Por Federico García Lorca
Por el East River y el
Bronx
los muchachos cantaban
enseñando sus cinturas,
con la rueda, el
aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros
sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban
escaleras y perspectivas.
Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser el
río,
ninguno amaba las hojas
grandes,
ninguno la lengua azul
de la playa.
Por el East River y el
Queensborough
los muchachos luchaban
con la industria,
y los judíos vendían al
fauno del río
la rosa de la
circuncisión
y el cielo desembocaba
por los puentes y los tejados
manadas de bisontes
empujadas por el viento.
Pero ninguno se
detenía,
ninguno quería ser
nube,
ninguno buscaba los
helechos
ni la rueda amarilla
del tamboril.
Cuando la luna salga
las poleas rodarán para
turbar el cielo;
un límite de agujas
cercará la memoria
y los ataúdes se
llevarán a los que no trabajan.
Nueva York de cieno,
Nueva York de alambre y
de muerte.
¿Qué ángel llevas
oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá
las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de tus anémonas
[manchadas?
Ni un solo momento,
viejo hermoso Walt
[Whitman,
he dejado de ver tu
barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana
gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo
virginal,
ni tu voz como una
columna de ceniza;
anciano hermoso como la
niebla
que gemías igual que un
pájaro
con el sexo atravesado
por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos
bajo la burda tela.
Ni un solo momento,
hermosura viril
que en montes de
carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser un río y
dormir como un río
con aquel camarada que
pondría en tu pecho
un pequeño dolor de
ignorante leopardo.
Ni un solo momento,
Adán de sangre, macho,
hombre solo en el mar,
viejo hermoso Walt
[Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos de
las alcantarillas,
temblando entre las
piernas de los chauffeurs
o girando en las
plataformas del ajenjo,
los maricas, Walt
Whitman, te señalan.
¡También ése! ¡También!
Y se despeñan
sobre tu barba luminosa
y casta,
rubios del norte,
negros de la arena,
muchedumbres de gritos
y ademanes,
como gatos y como las
serpientes,
los maricas, Walt
Whitman, los maricas
turbios de lágrimas,
carne para fusta,
bota o mordisco de los
domadores.
¡También ése! ¡También!
Dedos teñidos
apuntan a la orilla de
tu sueño
cuando el amigo come tu
manzana
con un leve sabor de
gasolina
y el sol canta por los
ombligos
de los muchachos que
juegan bajo los puentes.
Pero tú no buscabas los
ojos arañados,
ni el pantano
oscurísimo donde sumergen a los niños,
ni la saliva helada,
ni las curvas heridas
como panza de sapo
que llevan los maricas
en coches y terrazas
mientras que la luna
los azota por las esquinas del
[terror.
Tú buscabas un desnudo
que fuera como un río,
toro y sueño que junte
la rueda con el alga,
padre de tu agonía,
camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas
de tu ecuador oculto.
Porque es justo que el
hombre no busque su deleite
en la selva de sangre
de la mañana próxima.
El cielo tiene playas
donde evitar la vida
y hay cuerpos que no
deben repartirse en la aurora.
Agonía, agonía, sueño,
fermento y sueño.
Este es el mundo,
amigo, agonía, agonía.
Los muertos se
descomponen bajo el reloj de las
[ciudades,
la guerra pasa llorando
con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus
queridas
pequeños moribundos
iluminados,
y la vida no es noble,
ni buena, ni sagrada.
Puede el hombre, si
quiere, conducir su deseo
por vena de coral o
celeste desnudo.
Mañana los amores serán
rocas y el Tiempo
una brisa que viene
dormida por las ramas.
Por eso no levanto mi
voz, viejo Walt Whitman,
contra el niño que
escribe
nombre de niña en su
almohada,
ni contra el muchacho
que se viste de novia
en la oscuridad del
ropero,
ni contra los
solitarios de los casinos
que beben con asco el
agua de la prostitución,
ni contra los hombres
de mirada verde
que aman al hombre y
queman sus labios en silencio.
Pero sí contra
vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y
pensamiento inmundo,
madres de lodo, arpías,
enemigos sin sueño
del Amor que reparte
coronas de alegría.
Contra vosotros
siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte
con amargo veneno.
Contra vosotros
siempre,
Faenes
de
Norteamérica,
Pájaros
de La
Habana,
Jotos
de
Méjico,
Sarasas
de
Cádiz,
Apios
de
Sevilla,
Cancos
de
Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas, de Portugal.
¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscados en yertos paisajes de cicuta.
¿No haya cuartel! La muerte
mana de vuestros ojos
y agrupa flores grises en la orilla del cieno
¿No hay cuartel! ¿Alerta!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.
Y tú, bello Walt
Whitman, duerme a orillas del
[Hudson
con la barba hacia el
polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve,
tu lengua está llamando
camaradas que velen tu
gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros
agita las praderas
y América se anega de
máquinas y llanto.
Quiero que el aire
fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del
arco donde duermes
y un niño negro anuncie
a los blancos del oro
la llegada del reino de
la espiga.
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