Se refugiaron bajo el alero: la lluvia,
aguardaba con ansiedad durante meses, los había sorprendido a descampado. Ella,
fatigada por la carrera, respira con dificultad; el vestido mojado se le
adhiere al cuerpo como una segunda piel y sus senos se agitan como palomas que
quisieran volar. Él, aturdido y casi sin aliento, la observa en silencio. Y
ella, sintiéndose mirada, voltea el rostro en dirección a una hilera de árboles
que sacuden sus ramas contra la línea gris del horizonte. Él apoya su espalda
en la pared de cañas. Cierra los ojos; y al abrirlos la ve a ella, sonriente,
esplendorosa, como la imagen imposible de algún sueño. Arrecia la lluvia
mientras ellos resbalan lentamente hacia un abismo oscuro y dulce, sembrado de
relámpagos.
Él, en su habitación de paredes agrietadas, da
vueltas entre las cobijas frías. El ruido de la lluvia lo lastima. Y el sueño,
esquivo como un pez, lo abandona y huye hacia los confines de la madrugada.
Ella, flotando en su colchón de plumas, abrazada
a esa imagen de sí misma que había ocultado en cofres olorosos a laurel, entre
sueños solloza de alegría.
¿Por qué se habían reconocido de repente? ¿Qué
demonio había tejido aquella fina red para atraparlos? Las preguntas de los
primeros días carecen ahora de sentido. Enceguecidos por el resplandor de los
cuerpos se buscan debajo de las piedras, trepan abrazados a las copas de los
árboles, danzan como locos en el charco y la hojarasca. Jóvenes e impetuosos,
se deslizan por el fugaz tiempo de la dicha, procurándose con ansiedad y
urgente anhelo, como si colgara sobre sus cabezas una sentencia de muerte.
Ella, desde su ventana contempla el cielo, y en
las nubes densas que oscurecen el horizonte cree reconocer los signos
inequívocos de alguna desgracia. Observa cómo la lluvia ha hecho crecer la
hierba. Y siente, desolada, que en su vientre crece la fatalidad. ¿Por qué
tanta dulzura se convierte de pronto en puro llanto? Permanece oculta en su aposento,
aguardando la aparición de un ángel temible y poderoso capaz de devolverla a
los días sin sobresaltos de su antigua vida. Pero el ciclo se tiñe de negro
carbón, y en los sueños es su madre muerta la que se hace presente,
recriminándola, persiguiéndola entre la niebla, armada con un fosco puñal.
Mientras tanto, él, que también ha visto crecer
la hierba, se mantiene alejado.
El encierro se prolonga. Las lluvias dan paso a
la estación seca. Y el padre, hombre recio y desconfiado, penetra con su mirada
de basilisco los misterios del vientre de su hija. El silencio obstinado de la
muchacha confirma sus sospechas. Enronquecido por la rabia truena como un Zeus
en el centro de la sala. Luego, agobiado, se deja caer en una silla de cuero de
buey. Y en la penumbra aguarda la llegada de su hijo: a él habrá de
encomendarle la necesaria e impostergable tarea de la venganza. Al anochecer,
el hijo regresa y el padre camina a su encuentro. En pocas palabras le confía
la infausta noticia. Le entrega la escopeta y le señala los caminos de la
sangre, el honor y la vergüenza. El hijo asiente en silencio, se retira a su
aposento y en las manchas de humedad del techo imagina las líneas vagas e
imprecisas del rostro del enemigo.
Al día siguiente, con las primeras luces, el vengador
ensilla el caballo, y escopeta al hombro abandona el caserón. Mientras se aleja
piensa en los caminos sinuosos que habrán de conducirlo al territorio del
adversario. La persecución se prolongará por ríos y
montañas, campos quemados y ciudades: siguiendo un rastro invisible que desaparecerá con la noche en las arenas movedizas del sueño. No teme a la fatiga ni al combate cuerpo a cuerpo, ni siquiera a las emboscadas arteras del enemigo, pero sí a su propio e ineludible desaliento. Ella, desde la ventana, lo ve partir. Él siente la mirada, pero no se voltea, no quiere verla Clava las espuelas al caballo y cierra los ojos soñando que al abrirlos ella está a su lado, bajo el alero, contemplando la lluvia que hace temblar los árboles allá en el horizonte.
montañas, campos quemados y ciudades: siguiendo un rastro invisible que desaparecerá con la noche en las arenas movedizas del sueño. No teme a la fatiga ni al combate cuerpo a cuerpo, ni siquiera a las emboscadas arteras del enemigo, pero sí a su propio e ineludible desaliento. Ella, desde la ventana, lo ve partir. Él siente la mirada, pero no se voltea, no quiere verla Clava las espuelas al caballo y cierra los ojos soñando que al abrirlos ella está a su lado, bajo el alero, contemplando la lluvia que hace temblar los árboles allá en el horizonte.
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