exponer los hechos, una
exploración de la realidad en la que se nos permite evaluar comportamientos y
experiencias ajenas examinándonos nosotros mismos —lo que Carlo Ginzburg
llama la imaginación moral—, y quizá lo más evidente y sin duda útil a
la narración: introduce personajes reales o ficticios que a su vez realizan
otros tantos actos reales o ficticios siempre al servicio del avance de la
trama.
No por
tantas características heredadas, el ensayo-ficción deja de tener las suyas
propias. Presenta una voz ficcional al servicio de la voz discursiva y
reflexiva que impregna la obra, convenciendo así al lector de que el autor se
encuentra ante un viaje de descubrimiento y que expondrá los hallazgos a medida
que los conozca, cuando lo cierto es que la mayoría de ellos los sabe desde
antes de ponerse a escribir. Comparte con la autobiografía la necesidad de
contar lo que nos pasa, el espacio temporal suele estar limitado a un hecho o
una experiencia, y no tiene por qué ser secuencial: la autobiografía suele
estar sostenida sobre varios nudos biográficos esenciales, en el ensayo-ficción
estos nudos se reducen a uno o dos como mucho. También se permite mayor
subjetividad que en el ensayo y en la autobiografía y muestra mayor laxitud a
la hora de referencial pruebas documentales. En cuanto a la famosa terna de
Autor-Narrador-Personaje, en la novela el autor intenta desaparecer del texto
dejando sólo la dupla Narrador-Personaje, sin embargo, aquí es el personaje
quien se difumina, quedándonos sólo con la dupla Autor-Narrador. La novela
fracasa cuando el lector entrevé al autor, en el ensayo-ficción esa presencia
es constante. Nos movemos en un terreno más ficcional que la autobiografía
y el ensayo, y comparándolo con éste último, no importa tanto que los datos
presentados sean reales como que resulten verosímiles dentro de la narración.
Comparte la factualidad y la veracidad de la autobiografía, la ficción y
verosimilitud de la novela, todo sin renunciar a cierta rigurosidad del ensayo.
De forma transversal, deja constancia de una época, de cómo se entiende un
campo de estudio en el momento en que se escribe la obra, que sin pretender ser
generalista, consigue serlo a veces. Suele presentar también notas al pie y
algunos, no siempre, se acompañan de una bibliografía final de posible consulta
por parte del lector, en clara contraposición a la intención literaria de la
obra; y ante la dificultad de catalogar el texto, el autor puede introducir un
prólogo donde explica el juego que plantea proporcionando las consignas de
lectura. Pero quizá la principal característica sea que el autor se utiliza
como personaje para explorar un tema distinto a sí mismo, contrario a la
autobiografía, donde es el tema lo que se utiliza para provocar una
autoexploración. Esta indagación sobre un yo que toma parte activa en una
situación, fusiona definitivamente el ensayo con la autoficción dando paso a
esta nueva forma de narración —que no género, lo que daría para otro artículo—.
Si buscamos
los antecedentes, las primeras obras que respondan a los parámetros citados,
nos toparíamos con textos que fueron inclasificables en su día. Dejando de lado
aquellos ensayos que presentan un tono meramente discursivo al más estilo
Montaigne, nos encontramos con otra vertiente más ficcionalizada encabezada por
Étienne Pivert de Senancour, escritor francés seguidor de Rousseau y admirado a
su vez por Miguel de Unamuno, uno de los primeros autores españoles en
introducirse como personaje en su novela Niebla, quizá influenciado
por la obra epistolar Obermann (1804) —recordemos que tanto la carta
como el diario están considerados una variación de la autobiografía—, deudora
de Julia, o la nueva Eloísa (1761) de Rousseau, en la que Senancour se
encarga de relatarnos de forma introspectiva, despojándose incluso de las
ropas, la vida del buen salvaje a los pies de los Alpes, donde pretende crear
una comunidad de elegidos: el triunfo del yo romántico sobre la sociedad
ilustrada. Él mismo se utiliza como material de ficción para su experimento
social. La relación con Walden (1854) de Thoreau es inmediata. Medio
siglo después, el autor americano repite el experimento y se construye una
cabaña a orillas del lago que da nombre a la obra. Allí permanece dos años, dos
meses y dos días, apuntado las respuestas a las preguntas que cree le harán a su
vuelta, cuando por fin decida regresar a la sociedad. Una vez más, el autor se
sirve de sí mismo como material para su propia obra. Y si de obras
inclasificables y cantos de liberación estamos hablando, en 1929 irrumpe con
fuerza Una habitación propia de Virginia Woolf, a quién tras encargarle
una conferencia en la universidad sobre Novela y mujer, avisa al lector
de lo que pretende con su estudio: «haciendo uso de todas las libertades y
licencias de un novelista, contaros la historia de los dos días que han
precedido a esta conferencia […]; yo no es más que término práctico que
se refiera a alguien sin existencia real […]. Manarán mentiras de mis labios,
pero quizás un poco de verdad se halle mezclada en ellas; os corresponde a
vosotras buscar esta verdad y decidir si algún trozo merece conservarse». Vemos
en esta obra el paradigma perfecto de avance vital y científico simultáneo en
la trama, al contarnos de forma clara y directa su proceso de investigación
apoyándose en un hilo ficcional de su propia vida, justo lo que hace, por
ejemplo, Virginie Despentes en su Teoría King Kong (2007).
Si nos
retraemos a lo actual y cercano, quizá las obras más inclasificables de los
últimos años, precursoras de la nueva forma de narración que estamos tratando
aquí, hayan sido Historia abreviada de la literatura portátil (1985) de
Enrique Vila-Matas y Anatomía de un instante (2009) de Javier Cercas. La
primera, en forma de falso ensayo-ficción sobre una generación literaria que
nunca existió: los shandy. La segunda, «un libro único», como anuncia la
contraportada en su primera edición, quizá porque no saben cómo etiquetarlo y
que se contradice en el paratexto: en la contraportada afirma que es un ensayo
en forma de crónica, nunca una ficción, y en el prólogo y en el epílogo,
firmados por el propio autor, asegura que es una novela e introduce la
posibilidad de tratar a los personajes históricos que tomaron parte en el golpe
de estado del 23F como personajes ficcionales. Si bien es cierto que la voz del
autor se deja entrever en muy pocas ocasiones, casi siempre a principios de
capítulos formulando ciertas preguntas que intentará responder a lo largo del
texto, al comienzo del capítulo seis de la quinta parte aparece un primer y
generoso párrafo donde la voz del autor invade con fuerza y con total
subjetividad referenciando a Weber y haciendo un guiño a Montaigne, el padre
del ensayo, el mismo que en sus Essais (1580) dijo aquello de: «Yo mismo
soy la materia de mi libro». En cualquier caso, relatando secuencialmente lo
que ocurrió de forma simultánea. Existe también otra incoherencia con la idea
de ficción que el autor defendía al añadir él mismo una nota final justificando
una bibliografía en la que se ha documentado para su ya entonces incatalogable
«texto». Es evidente que no sabe si colocarlo bajo el amparo de la novela, del
ensayo o de la crónica; y sin embargo en las bibliotecas, a día de hoy, lo
siguen catalogando bajo el epígrafe de Historia.
Vemos que
muchos autores de la nueva hornada de ensayistas españoles, algunos de los
cuales hemos tratado en estos dos últimos números de la revista, comienzan a
introducir la autoficción en sus obras para pulir las arduas aristas del
ensayo, es decir, incurren en su propia vida para amenizar el estudio del campo
que hayan pretendido abordar. Quizá sean Zafra y Mora los que más arriesguen
al confundir los límites de los géneros y plantear las preguntas propias del
ensayo desde un punto de vista de angustia vital, introduciendo en algunas
ocasiones personajes para apoyar la trama, como lo hace Zafra con su Sibila en El
entusiasmo, quien podría ser una representación perfecta de sí misma: «Una
trabajadora autoexplotada que toma conciencia». Pero si de un autor de
ensayo-ficción puro podemos hablar, ese es Álex Chico, precursor del término y
firme defensor de la nueva forma de narrar que así demuestran dos de sus obras
publicadas en Candaya: Un final para Benjamin Walter (2017) y Los
cuerpos partidos (2019). En ambas no duda en apoyar toda la investigación
sobre sus experiencias vitales utilizando una voz subjetiva para conjeturar
acerca de los posibles finales de Walter Benjamin en su última noche en
Portbou, en la primera, y cómo muchos emigrantes del sur de España quedaron
finalmente atrapados en Barcelona al volver desengañados de Europa en las
décadas de los cincuenta y sesenta, en la segunda, en un inteligente ardid de
conjugar el diario, la crónica de viaje, el ensayo y la novela para obtener un
resultado óptimo e intencionadamente literario.
Por mi
parte, y con ánimo de experimentar todo lo expuesto, apliqué conscientemente
estos preceptos en mi propio ensayo-ficción Mil rusos muertos (Sílex,
2019), que como su propio subtítulo indica, pretende ser una revisita a Una
habitación propia de Woolf, tomando ésta como trama ensayística base
donde apoyar la trama ficcional que relata el proceso de cómo fue dejar el
trabajo-yugo con el fin de dedicarle todo mi tiempo a la literatura. Pues de
eso se trata: de dedicarle todo el tiempo y todos los géneros a la literatura,
sin perder de vista que el lector actual, más que nunca, quiere que le enseñen
mientras se entretiene y que le entretengan mientras aprende.
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