Jaime Gil de Biedma: Una poesía humana e impura
Por: Javier Alfaya
Le poete se consacre et
se consume done a definir et a construir un langage dans le langage; et son
opération, qui est longue, difficile, délicate, qui demande les qualités les
plus diverses de l'esprit, et qui jamáis ríest achevée com-me jamáis elle n'est
exactement possible, tend a constituer le discours d'un étre plus pur, plus
puissant et plus pro-fond dans ses pensées, plus intense dans sa vie, plus
élégant et plus heureux dans sa parole que n'importe que personne réelle.
Paul Valéry, «Situation de
Baudelaire», en Variété, 1.
Es siempre arriesgado hablar de la obra de los
poetas en términos de grupo o generacionales. Cada aventura poética, si se
realiza con rigor y con pasión, es una experiencia única, irrepetible, que no
se puede integrar dentro de una referencia colectiva. El concepto de «Grupo de
los Cincuenta» o «Grupo del Medio Siglo» corre peligro de convertirse en uno de
esos tópicos de la crítica literaria que terminan haciendo, al revés de lo que
reza el adagio alemán, que el bosque oscurezca la visión de los árboles. Este
es el riesgo de muchas antologías (1) por excelentes que sean, o de esos
panoramas de una época que tienden a simplificarlo todo desde criterios
primariamente historicistas o sociológicos. Hoy, a bastantes años de la época
en que empezaron a publicar sus libros los poetas cuya edad oscila en torno a
los cincuenta años, a partir de algunos de los cuales se perfiló un cambio en
la poesía española de lengua castellana, es posible empezar a discernir cuáles
de aquellos árboles eran valiosos y cuáles no. No es el objeto de este prólogo
hacer un examen crítico de aquellos poetas. Pero sí examinar, aunque sea de
modo harto somero, la obra de Jaime Gil de Biedma y destacar su carácter
específico.
La obra de Gil de Biedma ocupa un lugar
privilegiado y, en cierto modo, aislado. Su poesía constituye el eslabón entre
un movimiento que si tuvo algo en común fue el esfuerzo por volver, siguiendo
los pasos de los llamados poetas sociales —los Otero, Celaya, Nora, Hierro,
etc.—, al lenguaje hablado como forma de expresión literaria, pero eliminando
la ganga populista que lastra la obra de algunos de esos poetas, y otros
creadores más jóvenes que rompieron, a veces de modo violento y provocativo,
con la tradición de politización e ideologismo que caracterizaba a una buena
parte de la poesía española de posguerra. De los poetas de su promoción, Jaime
Gil de Biedma parece el más próximo a los nuevos poetas, cuya obra se empieza a
publicar en la segunda mitad de los años sesenta y aún más tarde. Lo cual puede
significar mucho y puede no significar nada. Pero es que en Gil de Biedma el
empleo del lenguaje coloquial ya no expresa sólo la voluntad de ser accesible
para ese mítico «hombre de la calle» al que tantas veces recurrieron como
receptor los poetas sociales y quienes vinieron tras ellos. La voluntad de
comunicación, utópicamente universal, se reduce a límites más modestos. Ya no
se trata de hablar al Pueblo o a la Clase. Se trata de hablar a unos cuantos
lectores más o menos ideales, pero con los que se espera compartir una cierta
visión del mundo. Un camino que, dado el retorno a «lo privado» que parece
caracterizar a la poesía más joven, vuelve más atractiva la obra de Gil de
Biedma y también quizá la de Angel González —poeta que ha seguido en algún
aspecto una evolución parecida—, a los siempre escasos pero activos
consumidores de versos que hay en nuestro país.
Jaime Gil de Biedma ha escrito —o al menos
publicado— muy poca poesía. La «obsesión por la perfección»(2) le
ha llevado a dar a la imprenta una obra que cuando se publicó como completa,
hace cinco años(3), cabía en un volumen, bien holgado, de 175 páginas. No
mucho, en verdad, si tenemos en cuenta el tiempo que media entre su primera
colección de versos, Según sentencia del tiempo (1953) y Las personas del verbo (1975). A partir de
esta última fecha, Gil de Biedma ha publicado un solo poema en la revista Hora de poesía. Hoy son prácticamente
inencontrables tanto el volumen de poesía completa como otras obras suyas
sueltas. Lo cual, si bien se mira, refleja también una curiosa actitud hacia la
propia obra por parte del poeta, un distanciamiento, una forma de estar en el
mundo literario muy poco frecuente entre nosotros, donde lo que cuenta, casi
como valor máximo, es la actualidad, como acerbamente señalara Luis Cernuda.
Pero también desde ese retiro, desde ese alejamiento, o precisamente por él,
Gil de Biedma ha conseguido mantenerse como un punto de referencia
imprescindible para tirios y troyanos. Es decir, para realistas y para
«novísimos», para neovanguardistas y para tradicionalistas.
Por otro lado, la personalidad de Gil de Biedma
como escritor ofrece facetas poco frecuentes en España. Nos referimos a su
labor como crítico y como traductor. Tampoco Gil de Biedma se ha prodigado
mucho como crítico, pero sus ensayos en ese campo han tenido la virtud de no
pasar nunca desapercibidos para las mentes más avizoras de nuestro mundo
literario. Después de su soberbio ensayo introductorio a Función de la poesía y
función de la crítica, de Eliot, Gil de Biedma publicó ensayos
sobre Jorge Guillen —-éste bastante mal recibido por la crítica académica, con
la casi única y significativa excepción de Carlos Blanco Aguinaga—, Cernuda
—sin duda el poeta español contemporáneo al que más próximo se siente—, Espronceda,
etc. El último artículo suyo de crítica literaria que conocemos es el publicado
en el suplemento literario del diario El País, dedicado a un clásico
de la novela erótica: la anómina Mi vida secreta, escrita por un galante
caballero británico del siglo xix.
Por fin parece que toda esa labor crítica, que
andaba dispersa, ha sido reunida en un volumen y publicada. Gil de Biedma hace
un tipo de crítica en cierta medida heterodoxa y con muy escasos puntos de
concomitancia con la crítica académica. Sus ensayos son más bien el fruto del
pensamiento de un poeta que ha meditado largamente sobre su oficio y busca en
los escritores que más le gustan las razones de su preferencia. Crítica equilibrada,
donde se dan la mano un gusto certero y penetrante y una amplia información
que parece presidida por ese «buen juicio» que postulaba Juan de Valdés en un
fragmento del Diálogo de la Lengua, que Gil de Biedma
utiliza como epígrafe para su prólogo al citado libro de T. S. Eliot.
Otro aspecto importante en la personalidad
intelectual de Gil de Biedma es su labor como traductor. Aparte del libro de
Eliot, Gil de Biedma publicó hace años una memorable traducción de una de las Berlín Stories, de Christopher
Isherwood: «Goodbye to Berlin». Ha traducido asimismo poemas de Louis Mac
Neice como «Snow» o «Prayer before birth»,
y de W. H. Auden (la última de las Twelve Songs, «Musée des Beaux Arts»,
«In Memory of W. B. Yeats», y algún otro). Ahora, según parece, se encuentra
trabajando en una nueva versión castellana de Le Cimetiére Marín, de Paul Valéry.
Todas estas actividades reflejan una personalidad
rica y compleja. Ningún otro poeta español reciente de verdadera altura, con
la excepción de Gabriel Celaya, Ángel González o José Ángel Valente, ha
desarrollado junto con su actividad creativa una importante labor crítica. Y
esa simbiosis entre el poeta y el crítico —no tan rara en España como se ha
dicho con frecuencia si pensamos en un Unamuno, en un Antonio Machado o en un
Juan Ramón Jiménez, en un Cernuda, un Salinas o un Bergamín—, en nuestra
opinión, ha enriquecido a ambos. Detrás de todo creador literario verdadero
parece alentar siempre el espíritu de un teórico de la literatura, más o menos
reprimido.
Un apunte biográfico
Para conocer a un poeta, para tener un acceso,
aunque sea remoto, a las claves de su poesía, es conveniente conocer algo de
su vida, aunque sea de modo necesariamente esquemático e incompleto. Hagamos,
pues, un breve paréntesis biográfico sobre Jaime Gil de Biedma.
Jaime Gil de Biedma nació en Barcelona en 1929,
en el seno de una familia de la alta burguesía con importante presencia en el
mundo de los negocios, afincada en Cataluña, pero de raíces castellanas. Es
nieto, por parte de madre, de uno de los más relevantes políticos españoles de
la Restauración, Santiago Alba. Este origen social singulariza también a Gil
de Biedma entre los poetas de su tiempo, en su mayor parte de origen
mesocrático. Y ese nacimiento privilegiado permitió al
futuro poeta una educación refinada y cosmopolita que en su poesía se manifiesta
de tal manera que las alusiones culturales o la crítica de los modos de vivir
de la gran burguesía nunca tienen ese aire forzado o un tanto snob que es tan frecuente
encontrar en tanta poesía española contemporánea, realista o no. Hizo estudios
de Derecho y llegó a ser profesor ayudante en la cátedra de Historia del
Derecho de Luis García de Valdeavellano. En sus años universitarios asistió a
los seminarios de economía del profesor Fabián Estapé, al cual dedicaría más
tarde uno de sus poemas más famosos, «Barcelona ja no es bona» o «Mi paseo
solitario de primavera». Entre sus compañeros de Universidad en Barcelona, con
los cuales hizo amistad, se encontraban Carlos Barral (con el cual colaboró
posteriormente en la puesta en marcha de la renovación de la editorial Seix
Barral), Joan Revenios, Antonio Senillosa y Alberto Oliart. En 1953 marchó a
Oxford, iniciándose su larga frecuentación con la literatura inglesa, no sólo
con la lectura de poetas como Eliot, Auden o los metafísicos, sino con el
conocimiento del pensamiento poético británico. En Oxford conoció y trató a
Alberto Jiménez Fraud y a su esposa, Natalia Cossío.
Vuelto a España vive una larga temporada en
Madrid, donde prepara oposiciones para ingresar en la escuela diplomática. Por
un sarcasmo del destino, muy propio de la deteriorada vida española, Gil de
Biedma fue suspendido en la oposición en el ejercicio de cultura y composición
española. De esos años viene también su trato con Jorge Guillen (al que conoció en
Valladolid), con Vicente Aleixandre y con la escritora exiliada María Zambrano,
a la que conoce en Italia. En 1954 empieza a trabajar en una empresa en la que
su familia tiene importantes intereses económicos y en la cual sigue
desempeñando un importante cargo: la Compañía de Tabacos de Filipinas.
Relacionados con este trabajo están sus frecuentes viajes a Filipinas, de los
cuales se encontrarán algunas referencias en sus versos. Enfermo de
tuberculosis pulmonar pasa una larga temporada en una finca familiar de Nava de
la Asunción (Segovia), muy vinculada a sus recuerdos infantiles y de
adolescencia. Allí inicia la redacción de un diario, parte del cual fue publicado
en 1974 bajo el joyceano título de Diario del artista seriamente enfermo. Su evolución política
hacia la izquierda le lleva a participar en 1959, con otros intelectuales
españoles, en la conmemoración del XX aniversario de la muerte de Antonio
Machado en Collioure. Los sucesos de Asturias en 1962, primer movimiento
huelguístico de envergadura en el Estado español desde las huelgas de Bilbao en
1947 y de Barcelona en 1951, le hacen asumir públicamente una actitud de clara
oposición al régimen franquista. Es uno de los 101 intelectuales que escriben
una carta abierta al entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga
Iribarne, donde se denuncian las torturas de la Guardia Civil y Policía en las
personas de diversos militantes obreros y sus familiares. En 1968 asiste al
Congreso Mundial de Intelectuales, celebrado en La Habana. Más tarde, a raíz
del «asunto Heberto Padilla», Gil de Biedma toma distancias con respecto al
régimen revolucionario cubano, suscribiendo una carta de protesta contra los
métodos empleados en él y lo que reflejaban de deterioro de la vida cultural y
política cubana.
En 1969 muere uno de sus mejores amigos: Gustavo Duran, músico, muy activo en
la vida cultural de los años republicanos y más tarde uno de los fundadores del
Quinto Regimiento. En 1970 muere su padre y un año más tarde se suicida Gabriel
Ferrater. Estas tres muertes debieron de influir bastante en la vida del poeta.
De ellas hay diversos reflejos en sus versos. En 1975 Jaime Gil de Biedma
publica, como ya hemos indicado, su libro Las personas del verbo,
donde se incluyen todos los poemas que en más de veinte años de labor
poética el autor acepta como verdaderamente logrados.
Por supuesto, es inútil en unas cuantas líneas
expresar la complejidad de una vida. Sin embargo, pensamos que es preciso
señalar unos cuantos hitos de una biografía que encuentra una manifestación
constante en la obra escrita. El mundo personal de Gil de Biedma, su destino
privado, son una constante en muchos de sus mejores poemas, donde, en
ocasiones, aparecen incluso con nombres y apellidos los seres que han
desempeñado un papel importante en su existencia.
Una poesía de la
experiencia
El concepto de «poesía de la experiencia», según
la expresión acuñada por Langbaum, empieza a tomar carta de naturaleza al
escribir sobre la obra de los poetas de la época de Gil de Biedma, y desde
luego de éste mismo. Poesía de la experiencia: las huellas de los años vividos
filtradas por la luz del recuerdo y reconstruidas verbalmente en la estructura
del poema. «En mi poesía», dijo una vez Gil de Biedma, «no hay más que dos
temas: el paso del tiempo y yo.» Tomada así, sin matices, esta declaración
puede parecer en exceso simplificadora. Es cierto que ambas cosas desempeñan un
papel central en la poesía de Gil de Biedma, más marcada la segunda todavía con
el paso de los años. En Gil de Biedma incluso se da un desdoblamiento del yo
casi cruel en composiciones como «Contra Jaime Gil de Biedma», donde de pronto
éste se sorprende a sí mismo en un espejo, caricatura de lo que acaso quiso
ser:
De
qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar
atrás un sótano más negro
que
mi reputación —y ya es decir—,
poner
visillos blancos
y
tomar criada,
renunciar
a la vida de bohemio,
si
vienes tú, pelmazo,
embarazoso
huésped, memo vestido de mis trajes,
zángano
de colmena, inútil, cacaseno,
con
tus manos lavadas,
a
comer en mi plato y a ensuciar la casa?
Sin embargo, una atención excesiva a la letra de
ciertas declaraciones o de algunos poemas puede darnos una imagen falsa o al
menos distorsionada de la poesía de Gil de Biedma, como si ésta estuviera
encerrada en un inútil juego solipsista, en ese «carnaval interiorizado de la
fetichización del yo», de que habló alguna vez el viejo y venerable Gyorgy
Lukács.
La enfermedad del subjetivismo: ésa es la clave,
dirán algunos. Una lectura superficial de algunos poemas de Gil de Biedma
podría llegar a esa conclusión, si es que aceptamos todavía, literariamente
hablando, ese tipo de crítica. La poesía de Gil de Biedma ha seguido, pese a su
exigüidad, un largo recorrido. Una constante progresión que nos muestra a un
poeta cada vez más seguro de sí mismo, cada vez más capaz de decir en un poema
exactamente lo que quiere. Gil de Biedma es un poeta lento. Sabemos que hay
poemas suyos que ha ido construyendo y retocando a lo largo de los años. En
este sentido es la contraimagen del poeta fácil y abundante, tan frecuente en
nuestra literatura. Pero esa lentitud, esa parsimonia por crear y aún mayor
por dar al público, han tenido una compensación: pocos poetas españoles
contemporáneos tienen una obra tan redonda, tan perfectamente acabada como la
suya.
Desde los primeros poemas de Gil de Biedma,
verdaderos ejercicios de estilo, un poco escritos para «hacer manos», como
dicen los pianistas, hasta las últimas composiciones de Poemas póstumos, hay un largo camino animado
por más signos, por más temas que el transcurrir del tiempo o la consideración
del propio yo. En los primeros poemas que conocemos de Gil de Biedma la naturaleza
es la protagonista. Una naturaleza guillenianamente suspendida en el tiempo,
sin historia, paisaje ideal de una juventud, de una adolescencia feliz. Pero
también está presente el tema de la amistad, uno de los recurrentes de toda su
poesía, elaboración del cual será su poesía política, más que nada afirmación
emocional de la fraternidad sentida como un mito reconfortante. En uno de los
poemas de Compañeros de viaje se dice:
Pero callad.
Quiero
deciros algo.
Sólo
quiero deciros que estamos todos juntos.
A
veces, al hablar, alguno olvida
su
brazo sobre el mío,
y yo
aunque esté callado doy las gracias,
porque
hay paz en los cuerpos y en nosotros.
Esa amistad, esa fraternidad y su deterioro por
la usura de los años recorre toda la poesía de Jaime Gil de Biedma y se
convierte en uno de los motivos de la amargura que rezuma Poemas póstumos. Amistad que en un
momento dado atraviesa como una flecha el grupo de amigos y va más allá: hacia
soluciones colectivas. Y es la evocación de una tarde del día de Difuntos en
Madrid, de la visita al Cementerio Civil. Y entonces la fraternidad se busca
incluso en aquellos que en el pasado supieron aceptar, con fría dignidad, la
aniquilación definitiva de la muerte, sin por ello ser infieles a la lucha por
la libertad del hombre. O cuando el estallido de las huelgas asturianas del 62
hace aparecer ante sus ojos a unos hombres concretos, de carne y hueso, que
simbolizan la lucha a muerte contra un régimen odioso.
El yo del poeta se ha expandido, tal vez
ingenuamente, en busca de otros espacios
donde realizarse. Lo colectivo es posible. Pero un colectivo con nombres y con
rostros, no las grandes abstracciones de los que piensan siempre en términos históricos globales y olvidan el
destino palpitante de los que precisamente hacen la Historia. En un poema como
el citado, «Barcelona ja no es bona» o «Mi paseo solitario de primavera», sin
duda uno de los más perfectos que ha escrito el poeta, hay una secuencia lógica
entre la visión de sí mismo antes de nacer, pero ya alojado en el mundo cómodo
y fácil de una burguesía floreciente, y la visión de las pobres gentes que
habitan en las chabolas de Montjuich. Gil de Biedma no nos habla
en el poema de la inexorabilidad —o pretendida inexorabilidad— de los procesos
históricos. Ve que el mundo, contra lo que sostuviera un día uno de los
maestros de su juventud, Jorge Guillen, está mal hecho. Y que
esas gentes desharrapadas tienen que tener su oportunidad de vivir una vida más
libre y más digna. Son los «pobres de la tierra», y de ellos debería ser el futuro. Pero no
en nombre de ninguna dialéctica fatal, sino en nombre tan sólo de un porvenir
más humano.
En este sentido la poesía «política» de Gil de Biedma
refleja una actitud mucho menos doctrinaria que la de los poetas sociales.
Parte de una vivencia natural, no de un proceso mental apriorístico. Es la
respuesta siempre a una injusticia flagrante, el rechazo del orden represor.
Poesía, pues, más bien humanista, quizá con todas las debilidades que se
quiera, pero de una enorme eficacia literaria. Cuando la vieja retórica de los
poetas sociales nos queda cada vez más lejana, el puñado de poemas «políticos»
de Gil de Biedma nos siguen atrayendo. ¿Por qué? Acaso porque vivimos en una
época de quiebra de todo tipo de certidumbres, de ruptura de la enfática
seguridad en la marcha siempre adelante de la Historia. En un período de
crisis, en suma. Y entonces una voz que no se pretende profética, que no
intenta suplantar la voz de otros para cantar, con mayor o menor impertinencia,
en nombre de ellos, sino que se sitúa dentro de esa tensión dialéctica entre
soledad y solidaridad que ilustró de manera inolvidable Albert Camus, nos
resulta más contemporánea. Son las gentes concretas las que aparecen en un
poema como «Noche triste de octubre, 1959», dedicado a Juan Marsé:
Y he
pensado en los miles de seres humanos,
hombres
y mujeres que en este mismo instante,
con
el primer escalofrío,
han
vuelto a preguntarse por sus preocupaciones,
por
su fatiga anticipada,
por
su ansiedad para este invierno.
Una poesía que ciertamente tampoco ahorra el
sarcasmo hacia quienes pusieron la bota del vencedor sobre el más débil.
Media
España ocupaba España entera
con
la vulgaridad, con el desprecio
total
de que es capaz, frente al vencido,
un
intratable pueblo de cabreros,
dice con acento de resonancias cernudianas en
«Años triunfales». «Fraternellement seul fraternellement libre»: este verso de
Paul Eluard podría servir de lema a la poesía «comprometida» de Jaime Gil de
Biedma. Un compromiso imposible de reducir a esquemas, poco apto para ser triturado
y asimilado ideológicamente.
Es posible que el desmoronamiento de aquella
mitología fraternal haya influido decisivamente en la actitud cada vez más
cerrada en sí mismo que manifiestan los últimos poemas de Gil de Biedma. Pero
nos estamos adelantando un poco. Baste decir que, sin duda, en la crisis
personal de Gil de Biedma intervinieron también elementos de desilusión
política. Finales de los cincuenta, principios de los sesenta fueron años de
una exaltación en la oposición de izquierda que hoy, con la perspectiva que da
el paso del tiempo, puede parecemos ingenua. Pero hay que entenderla en el
contexto de unos años en los que por vez primera en el edificio monolítico del
franquismo parecían abrirse unas grietas que más tarde demostrarían ser menos
profundas de lo que en principio se creía. Son los años del resurgir del
movimiento obrero, de los inicios de la gran rebelión estudiantil que hallará
su culminación a finales de la década de los sesenta. Y en la poesía de Gil de
Biedma queda la huella de esa esperanza que no tardó en agostarse.
El amor. Otro de los grandes temas de Gil de
Biedma. Quizá ningún poeta español contemporáneo ha escrito con tan franco
erotismo, ha expresado con tal garra la pasión amorosa como nuestro poeta. Una
pasión sentida además como rechazo radical de los modos aceptados por la moral
al uso. Una pasión que se afirma irreductible a los esquemas habituales de los
bien pensantes. El amor de los cuerpos, la sensualidad más viva, aparece una y
otra vez en los poemas de Gil de Biedma. La exaltación, y luego la luz del alba
que ilumina con una mezcla de ternura y de angustia el cuerpo amado.
Es sabido que el erotismo no es el fuerte de la
poesía española. El puritanismo esencial de nuestra literatura no ha sido
apenas estudiado como el reflejo que es de una sociedad profundamente
reprimida, habitada por todos los tabúes sexuales imaginables. En la poesía
—como en la literatura española en general— no es inhabitual el tema amoroso.
Pero sin embargo, muy hispánicamente, la oscilación se produce casi siempre
entre el puro deliquio y la obscenidad.
En Gil de Biedma, no. «Un cuerpo es el mejor
amigo del hombre», llega a decir en un poema. Y en esa aceptación libre y
franca de la sexualidad hay lugar, y un lugar especial, para la ternura.
Porque
no es la impaciencia del buscador de orgasmo
quien
me tira del cuerpo hacia otros cuerpos
a
ser posible jóvenes:
yo
persigo también el dulce amor,
el
tierno amor para dormir al lado
y
que alegre mi cama al despertarse,
cercano
como un pájaro.
¡Si
yo no puedo
desnudarme nunca,
si
jamás he podido entrar en unos brazos
sin
sentir —aunque sea nada más que un momento—
igual
deslumbramiento que a los veinte años!
dice en «Pandémica y celeste», uno de los poemas
que el autor estima como más perfectos de su obra.
Porque todo amor, sentido realmente, es un
escándalo. Es una agresión contra esa doble moral en la que vive instalada una
sociedad que huye como del fuego de todo aquello que le echa en cara su
hipocresía. Y en Gil de Biedma la afirmación amorosa es respuesta al cinismo y
a la falsificación de los sentimientos. Como Cernuda afirma su singularidad,
pero sin ese curioso remordimiento de raíz cristiana que tantas veces
trasparece, envuelto incluso en alguna alusión religiosa, en la poesía del
gran poeta sevillano.
Sin duda, el último libro publicado hasta ahora
por Jaime Gil de Biedma, Poemas póstumos, significa una seria
inflexión en su obra. Libro amargo, escéptico, pesimista y acaso con unas
cuantas gotas de cierta autocomplacencia. Los viejos mitos parecen haberse
difuminado, barridos por el embate de los años, y el poeta se enfrenta de
pronto con el paso del tiempo, hasta entonces considerado como una
abstracción, pero que ahora asume una presencia descarnada y casi aterradora.
El amor sigue importando, como sigue importando la amistad. Pero es más
visible un cierto cansancio vital y un sarcasmo que se vuelve con agudeza
contra el propio Gil de Biedma. En uno de los poemas más bellos de la
colección, titulado De vita beata, dice:
En
un viejo país ineficiente,
algo
así como España entre dos guerras
civiles,
en un pueblo junto al. mar,
poseer
una casa y poca hacienda
y
memoria ninguna. No leer,
no
sufrir, no escribir, no pagar cuentas
y
vivir como un noble arruinado
entre
las ruinas de mi inteligencia.
Es como si el viejo fantasma del desengaño, ese
fantasma que recorre toda la gran poesía española desde el barroco para acá,
hubiera atrapado también a nuestro poeta. Ese retiro del mundo, ese
horacianismo desesperado, donde el culto al hedonismo parece incluso pasar a
un segundo término, es el fruto de una larga desilusión. El mundo no era tan
recuperable como en los años juveniles —y menos juveniles— parecía. Gil de
Biedma contempla con lucidez su vida y las vidas que le fueron próximas y una sensación
de fracaso lo cubre todo.
El propio título de Poemas póstumos podría indicar una
voluntad de no reincidir en «el juego de hacer versos». La poética del
desengaño puede ser aniquiladora y Jaime Gil de Biedma, que es un artista
supremamente inteligente, lo ha entendido así. Después de Poemas póstumos parecía imposible
reanudar el camino de la creación poética. Un poema recientemente aparecido en
la revista Hora de Poesía y que recogemos en este
volumen indica, sin embargo, lo contrario. Queda por saber si ese poema obedece
a una compulsión aislada o es el inicio de una recuperación negativa. Eso sólo
el tiempo puede decirlo.
Al acusar recibo de un envío de poemas de Jaime
Gil de Biedma, Luis Cernuda contestaba en una carta fechada en San Francisco
el 15 de enero de 1962: «Los seis poemas me han gustado mucho y desde luego me
han interesado no menos (...). Todos
me parecen poesía completa, humana e impura. Feliz (sic) ustedes, los poetas
jóvenes, que no tienen que combatir necedades como las del tiempo de mi
juventud: 'deshumanización', 'poesía pura', etc. Claro que tendrán otras
equivalentes de hoy, según me figuro y temo.» Las necedades equivalentes de
aquellos años rondaban en torno a una mecanicista y sectaria definición de lo
que es realismo y de lo que no es realismo, del compromiso y el no compromiso,
etc. Jaime Gil de Biedma, a su manera, se mantuvo al margen de aquella batalla
y su poesía salió ganando con ello. Se dio a una poesía «humana e impura» —de
donde hemos extraído el título de este prólogo— emparentada con aquella que
propugnaba en los años republicanos Pablo Neruda desde las páginas de Caballo verde para la
poesía: «Una poesía impura como un traje, como un cuerpo,
con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones,
sueños, vigilias, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias,
sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones,
impuestos.» Que aquel programa el gran poeta chileno lo cumpliera sólo en
parte no inhabilita su actualidad. Curiosamente la semilla de aquella «poesía
sin pureza» que él arrojó en la España convulsa de los años de la anteguerra,
iba a fructificar dos décadas después en la obra de un puñado de poetas que acaso,
por las limitaciones de la época, no conocían el profético mensaje de Neruda. Y
Jaime Gil de Biedma es quizá de todos ellos quien mejor cumplió aquellos
consejos venidos de otro tiempo, de otra coyuntura histórica.
En las palabras preliminares a Las personas del verbo,
Gil de Biedma indicaba en un tono inequívocamente machadiano: «Muy
pobre hombre ha de ser uno si no deja en su obra —casi sin darse cuenta— algo
de la unidad e interior necesidad de su propio vivir. Al fin y al cabo, un
libro de poemas no viene a ser otra cosa que la historia del hombre que es su
autor, pero elevada a un nivel de significación en que la vida de uno es ya la
vida de todos los hombres, o por lo menos —atendidas las inevitables
limitaciones objetivas de cada experiencia individual— de unos cuantos entre
ellos.»
En un momento en que están de moda las declaraciones
enfáticas y altisonantes, esa modestia de tono no hace más que confirmar la
excepcionalidad de la experiencia poética de Gil de Biedma. Y esa unidad no
negada entre el hombre viviente y el hombre que escribe es como una advertencia
suave y precisa, pero no menos dura de fondo, contra cualquier tentación
formalista de entender el fenómeno literario.
Esperemos que esta antología, necesariamente
parcial y subjetiva como todas las antologías, sirva al lector para ayudarle a
precisar su imagen de un hombre, de un poeta excepcional llamado Jaime Gil de
Biedma, en el marco de la desgarrada historia española contemporánea.
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1953.
Compañeros
de viaje, Joaquim
Horta, Barcelona, 1959.
En
favor de Venus, Colección
Colliure, Barcelona, 1965.
Moralidades,
Joaquín Mortiz, México,
1966.
Poemas
postumos, Colección
Poesía para Todos, Madrid, 1968.
Colección
particular, Editorial
Seix Barral, Barcelona, 1969.
Las
personas del verbo, Barral
Editores, Barcelona, 1975.
prosa
Diarios
del artista seriamente enfermo, Editorial Lumen, Barcelona, 1974.
Cántico:
El mundo y la poesía de Jorge Guillen, Seix Barral, Barcelona, 1960. (Agotado. Ha sido reeditado en la
colección de ensayos críticos de que se habla en una de las notas de este
prólogo.)
Luis
Cernuda, Jaime
Gil de Biedma, Juan Gil-Albert y Luis Antonio de Villena, Universidad de
Sevilla, Sevilla, 1977.
Jaime
Gil de Biedma es el autor del prólogo a la edición de Ocnos y Variaciones
sobre tema mexicano, de
Luis Cernuda, publicada por la Editorial Taurus.
Notas
(1) Nos referimos, por ejemplo, a la brillante e
ingeniosa, pero por otra parte muy discutible antología preparada para Taurus
por Juan García Hortelano titulada El grupo poético de los años 50.
(2) Entrevista con Santiago E. Sylvester: «Jaime Gil de Biedma: Me obsesiona el poema perfecto», La Calle, núm. 71, 31 de julio-6 de agosto de 1979.
(3) Las personas del verbo, Barral Editores, Barcelona, 1975.
(4) La primera edición de la traducción castellana de este ensayo apareció en
Seix Barral en 1955. Existe una edición de bolsillo que data de 1968.
(5)El pie de la letra, Editorial Crítica.
(6) La mayor parte de las traducciones de Gil de Biedma se encuentran
dispersas en diversas publicaciones. Algunas de las traducciones de Auden y de
Mac Neice a las que nos referimos aparecieron en una antología de la poesía
inglesa moderna editada por Gredos y hoy agotada e inencontrable. Adiós a Berlín, de Isherwood, fue publicada por Seix Barral.
(7)Para una más amplia información biográfica sobre Gil
de Biedma, véase el libro de Shirley Mangini González Jaime Gil de Biedma (Júcar Ediciones, Madrid, 1979), que es el primer
estudio global sobre la obra del poeta
De Compañeros de viaje
Amistad a lo largo
Pasan lentos los días
y muchas veces estuvimos solos.
Pero luego hay momentos felices
para dejarse ser en amistad.
Mirad:
somos nosotros.
Un destino condujo diestramente
las horas, y brotó la compañía.
Llegaban noches. Al amor de ellas
nosotros encendíamos palabras,
las palabras que luego abandonamos
para subir a más:
empezamos a ser los compañeros
que se conocen
por encima de la voz o de la seña.
Ahora sí, Pueden alzarse
las gentiles palabras
—ésas que ya no dicen cosas—,
flotar ligeramente sobre el aire;
porque estamos nosotros enzarzados
en mundo, sarmentosos
de historia acumulada,
y está la compañía que formamos plena,
frondosa de presencias.
Detrás de cada uno
vela su casa, el campo, la distancia.
Pero callad.
Quiero deciros algo.
Sólo quiero deciros que estamos todos
juntos.
A veces, al hablar, alguno olvida
su brazo sobre el mío,
y yo aunque esté callado doy las gracias,
porque hay paz en los cuerpos y en
nosotros.
Quiero deciros cómo trajimos
nuestras vidas aquí, para contarlas.
Largamente, los unos con los otros
en el rincón hablamos, tantos meses!
que nos sabemos bien, y en el recuerdo
el júbilo es igual a la tristeza.
Para nosotros el dolor es tierno.
Ay el tiempo! Ya todo se comprende.
Las afueras
I
La noche se afianza
sin respiro, lo mismo que un esfuerzo.
Más despacio, sin brisa
benévola que en un instante aviva
el dudoso cansancio, precipita
la solución del sueño.
Desde luces iguales
un alto muro de ventanas vela.
Carne a solas insomne, cuerpos
como la mano cercenada yacen,
se asoman, buscan el amor del aire
—y la brasa que apuran ilumina
ojos donde no duerme
la ansiedad, la infinita esperanza con
que aflige
la noche, cuando vuelve.
II
Quién? Quién es el dormido?
Si me callo, respira?
Alguien está presente
que duerme en las afueras.
Las afueras son grandes,
abrigadas, profundas.
Lo sé pero, no hay quién
me sepa decir más?
Están casi a la mano
y anochece el camino
sin decirnos en dónde
querríamos dormir.
Pasa el viento. Le llamo?
Si subiera al salón
familiar del octubre
el templado silencio
se aterraría.
Y quizá me asustara
yo también si él me dice
irreparablemente
quién duerme en las afueras.
III
Ciudad
ya tan lejana!
Lejana junto al mar: tardes de puerto
y desamparo errante de los muelles.
Se obstinarán crecientes las mareas
por las horas de allá.
Y serán un rumor,
un palpito que puja
endormeciéndose,
cuando asoman las luces de la noche
sobre el mar.
Más, cada vez más honda
conmigo vas, ciudad,
como un amor hundido,
irreparable.
A veces ola y otra vez silencio.
IX
¿Fue posible que yo no te supiera
cerca de mí, perdido en las miradas?
Los ojos me dolían de esperar.
Pasaste.
Si apareciendo entonces
me hubieras revelado
el país verdadero en que habitabas!
Pero pasaste
como un Dios destruido.
Sola, después, de lo negro surgía
tu mirada.
X
Nos reciben las calles conocidas
y la tarde empezada, los cansados
castaños cuyas hojas, obedientes,
ruedan bajo los pies del que regresa,
preceden, acompañan nuestros pasos.
Interrumpiendo entre la muchedumbre
de los que a cada instante se suceden,
bajo la prematura opacidad
del cielo, que converge hacia su término,
cada uno se interna olvidadizo,
perdido en sus cuarteles solitarios
del invierno que viene. ¿Recordáis
la destreza del vuelo de las aves,
el júbilo y los juegos peligrosos,
la intensidad de cierto instante, quietos
bajo el cielo más alto que el follaje?
Si por lo menos alguien se acordase,
si alguien súbitamente acometido
se acordase... La luz usada deja
polvo de mariposa entre los dedos.
Arte poética
A Vicente Aleixandre
La nostalgia del sol en los terrados,
en el muro color paloma de cemento
—sin embargo tan vivido— y el frío
repentino que casi sobrecoge.
La dulzura, el calor de los labios a solas
en medio de la calle familiar
igual que un gran salón, donde acudieran
multitudes lejanas como seres queridos.
Y sobre todo el vértigo del tiempo,
el gran boquete abriéndose hacia dentro
del alma
mientras arriba sobrenadan promesas
que desmayan, lo mismo que si espumas.
Es sin duda el momento de pensar
que el hecho de estar vivo exige algo,
acaso heroicidades —-o basta,
simplemente,
alguna humilde cosa común
cuya corteza de materia terrestre
tratar entre los dedos, con un poco de fe?
Palabras, por ejemplo.
Palabras de familia gastadas tibiamente.
Idilio en el café
Ahora me pregunto si es que toda la vida
hemos estado aquí. Pongo, ahora mismo,
la mano ante los ojos —qué latido
de la sangre en los párpados— y el vello
inmenso se confunde, silencioso,
a la mirada. Pesan las pestañas.
No sé bien de qué hablo. ¿Quiénes son,
rostros vagos nadando como en un agua
pálida,
éstos aquí sentados, con nosotros
vivientes?
La tarde nos empuja a ciertos bares
o entre cansados hombres en pijama.
Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda
espacio
arriba, más arriba, mucho más que las
luces
que iluminan a ráfagas tus ojos
agrandados.
Queda también silencio entre nosotros,
silencio
y este beso igual que un largo túnel.
Aunque sea un instante
Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus
espinas.
Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso
cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a
día
entonces también conocimos.
Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor
logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está
hecho.
Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
—invocando un pasado que jamás existió—
para creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa
inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro
ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse.
El arquitrabe
Andamios para las ideas
Uno vive entre gentes pomposas. Hay quien
habla
del arquitrabe y sus problemas
lo mismo que si fuera primo suyo
—muy cercano, además.
Pues bien, parece ser que el arquitrabe
está en peligro grave. Nadie sabe
muy bien por qué es así, pero lo dicen.
Hay quien viene diciéndolo desde hace
veinte años.
Hay quien habla, también, del enemigo:
inaprensibles seres
están en todas partes, se insinúan
igual que el polvo en las habitaciones.
Y hay quien levanta andamios
para que no se caiga: gente atenta.
(Curioso, que en inglés seaffold signifique
a la vez andamio y cadalso.)
Uno sale a la calle
y besa a una muchacha o compra un libro,
se pasea, feliz. Y le fulminan:
Pero cómo se atreve?
¡El arquitrabe...!
Lunes
Pero después de todo, no sabemos
si las cosas no son mejor así,
escasas a propósito... Quizá,
quizá tienen razón los días laborables.
Tú y yo en este lugar, en esta zona
de luz apenas, entre la oficina
y la noche que viene, no sabemos.
O quizá, simplemente, estamos fatigados.
Ampliación de estudios
En la vieja ciudad
llena de niños góticos, en donde
diminutas
confiterías peregrinas
ejercen el oficio de placer furtivo
y se bebe cerveza en lugares sagrados
por el uso del tiempo, aunque quizá es
más dulce
pasearse a lo largo del río,
allí precisamente viví los meses últimos
en mi vida de joven sin trabajo
y con algún dinero.
Puede que un día cuente
quel lait pur, que de soins y cuántos sacrificios
me han hecho hijo dos veces de unos
padres propicios.
Pero ésa es otra historia,
voy a hablaros
del producto acabado,
o sea: yo,
tal y como he sido en aquel tiempo.
¿Os ha ocurrido a veces
—de noche sobre todo—, cuando consideráis
vuestro estado y pensáis en momentos
vividos,
sobresaltaros de lo poco que importan?
Las equivocaciones, y lo mismo los
aciertos,
y las vacilaciones en las horas de
insomnio
no carecen de un cierto interés
retrospectivo
tal vez sentimental,
pero la acción,
el verdadero argumento de la historia,
uno cae en la cuenta de que fue muy
distinto.
Así de aquellos meses,
que viví en una crisis de expectación
heroica,
me queda sobre todo la conciencia
de una pequeña falsificación.
Y si recuerdo ahora,
en las mañanas de cristales lívidos,
justamente después de que la niebla
rezagada empezaba a ceder,
cuando las nubes
iban quedándose hacia el valle,
junto a la vía férrea,
y el gorgoteo de la alcantarilla
despertaba los pájaros en el jardín,
y yo me asomaba para ver a lo lejos
la ciudad, sintiendo todavía
la irritación y el frío de la noche
gastada en no dormir,
si ahora recuerdo,
esa efusión imprevista, esa imperiosa
revelación de otro sentido posible, más
profundo
que la injusticia o el dolor, esa
tranquilidad
de absolución, que yo sentía entonces,
¿no eran sencillamente la gratificación
furtiva
del burguesito en rebeldía
que ya sueña con verse
tel qu'en Lui-méme enfin Véternité le
change?
Las grandes esperanzas
Le mort saisit le vif
Las grandes esperanzas están todas
puestas sobre vosotros,
así dicen
los señores solemnes, y también:
Tomad.
Aquí la escuela y la despensa, sois
mayores,
libres de disponer
sin imprudentes
romanticismos, por supuesto.
La verdad, que debierais estar
agradecidos.
Vero ya veis, nos bastan las grandes
esperanzas
y todas están puestas en vosotros.
Cada mañana vengo,
cada mañana vengo para ver
que ayer no existía
cómo el Nombre del Padre se ha dispuesto,
y cómo cada fecha libre fue entregada,
dada en aval, suscrita por
los padres nuestros
de cada día.
Cada mañana vengo para ver
que todo está servido (me saludan,
al entrar, levantando un momento los
ojos)
y cada mañana me pregunto,
cada mañana me pregunto cuántos somos
nosotros, y de quién venimos,
y qué precio pagamos por esa confianza.
O quizá
no venimos tampoco para eso.
La cuestión se reduce a estar vivo un
instante,
aunque sea un instante no más,
a estar vivo
justo en ese minuto
cuando nos escapamos
al mejor de los mundos imposibles.
En donde nada importa,
nada absolutamente —ni siquiera
las grandes esperanzas que están puestas
todas sobre nosotros, todas,
y así pesan.
De ahora en adelante
Como después de un sueño,
no acertaría
a decir en qué instante sucedió.
Llamaban.
Algo, ya comenzado, no admitía espera.
Me sentí extraño al principio,
lo reconozco —tantos años
que pasaron igual que si en la luna...
Decir exactamente qué buscaba,
mi esperanza cuál fue, no me es posible
decirlo ahora,
porque en un instante
determinado todo vaciló: llamaban.
Y me sentí cercano.
Un poco de aire libre,
algo tan natural como un rumor
crece si se le escucha de repente.
Pero ya desde ahora siempre será lo
mismo.
Porque de pronto el tiempo se ha colmado
y no da para más. Cada mañana
trae, como dice Auden, verbos irregulares
que es preciso aprender, o decisiones
penosas y que aguardan examen.
Todavía
hay quien cuenta conmigo. Amigos míos,
o mejor: compañeros, necesitan,
quieren lo mismo que yo quiero
y me quieren a mí también, igual
que yo me quiero.
Así que apenas puedo recordar
qué fue de varios años de mi vida,
o adónde iba cuando desperté
y no me encontré solo.
Los aparecidos
Fue esta mañana misma,
en mitad de la calle.
Yo esperaba
con los demás, al borde de la señal de
cruce,
y de pronto he sentido como un roce
ligero,
como casi una súplica en la manga.
Luego,
mientras precipitadamente atravesaba,
la visión de unos ojos terribles,
exhalados
yo no sé desde qué vacío doloroso.
Ocurre que esto sucede
demasiado a menudo.
Y sin embargo,
al menos en algunos de nosotros,
queda una estela de malestar furtivo,
un cierto sentimiento de culpabilidad.
Recuerdo
también, en una hermosa tarde
que regresaba a casa... Una mujer
se desplomó a mi lado replegándose
sobre sí misma, silenciosamente
y con una increíble lentitud —la tuve
por las axilas, un momento el rostro,
viejo, casi pegado al mío.
Luego, sin comprender aún,
incorporó unos ojos donde nada
se leía, sino la pura privación
de que me daba las gracias.
Me volví
penosamente a verla calle abajo.
No sé cómo explicarlo, es
lo mismo que si todo,
lo mismo que si el mundo alrededor
estuviese parado
pero continuase en movimiento
cínicamente, como
si nada, como si nada fuese verdad.
Cada aparición
que pasa, cada cuerpo en pena
no anuncia muerte, dice que la muerte
estaba
ya entre nosotros sin saberlo.
Vienen
de allá, del otro lado del fondo
sulfuroso,
de las sordas
minas del hambre y de la multitud.
Y ni siquiera saben quiénes son:
desenterrados vivos.
El miedo sobreviene
El miedo sobreviene en oleada
inmóvil. De repente, aquí,
se insinúa:
las construcciones conocidas, las
posibles
consecuencias previstas (que no excluyen
lo peor),
todo el lento dominio de la inteligencia
y sus alternativas decisiones, todo
se ofusca en un instante.
Y sólo queda la raíz,
algo como una antena dolorosa
caída no se sabe, palpitante.
Piazza del Popólo
(Habla
María Zambrano)
Fue una noche como ésta.
Estaba el balcón abierto
igual que hoy está, de par
en par. Me llegaba el denso
olor del río cercano
en la oscuridad. Silencio.
Silencio de multitud,
impresionante silencio
alrededor de una voz
que hablaba: presentimiento
religioso era el futuro.
Aquí en la Plaza del Pueblo
se oía latir —y yo,
junto a ese balcón abierto,
era también un latido
escuchando. Del silencio,
por encima de la plaza,
creció de repente un trueno
de voces juntas. Cantaban.
Y yo cantaba con ellos.
Oh sí, cantábamos todos
otra vez, qué movimiento,
qué revolución de soles
en el alma! Sonrieron
rostros de muertos amigos
saludándome a lo lejos
borrosos —pero qué jóvenes,
qué jóvenes sois los muertos!—
y una entera muchedumbre
me prorrumpió desde dentro
toda en pie. Bajo la luz
de un cielo puro y colérico
era la misma canción
en las plazas de otro pueblo,
era la misma esperanza,
el mismo latido inmenso
de un solo ensordecedor
corazón a voz en cuello.
Sí, reconozco esas voces
cómo cantaban. Me acuerdo.
Aquí en el fondo del alma
absorto, sobre lo trémulo
de la memoria desnuda,
todo se está repitiendo.
Y vienen luego las noches
interminables, el éxodo
por la derrota adelante,
hostigados, bajo el cielo
que ansiosamente los ojos
interrogan. Y de nuevo
alguien herido, que ya
le conozco en el acento,
alguien herido pregunta,
alguien herido pregunta
en la oscuridad. Silencio.
A cada instante que irrumpe
palpitante, como un eco
más interior, otro instante
responde agónico.
Cierro
los ojos, pero los ojos
del alma siguen abiertos
hasta el dolor. Y me tapo
los oídos y no puedo
dejar de oír estas voces
que me cantan aquí dentro.
Canción para ese día
He aquí que viene el tiempo de soltar
palomas
en mitad de las plazas con estatua.
Van a dar nuestra hora. De un momento
a otro, sonarán campanas.
Mirad los tiernos nudos de los árboles
exhalarse visibles en la luz
recién inaugurada. Cintas leves
de nube en nube cuelgan. Y guirnaldas
sobre el pecho del cielo, palpitando,
son como el aire de la voz. Palabras
van a decirse ya. Oíd. Se escucha
rumor de pasos y batir de alas.
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