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Harry Almela |
Por: Harry Almela
Sí,
manifiesto
Es la época de las torres, la de Babel que el Señor destruyó y la de
Siloé donde cayeron los inocentes. Es la época de los diluvios, de las nubes
que vienen de los desiertos y de los mares que inundan el último palmo de
tierra. Es el estallido, es el delirio, más allá de las ruinas de Selinunte, en
torno a los acantilados del mar, sobre los escoriales de la fiebre se cierne la
ceniza de los dioses y el dolor de Hermes
Gottfried Benn
Releer los
varios libros de Armando Rojas Guardia con la finalidad de preparar esta
antología ha significado, además de un temblor y un reencuentro, la posibilidad
de verificar nuevamente lo ya señalado por muchos de sus lectores –y
particularmente por Rafael Castillo Zapata–, a saber, las profundas correspondencias que existen entre su
escritura en prosa y su poesía. Pero el asunto, como suele suceder, es más
complejo y huidizo que el señalar este carácter dialógico, esta
intratextualidad –tangible en la construcción de la frase, en el manejo de las
intensidades fónicas o en los referentes y preocupaciones centrales que la
mueven–. Más allá de lo ya dicho, y a manera de motivo principal que explorarán
estas líneas, la obra de Rojas Guardia nos parece el conmovedor desenlace de
una tensión entre las fuerzas de la posmodernidad (sobre la que reflexiona la
mayoría de sus más recientes ensayos y que constituye el espacio abierto donde
se mueve gran parte de la poesía de sus contemporáneos) y la respuesta estética
y temática que propone a lo largo de toda su obra, que podemos resumir como una
respuesta retórica en retro a las
dudas del sujeto en esa particular manera de ser que tiene nuestra modernidad
latinoamericana. Toda la obra de Rojas Guardia, a nuestro entender, es la
expresión de la lucha del ser moderno, atravesado como vive de parte a parte
por los espacios y los productos culturales de la posmodernidad. Para decirlo
de una vez: si desde algún sitio puede leerse esta obra es precisamente desde
el quicio de un cristiano practicante y periférico que busca ordenar su yo poético desde los espacios ya casi
calcinados o congelados de la modernidad, justo en un territorio donde la
reflexión y la producción posmoderna en el territorio de la poesía del
continente ya comienza a concebir y crear sus propios espacios, lo que le
convierte en una rara avis de nuestra
poesía, a contramano de la modernidad y la posmodernidad literaria.
¿Con quién conversa esta
poesía y desde dónde? Son estas las preguntas centrales que nos inquietan,
cuando comprobamos el tono confesional y de susurro que caracteriza todos sus
poemas. Como bien lo sigue señalando Castillo Zapata, esta poesía conversa con
un Tú, que es a la vez el lector y un
Dios cristiano que se convierte en ser presente y cotidiano, que se manifiesta
de manera sólida en la argamasa y en los ladrillos con los que construye el
poema para conversar con el otro (y con Lo Otro), que muy bien ha aprendido este
poeta ---en las detenidas lecturas que ha hecho del Siglo de Oro en sus
versiones eclesiásticas y civiles. Pero, ¿quién es ese yo poético que nos habla? ¿Qué caracteriza la franqueza de esta voz
que para nada utiliza el monólogo dramático y que agarra (en el sentido más
exacto y etimológico del término) la presa de su tema y no la suelta hasta el
verso final?
Si hemos querido comenzar estas líneas con la frase
de Gottfried Benn es porque en ellas presumimos lo esencial de la reflexión del
poeta alemán acerca del llamado yo
moderno y de la problemática central de la lírica de esos tiempos, a saber,
su absoluto desprendimiento de toda explicación religiosa o metafísica del
mundo y el desalojo definitivo de cualquier paraíso celestial o terrenal. Se le
debe a Baudelaire (en el terreno de lo estrictamente literario) y a Nietszche
(en el terreno de la filosofía) las reflexiones acerca del tema. Repetimos
cosas ya sabidas, pero en este caso vale la pena recordarlas de nuevo. En la
obra de ambos autores se puede verificar lo que mejor caracteriza la modernidad
literaria: la certeza de la muerte de Dios, la constatación dolorosa del
desprendimiento del yo de todo discurso metafísico y el tomar por asalto las
áridas zonas del discurso estético como placebo ante tales carencias, la
necesaria relación de lo contingente con lo eterno como respuesta a los derrumbamientos,
la dolorosa fascinación de saberse un flâneur
al margen del disfrute de toda frugalidad, preocupado más bien en saber
mantenerse al margen –en la medida de lo posible y de lo necesario–, desterrado
para siempre de la mesa de los elegidos.
Sin embargo, esta condición de despedirse siempre extranjero (como dice Ungaretti) no se ejerce en
el vacío absoluto, y menos aún en nuestros tiempos. Esa crisis de los
metarrelatos que ha postulado Jean-François Lyotard también pasa por nuestro
continente y, con mayor o menor fortuna, por nuestra literatura. Lo podemos
advertir en la puesta en duda de la eficacia de la poesía misma como forma de
redención espiritual, como mecanismo de salvación seglar ante la desaparición
del sentimiento metafísico. Lo observamos también en el echar mano de los
juegos propios del pastiche, en la
burla y la ironía ante los mecanismos poéticos prestigiados y convertidos en
canon por el uso (el monólogo dramático, el correlato objetivo, la oscuridad en
el lenguaje, la interioridad neutral, lo fragmentario contra lo unitario, la
fusión de lo heterogéneo), en la instalación de la voz poética en espacios cada
vez más íngrimos y solitarios, el uso que cada día más hacen nuestros poetas de
un tono épico que busca poner en escena la historia personal del desencanto
absoluto, de aquellos que vacilan entre ser un apocalíptico o un integrado.
Muy poco de estas prestigiadas soluciones rozan la
poesía de Rojas Guardia. El desenlace (valga
el término) estético que propone su obra está a contracorriente de esos
mecanismos. La vivencia y la conciencia de la contradicción ya señalada (un yo moderno tratando de sobrevivir en los
espacios de la posmodernidad latinoamericana) lo coloca en un sitio poco
frecuentado por el riesgo que supone. Entonces deriva, por una parte, hacia la
sonoridad y el ritmo del idioma que en su oportunidad se propusieron los
místicos mayores del Siglo de Oro. Por la otra, a la presencia de la carnalidad
y de la terredad en el ámbito de sus
preocupaciones temáticas, proponiendo desde la trama de ambas materias la
posibilidad de colocar en la escena del poema la construcción de un yo que, al
mismo tiempo que argumenta sus
carencias y sus anhelos centrales, busca el equilibrio de su presencia sobre
tanta arena movediza. En este sentido, y tal como lo confiesa en una línea,
resuelve hablarnos en lengua culta con el ánimo de un monje laico, de un fraile
menor de alguna orden extinta.
Por todo ello, y ante el carácter transitorio y
movedizo del entorno en ésas nuestras regiones equinocciales, donde conviven en
constante tensión espacios premodernos, modernos y posmodernos, la poesía de
este escritor periférico se pasea por sus argumentos centrales: la
cotidianidad, el sentimiento religioso, el erotismo no convencional y la
reflexión acerca de la utilidad de la palabra al momento de contar el mundo. En estos temas, tocados
a lo largo y ancho de su obra, la poesía de Rojas Guardia busca y anhela el
equilibrio que le mantenga a flote ante tanta mar embravecida.
La cotidianidad en Rojas Guardia no es motivo de
queja ante la multiplicidad de los entes, manera de cantar ya sólidamente
establecida en la tradición moderna. Es, sobre todo, regocijada celebración de
un orden que, aún lejos de sus manos y su porfía, se presenta nítida y solemne como
telón de fondo donde ocurre la vida. En este sentido, es un tema donde lo real
se asume no como espacio que entretiene y atenta contra el sentimiento
religioso, sino que más bien re-liga
ese yo que canta con el mundo
cantado. En este territorio es donde sentimos que la poesía de Rojas Guardia
mejor huye del nihilismo de la modernidad, entendido como certidumbre de estar
a la intemperie, creando poéticamente la realidad donde se sienta más a gusto,
consciente de que lo sagrado se manifiesta en el plano cósmico, más allá de los
detalles sensibles.
Me pregunto/ qué ron dulce las embriaga./ Quizá la luz/ cuando
enronquece/ y empapa de quejas el límite del día./ Acaso el viento mismo/ quien
como ola de cansada espuma/ las impulsa a partir hacia el intenso Oeste/ donde
muestra el día sus llagas/ tumefactas// Estalla su plumaje en oro caliente/ y
derramado./ Y el cielo ha quedado entre sus alas/ como una mancha viva./ Mira
cómo se enredan entre los suaves hilos/ del aire que se enciende./ Deja su
vuelo un sabor tropical de fruta roja.// ¿Las veremos, de nuevo, como ahora?/
Tal vez alguna de estas tibias tardes/ en silencio./ O entre las grandes
amapolas/ que trae la Alegría// («Aves»)
En cuanto al erotismo heterodoxo que confiesa en
muchos de sus poemas, se nos presenta como punto de encuentro entre lo sagrado
y lo profano, dos actitudes premodernas que son dables advertir en muchos
espacios de nuestra cotidianidad latinoamericana, donde saben convivir formas
religiosas del monoteísmo impuesto por Europa con las tradicionales maneras de
carácter popular (valgan las
cursivas) provenientes de América y de África. Con respecto a este punto, la
exaltación abierta de la homosexualidad debería entrar en contradicción con las
posturas oficiales del poder cristiano. Sin embargo, la visión de este
particular monje laico celebra sin rubor su rebeldía contra lo que en el poema
que anotamos a continuación no duda en adjetivar como la burocracia del placer. Cabe resaltar el título del poema
(Cavafiana), que sabe jugar a la ironía precisamente con el poeta que mejor
supo usar el monólogo dramático y la máscara para convertirla en canon
estilístico de la modernidad:
Recuerdo las torpezas del comienzo,/ el olor de
los baños,/ la terca timidez de los paseos/ buscando casi a tientas/ una mirada
cómplice, unos ojos/ más intensos que mi culpa,/ luego la temblorosa
invitación/ junto a un café, que sabe/ dulce y atroz como el pecado,/ hasta
llegar al lujo de los cuerpos/ en la clandestinidad de aquel hotel./ Por fin la
despedida,/ tal vez un intercambio de teléfonos/ mientras la ciudad se
despereza/ y la piel conserva todavía/ los olores que la ducha borrará.// Ahora
que no necesito mentir/ encuentros deletéreos,/ porque el amor ya no requiere/
de baratos hoteles ni urinarios,/ ratifico sin embargo/ la subversión de aquel
inicio,/ la ilegalidad de las caricias complotando / contra la burocracia del
placer./ Saludo, como entonces,/ al asombro pagano del deseo. («Cavafiana»)
Lo religioso en Rojas Guardia,
preocupado por ese sentimiento en tiempos poscristianos, es el aspecto de su
poesía donde mejor confiesa su condición de exiliado, de periférico. La
propuesta es como sigue: el rito social impuesto por la tradición cristiana en
su rama católica no alcanza ni es suficiente para los tiempos que corren. La
relación entre el Amante y el Amado que bien supo poner en poemas la tradición
mística española, se convierte ahora en otra cosa, en una relación directa y
personal, sin intermediarios, donde el Tú
continúa viviendo en la vida cotidiana, sin aureola, cantado en ritmo de blues y rodeado de los personajes
menores de la ralea, en claro desafío a la
tradición monoteísta:
Cuando Mahalia Jackson dice Lord,/ reservándole a esa nítida
palabra/ la nota más pura de la voz,/ yo enseguida lo comprendo: sé que allí,/
en la negrura abismal de su garganta,/ sangra la única carne que me importa,/
el cuerpo amado hasta dolerme,/ mi hijo ajusticiado, hermano íngrimo,/ padre a
quien engendra mi ternura,/ mi Señor que apaleo, último amigo/ al filo de la
noche, en plena duda,/ por debajo del asco y la vergüenza/ y más allá del
estruendo de la dicha,/ porque no hay otro amor, otra respuesta:/ apenas sus
dos ojos que me otean,/ sus oídos que me auscultan,/ ese tacto inasible
despertándome/ a la pulpa redonda de mí mismo/ cuando nada me importa, excepto
Él/ arrinconado allá (desván o sótano)/ junto al soldado de goma y la muñeca,/
payaso en el circo de los locos,/ camarada del poeta y de la puta,/ príncipe de
flores y leprosos,/ majestad harapienta, Dios proscrito/ a quien unos cuantos,
negra tribu,/ llamamos con ronquísima dulzura/ compañero. («Cuando Mahalia
Jackson dice Lord»).
Característica propia de la modernidad literaria es
el reflexionar sobre las posibilidades expresivas y representativas de la
palabra. Concluida la relación con lo Eterno y con las visiones alegóricas
propuestas como explicación del mundo hasta la Edad Media tardía, el hombre de
la cultura occidental se descubre centro del Universo y coloca en la palabra su
preocupación en la medida en que comprende que el mundo se hace con palabras,
tal como lo afirmaran las discusiones de la última Escolástica. Esta
preocupación de los escritores es el correlato de lo que también ocurre en la
filosofía desde Nietszche hasta Wittgenstein. En esto como en otras cosas, la
poesía de Rojas Guardia establece una conversación con el misticismo occidental
y oriental, fieles a la contradicción de hacer uso de la palabra para convocar
el silencio, aun cuando en la poesía que nos ocupa esta pugna se resuelve a
favor de la palabra celebrando, a la manera de Hölderlin, la inocencia verbal sobre el abismo:
Amo el sol de la palabra día./ Pero la digo aquí y se evapora/ el poder
matutino del vocablo,/ su saliva auroral, recién gustada./ La aridez cuenta
conmigo las vocales/ y un áspero reptar de consonantes/ sube al paladar sin
deleitarlo./ Alguien apagó la dulce hoguera/ donde los leños crudos del
lenguaje/ crepitaban fragantes en la boca,/ en la unánime página abrasada./ El
poema brota ahora sin saberlo,/ sin palparse las vísceras ardientes,/ tiritando
inconsciente de sí mismo,/ ajeno al calor de paladearse./ Entresuenan las
letras su delirio/ vacuo y sensorial como el de un loco/ que necesita hablar
pero no puede/ sino decir la noche de la mente,/ los ruidos de su cuerpo, el movimiento/
de la nada polar en la que clama:/ la inocencia verbal sobre el abismo. («Amo el sol de la palabra día»).
En estos temas se mueve el grueso de esta poesía,
testimonio entre las dos aguas de las preocupaciones personales y el libro de
la cultura de Occidente. Por ello y por el tratamiento del lenguaje
–absolutamente solar–, asistimos a la puesta en escena de un yo poético a quien
no le preocupa para nada la originalidad, aunque precisamente en los elementos
señalados radica la suya. Conmovido y atravesado por el rayo de luz de las
contradicciones de un poscristiano tratando de sobrevivir con dignidad en los
años de finales del siglo xx y lo
que va del xxi, esta poesía mira
desde su atalaya particular la crisis de los metarrelatos y constituye un punto
de quiebre importante en el panorama actual de la poesía escrita en nuestro
continente. La dicción, fría y dolorosamente martillada hasta el hueso, nos
invita a una lectura conmovedora. En ella se advierten los dramas centrales de
nuestros días: saberse fuera de tiesto sobre
los escoriales de la fiebre [donde]
se cierne la ceniza de los dioses y el dolor de Hermes, exiliados para
siempre de toda salvación, y sin embargo, confiar en la posibilidad de esa
salvación a través de la palabra.
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