Ciudades Socialistas
de: Omar Astorga
Publicado en "La Guayaba de Pascal"
Había pasado un mes de nuestra separación cuando recibí una invitación que me haría alejar mucho más de ella. El gobierno de Corea del Norte me había invitado junto a otro colega, Alejandro, a realizar una pasantía académica de un mes con el fin de conocer la verdadera realidad de ese país, a su líder Kim II Sung y su doctrina Zuche, semejante a la que en aquellos años difundía el líder libio, Mohamar Ghadafi, en su conocido Libro Verde.
Era un año crucial para Venezuela y para el mundo. Las ideologías empezaban a desmoronarse. Surgían encrucijadas donde antes no existían más que dos caminos opuestos. Pero yo estaba demasiado emocionado con mi viaje como para detenerme a examinar esas encrucijadas. La ruta incluía a Cuba, la Unión Soviética y China. Era mi tour socialista, semejante al que realizaron numerosos líderes comunistas latinoamericanos durante el siglo XX. Iba a tener la oportunidad de apreciar los logros del socialismo.
Era un año crucial para Venezuela y para el mundo. Las ideologías empezaban a desmoronarse. Surgían encrucijadas donde antes no existían más que dos caminos opuestos. Pero yo estaba demasiado emocionado con mi viaje como para detenerme a examinar esas encrucijadas. La ruta incluía a Cuba, la Unión Soviética y China. Era mi tour socialista, semejante al que realizaron numerosos líderes comunistas latinoamericanos durante el siglo XX. Iba a tener la oportunidad de apreciar los logros del socialismo.
En junio partimos hacia Cuba. María Antonia tuvo la gentileza de acompañarme al aeropuerto, aunque no hubo beso ni abrazo de despedida. Al llegar al aeropuerto de La Habana nos estaba esperando la comitiva coreana que nos llevó a un hotel cercano al malecón. Estuvimos cuatro días alojados allí mientras esperábamos el vuelo que nos llevaría a Moscú. Tuvimos la oportunidad de visitar la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de la Habana. Al comienzo tenía muchas expectativas porque iba a conocer a los colegas cubanos, pero la impresión que me dejaron fue triste. Estaban muy interesados en conocer el pensamiento político de Antonio Gramsci pero no tenían acceso a las fuentes bibliográficas. Seguramente el peso institucional del marxismo ortodoxo les había impedido familiarizarse con la crítica que se había desarrollado ya desde la primera mitad del siglo XX en contra del dogmatismo. Pude observar la precariedad de las instalaciones, la falta de papel, aunque más me impresionaba la necesidad que tenían los camaradas universitarios de elaborar un pensamiento efectivamente crítico y liberador.
Nos tomamos un día para caminar por las calles de La Habana vieja, en una zona llamada Vedado. Apenas llevábamos dos cuadras de caminata cuando conseguimos a un joven mulato que empezó espontáneamente a hablarnos de la dignidad del pueblo cubano a pesar del bloqueo al que había sido sometido. Después de escucharlo durante casi media hora decidimos continuar nuestro paseo bañado por el sol y a veces por pequeñas ráfagas de viento que anunciaban una tormenta. Caminamos sin parar, casi durante dos horas, buscando un lugar donde sentarnos y tomar un refresco. Fue quizás en ese momento que empecé a sentir que estaba en una suerte de ciudad abandonada, sin energía, sin ciudadanos. No había actividad comercial de ningún tipo y no se veía gente en la calle. Buscando a la gente nos dirigimos a otro sector que nos permitía llegar al hotel rodeando más ampliamente la ciudad. Entramos en una suerte de bar clandestino cuya entrada estaba adornada con azulejos en un marco de reminiscencias españolas, seguramente andaluzas. El bar no era tal pero un señor gentilmente nos obsequió un vaso de agua. Estábamos agotados pero seguimos caminando entre malos olores por calles ruinosas, donde se divisaban vestigios de las casas que habían ocupado las clases pudientes antes de la llegada de la revolución. La ropa guindando en todos los balcones me hacía pensar que estaba ante una ciudad de retazos. Nos sorprendíamos al sentir que de esas casas arruinadas salía el sonido de pianos bien ejecutados. Eran los pianos que no se pudieron llevar los que huyeron de aquella isla. Nos acercamos luego a una pequeña escuela de nivel primario y pudimos conversar ligeramente con algunos niños y con el maestro que en ese momento impartía la clase.
Al día siguiente, menos entusiasmados, salimos a caminar por una ancha avenida donde circulaban autobuses repletos de gente, botando a su paso enormes cantidades del pesado humo proveniente del gasoil. Cuba no había todavía sentido la crisis que ya estaba afectando a la Unión Soviética. Pasarían algunos años antes de que llegara el sí llamado "periodo especial" que hizo emerger mucho más la pobreza en la cual se había hundido ese pueblo. Pero lo que había visto en 1989 era suficiente. Afortunadamente no me deprimí, quizás por la emoción del largo viaje que nos esperaba. Pero mi juicio ya era casi lapidario. Las teorías, la razón política, daban paso a la fuerza de la percepción. Mis pasos por aquellas calles iban desandando las páginas izquierdistas que me habían entusiasmado tanto desde mi adolescencia. Los hechos me empezaban a hablar del fracaso del socialismo.
Me quedaba sin embargo la esperanza de la URSS. Llegamos al aeropuerto de La Habana y nos embarcamos en un enorme avión Antonov, orgullo de la industria espacial soviética, me decía. La atención de las esbeltas aeromozas, junto a los exquisitos platillos provenientes de la gastronomía rusa, nos hizo amable el largo viaje de Cuba a Moscú, que tuvo una breve escala en Irlanda del norte.
Nos tomamos un día para caminar por las calles de La Habana vieja, en una zona llamada Vedado. Apenas llevábamos dos cuadras de caminata cuando conseguimos a un joven mulato que empezó espontáneamente a hablarnos de la dignidad del pueblo cubano a pesar del bloqueo al que había sido sometido. Después de escucharlo durante casi media hora decidimos continuar nuestro paseo bañado por el sol y a veces por pequeñas ráfagas de viento que anunciaban una tormenta. Caminamos sin parar, casi durante dos horas, buscando un lugar donde sentarnos y tomar un refresco. Fue quizás en ese momento que empecé a sentir que estaba en una suerte de ciudad abandonada, sin energía, sin ciudadanos. No había actividad comercial de ningún tipo y no se veía gente en la calle. Buscando a la gente nos dirigimos a otro sector que nos permitía llegar al hotel rodeando más ampliamente la ciudad. Entramos en una suerte de bar clandestino cuya entrada estaba adornada con azulejos en un marco de reminiscencias españolas, seguramente andaluzas. El bar no era tal pero un señor gentilmente nos obsequió un vaso de agua. Estábamos agotados pero seguimos caminando entre malos olores por calles ruinosas, donde se divisaban vestigios de las casas que habían ocupado las clases pudientes antes de la llegada de la revolución. La ropa guindando en todos los balcones me hacía pensar que estaba ante una ciudad de retazos. Nos sorprendíamos al sentir que de esas casas arruinadas salía el sonido de pianos bien ejecutados. Eran los pianos que no se pudieron llevar los que huyeron de aquella isla. Nos acercamos luego a una pequeña escuela de nivel primario y pudimos conversar ligeramente con algunos niños y con el maestro que en ese momento impartía la clase.
Al día siguiente, menos entusiasmados, salimos a caminar por una ancha avenida donde circulaban autobuses repletos de gente, botando a su paso enormes cantidades del pesado humo proveniente del gasoil. Cuba no había todavía sentido la crisis que ya estaba afectando a la Unión Soviética. Pasarían algunos años antes de que llegara el sí llamado "periodo especial" que hizo emerger mucho más la pobreza en la cual se había hundido ese pueblo. Pero lo que había visto en 1989 era suficiente. Afortunadamente no me deprimí, quizás por la emoción del largo viaje que nos esperaba. Pero mi juicio ya era casi lapidario. Las teorías, la razón política, daban paso a la fuerza de la percepción. Mis pasos por aquellas calles iban desandando las páginas izquierdistas que me habían entusiasmado tanto desde mi adolescencia. Los hechos me empezaban a hablar del fracaso del socialismo.
Me quedaba sin embargo la esperanza de la URSS. Llegamos al aeropuerto de La Habana y nos embarcamos en un enorme avión Antonov, orgullo de la industria espacial soviética, me decía. La atención de las esbeltas aeromozas, junto a los exquisitos platillos provenientes de la gastronomía rusa, nos hizo amable el largo viaje de Cuba a Moscú, que tuvo una breve escala en Irlanda del norte.
Mientras el avión hacía algunos círculos antes de aterrizar en el aeropuerto de Moscú, estaba ilusionado imaginándome la tecnología rusa que me iba a encontrar apenas llegáramos al terminal. Apenas entramos al chequeo migratorio, me dediqué a observar los equipos sofisticados y las computadoras, que no tenían nada que envidiarle, me decía, a las que producía el capitalismo. Pero mi ilusión se vino al suelo cuando empecé a percatarme de que se trataba de equipos japoneses. De todas maneras no perdía mis esperanzas. La industria aeroespacial y la militar eran tan avanzadas como la que habían desarrollado los norteamericanos. Eso no se podía negar.
Los funcionarios coreanos nos estaban esperando en lujosos carros Mercedez Benz. Esta vez nos íbamos a alojar en la embajada de Corea. El trayecto fue largo, pero nos permitió apreciar las largas y anchas avenidas de Moscú, llenas de inmensos monumentos y edificaciones que expresaban la existencia de una acendrada cultura imperial. En el recorrido llamaban la atención los carros pequeños, algunos desvencijados, que pululaban por toda la ciudad. Por fin llegamos a la Embajada, ubicada en un edificio enorme que estaba sobre una pequeña colina. Los anfitriones nos trataron con mucha amabilidad. Pude ver al fin los electrodomésticos rusos que estaban en ese lugar. Parecían piezas de los años cincuenta. Televisores y equipos de radio que ya se habían desechado incluso en Venezuela. Me atreví a entrar al espacio de la cocina y pude ver dos neveras y una gran cocina que casi me atrevía a llamar premoderna. Cuando le comenté mis impresiones a Alejandro empecé a entender parte de la situación que estaba observando desde que llegué al aeropuerto. Los soviéticos habían desarrollado la industria pesada, la espacialy la militar, pero dejaron en segundo plano la vida cotidiana, el intercambio comercial que circula en otras ciudades de Europa, el bienestar material, la riqueza y los colores de la vida. Quizás no era casual que las avenidas o las pequeñas calles estaban llenas de blanco y gris. De mucha gente resignada en las colas, esperando el tranvía o buscando su turno para beber en el mismo vaso agua de un surtidor público.
Aunque no todo eran colores fríos. El Metro de Moscú, con su extraordinaria forma de círculos concéntricos, permitía observar el movimiento de las masas, de los célebres lectores de vagón, de los músicos en cada estación, de los gitanos, a quienes vimos en la conocida calle Arbat, un lugar comercial lleno de música, de vendedores de matrioskas, de antigüedades, de hombres borrachos y mujeres embriagadas. Esa calle, junto al Metro, fue un oasis frente al gris oficial.
La plaza Roja representó una experiencia distinta. Allí se mezclaba la informalidad del turista con la rigidez de los guardias que aparecían en cada esquina. Al fondo de la plaza observamos un aviso de McDonald. Nos extrañó pero lo vimos como una nota curiosa en aquel espacio que había sido regido por los zares y ahora por una élite que se enfrentaba al imperio norteamericano. La grandeza arquitectónica y la presencia del Estado en todos los costados de Moscú, se alejaban de la imagen que me había hecho de La Habana.
Pero tenía la misma percepción. La vida estaba apagada o escondida. No veía en los rostros de la gente los logros del socialismo. Pensaba en María Antonia y recordaba los excesos retóricos en los que había caído cuando pretendía convencerla de los males del capitalismo. Quería verla y abrazarla.
Pero también quería olvidarme de ella. Llegamos a nuestra última noche en Moscú después de tres días de largas caminatas. No encontrábamos restaurantes. Después de caminar por varias calles logramos divisar la luz del segundo piso de un hotel. Tuvimos que pagar una suerte de comisión para poder subir al restaurant, que parecía casi el único en toda la ciudad. Tuvimos una cena rusa inolvidable, acompañada con un pianista que se dedicó esa noche a tocar a Chopin. Estábamos sentados al lado de un gran ventanal que nos permitía observar la plaza Roja. La cena y la música fueron otro oasis. Pero surgió algo que me estremeció súbitamente cuando sentí la mirada de una hermosa mujer. Ella me hizo olvidar mi afán doctrinario y mis recurrentes ejercicios comparativos. Nos besamos con la mirada, nos sentimos el uno para el otro. Estuve a punto de levantarme de la mesa para decirle algo a pesar de que estaba acompañada. Pero si no sabía ruso iba a estropear aquella relación amorosa que había surgido solo con la mirada. Ella hizo una larga sobremesa y nosotros también. No tenía intenciones de irse pero mi colega ya estaba muy cansado. Yo quería quedarme pero no sabía cómo llegar a la embajada coreana ni entenderme con un taxista ruso, mientras que mi colega dominaba esa lengua a la perfección. Había estudiado en la universidad Patricio Lumumba. Al final decidí marcharme, eufórico y a la vez triste por haber dejado atrás a quien podía haber sido mi amor eterno.
Al día siguiente estábamos volando en otro avión Antonov de la aerolínea coreana. Hicimos escala en Siberia, donde tuvimos la oportunidad de bajar del avión y caminar en un campo abierto adonde llegaba el aire fresco de las estepas. Pero me sentía vigilado. En segundos pude percibir la presencia de un aparato policial que estuvo sometido durante muchos años a los rigores de un Estado totalitario. Afortunadamente llevaba en mi equipaje de mano dos libros que me permitían acercarme mejor a los hechos que observaba. Durante 12 horas de vuelo hasta Pyong Yang, la capital de Norcorea. fui pasando del Leviathan, símbolo del poder absoluto, a El laberinto de la soledad, donde se comparaba el personalismo ruso con el mexicano. Fue mi primera lectura de Octavio Paz. Quizás no fue casual haber juntado un libro que me servía de guía para mis clases de filosofía política moderna, con otro que escogí para los momentos de descanso. No sabía en aquel momento que Paz se iba a conventir uno de mis ensayistas preferidos.
Al llegar a Pyong Yang tuvimos un recibimiento casi diplomático con una cena de gala, abundante, con platos típicos de la comida coreana. Luego nos llevaron a una suerte de hotel-monasterio con instalaciones modernas. Se sentía la hospitalidad de los funcionario que estaban a cargo de aquel establecimiento. Fuimos atendidos con especial gentileza por un grupo de jovencitas muy hermosas Allí estuvimos durante un mes, escuchando charlas sobre la idea Zuche, inspirada en el marxismo y el maoísmo.
Nuestra primera visita fue al metro de la ciudad, cuyas estaciones imitaban la arquitectura del Metro de Moscú, aunque advertíamos una enorme diferencia. El metro de Pyong Yang estaba casi vacio. La segunda visita nos permitió tener acceso a un preescolar que nos llenó de mucha alegría al observar a los niños bien vestidos y cantando en honor a sus visitantes. Fuimos luego a la montaña donde Kim II Sung nació y se refugió durante la resistencia a las invasiones de los japoneses y los norteamericanos. Al siguiente día nos llevararon al teatro, una suerte de ópera china con payasos y acróbatas. Esta vez había más gente. Ya terminando nuestra estadía hicimos un largo viaje en tren al célebre paralelo 38, que marca la frontera con Corea del Sur. Fue un momento tenso. Soldados de lado y lado de la frontera se apuntaban mutuamente y se observaban con binoculares. Pudimos ver a varios marines norteamericanos. Aunque luego se disipó la tensión y tomamos el asunto como una visita turística.
Esta Corea fue el punto máximo de mi desencanto. Sentíamos que habíamos retrocedido en el tiempo. Las visitas no impedían reconocer que estábamos en un régimen casi medieval, con calles vacías y con gente campesina transportada en vehículos militares. Los Mercedez que nos llevaban de un lado a otro, marcaban mucho más el contraste que veíamos. Un solo canal de televisión y una sola emisora de radio me empezaron a hacer insoportable la estadía en el hotel-monasterio. No podíamos salir por nuestra cuenta. No podíamos ver la miseria y la hambruna que años más tarde se fue conociendo. Sentíamos que todo era una farsa autoritaria bautizada con el nombre de socialismo. Recordábamos a Alí Lameda y su largo encarcelamiento. Nos asustamos, nos indignamos, nos aburrimos, nos deprimimos contando los días que nos faltaban para salir de aquel encierro.
Afortunadamente había gestionado con Alejandro en la embajada China en Caracas una visita a la universidad politécnica de Beijing. Allí finalizaría nuestro tour socialista. Los coreanos no querían dejarnos ir, pero al final los convencimos al mostrarles la carta que habíamos recibido del embajador de Venezuela en China. Esa visita representó un giro radical de mis convicciones marxistas. No porque se trataba de constatar el fracaso del socialismo, liderado por Mao, sino por el gran viraje que se estaba produciendo en la sociedad china. En la capital se veían rastros de la vida rural, así como la pobreza y el hacinamiento, pero se observaba fácilmente que estaba emergiendo la abundancia, los colores de la pluralidad cultural, la incorporación de alta tecnología junto al turismo. Nos alojamos en una residencia universitaria y tuvimos la libertad de caminar la ciudad hasta donde llegaban nuestras fuerzas. La combinación de abundancia y costos muy bajos nos permitió multiplicar los escasos dólares que llevamos. Fuimos a la plaza Tiannanmen donde ya había sucedido la conocida masacre, justificada repetidamente por el gobierno. El traductor que nos acompañaba nunca nos habló de represión y terror pero veíamos en su rostro la necesidad de cumplir temerosamente con su trabajo para no ser deportado a alguna provincia. Estábamos en un país que estaba adoptando progresivamente la economía capitalista, pero que conservaba su tradición autoritaria en nombre del socialismo. Aunque ese contraste no impedía apreciar la enorme distancia que existía con los países que antes habíamos visitado. La Gran Muralla, llena sobre todo de turistas chinos, nos llevaba a pensar que la
demografía gigantesca de ese país se había puesto al servicio de la economía. China empezaba a descubrirse como el mercado más grande del mundo.
Los funcionarios coreanos nos estaban esperando en lujosos carros Mercedez Benz. Esta vez nos íbamos a alojar en la embajada de Corea. El trayecto fue largo, pero nos permitió apreciar las largas y anchas avenidas de Moscú, llenas de inmensos monumentos y edificaciones que expresaban la existencia de una acendrada cultura imperial. En el recorrido llamaban la atención los carros pequeños, algunos desvencijados, que pululaban por toda la ciudad. Por fin llegamos a la Embajada, ubicada en un edificio enorme que estaba sobre una pequeña colina. Los anfitriones nos trataron con mucha amabilidad. Pude ver al fin los electrodomésticos rusos que estaban en ese lugar. Parecían piezas de los años cincuenta. Televisores y equipos de radio que ya se habían desechado incluso en Venezuela. Me atreví a entrar al espacio de la cocina y pude ver dos neveras y una gran cocina que casi me atrevía a llamar premoderna. Cuando le comenté mis impresiones a Alejandro empecé a entender parte de la situación que estaba observando desde que llegué al aeropuerto. Los soviéticos habían desarrollado la industria pesada, la espacialy la militar, pero dejaron en segundo plano la vida cotidiana, el intercambio comercial que circula en otras ciudades de Europa, el bienestar material, la riqueza y los colores de la vida. Quizás no era casual que las avenidas o las pequeñas calles estaban llenas de blanco y gris. De mucha gente resignada en las colas, esperando el tranvía o buscando su turno para beber en el mismo vaso agua de un surtidor público.
Aunque no todo eran colores fríos. El Metro de Moscú, con su extraordinaria forma de círculos concéntricos, permitía observar el movimiento de las masas, de los célebres lectores de vagón, de los músicos en cada estación, de los gitanos, a quienes vimos en la conocida calle Arbat, un lugar comercial lleno de música, de vendedores de matrioskas, de antigüedades, de hombres borrachos y mujeres embriagadas. Esa calle, junto al Metro, fue un oasis frente al gris oficial.
La plaza Roja representó una experiencia distinta. Allí se mezclaba la informalidad del turista con la rigidez de los guardias que aparecían en cada esquina. Al fondo de la plaza observamos un aviso de McDonald. Nos extrañó pero lo vimos como una nota curiosa en aquel espacio que había sido regido por los zares y ahora por una élite que se enfrentaba al imperio norteamericano. La grandeza arquitectónica y la presencia del Estado en todos los costados de Moscú, se alejaban de la imagen que me había hecho de La Habana.
Pero tenía la misma percepción. La vida estaba apagada o escondida. No veía en los rostros de la gente los logros del socialismo. Pensaba en María Antonia y recordaba los excesos retóricos en los que había caído cuando pretendía convencerla de los males del capitalismo. Quería verla y abrazarla.
Pero también quería olvidarme de ella. Llegamos a nuestra última noche en Moscú después de tres días de largas caminatas. No encontrábamos restaurantes. Después de caminar por varias calles logramos divisar la luz del segundo piso de un hotel. Tuvimos que pagar una suerte de comisión para poder subir al restaurant, que parecía casi el único en toda la ciudad. Tuvimos una cena rusa inolvidable, acompañada con un pianista que se dedicó esa noche a tocar a Chopin. Estábamos sentados al lado de un gran ventanal que nos permitía observar la plaza Roja. La cena y la música fueron otro oasis. Pero surgió algo que me estremeció súbitamente cuando sentí la mirada de una hermosa mujer. Ella me hizo olvidar mi afán doctrinario y mis recurrentes ejercicios comparativos. Nos besamos con la mirada, nos sentimos el uno para el otro. Estuve a punto de levantarme de la mesa para decirle algo a pesar de que estaba acompañada. Pero si no sabía ruso iba a estropear aquella relación amorosa que había surgido solo con la mirada. Ella hizo una larga sobremesa y nosotros también. No tenía intenciones de irse pero mi colega ya estaba muy cansado. Yo quería quedarme pero no sabía cómo llegar a la embajada coreana ni entenderme con un taxista ruso, mientras que mi colega dominaba esa lengua a la perfección. Había estudiado en la universidad Patricio Lumumba. Al final decidí marcharme, eufórico y a la vez triste por haber dejado atrás a quien podía haber sido mi amor eterno.
Al día siguiente estábamos volando en otro avión Antonov de la aerolínea coreana. Hicimos escala en Siberia, donde tuvimos la oportunidad de bajar del avión y caminar en un campo abierto adonde llegaba el aire fresco de las estepas. Pero me sentía vigilado. En segundos pude percibir la presencia de un aparato policial que estuvo sometido durante muchos años a los rigores de un Estado totalitario. Afortunadamente llevaba en mi equipaje de mano dos libros que me permitían acercarme mejor a los hechos que observaba. Durante 12 horas de vuelo hasta Pyong Yang, la capital de Norcorea. fui pasando del Leviathan, símbolo del poder absoluto, a El laberinto de la soledad, donde se comparaba el personalismo ruso con el mexicano. Fue mi primera lectura de Octavio Paz. Quizás no fue casual haber juntado un libro que me servía de guía para mis clases de filosofía política moderna, con otro que escogí para los momentos de descanso. No sabía en aquel momento que Paz se iba a conventir uno de mis ensayistas preferidos.
Al llegar a Pyong Yang tuvimos un recibimiento casi diplomático con una cena de gala, abundante, con platos típicos de la comida coreana. Luego nos llevaron a una suerte de hotel-monasterio con instalaciones modernas. Se sentía la hospitalidad de los funcionario que estaban a cargo de aquel establecimiento. Fuimos atendidos con especial gentileza por un grupo de jovencitas muy hermosas Allí estuvimos durante un mes, escuchando charlas sobre la idea Zuche, inspirada en el marxismo y el maoísmo.
Nuestra primera visita fue al metro de la ciudad, cuyas estaciones imitaban la arquitectura del Metro de Moscú, aunque advertíamos una enorme diferencia. El metro de Pyong Yang estaba casi vacio. La segunda visita nos permitió tener acceso a un preescolar que nos llenó de mucha alegría al observar a los niños bien vestidos y cantando en honor a sus visitantes. Fuimos luego a la montaña donde Kim II Sung nació y se refugió durante la resistencia a las invasiones de los japoneses y los norteamericanos. Al siguiente día nos llevararon al teatro, una suerte de ópera china con payasos y acróbatas. Esta vez había más gente. Ya terminando nuestra estadía hicimos un largo viaje en tren al célebre paralelo 38, que marca la frontera con Corea del Sur. Fue un momento tenso. Soldados de lado y lado de la frontera se apuntaban mutuamente y se observaban con binoculares. Pudimos ver a varios marines norteamericanos. Aunque luego se disipó la tensión y tomamos el asunto como una visita turística.
Esta Corea fue el punto máximo de mi desencanto. Sentíamos que habíamos retrocedido en el tiempo. Las visitas no impedían reconocer que estábamos en un régimen casi medieval, con calles vacías y con gente campesina transportada en vehículos militares. Los Mercedez que nos llevaban de un lado a otro, marcaban mucho más el contraste que veíamos. Un solo canal de televisión y una sola emisora de radio me empezaron a hacer insoportable la estadía en el hotel-monasterio. No podíamos salir por nuestra cuenta. No podíamos ver la miseria y la hambruna que años más tarde se fue conociendo. Sentíamos que todo era una farsa autoritaria bautizada con el nombre de socialismo. Recordábamos a Alí Lameda y su largo encarcelamiento. Nos asustamos, nos indignamos, nos aburrimos, nos deprimimos contando los días que nos faltaban para salir de aquel encierro.
Afortunadamente había gestionado con Alejandro en la embajada China en Caracas una visita a la universidad politécnica de Beijing. Allí finalizaría nuestro tour socialista. Los coreanos no querían dejarnos ir, pero al final los convencimos al mostrarles la carta que habíamos recibido del embajador de Venezuela en China. Esa visita representó un giro radical de mis convicciones marxistas. No porque se trataba de constatar el fracaso del socialismo, liderado por Mao, sino por el gran viraje que se estaba produciendo en la sociedad china. En la capital se veían rastros de la vida rural, así como la pobreza y el hacinamiento, pero se observaba fácilmente que estaba emergiendo la abundancia, los colores de la pluralidad cultural, la incorporación de alta tecnología junto al turismo. Nos alojamos en una residencia universitaria y tuvimos la libertad de caminar la ciudad hasta donde llegaban nuestras fuerzas. La combinación de abundancia y costos muy bajos nos permitió multiplicar los escasos dólares que llevamos. Fuimos a la plaza Tiannanmen donde ya había sucedido la conocida masacre, justificada repetidamente por el gobierno. El traductor que nos acompañaba nunca nos habló de represión y terror pero veíamos en su rostro la necesidad de cumplir temerosamente con su trabajo para no ser deportado a alguna provincia. Estábamos en un país que estaba adoptando progresivamente la economía capitalista, pero que conservaba su tradición autoritaria en nombre del socialismo. Aunque ese contraste no impedía apreciar la enorme distancia que existía con los países que antes habíamos visitado. La Gran Muralla, llena sobre todo de turistas chinos, nos llevaba a pensar que la
demografía gigantesca de ese país se había puesto al servicio de la economía. China empezaba a descubrirse como el mercado más grande del mundo.
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