Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Konstandinos Kavafis. Poemas Eróticos

Konstandinos Kavafis (Egipto, 1863-1933)


Konstandinos Kavafis (1863-1933) nació y murió en Alejandría. Fue el último, de nueve hijos, de una pareja de prósperos comerciantes fanariotas de Constantinopla. Su padre, Pedro Kavafis, se había casado a mediados de siglo con una muchacha de catorce años, Khariklia Potiadis, hija de un rico mercader en diamantes que decía descender de un obispo de Cesárea y de un príncipe de Samos. Después de su matrimonio se establecieron en Liverpool, donde tenían una casa de exportación de telas e importación de algodón. En mil ochocientos cincuenta y cuatro se mudaron a Alejandría para fundar una sucursal de su negocio. Pedro Kavafis murió en mil ochocientos setenta, cuando Konstandinos tenía siete, dejando una escasa fortuna, luego de haber sido uno de los más ricos comerciantes de la ciudad. Tres años después, Khariklia decidió regresar a Liverpool en un intento por rehacer la fortuna de su marido, pero la inexperiencia de sus hijos los llevó a la ruina definitiva, teniendo que volver a Alejandría en mil ochocientos setenta y nueve.

Los siete años que Kavafis pasó en Inglaterra -entre los nueve y los dieciséis-, fueron definitivos para su formación. Aprendió inglés, conoció las costumbres victorianas, escribió sus primeros poemas y se familiarizó con los escritos de Shakespeare, Browning y Wilde, de quienes hay resonancias en sus versos.

Al regreso de Alejandría desde Constantinopla, en mil ochocientos ochenta y cinco, donde habían ido con Khariklia antes del bombardeo y ocupación inglesa de la ciudad, tenía veintidós años y allí viviría el resto de su vida.

Su origen, educación y luego su pobreza no impidieron a Kavafis hacer vida social entre la comunidad griega de la ciudad, sin que por ello dejase de sentirse un extrañado.

Sabemos que en su juventud tuvo un carné de periodista y que trabajó para un diario local; que durante cinco años fue corredor de bolsa y que escribió, a finales de los ochentas, algunos artículos en inglés contra el imperialismo británico, como el que reclama la devolución de los mármoles Elgin. Según Timos Málanos (4), en ésta época Kavafis vivió largos y angustiosos períodos de identidad sexual que sólo calmaba con alguna visita a los burdeles para bisexuales y sus escasos affaires d’amour en el barrio Attarine, donde iba con un sirviente que vigilaba las posibles apariciones de su madre, con quien vivió hasta mil ochocientos noventa y nueve, año del fallecimiento de ella.

Kavafis tuvo pocos amigos en su juventud. Aparte de su prolongada amistad con Pericles Anastasiades y Alexandros Singopoulos, sólo cuando tuvo treinta y ocho años conoció, en un viaje a Atenas, a Gregory Xenopoulos, y no fue hasta los años de la Primera Guerra Mundial cuando entró en comercio con hombres de su altura, como Robin Furness, John Forsdyke o E.M. Forster, que trabajaba para la Cruz Roja y quien hizo conocer su obra en el mundo inglés.

Sus primeros sueldos regulares comenzó a ganarlos pasados los treinta, luego de trabajar gratis por tres años, a la espera de una vacante, en el Ministerio de Riegos, donde copiaba informes, llevaba cuentas bancarias, manejaba la correspondencia extranjera y traducía documentos. Trabajo que conservó por treinta años, hasta mil novecientos veintidós, cuando se retiró, y que siendo tedioso, le permitió tener las tardes y las noches libres.

Más allá de lo que suele pensarse después de leer sus poemas eróticos, la vida alejandrina de Kavafis fue poco dramática, incluso su aislamiento literario, que consideró no del todo desventajoso para el crecimiento de su obra. En un comentario acerca de la indiferencia de los griegos por la literatura, escrito en mil novecientos siete (5), Kavafis resalta lo importante que es para el escritor la independencia de sus lectores:

 

«Pero al lado de todo lo desagradable y hostil de la situación, cada día peor, déjeme anotar -como una muestra de alivio en nuestras miserias-, una ventaja. La ventaja es la independencia intelectual que se garantiza. Cuando un escritor sabe bien que unos pocos ejemplares serán vendidos, gana una gran independencia para su trabajo creador. El escritor que tiene la seguridad, o al menos la posibilidad de vender toda su edición, y quizás futuras ediciones, no pocas veces es influenciado por las futuras ventas. Casi sin saberlo, sin pensarlo, habrán circunstancias cuando conociendo lo que el público piensa, lo que gusta y compraría hará algunos pequeños sacrificios, escribirá está frase un poco diferente, dejará fuera aquello. Y no hay nada más destructivo para el arte, tiemblo con sólo pensarlo, cuando una frase debe ser cambiada, cuando hay que omitir algo

 

Quizá por está, y otras razones de índole social, Kavafis murió sin ofrecer un volumen al público. Tuvo el valor de elegir sus lectores, entregando mínimos ejemplos de su obra a quienes le visitaban o a aquellos que consideraba podían comprender lo que hacía. Entre mil ochocientos noventa y uno y mil novecientos cuatro imprimió seis poemas de los ciento ochenta que tenía escritos; en mil novecientos cuatro, catorce, y en mil novecientos diez, veintiuno, de los doscientos veinte que contenían sus archivos. Esas escasas muestras llamaron la atención de algunos escritores alejandrinos y de otros en Atenas, especialmente entre los jóvenes. A finales de la primera década del siglo, los editores de Nea Zoe solicitaban sus poemas, así como los de Grammata. De allí en adelante Kavafis gozaría de cierto prestigio local, nada despreciable, en una Alejandría donde según Kostas Ouranis (6) vivían, en esos años de entreguerras, los mejores escritores griegos

de su tiempo.

Lo que podemos llamar estética kavafiana viene, sin duda, del uso de la lengua popular, en la que se puede menos pensar que cantar, pero con la cual Kavafis medita un destino o retrata un recuerdo, sin que la verdad de los hechos o los sentimientos determinen el efecto último del

poema. El poder de sugestión importa más que la realidad. Esa es la razón para que muchos de sus poemas eróticos puedan ser calificados también de filosóficos; es el pensamiento, y no la carne misma, la que evoca la pasión que da una respuesta a una moral cazurra o farisea.

A partir de mil novecientos doce Kavafis comenzó a publicar y escribir poemas abiertamente homosexuales. En ellos se complacía al recrear, más que recuerdos, el goce de la pasión y el ardor de los deseos no satisfechos. Había descubierto que en los cuerpos de la juventud hay sabiduría. La saciedad de los deseos será fuente de conocimientos.

 

«Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones —escribió Lawrence Durrell en Justine refiriéndose a los placeres alejandrinos—; el reflejo de cinco flotas en el agua grasienta, más allá de la escollera. Pero hay más de cinco sexos y sólo el griego (Kavafis), parece capaz de distinguirlos. La mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por su variedad y profusión. Es imposible confundir Alejandría con un lugar placentero. Los amantes simbólicos del mundo helénico son sustituidos por algo distinto, algo sutilmente andrógino, vuelto sobre sí mismo. Oriente no puede disfrutar de la dulce anarquía del cuerpo, porque ha ido más allá del cuerpo.. [...] Los cuerpos hoscos de los jóvenes inician la caza de una desnudez cómplice, y en estos pequeños cafés a los que solía ir Balthazar con el viejo poeta de la ciudad los muchachos, nerviosos, juegan al chaquete bajo las lámparas de petróleo y, perturbados por el viento seco del desierto —tan poco romántico, tan sospechoso—, se agitan y se vuelven para mirar a los recién llegados. Les cuesta respirar y en cada beso del verano reconocen el gusto de la cal viva...»

 

Kavafis cuenta y recuerda los fracasos de cualquier relación erótica, las grandes esperas y las míseras recompensas del comercio carnal.

Kavafis creó también una estética donde lo pobre, lo sucio, el desempleo y la miseria podían ser objeto de belleza. Indiferente, como debió ser en ideas políticas, su progresividad surge de los sujetos a quien se dedicó a celebrar y que para los hombres y mujeres de su tiempo no merecían el canto.

En sus poemas eróticos los hombres y los adolescentes se aman y disfrutan el placer de la carne como si fueran seres míticos, de una manera tal que lo que importa es la vida, haciendo de ella un goce que quiebra todas las ataduras que imponen las ideologías y costumbres de las épocas, y a nuestros cuerpos, cuerpos de dioses, ardientes y sensuales sin limitación alguna, -con unos decorados de entreguerras, decadentes y fríos, y una métrica yámbica deliberadamente descuidada, con un número desigual de sílabas y rimas sólo irónicas o de versos cortados-, pero todo perpetuado, sin embargo, en unos versos estudiados y construidos al detalle, donde la forma es en últimas el contenido.

 

Sus temas y su vocación sexual – dice Mario Vargas Llosa, estaban infiltrados de romanticismo decimonónico –de exceso y trasgresión, de individualismo aristocrático-, pero, a la hora de coger la pluma y sentarse a escribir, surgía del fondo de su ser y tomaba las riendas de su espíritu, un clásico, obsesionado con la armonía de las formas y la claridad de la expresión, un convencido de que la destreza artesanal, la lucidez, la disciplina y el buen uso de la memoria eran preferibles a la improvisación y a la desordenada inspiración para alcanzar la absoluta perfección artística.

 

La poesía de Kavafis gozó de escasa difusión en la Grecia de la Belle Epoque. Su prosaica frugalidad en el uso de adornos, su permanente evocación del ritmo hablado y el uso de coloquialismos; su abierto tratamiento del homosexualismo, su retorno al epigrama, su esotérico sentido de la historia, su cinismo en política, su creación de un mundo mítico le hicieron extraño a los sentidos de los poetas griegos de entreguerras pero garantizaron la permanencia de uno de los mejores testimonios del hombre y la mujer de este siglo perverso que acaba de terminar.

 

Harold Alvarado Tenorio

New York, 1982

 

Candelabro

(1895)

 

En un cuarto vacío, - pequeño, cuatro paredes

cubiertas con una tela verde un

hermoso candelabro arde cálidamente;

y en su fuego, cada una de nuestras pasiones

abrazan también con violenta lascivia.

 

En el pequeño cuarto, donde brilla

el vívido fuego del candelabro,

la luz es única.

No es para cuerpos tímidos

la voluptuosidad de estas llamas.

 

Vuelve

(1904)

 

Ven otra vez y tómame

amada sensación retorna y tómame

cuando la memoria del cuerpo se despierta

y un antiguo deseo recorre la sangre;

cuando los labios y la piel recuerdan

y las manos sienten que aún tocan.

 

Ven otra vez y tómame en la noche,

cuando los labios y la piel recuerdan.

 

Deseos

(1904)

 

Como bellos cuerpos

que la muerte impidió envejecer

y yacen, encerrados con lágrimas,

en magníficos sepulcros,

coronados de rosas y a los pies jazmines,

así son los deseos no satisfechos:

aquellos que nunca se gozaron

en una noche sensual

o en una resplandeciente madrugada.

 

Fui

(1905)

 

Nunca me contuve. Me di completamente y fui.

Me di a aquellos placeres que eran casi realidad

y estaban en mi mente;

me di a las vibrantes noches

y bebí un vino fuerte

como sólo los valientes beben del placer.

 

Jura

(1905)

 

Jura una y otra vez rehacer su vida.

Pero cuando llega la noche con sus consejos,

sus compromisos y promesas,

cuando la noche llega con la fuerza

de un cuerpo que pide y necesita

él retorna, perdido, a su fatal deseo.

 

Una noche

(1907)

 

La habitación era barata y sórdida,

oculta sobre la dudosa taberna.

Desde la ventana podías ver la sucia

y estrecha callejuela. Desde abajo

venían las voces de algunos obreros

que jugaban a las cartas y se divertían.

 

Y allí, en esa pobre y usada cama

tuve el cuerpo del amor, tuve los labios

voluptuosos y rosados de la embriaguez,

rosados de tanta embriaguez

que ahora, cuando escribo, después de tantos años,

en esta casa solitaria vuelvo a estar borracho.

 

La vitrina del estanco

(1907)

 

Frente a la iluminada vitrina de un estanco

junto a otros, se detienen.

De repente, sus miradas se cruzan

mostrando, tímidamente, sus deseos.

Luego, caminando hacia la acera

sonríen, aceptándose.

 

Después, el coche cerrado…

El cálido contacto de la carne,

el abrazo de los labios y las manos.

 

Días de 1903

(1909)

 

Nunca volví a encontrar, lo que tan pronto perdí…

Los poéticos ojos, el pálido rostro…

en la oscura calle.

 

Nunca más encontré -míos por azar -

que tan fácil abandoné

y que luego, angustiado, deseé.

Los poéticos ojos, el pálido rostro,

aquellos labios -nunca más hallados.

 

Mucho he mirado

(1911)

 

Tanto he mirado la belleza

que mi visión vive en ella.

 

Líneas del cuerpo, labios rojos,

sensuales brazos,

cabellos copiados de las estatuas griegas,

bellos, aún despeinados,

cayendo un poco en las frentes blancas.

Rostros del amor,

como mi poesía los deseaba en las noches de mi

juventud,

encontrados, en secreto, en mis noches.

 

Canción de Jonia

(1911)

 

Aun cuando rompimos sus estatuas

y les sacamos de sus templos

los dioses no han muerto.

Es a ti, tierra de Jonia, a quienes ellos aman,

es a ti, a quienes sus almas recuerdan.

Cuando llegan las mañanas de Agosto

un vigor emana de sus almas y se agita en tus aires

y a veces, un muchacho, de etérea juventud,

indefinible, como una sombra alada,

se aleja cruzando tus colinas.

 

Tumba de Eurion

(1912)

 

En esta tumba –rica en diseño,

toda en mármol de Tebas,

cubierta con lirios y violetas –

yace el hermoso Eurion,

un alejandrino de veinticinco años.

Descendiente de macedonios y magistrados

estudió filosofía con Aristokleitos

y con Paros, retórica, y en Tebas leyó las Sagradas

Escrituras.

Redactó también una historia de la provincia de Arsinoe.

Todo eso al menos habrá de sobrevivirle.

Pero perdimos para siempre lo que era realmente

precioso:

su cuerpo, una visión de Apolo.

 

De los hebreos, 50 D.C.

(1912)

 

Pintor y poeta, corredor y lanzador de disco,

bello como Endimión: Ianthis, hijo de Antonio,

de familia muy afecta a la sinagoga.

 

«Mis mejores días son aquellos

cuando suspendo la búsqueda de la sensual belleza,

cuando abandono el elegante

y difícil culto al helenismo,

con su extremada devoción

a los bien formados, corruptibles miembros,

y me transformo en quién quisiera ser:

un hijo de hebreos, los sagrados hebreos.»

 

No pudo cumplir sus deseos.

El hedonismo, y el arte de Alejandría,

hicieron de él un hijo predilecto.

 

En la calle

(1913)

 

Su simpático rostro, casi pálido;

sus ojos castaños, con ojeras.

Tiene veinticinco años, pero parece de veinte;

con algo de artista en sus ropas,

(el color de la corbata, la forma del cuello).

Camina despreocupado, como si aún

estuviera hipnotizado por el desviado placer,

por el mucho placer que ha recibido.

 

Voluptuosidad

(1913)

 

La alegría y el perfume de mi vida

es la memoria de las horas cuando encontré

y mantuve el placer sensual como lo deseaba.

La alegría y el perfume de mi vida, para mí,

que aborrecí los placeres rutinarios.

 

Al alto mundo del poema

(1914)

 

Las cosas que tímidamente imaginó siendo escolar

claras ve ahora. Camina las calles,

amanece, las noches le atrapan.

Como conviene a nuestro arte

su sangre – ardiente y fresca –

placer se entrega.

Prohibidos deleites han vencido su cuerpo,

sus jóvenes brazos saben darse al placer.

Así, un simple muchacho,

termina por merecer nuestra atención,

y queda – con su sangre ardiente y fresca –

en el alto mundo del poema.

 

Hace tiempo

(1914)

 

Quisiera hablar de ese recuerdo…

Pero está extinguido ahora… casi nada queda

porque yace en los años de mi juventud.

 

Una piel hecha como de jazmines…

esa noche de Agosto -¿fue en Agosto?-

puedo escasamente recordar los ojos; eran, creo, azul

oscuros…

Ah, sí, azul oscuros, de un azul zafiro.

 

En el retrato

(1914)

 

Amo mi trabajo y soy cuidadoso.

Pero hoy estoy descorazonado por mi lentitud,

el día me ha afectado:

se ha puesto gris, no deja de llover y ventear.

Tengo más ganas de mirar que de hablar.

En este retrato que miro,

un bello muchacho se acostó, al lado de una fuente,

cansado, quizás, de haber corrido mucho.

¡Qué hermoso muchacho!; ¿en qué siesta

ha caído con este maravilloso mediodía?.

Me siento y lo miro largo rato,

y de nuevo, en el arte, descanso de crear.

 

Significados

(1915)

 

Los años de mi juventud, mi vida sensual,

cómo veo ahora su significado.

Qué vanos e inútiles arrepentimientos…

Pero no comprendí, entonces, su sentido

En los libertinos años de mi juventud

mi poesía creció con vigor,

los límites de mi arte fueron trazados.

Por eso mis arrepentimientos fueron inconstantes.

Y mis propósitos, de contenerme, de cambiar,

duraron, a lo sumo, dos semanas.

 

El mar de la mañana

(1915)

 

Dejadme aquí. Quiero mirar por un momento la

naturaleza.

El mar del amanecer, el claro cielo,

los brillantes azules, la playa amarilla;

amplios, luminosos y bellos.

 

Dejadme aquí. Quiero creer que todo esto veo,

(así lo vi, por un momento, al detenerme)

y no mis habituales fantasías,

mis recuerdos, mis visiones del placer.

 

Su principio

(1915)

 

Su ilícito placer

se ha consumado. Se levantan

y rápido se visten sin hablar.

Salen separados, furtivamente, de la casa,

y mientras bajan la calle van inquietos,

sospechan que algo delata

en qué clase de cama yacieron hace poco.

 

Pero cuánto ha ganado la vida del artista.

Mañana, pasado mañana, años después

serán escritos los versos

que aquí tuvieron su comienzo.

 

Para Ammonis que murió a los 29 en el 610

(1915)

 

Te piden, Rafael, hagas unos versos

como epitafio del poeta Ammonis:

algo elegante y sutil. Puedes hacerlo,

eres tú quien puede escribir una líneas

dignas de Ammonis, nuestro Ammonis.

 

Por supuesto hablarás de sus poemas pero

también algo de su belleza,

la exquisita belleza que amamos.

 

Tu griego es perfecto y musical.

Pero necesitamos toda tu habilidad.

Nuestro dolor y nuestra pena pasa a una lengua extraña.

Pon tus sentimientos de egipcio en el griego que ahora

escribes.

 

Tus versos, Rafael, tú lo sabes, debes escribirlos

de manera que nuestra vida quede en ellos;

de manera que el ritmo y cada frase muestren

que de un alejandrino, escribe otro.

 

Ante la tumba de Endimión

(1916)

 

Vine de Mileto a Latmos

en un blanco carruaje de cuatro mulas,

blancas como la nieve, con arneses de plata.

Navegué desde Alejandría en una nave púrpura

para hacer ritos secretos

libaciones y sacrificios en honor de Endimión (1).

Aquí está su estatua y miro, con asombro,

su celebre hermosura.

Entonces mis esclavos arrojan sobre ella canastas de

jazmines

y a mi cuerpo regresan los placeres de los días de ayer.

 

Al atardecer

(1916)

 

De todas maneras no iba a durar mucho

La experiencia lo ha demostrado.

Pero el destino llegó y las detuvo.

Sin embargo, qué fuertes fueron los perfumes,

cuán espléndido el lecho donde dimos placer a nuestros

cuerpos.

 

Un eco de mis días de placer,

un eco de aquellos días volvió a mí,

algo del fuego de nuestra juventud:

tomé una carta de nuevo,

y leí y releí hasta que la luz faltó.

Entonces, triste, salí al balcón.

Salí para mudar mis pensamientos, mirando,

por un instante, la ciudad que amo;

por un momento las calles y las tiendas.

 

Recuerda cuerpo

(1916)

 

Recuerda cuerpo no sólo cuánto fuiste amado,

no sólo en que lechos estuviste,

sino también aquellos deseos

que brillaban en los ojos

y temblaban en la voz

y que hizo vanos

algún obstáculo del destino.

Hoy, que son polvo del pasado,

parece como si los hubieses satisfecho

-Cómo ardían, recuerda, en los ojos que te contemplaban,

cómo temblaban por ti en la voz, recuerda cuerpo-.

 

Epitafio de Lanis

(1916)

 

El Lanis que amaste no está aquí, Marcos,

en esta tumba donde vienes a llorar y permaneces.

El Lanis que tú amaste está contigo

en tu casa, cuando te guardas a mirar el retrato

que aún guarda lo más valioso de él,

que guarda lo que más amaste.

 

¿Recuerdas, Marcos, cuando trajiste

al famoso pintor de Kyrynia, del palacio del procónsul?

Con cuánta astucia trató de persuadiros,

al ver a tu amigo,

que debía pintarlo como Jacinto

y así su retrato sería famoso.

 

Pero tu Lanis no quiso prestar su belleza;

con firmeza, se opuso al pintor

diciendo que no quería parecerse a

Jacinto, ni a ningún otro,

sólo a Lanis, hijo de Rametijos, un alejandrino.

 

Uno de sus dioses

(1917)

 

Cuando uno de ellos cruzaba por la plaza de Seleucia(2),

justo en el momento en que caía la tarde,

-caminando como un muchacho, alto y hermoso,

con el goce de un ser inmortal en los ojos,

con el pelo negro y perfumado-,

las gentes le miraban

y se preguntaban si lo conocían,

si era un griego de Siria, o acaso un extranjero.

Pero aquellos que observaban con atención

comprendían, y haciéndose a un lado

mientras él se alejaba bajo los portones,

entre las sombras y las luces de la tarde

hacia el barrio donde vive noches de alcohol y lascivia,

pensaban cuál de Ellos sería

y para qué sospechoso placer

había bajado hasta las calles de Seleucia

desde aquellas Augustas Moradas.

 

En un pueblo de Osroene

(1917)

 

Ayer, a media noche, herido en una riña de taberna,

trajeron a Rémona, nuestro amigo.

A través de la ventana la luna iluminaba su cuerpo.

Somos una mezcla de sirios, griegos, armenios y medos.

Rémona es uno de ellos. Pero anoche

cuando la luna iluminaba su entrañable rostro

pensamos de nuevo en el Cármides (3) de Platón.

 

Grises

(1917)

 

Mirando un ópalo casi gris

recordé dos bellos ojos

que vi, hará veinte años…

 

Durante un mes nos amamos.

Luego, se fue, a Smirna creo,

a trabajar allá, y nunca volvimos a vernos.

 

Se habrán afeado, si aún vive, los ojos grises.

El bello rostro se habrá arruinado.

 

Consérvalos, memoria, como eran.

Y lo que puedas, de este amor mío,

lo que puedas, devuélveme esta noche.

 

Epitafio a Iasis

(1917)

 

Yo, Iasis, aquí yazco, famoso por mi belleza

en esta gran ciudad.

Los sabios me admiraron tanto como los hombres

corrientes.

El mismo placer obtuve de ellos.

 

Pero por considerarme a menudo Narciso y Hermes,

los excesos me gastaron, me aniquilaron.

Viajero, si eres alejandrino, no me culpes.

Tu conoces nuestra apacible vida, su fervor, su

absoluta devoción al placer.

 

Al pie de la casa

(1917)

 

Caminando ayer por las afueras

pasé por la casa

donde solía ir cuando fui joven.

Allí, con su maravillosa fuerza,

Eros tomó mi cuerpo.

 

Y ayer, de repente,

cuando bajaba por la vieja calle

todo se hizo bello con la magia del amor.

Las tiendas, las aceras, las piedras,

los muros, los balcones, las ventanas,

nada era feo allí.

 

Y cuando me detenía y miraba la puerta,

vacilante, fuera de la casa,

todo mi ser trajo de nuevo

la sensual emoción que había guardada en mí.

 

Desde las nueve

(1917)

 

Doce y media. Cómo ha pasado el tiempo,

desde las nueve, cuando encendí la lámpara

y me senté aquí. He estado sentado sin leer,

sin hablar. ¿A quién podría hablar

solo, como estoy en esta casa?

 

La sombra de mi cuerpo juvenil

desde las nueve, cuando encendí la lámpara,

me ha seguido recordando

cerrados y perfumados cuartos,

antiguos placeres, audaces placeres.

Y ha puesto también ante mi

calles que hoy no reconocería,

agitados bares nocturnos ahora cerrados,

teatros y cafés que una vez fueron.

 

La sombra de mi joven cuerpo

me ha traído tristes recuerdos:

los lutos familiares, las separaciones,

los sentimientos de mis parientes,

los sentimientos de aquellos que no comprendí.

 

Doce y media: como ha pasado el tiempo.

Doce y media: como pasan los años.

 

En la mesa vecina

(1918)

 

Tendrá ventitrés años,

sin embargo, que seguro estoy hace veintidós

gocé este mismo cuerpo.

 

No es que me excite mucho.

Hace sólo unos minutos entré al casino,

no he tenido tiempo de beber mucho.

Yo he gozado ese cuerpo;

si no recuerdo dónde, eso no importa.

 

Ahora, cuando se sienta a la mesa,

reconozco cada movimiento, y bajo sus ropas,

veo de nuevo los miembros que amé, desnudos.

 

Que permanezca

(1918)

 

Serían la una de la mañana

o la una y media.

En un rincón de la taberna

completamente vacía, a excepción de nosotros,

delante del biombo de madera

una lámpara de aceite apenas alumbraba.

Cerca a la puerta dormía el cantinero

que nos había atendido hacía un momento.

 

Nadie podía vernos.

Pero estábamos tan excitados

que poco nos habría importado.

 

Nuestras casi sueltas ropas -no llevábamos

muchas- era un maravilloso

y cálido Julio;

el deleite de la carne a través

de nuestras ropas medio abiertas,

-el breve desnudamiento de los cuerpos

una visión que vuelve después de veintiséis años

y permanece en el poema.

 

El sol de la tarde

(1918)

 

Este cuarto, que bien lo conozco.

Le están alquilando, y el de al lado

para oficinas. Toda la casa se ha convertido

en oficinas para intermediarios y negociantes.

 

Esta habitación, cuán familiar es.

 

El sofá estaba allí, cerca a la puerta,

y frente a él un tapete turco;

aquí, el anaquel con dos vasos amarillos.

A la derecha -no, en frente- un armario con un espejo.

En el centro, la mesa donde solía escribir

y las tres sillas grandes de mimbre.

Cerca a la ventana estuvo la cama

donde nos amamos tantas veces.

En algún lugar deben estar esas pobres cosas.

 

Cerca de la ventana estuvo la cama.

El sol de la tarde llegaba hasta el medio.

 

…Una tarde, a las cuatro, nos separamos

por una semana… Entonces

esa semana se hizo eterna.

 

En la cubierta del barco

(1919)

 

Se parece a él, por supuesto,

este pequeño retrato hecho a lápiz.

 

Fue hecho de prisa, en la cubierta del barco,

una tarde mágica,

con el mar de Jonia rodeándonos.

 

Se parece a él, aún cuando le recuerdo más bello.

Era de una sensibilidad casi enfermiza

y eso iluminaba más su rostro.

Y más hermoso me parece ahora

cuando le recuerdo hace ya tantos años.

 

Hace ya tantos años. Todo ha envejecido

el retrato, el barco y aquella tarde.

 

Para llamar a las sombras

(1920)

 

Una vela es suficiente. Su luz suave

será más conveniente, será más graciosa

cuando las sombras vengan, las Sombras del Amor.

 

Una vela es suficiente. Esta noche el cuarto

no debe tener mucha luz. En profundos sueños,

bien dispuesto y con luz apacible,

en este alto ensueño formaré imágenes

para llamar las sombras, las Sombras del Amor.

 

Desesperación

(1923)

 

Le ha perdido. Y trata de encontrar

sus labios en los labios de cada nuevo amor;

en cada nuevo abrazo quiere convencerse

que al mismo joven se entrega.

 

Le ha perdido, como si nunca hubiese existido.

Quería, decía, salvarse de ese

corrupto y enfermizo deleite sexual,

deshonesto e infame placer.

Aún tenía tiempo, decía, de salvarse.

 

Le ha perdido, como si nunca hubiese existido.

Con fantasías, con alucinaciones

trata de encontrar sus labios en los labios

de otros hombres jóvenes, quiere sentir

de nuevo, su forma de amar.

 

Días de 1901

(1927)

 

Lo que había de singular en él,

a pesar de su vida disoluta

y su vasta experiencia sexual

y que, muchas veces sus actos

concordasen con sus años,

eran aquellos momentos

– ciertamente,

muy raros-, cuando su cuerpo

parecía intocado.

 

La belleza de sus veintinueve años,

por el placer puesta a prueba,

a veces recordaba extrañamente

a un muchacho que -con cierta torpeza—por primera vez

al amor su cuerpo entrega.

 

Días de 1909, 1910 y 1911

(1928)

 

Era el hijo de un marinero indigente, de una isla del

Egeo.

Trabajaba para un herrero y vestía pobremente.

Sus zapatos gastados, sus manos manchadas de orín y de

aceite.

 

Al caer de la tarde, cuando cerraban la fragua,

si algo deseaba, una corbata cara, digamos,

una corbata para los domingos,

o si en una vitrina había visto alguna bella camisa,

por uno o dos taleros ofrecía su cuerpo.

 

Ahora me pregunto si en los tiempos antiguos

tuvo Alejandría, la gloriosa, un joven tan apuesto

y tan bello como este que perdimos.

Nadie hizo, por supuesto, su estatua o su retrato.

En aquel astroso taller, entre el calor de la fragua

y el penoso trabajo, entre el deleite y las pasiones,

terminaron sus días.

 

Días de 1908

(1932)

 

Aquel año estaba sin trabajo;

y malvivía del juego de las cartas,

de los dados y los préstamos.

 

En una papelería le habían ofrecido

un empleo de cien pesos al mes.

Pero lo rechazó. No era un sueldo para él,

joven bien educado y con veinticinco años.

 

Apenas si ganaba dos o tres pesos diarios.

De los naipes y los dados, ¿qué podía obtener

un muchacho como él, en cafés de mala muerte,

así jugara con astucia o eligiera los más tontos?

Y aun cuando mucho prestara, rara vez tenía un peso.

 

Con frecuencia iba a la playa. Su traje era siempre el

mismo

uno color de canela, ya muy descolorido.

 

¡Oh días del verano de mil novecientos ocho!

de vuestro recuerdo, por obra del arte,

se ha borrado aquel traje.

Ahora lo evoco mientras se lo quitaba

y lo arrojaba lejos junto a su pobre ropa interior.

Y quedaba desnudo, íntegramente bello.

Sus cabellos revueltos,

Sus glúteos y brazos y piernas doradas por el sol

en aquellas mañanas de baños en la playa.

 

NOTAS:

 

(1) Endimión fue el más bello de los mortales. Selene, la luna, se enamoró de él y Zeus le mantuvo en un perpetuo sueño para que ella pudiese visitarlo todas las noches. Una de sus tumbas estuvo en el monte Latmos, cerca de Mileto, en el Asia Menor.

(2) La escena ocurre en una de las varias ciudades helenas llamadas Seleucia, de las cuales, la más esplendida fue la Seleucia sobre el Tigris, fundada en el año 312 antes de nuestra era por Seleucio I Nicator como

capital de su imperio.

(3) Aún cuando la escenografía y el personaje sean ficticios, se sabe que Osroene fue un reino de Mesopotamia durante el imperio romano, cuya capital fue Odessa, la actual Ourfa. Cármides fue un tío de Platón, asesinado en una disputa política, muy admirado por su belleza. Su sobrino le inmortalizó en un diálogo que lleva su nombre, donde Sócrates, inspirado en la perfección del cuerpo del joven, quiere definir la sabiduría como el conocimiento del bien y el mal.

(4) El poeta Kavafis, Atenas, 1957, pg., 90.

(5) Jorge Savidis, Los papeles de Kavafis, Atenas, 1966, pg., 164.

(6) Los míos y los otros, Atenas, 1955, pg., 147

 

 

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En nuestro día a día, perdemos de vista las cosas sencillas de la vida, el autor Gilberto Aranguren, a través del género poético, construye imágenes que conforman la interioridad de su mundo, le da importancia a cada aspecto de su vida y elige con cuidado aquello que le parece valioso y que pueda marcar totalmente la diferencia, él sabe que hay un mundo en su interior invisible para los demás y que cada evento exterior representa una ventana a su interior, ¡sus poemas son su reflejo!

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”