Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Arthur Rimbaud



Una Temporada en el Infierno
Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde todos los corazones se abrían, donde corrían todos los vinos.
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. - Y la encontré amarga. - Y la injurié.
Tomé las armas contra la justicia.
Huí  ¡Oh brujas, oh miseria, oh rencor, a vosotros fue confiado mi tesoro!
Logré que se desvaneciera de mi espíritu toda esperanza humana. Salté sobre toda alegría, para estrangularla, con el silencioso salto de la bestia feroz.
Llamé a los verdugos para morder, al morir, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas para ahogarme con arena, con sangre. La desgracia fue mi dios. Me sequé con el aire del crimen. Y jugué unas cuantas veces a la demencia.
Y la primavera me trajo la horrible risa del idiota.

Pero hallándome recientemente a punto de lanzar el último gallo, se me ocurrió buscar la llave del antiguo festín, donde quizá recuperara el apetito.
La caridad es esa llave - ¿Esta inspiración demuestra que he soñado!
"Seguirás siendo hiena, etc....", exclama el demonio que me coronó con tan amable amapolas. "Gana la muerte con todos tus apetitos y tu egoísmo, y todos los pecados capitales."
¡Ah! demasiado harto estoy de eso: - Pero, querido Satán, te conjuro: ¡una pupila menos irritada! Y, en espera de alguna pequeña infamia que demoran, para ti que prefieres en el escritor la ausencia de facultades descriptivas o instructivas, desprendo estas horrendas hojas de mi cuaderno de condenado.
Sangre Mala 
Heredé de mis ascendientes galos el ojo azul y blanco, el cacumen estrecho y la torpeza para la lucha. Mi vestimenta me parece tan bárbara como la suya. Pero no unto mis cabellos.
Los galos fueron desolladores de animales, los incendiarios de hierbas más ineptos de su tiempo.
De ellos me vienen la idolatría y la afición (sic) por el sacrilegio - ¡oh!, todos los vicios: cólera, lujuria, - magnifica, la lujuria -, y sobre todo mentira y pereza.

Siento horror por todos los oficios. Amos y obreros, todos ellos rústicos, innobles. La mano que escribe es igual a la mano que ara. - ¡Qué siglo de manos!- Yo nunca tendré mano. Después, la domesticidad lleva demasiado lejos. La honestidad de la mendicidad me aflige. Los criminales repugnan como los castrados: en cuanto a mí, estoy intacto, y no me importa.

¿Pero quien hizo tan pérfida mi lengua como para que guiara y amparara aquí mi pereza? Sin que me sirva para vivir ni aún de mi cuerpo, y más ocioso que el sapo, he vivido en todas partes. Ni una sola familia hay en Europa que no conozca. - Quiero decir, familias como la mía, que todo lo fincan en la Declaración de los Derechos del Hombre. - ¡Conocí cada hijo de familia!

¡Si yo tuviera antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada. Para mí es evidente que siempre fui de raza inferior. No puedo comprender la rebeldía. Mi raza no se sublevó nunca sino para pillar: como los lobos al animal que no han matado.

Evoco la historia de Francia, hija mayor de la Iglesia. Villano, habría hecho el viaje a tierra santa; en mi cabeza hay caminos por las llanuras suavas (sic), paisajes de Bizancio, murallas de Solima; el culto de María, la ternura por el crucificado que despierta en mí en medio de mil hechicerías profanas. - Estoy sentado, leproso, sobre las vasijas rotas y las ortigas, al pie de un muro roído por el sol,  - Más tarde, caballero, habría vivaqueado bajo las noches de Alemania.
¡Ah, más todavía!: en sabbat, bailo en un claro rojo con viejas y con niños.

Nada recuerdo más allá de esta tierra y cristianismo. Nunca terminaría de volver a verme en ese pasado. Pero siempre solo; sin familia, inclusive, ¿qué lengua hablaba yo? Jamás me veo en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los Señores - representantes de Cristo.
Aunque haya estado en el siglo anterior: sólo hoy vuelvo a encontrarme. No más vagabundos, no más guerras inciertas. La raza inferior todo lo ha ocupado - el pueblo, según se dice, la razón; la nación y la ciencia.
¡Oh, la ciencia! Todo lo han vuelto a empezar. Para el cuerpo y para el alma - el viático - tenemos la medicina y la filosofía, - los remedios de las comadres y las canciones populares arregladas. ¡Y las diversiones de los príncipes y los juegos que ellos prohibían! ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química!...
¡La ciencia, la nobleza nueva! El progreso. ¡El mundo anda! ¿Por qué no habría de girar?
Es la visión de los números. Vamos hacia el Espíritu. Es muy cierto, palabras de oráculo, lo que digo. Comprendo, y como no sé explicarme sin palabras paganas, quisiera callar.

¡La sangre pagana reaparece! El Espíritu está cerca: ¿Por qué Cristo no me ayuda, dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay! ¡El Evangelio ha cesado! ¡El Evangelio! ¡El Evangelio!
Espero a Dios con gula. Soy de raza inferior desde toda la eternidad.

Estoy en la playa armoricana. Que las ciudades se iluminen al atardecer. Mi jornada está cumplida; me voy de Europa.

El aire del mar abrasará mis pulmones; los climas perdidos me curtirán. Nadar, masticar la hierba, cazar, sobre todo fumar; beber licores fuertes como metal hirviente - como hacían aquellos queridos antepasados alrededor de sus fuegos.
Volveré con brazos y piernas de hierro, la piel oscura, la mirada furibunda; debido a mi máscara, me supondrán de buena raza. Tendré oro, seré ocioso y brutal. Las mujeres cuidan a estos feroces enfermos que vuelven de los países cálidos. Intervendré en política. Me habré salvado.

Mientras, estoy maldito, siento horror por la patria. Lo mejor es dormir, completamente borracho, sobre la playa.
No nos vamos. - Retomemos los caminos de aquí, cargado con mi vicio, vicio que echó sus raíces de sufrimiento a mi lado, desde la edad de la razón - y que sube al cielo, me golpea, me derriba, me arrastra.
La ultima inocencia y la última timidez. Está claro. No llevar al mundo mis repugnancias y mis traiciones. 
¡Vamos! El andar, la carga, el desierto, el hastío y la cólera. ¿A quién alquilarme? ¿A qué animal hay que adorar? ¿A qué santa imagen ofenderemos? ¿Qué corazones destrozaré? ¿Qué mentira debo sostener? - ¿En qué sangre andaré? Ante todo, cuidarse de la justicia. - La vida dura, el simple embrutecimiento -, levantarse, con el puño reseco, la tapa del ataúd, sentarse, calentarse. Así no habrá vejez ni peligros: el terror no es francés.

-¡Ah! de tal manera estoy desamparado, que ofrezco, no importa a qué imagen divina, impulsos hacia la perfección. ¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡Aquí, en la tierra, sin embargo!  
 De profundis Domine, ¡si seré tonto! 

Muy niño aún, admiraba al penado intratable sobre quien se cierra siempre otra vez el presidio; visitaba las fondas y las posadas que a su paso santificó; veía, con su idea, el cielo azul y la labor saludable del campo; husmeaba su fatalidad en las ciudades. Tenía más fuerza que un santo, más sentido común que un viajante - y él, ¡sólo él!, era testigo de su razón y de su gloria.

En los caminos, durante las noches de invierno, sin albergue, sin ropas, sin pan, una voz oprimía mi corazón helado: "Debilidad o fuerza: aquí estás, ésta es la fuerza. No sabes ni adónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No habrán de darte mayor muerte que si fueras un cadáver." A la mañana, tenía la mirada tan perdida y el semblante tan muerto que aquellos a quienes encontré probablemente no me vieron
En las ciudades, el fango me parecía de pronto rojo y negro como un espejo cuando la lámpara se mueve en la habitación vecina, ¡como un tesoro en el bosque! Buena suerte, exclamaba, y veía un mar de llamas y de humo en el cielo; y, a derecha e izquierda, todas las riquezas que ardían con miríadas de rayos.
Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban vedadas. Ni siquiera un compañero. Me veía ante una muchedumbre exasperada, ante un pelotón de fusilamiento, llorando la desgracia de que no hubieran podido comprender, ¡y perdonando! —¡Como Juana de Arco!— "Sacerdotes, pro­fesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Jamás pertenecí a este pueblo; jamás fui cristiano, soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; ca­rezco de sentido moral, soy una bestia: os equivocáis..."

Sí, mis ojos están cerrados a vuestra claridad. Soy un animal, un negro.  Pero puedo ser salvado. Vosotros sois falsos ne­gros, sois maniáticos, feroces, avaros.  Comerciante, eres ne­gro; magistrado,eres negro; general, eres negro; emperador, vieja comezón, eres negro: has bebido un licor sin impuesto, de la fábrica de Satán. —Este pueblo está inspirado por la fiebre y el cáncer. Enfermos y ancianos son tan respetables que requieren ser hervidos. —Lo más astuto es abandonar este continente, donde merodea la demencia para proveer de rehenes a esos miserables. Entro en el verdadero reino de los hijos de Cam. 

- ¿Conozco siquiera la naturaleza?, ¿me conozco yo? —No más palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza, danza! No veo tampoco la hora en que, al desembarcar los blancos, caeré en la nada. ¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza! 

Los blancos desembarcan. ¡El canon! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.
He recibido en el corazón el golpe de la gracia. ¡Ah! ¡No lo había previsto!
Nunca jamás hice el mal. Los días van a ser leves pa­ra mí, el arrepentimiento me será ahorrado. No habré padecido los tormentos del alma casi muerta para el bien, en la que asciende la claridad severa como de cirios funerarios. La suerte del hijo de familia, ataúd prematuro cubierto de límpidas lágrimas. Sin duda, la intemperancia es estúpida, el vicio es estúpido; hay que arrojar la podredumbre a un lado. ¡Pero el reloj no habrá llegado a tocar solo la hora del puro dolor! ¿Voy a ser alzado como un niño, para jugar al pa­raíso en el olvido de toda desgracia?
¡Pronto!, ¿hay otras vidas? —Dormir en medio de la riqueza es imposible. La riqueza fue siempre bien público. Sólo el amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza es sólo un espectáculo de bondad. ¡Adiós quimeras, ideales, errores!
El razonable canto de los ángeles se eleva del navío salvador: es el amor divino. — ¡Dos amores!, puedo morir de amor terrenal, morir de abnegación. ¡He dejado almas cuya pena aumentará con mi partida! Me elegiste entre los náufra­gos; los que quedan, ¿no son mis amigos? ¡Sálvalos!
Me nació la razón. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. No son ya promesas infantiles. Ni la esperanza de escapar a la vejez y la muerte. Dios hace mi fuerza y yo alabo a Dios.

El hastío no es ya mi amor. Las furias, los excesos, la demencia —de los que conozco todos los ímpetus y desas­tres—, toda mi carga fue entregada. Apreciemos sin vérti­go la extensión de mi inocencia.
Ya no sería capaz de pedir el consuelo de una paliza. No creo haberme embarcado en una boda con Jesucristo como suegro. No soy prisionero de mi razón. Dije: Dios. Quiero la liber­tad en la salvación: ¿cómo lograrla? Los gustos frívolos me abandonaron. No más necesidad de abnegación ni de amor divino. No añoro el siglo de los corazones sensibles. Cada uno tiene su razón, desprecio y caridad: yo mantengo mi lu­gar en la cumbre de esta angélica escala de sentido común. En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no... no, no puedo. Soy por demás disipado, demasiado débil. La vida florece por el trabajo, vieja verdad: para mí, mi vida no tiene el peso suficiente, levanta vuelo y flota lejos por encima de la acción, esa apreciada finalidad del mundo.

¡Cómo me vuelvo una vieja solterona por falta de coraje para amar la muerte!
¡Si Dios me concediera la serenidad celeste, aérea, la ora­ción —como a los antiguos santos! — ¡Los santos esos fuer­tes!, los anacoretas, ¡artistas como ya no los hay!
¡Farsa continua! Mi inocencia me haría llorar. La vida es una farsa que todos debemos representar.
¡Basta!,  éste es el castigo. — ¡En marcha! ¡Ah!, ¡los pulmones arden, las sienes zumban! ¡La noche rueda en mis ojos, a través de este sol! El corazón...los miembros...

¿Adónde vamos?, ¿al combate? ¡Yo soy débil!, los otros avanzan. Las herramientas, las armas ¡el tiempo!... ¡Fuego!, ¡fuego sobre mí!  ¡Allá!, o me rindo. — ¡Cobar­des!— ¡Me mato! ¡Me arrojo a las patas de los caballos! ¡Ah!...
—Me acostumbraré.
Esto sería la vida francesa, ¡la senda del honor!
Ingerí un enorme trago de veneno. — ¡Bendito sea tres veces el consejo que me dieron!— Las entrañas me queman. La violencia de la ponzoña retuerce mis miembros, me de­forma, me derriba. Muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. Es el infierno, ¡el castigo eterno! ¡Mirad cómo se aviva el fuego! Ardo como es debido, ¡Vamos, demonio! Había entrevisto la conversión al bien y a la felicidad, la sal­vación. ¿Puedo describir esa visión?, ¡el aire del infierno no tolera los himnos! Había millones de criaturas encantado­ras, un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las no­bles ambiciones, no sé. ¡Las nobles ambiciones!

¡Y aún es la vida! — ¡Si la condenación es eterna! Un hom­bre que quiere mutilarse está bien condenado, ¿no es así? Me creo en el infierno, por lo tanto estoy en él. Es la reali­zación del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres míos, habéis hecho mi desgracia y la vuestra. Pobre inocente. —El infierno no puede atacar a los paganos. — ¡Es la vida aun! Más tarde, las delicias de la condenación serán más pro­fundas. Un crimen, pronto, que yo caiga en la nada, por medio de la ley humana.

Calla, ¡pero calla! ... Es la vergüenza, el reproche, aquí: Satán que dice que el fuego es innoble, que mi cólera es atrozmente estúpida. — ¡Basta! ... Errores que me inspi­ran, magias, perfumes falsos, músicas pueriles. — Y decir que poseo la verdad, que veo la justicia: tengo un juicio sano y firme, estoy preparado para la perfección... Orgullo. — La piel de mi cabeza se reseca. ¡Piedad! Señor, tengo miedo. ¡Tengo sed, tanta sed! ¡Ah!, la infancia, la hierba, la lluvia, el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando en el cam­panario sonaban las doce... el diablo esta en el campanario, a esa hora. ¡María! ¡Virgen Santa!... Horror de mi ne­cedad.
¡Allá no habrá acaso almas honestas que quieren mi bien?... Venid… Tengo una almohada sobre la boca, no me oyen, son fantasmas. Además, nadie piensa nunca en los otros. Que no se acerquen. Huelo a condenado, es cierto. Las alucinaciones son innumerables. Es en verdad lo que siempre tuve: no más fe en la historia, olvido de los principios. Callaré: poetas y visionarios se sentirían celosos. Soy mil ve­ces el más rico, seamos avaros como el mar. ¡Ah, eso!, el reloj de la vida se detuvo hace un momento. Ya no estoy en el mundo. — La teología es seria, el infierno está ciertamente abajo —y el cielo arriba—. Éxtasis, pesadi­lla, dormir en un nido de llamas.
Cuántas malicias en el atento mirar en el campo… Satán, Fernando, corre con los granos silvestres… Jesús camina sobre las zarzas purpúreas sin doblegarlas… Jesús caminaba sobre las aguas irritadas. La linterna nos lo mostró de pie, blanco y con trenzas oscuras, en el flanco de una ola de esmeralda…
Voy a develar todos los misterios: misterios religiosos o naturales, muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía, nada. Soy maestro en fantasmagorías. ¡Escuchad!...
¡Poseo todos los talentos! — Aquí no hay nadie y hay al­guien: no querría prodigar mi tesoro. — ¿Quieren cantos ne­gros, danzas de huríes? ¿Quieren que desaparezca, que me zambulla en busca del anillo? ¿Quieren? Haré oro, remedios. Confiad por lo tanto en mí, la fe consuela, guía, cura. Venid, todos —también los niños pequeños— a que os consuele, a que uno prodigue entre vosotros su corazón —-¡el corazón maravilloso!— ¡Trabajadores, pobres seres! No pido plega­rias; tan sólo con vuestra confianza seré feliz. —Y pensemos en mí. Esto hace que no añore tanto el mun­do. Tengo la suerte de no sufrir más. Mi vida sólo fue dul­ces desvaríos, es lamentable. ¡Bah!, hagamos todas las muecas imaginables. Decididamente, estamos fuera del mundo. Ningún sonido ya. Mi tacto desapareció. ¡Ah, mi castillo, mi Sajonia, mi bosque de sauces. Las tardes, las mañanas, las noches, los días… ¡Estoy cansado!
Debería tener mi infierno para la cólera, mi infierno para el orgullo —y el infierno de la caricia; un concierto de infiernos. Muero de lasitud. ¡Esto es la tumba, voy hacia los gusanos, horror del horror! Satán, farsante, quieres disolverme, con tus hechizos. ¡Imploro! ¡Imploro!, un empujón con la horqui­lla, una gota de fuego. ¡Ah!, volver a subir a la vida! Dirigir la mirada hacia nuestras deformidades. ¡Y este veneno, este beso mil veces maldito! ¡Mi debilidad, la crueldad del mun­do! ¡Dios mío, piedad, ocúltame, me sostengo demasiado mal! — Estoy oculto y no lo estoy. El fuego se reaviva con su condenado.
DELIRIOS I
La virgen loca
El esposo infernal
Escuchemos la confesión de un camarada del infierno: "Oh divino Esposo, mi Señor, no rehúses la confesión de la más triste de tus siervas. Estoy perdida. Estoy ebria. Estoy impura. ¡Qué vida!
¡Perdón, divino Señor, perdón! ¡Ah!, ¡perdón! ¡Cuántas lágrimas!, ¡y cuántas lágrimas espero para más tarde aún! "Más tarde, ¡conoceré al divino Esposo! Nací sumisa a ÉL — ¡El otro puede golpearme mientras tanto! "Ahora, ¡estoy en el fondo del mundo! ¡Oh, mis amigas!... no, no mis amigas… Jamás delirios ni torturas semejan­tes… ¡Qué necedad!
"Ah!, sufro, grito. Sufro verdaderamente. Todo me está permitido sin embargo, cargada con el desprecio de los co­razones más despreciables.
"En fin, hagamos esta confidencia, sin por eso dejar de re­petirla veinte veces más — ¡tan triste, tan insignificante!  "Soy esclava del Esposo infernal, el que perdió a las vírgenes locas. Sin duda es ese demonio. No es un espectro, no es un fantasma. Pero a mí, que he perdido la cordura, que estoy condenada y muerta para el mundo — ¡no me matarán! ¿Có­mo describíroslo? Ya ni siquiera sé hablar. Estoy de luto, lloro, tengo miedo. ¡Un poco de frescura, Señor, si quieres, si por favor quieres!
"Soy viuda… —Era viuda... — y sí, fui muy seria antes, ¡y no nací para convertirme en esqueleto! … Él era casi un niño… Sus misteriosas delicadezas me sedujeron. Olvidé todos mis deberes humanos para seguirlo. ¡Qué vida! La ver­dadera vida está ausente. No estamos en el mundo. Voy adonde va, es necesario. Y a menudo, se encoleriza conmigo, conmigo, la pobre alma. ¡El Demonio! — Es un Demonio, ¿sabéis?, no es un hombre.
"Dice: "No amo a las mujeres. El amor es algo que hay que inventar otra vez, ya se sabe. Ellas ya no pueden más que desear una posición sólida. Conseguida esta posición, cora­zón y belleza se dejan de lado: sólo queda el frío desdén, el alimento del matrimonio, hoy. O bien veo mujeres con los signos de la felicidad, de quienes yo, sí, hubiera podido hacer buenas compañeras, devoradas desde siempre por brutos sen­sibles como hogueras..."
"Lo oigo hacer de la infamia una gloria, de la crueldad un atractivo."Soy de raza lejana: mis padres eran escandinavos: se punzaban las costillas, bebían su sangre. — Me haré inci­siones en todo el cuerpo, me tatuaré, quiero volverme horri­ble como un mongol: verás, aullaré por las calles. Quiero vol­verme completamente loco de rabia. Jamás me muestres joyas, me arrastraría y me retorcería sobre la alfombra. Quisiera que mi riqueza esté toda manchada de sangre. Jamás trabaja­ré. Muchas noches, su demonio me atrapaba y rodába­mos juntos, ¡yo luchaba con él!—Cuando oscurece, ebrio, se oculta a menudo en las calles o en las casas para asustarme mortalmente. — "Me cortarán seguramente el cuello; será repugnante." ¡Oh!, esos días en que quiere andar con aire de asesino!
"A veces habla, con una especie de jerga enternecida, de la muerte que trae el arrepentimiento, de los desdichados que indudablemente existen, de los trabajos penosos, de las des­pedidas que desgarran los corazones. En los tugurios donde nos emborrachábamos, lloraba al contemplar a aquellos que nos rodeaban, rebaño de la miseria. Recogía a los ebrios en las negras calles. Sentía la piedad de una mala madre por los pequeños. — Se iba con los delicados modales de una muchachita en el catecismo. — Fingía estar enterado de todo: comercio, arte, medicina. — Yo lo seguía, ¡era necesario! "Veía toda la decoración con que, en su mente, se rodeaba; ropas, telas, muebles: yo le prestaba armas, otro rostro. Yo veía todo lo que le interesaba como él hubiese querido crearlo para sí. Cuando me parecía que su espíritu estaba inerte, lo seguía, sí, en acciones extrañas y complicadas, lejos, buenas o malas: estaba segura de no entrar jamás en su mundo. Junto a su amado cuerpo dormido, ¡cuántas horas nocturnas velé tratando de descubrir por qué quería tanto evadirse de la reali­dad! Jamás hombre alguno sintió deseo tan grande. Me daba cuenta —sin temer por él— de que podía ser un serio peligro para la sociedad. — ¿Acaso posee secretos para cambiar la vida? No: no hace más que buscarlos, me contestaba yo. En suma, su caridad está hechizada, y soy su prisionera. Ningu­na otra alma tendría fuerza suficiente — ¡fuerza de la desesperación!— para soportarla —para ser protegida y amada por él. Además, no me lo imaginaba con otra alma: vemos nuestro Ángel, jamás el Ángel de otro —creo. Estaba yo en su alma como en un palacio que han desocupado para no ver una persona tan poco noble como uno: eso es todo. ¡Ay!, ¡cuánto dependía yo de él! ¿Pero qué quería él con mi exis­tencia descolorida y débil? ¡No me volvía mejor, aunque no me hiciera morir! Tristemente despechada, le dije a veces: "Te comprendo". Se encogía de hombros. "De este modo, como mi pena se renovaba sin cesar y yo me hallaba cada vez más perdida ante mis ojos —como ante todos los ojos que hubieran querido mirarme, ¡si no hubiese estado condenada para siempre al olvido de todos!— cada vez sentía más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos afectuosos, era como un cielo, un cielo sombrío, en el que yo entraba, y donde hubiese querido que me dejaran, pobre, sorda, muda, ciega. Ya me acostumbraba a eso. Veía que éramos como dos niños buenos, libres de pasearnos en el Paraíso de la tristeza. Nos entendíamos. Muy conmovidos, trabajábamos juntos. Pero, después de una caricia penetrante, decía: "Qué extraño te parecerá, cuando ya no esté, esto por lo que has pasado. Cuando ya no tengas mis brazos bajo tu cuello, ni mi corazón para descansar en él, ni esta boca sobre tus ojos. Porque será necesario que me vaya, muy le­jos, un día. Ya que tengo que ayudar a otros: es mi deber. Aunque no sea nada agradable… alma querida… "En seguida me imaginaba, ausente él, víctima del vértigo, pre­cipitada en la sombra más atroz: la muerte. Le hacía pro­meter que no me abandonaría. Veinte veces me hizo esa promesa de amante. Era tan frívolo como yo cuando le de­cía: "Te comprendo".
"¡Ah!, nunca tuve celos de él. No me abandonará, creo. ¿Qué podría llegar a ser? No tiene un solo conocimiento; nunca trabajará. Quiere vivir como un sonámbulo. Su bon­dad y su caridad, por sí solas, ¿le darían algún derecho en el mundo real? Por momentos, olvido la miseria en que caí: él me hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos en las calles de ciudades desconocidas, sin preocupaciones, sin penas. O despertaré, y las leyes y las costumbres habrán cambiado —gracias a su poder mágico—, y el mundo, aunque siga siendo el mismo, se abrirá a mis deseos, alegrías, negligencias. ¡Oh!, esa vida de aventuras que existe en los libros infantiles, para recompensarme, he sufrido tanto, ¿me la darás tú? No puede, ignoro su ideal. Me dijo que siente añoranzas, esperanzas: eso no debe tener que ver conmigo. ¿Le habla a Dios? Tal vez yo debería dirigirme a Dios. Es­toy en lo más profundo del abismo, y ya no sé rezar. "Si él me explicara sus tristezas, ¿las comprendería mejor que sus burlas? Me ataca, pasa horas avergonzándome por to­do lo que pudo conmoverme en el mundo y se indigna si lloro. —"¿Ves ese joven elegante que entra en la hermosa y apaci­ble residencia? Se llama Duval, Dufour, Armando, Mauri­cio, no sé. Una mujer se consagró a amar a ese malvado idiota: está muerta, sin duda es ahora una santa en el cielo. Tú me harás morir como él hizo morir a esa mujer. Es nues­tra suerte, la nuestra, corazones caritativos..." ¡Ay!, hubo días en que todos los hombres activos le parecían juguetes de delirios grotescos: reía atrozmente, largo tiempo—. Después, recuperaba sus maneras de joven madre, de hermana queri­da. ¡Si fuese menos salvaje, estaríamos salvados! Pero hasta su dulzura es mortal. Estoy sometida a él. — ¡Ah!, ¡estoy enajenada!
"Un día quizá desaparezca maravillosamente; pero es nece­sario que yo sepa si ha de volver a subir a un cielo; ¡qué pueda ver un poco la asunción de mi amiguito!"

¡Extraña pareja!

DELIRIOS II
Alquimia del verbo
Mía. La historia de uno de mis desvaríos.

Desde mucho tiempo atrás me jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y me parecían irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía moderna.
Me gustaban las pinturas idiotas, los capiteles, las decoracio­nes, las lonas de los saltimbanquis, los rótulos, las estampas populares; la literatura pasada de moda, el latín eclesiástico, los libros eróticos sin ortografía, las novelas de nuestras abue­las, los cuentos de hadas, los libraos infantiles, las óperas an­tiguas, los refranes tontos, los ritmos ingenuos. Soñaba con cruzadas, con viajes de descubrimiento de los que no existe relación, repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.

¡Inventé el color de las vocales! — A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde. — Ordené la forma y el movimiento de cada consonante y me jactaba de haber inventado, mediante ritmos instintivos, un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los sentidos. Me reservaba su traducción. Fue antes que nada un estudio. Escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos.

Distantes de los pájaros, de la grey, del aldeano,
¿Qué bebí, de rodillas en ese matorral 
Al que rodeaban, dulces, los bosques de nogales, 
En una tibia y verde neblina vesperal? 
 
¿Qué pude yo beber en ese joven Oise,
Olmos sin voz, oscuro cielo, césped sin flor, 
En amarillos cuencos, lejos de mi cabaña  
Querida? Algún licor de oro que da sudor.
  
Hice una no muy clara señal de bienvenida. 
De noche, una tormenta el cielo se llevó. 
El agua de los bosques en la arena moría.  
El vendaval de Dios en los charcos heló.
  
Yo vi oro y lloraba y beber no podía—. 


A las cuatro de la mañana, en el verano,
El sueño del amor perdura todavía.
Bajo las ramas de los arbustos se esfuma
El perfume de una noche de algarabía.

Allá a lo lejos, bajo el sol de las Hespérides,  
En sus enormes astilleros, 
Ya se mueven -—en mangas de camisa— 
Los Carpinteros.
En sus Desiertos de espuma, sin apuro, 
Preparan los preciosos enlucidos 
En donde la ciudad 
Ha de pintar cielos mentidos.
 
Oh, por esos obreros fascinantes
Que un rey de Babilonia tiene atados,
¡Venus, deja por un momento a los Amantes
Que en cuerpo y alma están entrelazados!
 A todos ellos, oh Reina de los Pastores,
Él aguardiente tienes que llevar.
Que estén en paz las fuerzas de esos trabajadores
Cuando en el mediodía se bañen en el mar.

La antigualla poética ocupaba buena parte de mi alquimia del verbo.
Me acostumbré a la alucinación simple: veía con entera sin­ceridad una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores dirigida por ángeles, carruajes en los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios: un título de sainete erigía espantos ante mí.
¡Después explicaba mis sofismas mágicos por la alucinación de las palabras!
Terminé por hallar sagrado el desorden de mi espíritu. Es­taba ocioso, víctima de una fuerte fiebre: envidiaba la feli­cidad de los animales —-las orugas, que simbolizan la ino­cencia de los limbos, los topos, ¡el sueño de la virginidad! Mi carácter se agriaba. Decía adiós al mundo con una especie de romanzas:

CANCIÓN DE LA TORRE MÁS ALTA
¡Ah, que venga esa hora
De la que uno se enamora!

Tanta fue mi paciencia
Que para siempre olvido.
Resquemor y dolencia
A los cielos se han ido.
Y una malsana sed que crece
Mis venas oscurece.

¡Ah, que venga esa hora
De la que uno se enamora!

Como un antiguo prado
Al olvido entregado,
Salvaje y florecido
De incienso y de cizañas,
En el sucio zumbido
De las moscas hurañas.
¡Ah, que venga esa hora
De la que uno se enamora!

Amaba el desierto, los vergeles quemados, las tiendas de­rruidas, las bebidas tibias. Rodaba por las callejuelas hedion­das y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios de fuego, "general, si queda un viejo cañón en tus bastiones en ruinas, bombardéanos con panes de tierra seca.  ¡A los escaparates de los comercios espléndidos!, ¡dentro de los salones! Haz morder su polvo a la ciudad. Oxida las gárgolas.  Llena los tocadores de polvo de rubí ardiente…" ¡Oh, la mosquita ebria en el urinario de la posada, enamo­rada de la borraja, y a la que un rayo disuelve!

HAMBRE

Si algo me gusta, sólo es
La tierra y el guijarro.
Yo siempre como aire,
Carbones, hierro, barro.

Hambres mías, cambiad.
Pastad en las praderas del sonido.
Atraed el irónico veneno
En las enredaderas escondido.

Comed las piedras que se rompen,
De los diluvios restos infelices,
Ruinas de las iglesias,
Panes sembrados en los valles grises.

Bajos las hojas escupía el lobo
Las bellas plumas de su cruel
Desayuno de aves.
Yo me consumo como él.

Las hortalizas y las frutas
La mano esperan que las tome.

Pero la araña de los cercos
Sólo violetas come.

¡Que yo descanse! Que yo hierva
En el altar de Salomón.
El hervor corre sobre el moho
Y se mezcla al Cedrón.

Por último, oh felicidad, oh razón, separé del cielo el azur, que es negro, y viví, chispa de oro de la luz naturaleza. En mi alegría, adopté una expresión lo más burlona y extraviada posible:

¡Ha sido encontrada!
¿Qué? La eternidad.
Es el sol mezclado
        Con el mar.

Alma mía eterna,
Sigue tu deseo
Contra noche a solas
Y día de fuego.

Así te separas
De votos humanos,
De comunes ímpetus,
Y vuelas, si acaso ...
Jamás la esperanza,
Nada de orietur.

Sapiencia y paciencia
Son suplicio aún.

Tampoco hay mañana,
Brasas de satén.
           Vuestro arder
            Es el deber.
¡Ha sido encontrada!
¿Qué?  La eternidad.
Es el sol mezclado
         Con el mar.

Me convertí en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen un fatalismo de la felicidad: la acción no es la vida, sino una manera de dilapidar cierta fuerza, un ener­vamiento. La moral es la debilidad de los sesos. Me parecía que a cada ser se le deben varias otras vidas. Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel. Esa familia es una jauría de perros. Ante muchos hombres, hablé en voz alta con un momento de una de sus otras vidas. — De este modo, amé a un cerdo.
Ninguno de los sofismas de la locura —la locura de atar— fue olvidado por mí: podría repetirlos todos, poseo el sistema.

Mi salud se vio amenazada. Me invadía el terror. Caía en un sueño de varios días y, cuando me levantaba, continuaba con los ensueños más tristes.  Estaba maduro para el morir, y por una ruta de peligros mi debilidad me llevaba a los con­fines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y de los torbellinos.

Tuve que viajar, aventar los hechizos congregados en mi cerebro. Sobre el mar, al que amaba como si debiera lavarme una mancha, veía elevarse la cruz consoladora. Había sido herido por el arcoiris. La felicidad era mi fatalidad, mi re­mordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre demasiado inmensa para consagrarse a la fuerza y a la belleza, ¡La felicidad! Su diente, dulce hasta la muerte, me advertía al cantar el gallo —ad matutinum, en el Christus venit—, en las ciudades sombrías:

¡Oh estaciones, castillos!
¿Dónde está el alma pura?

Cursé el mágico estudio
De la común ventura.

Salud al gallo galo
Que canta en noche oscura.

¡Ah! ya no más deseos:
Él mi vida asegura.

Prodigio en alma y cuerpo,
No más tarea dura.

¡Oh estaciones, castillos!
Cuando él se vaya, ¡ay!
Vendrá la sepultura.

¡Oh estaciones, castillos!

Eso pasó. Hoy saludar a la belleza.

LO IMPOSIBLE
¡Ah!, esa vida de mi infancia, el ancho camino a través de todos los tiempos, sobrenaturalmente sobrio, más desintere­sado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener ni patria, ni amigos, qué necedad. — ¡Y solamente yo me doy cuenta!
—Tuve razón en despreciar a esas buenas gentes que no perderían la ocasión de una caricia, parásitos de la limpieza y de la salud de nuestras mujeres, hoy que ellas están tan poco de acuerdo con nosotros.
Tuve razón en todos mis desdenes: ¡ya que me escapo!
¡Me escapo!
Explicaré.

Ayer todavía suspiraba: "¡Cielo!, ¡somos por demás los con­denados aquí abajo! Y yo, ¡llevo tanto tiempo ya en su compañía! Los conozco a todos. Nos reconocemos siempre: nos tenemos repugnancia. La caridad nos es desconocida. Pero somos corteses: nuestras relaciones con el mundo son muy correctas." ¿Es sorprendente? ¡El mundo! ¡Los comer­ciantes, los ingenuos! —No carecemos de honra—. Pero los elegidos, ¿cómo nos recibirían? Sin embargo, hay personas hurañas y alegres, falsos elegidos, dado que necesitamos au­dacia o humildad para abordarlos. Son los únicos elegidos. ¡No son aficionados a bendecir!
Al recobrar dos centavos de razón — ¡eso pasa pronto!— veo que mis malestares se deben a que no advertí con la suficiente rapidez que estamos en Occidente. ¡Los pantanos oc­cidentales! No es que crea que la luz se ha alterado, que la forma está extenuada, que el movimiento se ha extravia­do… ¡Bueno!, ocurre que mi espíritu quiere asumir abso­lutamente todos los desenvolvimientos crueles que sufrió el espíritu desde el fin del Oriente… ¡Eso quiere mi espíritu!... ¡Se acabaron mis dos centavos de razón! — El espíritu es autoridad y quiere que yo esté en Occidente. Habría que hacerlo callar para concluir como yo quería.

Yo mandaba al diablo las palmas de los mártires, los esplen­dores del arte, el orgullo de los inventores, el ardor de los saqueadores; volvía a Oriente y a la sabiduría primitiva y eter­na. — ¡Parece que es un ensueño de la tosca pereza! Sin embargo, de ningún modo pensaba en el placer de es­capar a los sufrimientos modernos. No miraba hacia la sa­biduría bastarda del Corán. — Pero, ¿no hay un suplicio real en el hecho de que, después de esta declaración de la ciencia, el cristianismo, el hombre se juegue, se pruebe las evidencias, se hinche con el placer de repetir esas pruebas, y sólo viva así! Tortura sutil, tonta; fuente de mis divagacio­nes espirituales. ¡La naturaleza podría aburrirse, quizá! El señor Prudhomme nació con Cristo.
¡No es porque cultivemos la bruma! Comemos la fiebre con nuestras legumbres acuosas. ¡Y la embriaguez!, ¡y el tabaco!, ¡y la ignorancia!, ¡y la abnegación! — ¿Todo eso está lo bastante lejos del pensamiento de la sabiduría de Oriente, de la patria primitiva? ¡Para qué un mundo moder­no si se inventan venenos semejantes!
Las gentes de la Iglesia dirán: Comprendido. Pero quieres hablar del Edén. Nada para ti en la historia de los pueblos orientales. — Es cierto; ¡pensaba en el Edén! ¡Qué es, para mi sueño, esa pureza de las razas antiguas! Los filósofos: El mundo no tiene edad. La humanidad se desplaza, simplemente. Estás en Occidente, pero libre de habitar en tu Oriente, tan antiguo como te sea necesario —y de habitar en él cómodamente. No seas un vencido. Filóso­fos: sois de vuestro Occidente.

Ten cuidado, espíritu mío. Nada de impulsos violentos hacia la salvación. ¡Ejercítate! — ¡Ah, la ciencia no avanza con la suficiente rapidez para nosotros! Pero advierto que mi espíritu duerme.
Si siempre estuviera completamente despierto a partir de este momento, ¡estaríamos pronto en la verdad, que tal vez nos rodeara con sus ángeles llorosos!... — Si hubiera estado despierto hasta este momento, ¡es porque yo no habría ce­dido a los instintos deletéreos, en una época inmemorial!.. — ¡Si siempre hubiera estado completamente despierto, yo navegaría en plena sabiduría!... ¡Oh pureza!, ¡pureza!
¡Es este minuto de lucidez el que me dio la visión de la pu­reza! ¡Por el espíritu se va a Dios!

¡Desgarrador infortunio!

EL RELÁMPAGO
¡El trabajo humano!, es la explosión que de vez en cuando ilumina mi abismo.
"Nada es vanidad; con la ciencia, ¡y adelante!", grita el mo­derno Eclesiastés, es decir, Todo el mundo. Y sin embargo los cadáveres de los ruines y de los holgazanes caen en el corazón de los otros... ¡Ah!, más rápido, un poco más rápido; allá, por encima de la noche, esas recompensas futu­ras, eternas… ¿huimos de ellas, nosotros?... — ¿Qué puedo yo? Conozco el trabajo; y la ciencia es dema­siado lenta. Que la plegaria galope y que ruja la luz… bien lo veo. Es demasiado simple, y hace demasiado calor; prescindirán de mí. Tengo mi deber, estaré orgulloso de eso a la manera de muchos, dejándolo de lado.

Mi vida está usada. ¡Vamos!, simulemos, no hagamos nada, ¡oh piedad! Y existiremos divirtiéndonos, soñando amores monstruos y universos fantásticos, quejándonos y querellando las apariencias del mundo, saltimbanqui, mendigo, artista, bandido ¡sacerdote! En mi cama de hospital, el olor del incienso volvió a mí tan penetrante; guardián de los aromas sagrados, confesor, mártir…
Reconozco en esto la sucia educación de mi infancia. ¡Y des­pués qué!...  Andar mis veinte años, si los otros andan veinte años…
¡No!, ¡no!, ¡ahora me sublevo contra la muerte! El trabajo parece demasiado fácil a mi orgullo; mi traición al mundo sería un suplicio demasiado breve. A último momento, yo atacaría a diestra y siniestra…

Entonces — ¡oh!—, pobre alma querida, ¡la eternidad esta­ría perdida para nosotros!

MAÑANA
¿No tuve alguna vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de ser escrita en hojas de oro? — ¡demasiadas posibilidades! ¿Debido a qué crimen, debido a qué error, merecí mi actual debilidad? Vosotros que pretendéis que los animales lanzan sollozos de dolor, que los enfermos de­sesperan, que los muertos tienen pesadillas, tratad de relatar mí caída y mi sueño. Tampoco yo puedo explicarme mejor que el mendigo con sus continuos Pater y Ave María. ¡Ya no sé hablar!
Sin embargo, hoy, creo haber terminado la narración de mi infierno. Era sin duda el infierno; el antiguo, aquel cuyas puertas abrió el hijo del hombre.

En el mismo desierto, en la misma noche, siempre mis ojos cansados despiertan con la estrella de plata, siempre, sin que se conmuevan los Reyes de la vida, los tres magos, el corazón, el alma, el espíritu. ¡Cuándo iremos, más allá de las playas y los montes, a saludar el nacimiento del trabajo nuevo, la sabiduría nueva, la huida de los tiranos y de los demonios, el fin de la superstición, a adorar — ¡los primeros!— la Navidad sobre la tierra!
¡El canto de los cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos, no maldigamos la vida.

ADIÓS
¡El otoño ya! — Pero por qué añorar un sol eterno, si estamos empeñados en el descubrimiento de la claridad divina lejos de las gentes que mueren a lo largo de las estaciones. El otoño. Nuestra barca erguida en las brumas inmóviles vira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme bajo el cielo manchado de fuego y de lodo. ¡Ah!, ¡los harapos podridos, el pan mojado por la lluvia, la embriaguez, los mil amores que me crucificaron!: Jamás terminará por lo tanto esta vam­piro reina de millones de almas y de cuerpos muertos y que serán juzgados! Vuelvo a mirar mi piel roída por la suciedad y la peste, los cabellos y las axilas llenos de gusanos y gusa­nos más grandes todavía en el corazón, disperso entre los desconocidos sin edad, sin sentimiento… Hubiera podido morirme de eso… ¡Horrorosa evocación! Execro la miseria. ¡Y temo el invierno porque es la estación del confort!

—A veces veo en el cielo playas sin fin cubiertas de blancas naciones jubilosas. Un gran navío de oro, por encima de mí, agita sus banderas multicolores bajo las brisas de la mañana. Yo creé todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Traté de inventar flores nuevas, nuevos astros, nuevas carnes, nuevos idiomas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y bien!, ¡debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Una hermosa gloria de artista y de narrador perdida!
¡Yo!, yo que me llamé mago o ángel, dispensado de toda moral, ¡soy devuelto a la tierra, con un deber que buscar, y la realidad rugosa por abarcar! ¡Rústico!
¿Me engaño?   ¿La caridad será para mí hermana de la
muerte?
En fin, pediré perdón por haberme sustentado de mentiras. Y sigamos.

¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde encontrar ayuda?

Sí la hora nueva es por lo menos muy severa. Porque puedo decir que la victoria me ha sido dada: el rechinar de dientes, los silbidos de fuego, los suspiros pestilentes se moderan. Todos los recuerdos inmundos se borran. Mis últimas añoranzas se esfuman —celos de los mendigos, de los bandoleros, los amigos de la muerte, los retrasados de toda lava— Condenados, ¡si yo me vengase!
Es necesario ser absolutamente moderno.
Nada  de  cánticos: mantener el terreno ganado. ¡Dura noche! La sangre seca humea sobre mi rostro, ¡y detrás de mí sólo tengo este horrible arbolito!... El combate espiritual es tan brutal como la batalla de los hombres; pero la visión de la justicia es únicamente el placer de Dios. Mientras tanto es la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de real ternura. Y en la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.

¡Qué hablaba yo de mano amiga! Una buena ventaja es poder reírme de los viejos amores engañosos, y cubrir de ver­güenza esas parejas mentirosas —vi el infierno de las mu­jeres allá—; y me será posible poseer la verdad en un alma y un cuerpo.

Abril-agosto de 1873

4 comentarios:

  1. Con su vida posterior se puede decir que Rimbaud hizo una enmienda a la totalidad a su etapa literaria.

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  2. Luis Manteiga Pousa24 de febrero de 2023, 10:53

    O no. Quién sabe lo que pasó por esa cabeza.

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  3. Hola Luis, gracias por acercarte a La Isla Inquieta, disculpa no haber tenido la delicadeza de responderte a la primera oportunidad que escribiste, en verdad no vi el comentario y hoy lo estoy viendo y me gusta mucho. Creo que Rimbaud, más allá de ser un joven fuera de tiempo y de serie, poseía una sensibilidad muy particular, por supuesto debió enmendar muchas cosas de su vida, que dicho sea de paso de lo que he leído de él, era anárquico y reaccionario ante los convencionalismos y creo que su poesía está muy llena de ello, de desafíos ante los planes del convencionalismos social y de la iglesia. Sus relaciones lo confirman. Su escritura rompe con la tela que para entonces se tejía en Europa con la poesía y el relato. El fue un transgresor y muy surrealista para la época. Tuvo una poesía exquisita, que hoy día se aclama, pero para entonces eran escritos que estaban lejos de respetar los valores y cánones de comportamiento y pensamiento. Cuando se lee a este poeta, uno se pregunta lo mismo que te interrogas: ¿Qué pasaba por la cabeza de este joven?, mi respuesta va más por pensar que él pensaba que la sociedad estaba compuesta por idiotas y que nada de lo que se hacía valía la pena. Su transgresión no tenía límites, por ello no solo la poesía, sino también su cuerpo y sus emociones y formas de manifestación fueron manera de revelar lo que sentía por lo que vivía a diario. Su poesía, a mi juicio, tiene mucho de lo social y en algunos aspectos estoy convencido que posee un carácter místico, que aunque el se creía en el infierno, eso no quería decir que no anhelara el cielo. Gracias por acercarte. Muchas gracias.

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  4. Luis Manteiga Pousa24 de febrero de 2023, 12:58

    Muy buena respuesta. Un saludo.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”